Capítulo XXII

La entrevista entre Gilberto, madame de Stael y el barón de Necker, había durado cosa de hora y media. Gilberto entró en París a las nueve y cuarto, se hizo llevar directamente al correo, tomó caballos de posta y un carruaje; y mientras Billot y Pitou iban a descansar de sus fatigas a una posada de la calle Thiroux, donde el primero solía hospedarse siempre que iba a París, el doctor partió a galope a Versalles.

Era ya tarde, pero poco le importaba a Gilberto. La actividad es una necesidad para los hombres de su temple. Acaso su viaje fuera un paseo inútil; pero, inútil y todo, prefería darlo a no hacer nada. Para las organizaciones nerviosas, la incertidumbre es un suplicio peor que la más espantosa realidad.

Llegó a Versalles a las diez y media. En tiempos normales, todos sus habitantes hubieran estado acostados y durmiendo profundamente; pero aquella noche nadie dormía en Versalles. Se acababa de recibir el golpe de rechazo de la sacudida que aún hacía temblar a París.

Los guardias franceses, los de corps, los suizos, agolpados en todas las bocacalles, hablaban unos con otros o con los ciudadanos que por su realismo no les inspiraban desconfianza.

Porque Versalles ha sido en todo tiempo una ciudad realista. Esta religión de la monarquía, ya que no del monarca, está incrustada en el corazón de sus habitantes como una de las cualidades del terreno. Los habitantes de Versalles, acostumbrados a vivir cerca de los reyes y por los reyes, a la sombra de sus grandezas, respirando siempre el perfume embriagador de las flores de lis, viendo brillar el oro de los trajes y la sonrisa de los rostros augustos; los habitantes de Versalles, para quienes los reyes han levantado una ciudad de mármol y de pórfido, se creen en cierto modo reyes también; y aun hoy mismo, cuando entre los mármoles crece el musgo y entre las baldosas ha brotado la hierba; hoy que el oro está a punto de desaparecer de los artesonados, que la sombra de los parques es más solitaria que la de las tumbas, Versalles, o renegaría de su origen, o debe considerarse como un fragmento del esplendor decaído, y, aunque no pueda ya tener el orgullo del poder y de la riqueza, debe conservar, al menos, la poesía de los recuerdos y el soberano hechizo de la melancolía.

Así, pues, según hemos dicho, en aquella noche del 14 al 15 de julio de 1789, todo Versalles se agitaba confusamente por averiguar cómo tomaría el rey de Francia aquel insulto dirigido a su corona, aquella brecha abierta en su poder.

Con su respuesta a M. de Dreux-Brézé, Mirabeau había herido a la monarquía en el rostro.

Con la toma de la Bastilla, el pueblo acababa de herirla en el corazón.

No obstante, para los hombres de estrechas miras, la cuestión era muy fácil de resolver. Sobre todo a los ojos de los militares, acostumbrados a no ver en el resultado de los acontecimientos más que el triunfo o la derrota de la fuerza bruta, tratábase simplemente de una marcha sobre París. Treinta mil hombres y veinte cañones reducirían en breve a la nada el orgullo y la furia victoriosa de los parisienses.

Jamás tuvo la monarquía tantos consejeros: todo el mundo daba su parecer en voz alta y públicamente.

Los más moderados decían:

—Eso no es cosa muy sencilla…

Y nótese que, entre nosotros, esa forma de lenguaje se usa siempre en las situaciones más difíciles.

—Es cosa muy sencilla —decían—. Empiécese por obtener de la Asamblea Nacional una sanción que no negará. Desde hace algún tiempo, su actitud es tranquilizadora para todo el mundo: ni quiere violencias de parte del pueblo, ni abusos del poder. La Asamblea declarará lisa y llanamente que la insurrección es un crimen; que, teniendo los ciudadanos representantes para exponer sus agravios al rey, y un rey para hacerles justicia, no tienen razón en apelar a las armas y en derramar sangre. Armado con esta declaración, que seguramente se obtendrá de la Asamblea, el rey no puede menos de castigar a París como buen padre, es decir, severamente. Y entonces se aleja la tempestad, y la monarquía vuelve a recobrar el primero de sus derechos. Los pueblos vuelven a su deber, que es la obediencia, y todo sigue su marcha acostumbrada.

