Cuando Gilberto volvió a ocupar su puesto en el carruaje al lado de Billot y enfrente de Pitou, estaba pálido y con la frente bañada de sudor.
Pero no era propio de su carácter dejarse dominar por una emoción cualquiera. Se recostó en el respaldo de su asiento, apoyó la frente en sus dos manos como si hubiera querido comprimir el pensamiento, y después de un rato de inmovilidad separó las manos, y, mostrando una fisonomía enteramente serena, dijo:
—Conque ¿decíais, querido Billot, que el rey ha despedido al barón de Necker?
—Sí, señor doctor.
—¿Y que de aquí provienen en parte los disturbios de París?
—En gran parte.
—Habéis añadido que el señor de Necker se había marchado enseguida de Versalles.
—Recibió la orden cuando estaba comiendo, y una hora después ya estaba en camino para Bruselas.
—¿Dónde está ahora?
—Donde debe estar.
—¿No habéis oído decir si se ha detenido en el camino?
—Sí: se detuvo en Saint-Ouen, para despedirse de su hija, la baronesa de Stael.
—Y madame de Stael ¿ha partido también con él?
—He oído decir que había partido solo con su mujer.
—Cochero —gritó Gilberto—, para delante de la primera ropería que encuentres.
—¿Vais a cambiar de traje? —preguntó Billot.
—Sí, porque este huele demasiado a Bastilla, y no es cosa de ir a visitar vestido de este modo a la hija de un ministro caído en desgracia. Registraos los bolsillos y ved si encontráis en ellos algunos luises.
—Parece que habéis dejado vuestra bolsa en la Bastilla —dijo Billot.
—Así lo disponen los reglamentos —contestó Gilberto—, todo objeto de valor debe depositarse allí en la administración.
—Y allí se queda —observó Billot.
Y, abriendo su ancha mano, que contenía una veintena de luises, añadió:
—Tomad, doctor.
Gilberto tomó diez luises. A los pocos minutos el coche se paró a la puerta de un ropavejero. Era la costumbre de aquella época. Gilberto se quitó la ropa estropeada por el roce con los muros de la Bastilla y se puso un traje negro muy decente, tal como lo llevaban entonces a la Asamblea nacional los señores del estado llano.
Un peluquero en su tienda y un saboyano en su banqueta completaron el atavío del doctor.
El cochero le llevó a Saint-Ouen por los bulevares exteriores.
Gilberto se apeó a la puerta de la casa del señor de Necker en Saint-Ouen en el momento en que daban las siete de la noche en el reloj de la catedral de Dagoberto. En aquella casa, poco antes tan frecuentada, reinaba un profundo silencio turbado únicamente por la llegada del coche del doctor.
Y, sin embargo, no se notaba allí esa melancolía de los palacios abandonados, esa tristeza de las casas cuyos dueños han caído en desgracia.
Las verjas cerradas, los jardinillos desiertos, indicaban que los amos estaban ausentes; pero no se advertía huella de dolor o de precipitación.
Además, toda una parte del palacio, el ala del este, tenía las persianas abiertas; y cuando Gilberto se encaminó hacia aquel lado, salió a recibirle un lacayo vestido con la librea del señor de Necker.
Entonces se entabló al través de la verja el diálogo siguiente:
—¿Está en casa el señor de Necker?
—No está: el señor barón salió el sábado pasado para Bruselas.
—¿Y la señora baronesa?
—Ha marchado con el señor.
—¿Y madame de Stael?
—Continúa aquí, pero no sé si podrá recibiros, porque es la hora en que acostumbra a dar su paseo.
—Os ruego que averigüéis dónde está, y anunciadle que desea verla el doctor Gilberto.
—Voy a ver si la señora está o no en sus habitaciones. Si está, probablemente os recibirá; pero os advierto, que si se pasea, tengo orden de no molestarla.
—Está bien.
El lacayo abrió la verja y Gilberto entró. Al tiempo de cerrar la verja, el lacayo echó una investigadora mirada sobre el carruaje que había llevado al doctor y sobre las fachas extrañas de sus dos compañeros de viaje.
Luego se alejó meneando la cabeza como hombre que no acierto a comprender lo que pasa, pero que desafía a otro a adivinarlo.
Gilberto se quedó aguardando. Al cabo de cinco minutos volvió el lacayo.
—La señora baronesa está paseando —dijo. Y saludó como para despedir a Gilberto. Pero el doctor no se dio por vencido.
—Amigo —dijo al lacayo—, hacedme el favor de faltar por esta vez a vuestra consigna y de decir a la señora baronesa, al anunciarme, que soy un amigo del marqués de Lafayette.
Un luis deslizado en la mano del lacayo acabó de vencer los escrúpulos que el nombre que acababa de pronunciar el doctor había disipado a medias.