Así era como se arreglaban los negocios de Estado, en la corte y en los bulevares.

Pero en la plaza de Armas y en los cuarteles, el lenguaje era muy distinto.

Allí se veían hombres desconocidos en la localidad, hombres de rostro inteligente y de mirada inquieta, sembrando acá y allá avisos misteriosos, exagerando las noticias ya graves de por sí y propagando casi públicamente las ideas sediciosas que hacía dos meses agitaban a París y soliviantaban los arrabales.

Alrededor de aquellos hombres se formaban grupos, sombríos, hostiles, animados, compuestos de personas a las que se recordaba su miseria, sus sufrimientos, el desdén brutal de la monarquía. Para los infortunios populares se les decía:

—Hace ocho siglos que el pueblo viene luchando; y ¿qué ha conseguido? Nada. Ni derechos sociales, ni derechos políticos: el de la vaca del colono a la que se quita su ternero para llevarlo a la carnicería; su leche para venderla en el mercado; su carne para llevarla al matadero; su piel para curtirla en la tenería. En fin, apremiada por la necesidad, y la monarquía ha cedido y convocado los Estados; pero hoy que los Estados están reunidos ¿qué hace la monarquía? Ejercer coacción sobre ellos. Si la Asamblea Nacional se ha constituido ha sido contra la voluntad de la monarquía. Pues bien: puesto que nuestros hermanos de París acaban de darnos tan terrible ayuda, empujemos hacia delante a la Asamblea Nacional. Cada paso que da en el terreno político en que se ha trabado la lucha es una victoria para nosotros; es el ensanche de nuestro campo, el aumento de nuestra fortuna, la consagración de nuestros derechos. ¡Adelante, adelante, ciudadanos! La Bastilla no es más que la obra avanzada de la tiranía; se ha tomado la Bastilla: ahora falta tomar la plaza.

En los sitios más apartados se formaban otras reuniones y se pronunciaban otros discursos. Los oradores eran evidentemente personas que pertenecían a una clase más elevada y que, a pesar de haberse disfrazado como hombres del pueblo, se conocía que no lo eran por sus blancas manos y su porte distinguido.

—¡Pueblo! —decían aquellos hombres—. Por una y otra parte te quieren engañar; los unos te piden que retrocedas; los otros que avances. Te hablan de derechos políticos, de derechos sociales; ¿eres acaso más feliz desde que te se ha permitido votar por medio de tus delegados? ¿Tienes menos hambre desde que la Asamblea Nacional promulga decretos? No. Deja la política y sus teorías a los hombres que saben leer. Lo que necesitas no es una frase o una máxima escrita, sino pan, y luego pan; es el bienestar de tus hijos, la dulce tranquilidad de tu mujer. ¿Quién te dará eso? Un rey de carácter fino, de espíritu juvenil, de corazón generoso. Ese rey no es Luis XVI, que reina supeditado por una mujer, por esa austriaca de corazón de bronce. Ese rey es… busca bien alrededor del trono; busca al que puede hacer la Francia dichosa, y al que la reina detesta precisamente porque hace sombra a su ambición, porque ama a los franceses y es amado de ellos.

Así se manifestaba la opinión en Versalles; de este modo se preparaba por todas partes la guerra civil.

Gilberto escuchó lo que se decía en dos o tres corrillos, y, conocedor ya del estado de los ánimos, se encaminó en derechura a palacio, guardado por multitud de centinelas. ¿A qué enemigo temían? Nadie lo sabía.

Sin que los centinelas le impidieran el paso, cruzó los primeros patios y llegó a los vestíbulos sin que nadie le preguntara adonde iba.

Llegado al salón del Ojo de Buey, un guardia de corps le detuvo. Gilberto se sacó del bolsillo la carta de Necker, cuya firma enseñó. La consigna era rigurosa; pero como las consignas más rigurosas son las que más necesidad tienen de ser interpretadas, el guardia de corps dijo a Gilberto:

—La orden de no dejar entrar a nadie en las habitaciones del rey es formal; pero indudablemente no se ha previsto el caso de presentarse un enviado del señor de Necker; y como probablemente traéis algún aviso importante para Su Majestad, entrad: yo cargo con la responsabilidad de la infracción.

Gilberto entró.

El rey no estaba en sus habitaciones, sino en la sala del consejo; allí recibía una comisión de la guardia nacional que había ido a pedirle que alejara a las tropas, que formase una guardia ciudadana y que se presentara en París.

Luis escuchó estas peticiones con frialdad; luego respondió que era preciso aclarar la situación y que iba a deliberar sobre ella en su consejo.

Y en aquel momento se hallaba deliberando.

Mientras tanto, los comisionados aguardaban en la galería, y al través de los cristales deslustrados de las puertas, estaban viendo las sombras de los consejeros reales y el movimiento amenazador de sus actitudes.

Fijándose en aquella especie de fantasmagoría, podían adivinar que la respuesta no sería favorable.

En efecto: el rey se limitó a contestar que nombraría los jefes de la milicia urbana y que ordenaría a las tropas del campo de Marte que se replegasen.

En cuanto a su presencia en París, no quería dispensar semejante favor a la ciudad rebelde hasta que estuviera completamente sometida.

La comisión rogó, insistió, conjuró. El rey contestó que lo sentía con toda su alma, pero que no podía hacer más.

Y, satisfecho de este triunfo momentáneo, de esta manifestación de un poder que ya no existía, el rey se trasladó a sus habitaciones.

En ellas encontró a Gilberto con el guardia de corps.

—¿Qué queréis? —preguntó Luis XVI.

El guardia de corps se acercó a él, y, mientras se disculpaba por haber faltado a su consigna, Gilberto, que hacía muchos años no había visto al rey, examinaba silencioso a aquel hombre que Dios había dado por piloto a la Francia, en el momento de la más violenta tempestad de cuantas la nación había sufrido.

Aquel cuerpo bajo y grueso, sin esbeltez ni majestad; aquel rostro de facciones carnosas y sin expresión, aquella tez pálida como de una vejez prematura; aquella lucha desigual de una materia poderosa con una inteligencia mediana a la cual el orgullo de la posición era lo único que daba cierto valor intermitente, todo esto, para el fisonomista que había estudiado con Lavater, para el magnetizador que había leído en el porvenir con Bálsamo, para el filósofo que había meditado con Juan Jacobo, para el viajero, en fin, que había examinado todas las razas humanas, todo esto significaba degeneración, bastardeamiento, impotencia, ruina.

Gilberto se quedó, pues, como cortado, no por respeto, sino por dolor, al contemplar aquel triste espectáculo. El rey se acercó a él.

—¿Sois vos quién me trae una carta de Necker?

—Sí, señor.

—¡Ah! —exclamó como si lo hubiera puesto en duda—. Dádmela pronto.

Y pronunció estas palabras con el tono de un hombre que se ahoga y grita: «¡Un cabo!».

Gilberto entregó la carta al rey. Luis se apoderó de ella al punto, la leyó rápidamente, y luego, con un ademán que no carecía de cierta nobleza, dijo al guardia de corps:

—Señor de Varicoúrt, dejadnos solos.

Gilberto se quedó solo con el rey. La cámara no estaba alumbrada más que por una lámpara; no parecía sino que el rey había disminuido la luz para que no se pudiera leer en su frente, aburrida más bien que pensativa, todos los pensamientos que en ella se acumulaban.

—Caballero —dijo, fijando en Gilberto una mirada más clara y más observadora de lo que este hubiera podido presumir en él, ¿es cierto que sois el autor de las Memorias que tanta impresión me han hecho?