—Entrad, caballero —dijo el lacayo.
Gilberto le siguió; pero el lacayo, en lugar de hacerle entrar en la casa, le llevó al parque.
—Este es el sitio favorito de la señora baronesa —dijo el criado indicando a Gilberto la entrada dé una especie de laberintos—. Tened la bondad de esperar aquí un momento.
A los diez minutos se oyó ruido entre el follaje, y a la vista de Gilberto apareció una mujer de veintitrés a veinticuatro años, alta y de formas más bien nobles que graciosas.
Pareció sorprenderse al ver un hombre joven todavía, cuando creía encontrar uno de edad bastante madura.
Gilberto era, en efecto, un hombre bastante notable para llamar la atención a una mujer tan observadora como madame de Stael.
Pocos hombres tenían el rostro formado por líneas tan puras, y, merced al ejercicio de una voluntad omnipotente, estas líneas habían adquirido el carácter de una inflexibilidad extraordinaria. Sus hermosos ojos negros, siempre tan expansivos, estaban velados y habían cobrado firmeza por el trabajo y los sufrimientos, y al velarse y robustecerse habían perdido esa vaguedad que es uno de los encantos de la juventud.
Un pliegue profundo y gracioso a la vez, formaba en la comisura de sus labios finos esa cavidad misteriosa en la cual los fisonomistas suponen que reside la circunspección. Parecía que el tiempo únicamente y una vejez prematura habían dado a Gilberto esa cualidad de que la naturaleza no había pensado en dotarle.
Su frente ancha y bien redondeada, con una ligera inclinación que terminaban sus hermosos cabellos negros, no empolvados hacía mucho tiempo, contenía a la vez la ciencia y el pensamiento, el estudio y la imaginación. Los arcos de sus cejas proyectaban sobre sus ojos dos sombras espesas, como sucedía a su maestro Rousseau, y de esa sombra brotaba el punto luminoso que revelaba la vida.
Gilberto, a pesar de su modesto traje, se presentó, pues, a los ojos de la futura autora de Corina bajo un aspecto notablemente hermoso y distinguido.
Madame de Stael estuvo algunos instantes contemplándole.
Gilberto, por su parte, invirtió aquellos instantes en hacer un ceremonioso saludo que recordaba un tanto la sencilla urbanidad de los cuáqueros de América, los cuales no conceden a la mujer más que la fraternidad que tranquiliza, en vez del respeto que sonríe.
Luego, de una rápida ojeada, analizó toda la persona de la joven ya célebre, y cuyas facciones inteligentes y llenas de expresión carecían en absoluto de encanto; cabeza de hombre joven insignificante y vulgar más bien que de mujer en un cuerpo lleno de voluptuosidad.
Llevaba en la mano una rama de granado, de la que, en su distracción, iba mordiendo las flores.
—¿Sois vos el doctor Gilberto? —preguntó la baronesa.
—Yo soy, sí, señora.
—¿Tan joven y habéis adquirido ya tan gran reputación? ¿Acaso no pertenece más bien esa reputación a vuestro padre o algún pariente de más edad que vos?
—No sé que haya más Gilberto que yo, señora. Y, si era efecto, a mi nombre va unida, como decís, alguna reputación, me asiste el derecho de reivindicarla.
—Os habéis valido del nombre del marqués de Lafayette para llegar hasta mí, y, en efecto, el marqués nos ha hablado de vos y de vuestra ciencia extraordinaria.
Gilberto se inclinó.
—Ciencia tanto más notable, tanto más interesante —prosiguió la baronesa—, cuanto que, según parece, no sois un químico vulgar, un práctico como los otros, y habéis sondeado todos los misterios de la ciencia de la vida.
—Supongo, por lo que indicáis, que el marqués de Lafayette os habrá dicho también que tengo algo de hechicero; y, si os lo ha dicho, le concedo bastante talento para haberlo probado, si ha querido.
—En efecto; nos ha hablado de las curas maravillosas que habéis hecho a menudo en los campos de batalla o en los hospitales americanos con enfermos desahuciados. Según nos ha dicho el general, los sumíais en una muerte ficticia tan parecida a la muerte real que muchas veces lo parecía.
—Esa muerte ficticia, señora, es resultado de una ciencia casi desconocida, confiada hoy a algunos adeptos solamente, pero que acabará por vulgarizarse.
—El mesmerismo: ¿no se llama así? —preguntó madame de Stael sonriendo.
—Eso es: el mesmerismo.
—¿Os la ha enseñado el mismo maestro?
—¡Ah, señora! El mismo Mesmer no era más que un discípulo. El mesmerismo, o, mejor dicho, el magnetismo, era una ciencia antigua conocida de los egipcios y de los griegos, pero que se perdió en el océano de la Edad Media. Shakespeare la adivina en Macbeth. Urbano Grandier la vuelve a descubrir y muere por haberla descubierto. Pero el gran maestro, el mío, es el conde de Cagliostro.