—Sí, señor.

—¿Qué edad tenéis?

—Treinta y dos años, pero el estudio y los sinsabores duplican la edad. Tratadme como si fuera ya anciano.

—¿Por qué habéis dejado pasar tanto tiempo sin presentaros a mí?

—Porque no necesitaba decir de viva voz a Vuestra Majestad lo que le escribía más libre y fácilmente.

Luis XVI se quedó pensativo.

—¿No tenéis otros motivos? —dijo con cierta suspicacia.

—No, señor.

—Sin embargo, o mucho me equivoco, o por ciertas particularidades hubierais debido conocer la benevolencia con que os distingo.

—Vuestra Majestad se refiere, sin duda, a aquella especie de cita que tuve la temeridad de dar al rey cuando después de mi primera Memoria le rogué, hace cinco años, que pusiera una luz junto al cristal de su ventana, a las ocho de la noche, para darme a entender que había leído mi trabajo.

—Y… —dijo el rey con satisfacción.

—Y en el día y a la hora prefijados, apareció la luz en el mismo sitio donde yo había pedido que la pusieseis.

—¿Y después?

—Después vi que subía y bajaba tres veces.

—¿Y después?

—Después leí estas palabras en la Gaceta: «Aquel a quien la luz ha llamado tres veces puede presentarse a quien la levantó tres veces, y será recompensado».

—Son las mismas palabras del aviso —dijo el rey.

—Y aquí tenéis ese aviso —dijo Gilberto sacando de su bolsillo la Gaceta en que se había insertado cinco años atrás.

—Bien, muy bien —contestó el rey—; os he esperado mucho tiempo. Llegáis en el momento en que había cesado de esperaros. Bienvenido seáis, porque llegáis como los buenos soldados, en el momento de la lucha.

Luego, mirando todavía con más atención a Gilberto, añadió:

—¿Sabéis que para un rey no hay cosa más extraordinaria que la ausencia de un hombre a quien se dice: «Venid a recibir una recompensa», y no viene?

Gilberto sonrió.

—Vamos a ver: ¿por qué no habéis venido? —preguntó el rey.

—Porque no merecía ninguna recompensa.

—¿Por qué no?

—Francés y amante de mi patria, celoso de su prosperidad, confundiendo mi individualidad con la de treinta millones de hombres, conciudadanos míos, trabajaba para mí al trabajar para ellos. Así, pues, siendo egoísta, no soy digno de recompensa.

—¡Paradoja! Tenéis otra razón.

Gilberto no replicó.

—Hablad, caballero, lo deseo.

—Quizás lo hayáis adivinado ya, señor.

—¿Sí?… —dijo el rey con inquietud—. Sin duda, os parecía grave la situación y os reservabais.

—Para otra más grave, sí, señor: Vuestra Majestad lo ha adivinado.

—Me gusta la franqueza —dijo el rey, que no pudo disimular su turbación, porque era de carácter tímido y se sonrojaba fácilmente.

—Así, pues —continuó Luis XVI—, predecíais al rey la ruina, y habéis temido estar colocado muy cerca de los escombros.

—No hay tal, por cuanto en el momento en que la ruina es inminente vengo a colocarme cerca del peligro.

—Sí, sí: acabáis de separaros de Necker y habláis como él. ¡Peligro, peligro! Sin duda, hay peligro en acercarse a mí. Y ¿dónde está Necker?

—Pronto a ponerse, según creo, a las órdenes de Vuestra Majestad.

—Tanto mejor, porque le necesito —dijo el rey suspirando—. En política no se debe ser terco. Se cree hacer bien y se obra mal, y, aunque se obre bien, los caprichosos acontecimientos desbaratan los mejores resultados; los planes pueden ser buenos, y, sin embargo, uno pasa por haberse engañado.

El rey volvió a suspirar, y Gilberto le sacó del aprieto diciendo:

—Vuestra Majestad razona admirablemente; mas ahora lo que conviene hacer es ver más claro en el porvenir de lo que se ha visto hasta ahora.

El rey levantó la cabeza, y su ceño sin expresión se frunció ligeramente.

—Perdonadme, señor —dijo Gilberto—; soy médico, y cuando el mal es grande procedo de un modo expedito.

—Dais demasiada importancia al motín de hoy.

—Es que no ha sido un motín, sino una revolución.

—Y ¿queréis que pacte con rebeldes, con asesinos? Porque en rigor han tomado la Bastilla a viva fuerza, lo cual es una rebelión; y han matado a los señores de Launay, de Losme y de Flesselles, lo cual es un asesinato.

—Hay que establecer una separación entre unos y otros, señor. Los que han tomado la Bastilla son héroes; los que han dado muerte a esos señores son vulgares asesinos.

El rey se sonrojó al oír esto, sus labios se contrajeron y algunas gotas de sudor resbalaron por su frente.

—Tenéis razón, caballero —dijo—. Sois, en efecto, médico, o, mejor dicho, cirujano, porque cortáis por lo sano. Pero ocupémonos en vos. Os llamáis el doctor Gilberto, ¿no es verdad? Por lo menos, con ese nombre habéis firmado vuestras Memorias.

—Señor, es mucho honor para mí que Vuestra Majestad tenga tan buena memoria, aunque, bien mirado, hago mal en envanecerme por ello.

—¿Por qué?

—Porque mi nombre ha debido ser pronunciado delante de Vuestra Majestad hace pocos días.

—No comprendo.

—Hace seis días me prendieron y me encerraron en la Bastilla. Ahora bien: yo he oído decir que no se efectuaba una detención de alguna importancia sin que el rey lo supiera.

—¡Vos en la Bastilla! —dijo el rey con extrañeza—. Aquí está mi certificado de encarcelamiento. Encerrado, como acabo de decir, hace seis días por orden del rey, he salido hoy a las tres de la tarde gracias al pueblo.

—¿Hoy?

—Sí, señor. ¿Vuestra Majestad no ha oído los cañonazos?

—Sí.

—Pues bien: los cañones han abierto las puertas de mi prisión.

—¡Ah! —exclamó el rey—. Estaría muy contento si los cañonazos de esta mañana no hubieran sido disparados contra la monarquía al mismo tiempo que contra la Bastilla.

—Señor, no hagáis de una prisión el símbolo de un principio. Decid, por el contrario, que estáis satisfecho de que haya sido tomada la Bastilla, porque en adelante no se cometerá ya, en nombre del rey que la ignora, una injusticia como la de que he sido víctima.

—Pero, en fin, caballero: vuestro arresto habrá sido por alguna causa.

—Ninguna, que yo sepa, señor. Me han prendido al regresar a Francia, y me han encarcelado.

—A la verdad —dijo Luis XVI con dulzura—, ¿no hay algún egoísmo de vuestra parte en venir a hablarme de vos cuando tanto necesito que se hable de mí?

—Es que tengo precisión de que Vuestra Majestad me responda una sola palabra.

—¿Cuál?

—¿Ha entrado Vuestra Majestad por algo en mi arresto?

—Ignoraba vuestro regreso a Francia. —Me alegro mucho de que Vuestra Majestad me responda eso: así podré decir en voz alta que Vuestra Majestad no obra mal sino cuando le engañan, y presentarme como ejemplo a los que lo pusieran en duda.

El rey se sonrió.

—Señor médico —dijo—, estáis poniendo el bálsamo en la herida.

—¡Oh señor! Pondré el bálsamo a manos llenas, y, si queréis, curaré esa herida: os lo aseguro.

—¡Vaya si quiero!

—Pero es menester que lo queráis firmemente.

—Lo querré así.

—Antes de comprometeros más —dijo Gilberto—, tened la bondad de leer esta nota puesta al margen del registro de mi entrada en la Bastilla.

—¿Qué nota? —preguntó el rey con inquietud.

—Esta.

Gilberto presentó la hoja al rey, el cual leyó:

«A instancias de la reina…».

Luis frunció el entrecejo.

—¡De la reina! —dijo—. ¿Habéis incurrido en el desagrado de la reina?

—Señor, estoy seguro de que Su Majestad me conoce menos de lo que Vuestra Majestad me conocía.

—Pues, con todo, debéis haber cometido alguna falta, porque por algo se entra en la Bastilla.

—Parece que sí, puesto que salgo de ella.

—Pero Necker os envía a mí, y la orden de prisión estaba firmada por él.

—Es cierto.

—Entonces explicaos mejor. Repasad vuestra vida; ved si en ella hay alguna circunstancia que hayáis olvidado.

—¡Repasar mi vida! Sí, señor, lo haré y francamente. Perded cuidado: no será largo. Desde la edad de seis años he trabajado sin descanso. Discípulo de Juan Jacobo, compañero de Bálsamo, amigo de Lafayette y de Washington, desde el día en que salí de Francia jamás he tenido que inculparme por falta alguna. Cuando la ciencia adquirida me ha permitido asistir a los heridos o a los enfermos, he pensado siempre que debía dar cuenta a Dios de todas mis ideas, de todas mis acciones, y, puesto que Dios había puesto a mi cargo la salud de los hombres, como cirujano he vertido sangre por humanidad, pronto a dar la mía por aliviar o por salvar al enfermo; como médico, he sido siempre un consolador, a veces un bienhechor. De este modo han transcurrido quince años. Dios ha bendecido mis esfuerzos; he visto recobrar la vida a la mayor parte de los pacientes, todos los cuales me besaban las manos. Los que han muerto, Dios los había condenado. No, lo repito, señor: desde el día en que salí de Francia, hace quince años, no tengo nada por qué vituperarme.

—Pero en América habéis tenido trato con los innovadores y vuestros escritos han propagado sus principios.

—Sí, señor, y por cierto que me olvidaba de aducir ese título que me asiste al agradecimiento de los reyes y de los hombres.

El rey no contestó.

—Ya conocéis mi vida —prosiguió Gilberto—; no he ofendido ni lastimado a nadie, y vengo a preguntar a Vuestra Majestad por qué se me ha castigado.

—Señor Gilberto, hablaré de ello a la reina; pero ¿creéis que la orden de prisión procede directamente de la reina?

—No digo eso, señor, y aun creo que su Majestad no ha hecho otra cosa sino poner una apostilla.

—¿Lo veis? —dijo Luis XVI con alegría.

—Sí; pero no ignoráis, señor, que cuando una reina apostilla, manda.

—Y ¿de quién es la carta apostillada? Veamos.

—Sí, señor: vedla.

Y le presentó la orden de prisión.

—¡La condesa de Charny! —exclamó el rey—. ¿Es ella la que ha pedido vuestra prisión? Pero ¿qué habéis hecho a esa pobre Charny?

—Esta mañana ni siquiera de nombre conocía a esa señora.

Luis se pasó una mano por la frente.

—¡Charny! —dijo—. La dulzura, la virtud, la castidad personificada.

—Veréis, señor —dijo Gilberto sonriendo—, como vendrá a resultar que me han encerrado en la Bastilla a petición de las tres virtudes teologales.

—Pronto sabré a qué atenerme —dijo el rey.

Y tiró del cordón de una campanilla. Al instante entró un ujier.

—Que vean si la condesa de Charny está con la reina —dijo Luis XVI.

—Señor —contestó el ujier—, la señora condesa acaba ahora mismo de cruzar por la galería y va a subir al carruaje.

—Pues corred y decidle que venga a mi gabinete para un asunto de importancia.

Y volviéndose a Gilberto le preguntó:

—¿Es eso lo que deseáis?

—Sí, señor, y doy mil gracias por ello a Vuestra Majestad —contestó el doctor.