—¡Ese charlatán! —dijo madame de Stael.
—Señora, señora, no juzguéis de él como los contemporáneos, sino como lo juzgará la posteridad. A este charlatán es a quien yo debo mi ciencia, y quizás el mundo le deberá la libertad.
—Enhorabuena —dijo madame de Stael sonriendo—. Hablo sin estar muy enterada, y vos habláis con conocimiento de causa: es probable que vos tengáis razón y yo no… Pero ocupémonos en vos y decidme: ¿por qué habéis estado tanto tiempo ausente de Francia? ¿Por qué no habéis venido a ocupar vuestro puesto al lado de los Lavoisier, los Cabanis, los Condorcet, los Bailly y los Louis?
Al oír este último nombre se sonrojó imperceptiblemente el doctor.
—Aún tengo mucho que estudiar para que de buenas a primeras vaya a colocarme al lado de los maestros.
—En fin, ya habéis vuelto, aunque en una ocasión muy triste para vosotros. Mi padre, que hubiera tenido mucho gusto en veros, ha dejado de ser ministro y se ha ausentado hace tres días. Gilberto se sonrió.
—Señora baronesa —dijo inclinándose ligeramente—. Hace seis días que me encerraron en la Bastilla por orden del señor barón de Necker.
Madame de Stael se sonrojó a su vez.
—Me decís una cosa que me sorprende, en verdad —contestó—. ¡Vos en la Bastilla!
—Yo mismo, señora.
—Pues ¿qué habíais hecho?
—Los que han sido causa de que me prendieran podrán decirlo.
—Pero, al fin, estáis libre.
—Sí, lo estoy porque ya no hay Bastilla.
—¿Qué significa eso de que no hay Bastilla? —preguntó madame de Stael fingiendo sorpresa.
—¿No habéis oído los cañonazos?
—Sí; ¿y eso qué?
—Permitid que os diga que es imposible que madame de Stael, hija del señor de Necker, ignore que el pueblo ha tomado la Bastilla.
—Os aseguro, caballero —repuso la baronesa con embarazo—, que, extraña a todos los acontecimientos desde la marcha de mi padre, no me cuido más que de llorar su ausencia.
—Señora —replicó Gilberto meneando la cabeza—, los correos de gabinete conocen muy bien los caminos que van a parar a Saint-Ouen para que no haya llegado siquiera uno en cuatro horas que hace que ha capitulado la Bastilla.
La baronesa conoció que le era imposible contestar sin mentir positivamente; y como le repugnó la mentira, dio otro giro a la conversación.
—¿Y a qué debo el honor de vuestra visita, caballero? —preguntó.
—Deseaba tener el honor de hablar con el señor de Necker.
—Pues ¿no sabéis que no está en Francia?
—Señora, me parece tan raro que se haya marchado el barón de Necker, juzgo tan impolítico que no haya aguardado a ver cómo se desarrollan los acontecimientos, que…
—¿Qué?
—Que contaba con vos para que me dijerais dónde podría encontrarle.
—Pues le encontraréis en Bruselas.
Gilberto clavó en la baronesa su mirada escudriñadora.
—Gracias, señora —dijo inclinándose—, pues voy a partir para Bruselas, porque tengo que decirle cosas de la mayor importancia.
La señora de Stael hizo un movimiento de vacilación, y luego repuso:
—Por fortuna os conozco, caballero, y sé que sois hombre formal, porque esas cosas importantes podrían perder mucho de su valor pasando por otra boca… Pero ¿qué puede haber importante para mi padre después de haber caído en desgracia?
—El porvenir, y quizá no deje yo de tener influencia en el porvenir. Pero esto no hace al caso ahora. Lo importante para mí y para él es que yo vea al señor de Necker… Conque ¿decís que está en Bruselas? —Sí, señor.
—Invertiré veinte horas en el viaje. ¿Sabéis lo que son veinte horas en tiempo de revolución y cuántas cosas pueden pasar en veinte horas? ¡Qué imprudencia ha cometido el señor de Necker ausentándose!
—A la verdad, caballero, me asustáis y empiezo a creer que, en efecto, mi padre ha cometido una imprudencia.
—¿Qué queréis, señora? Las cosas son así. Por consiguiente, sólo me resta pediros que me perdonéis por la molestia que os he causado. Adiós, señora. Pero la baronesa le detuvo.
—Repito que me asustáis —dijo—, me debéis una explicación de todo esto, algo que me tranquilice.
—¡Ah, señora! —respondió Gilberto—. Tengo en este momento tantos asuntos personales a que atender, que me es enteramente imposible pensar en los de los demás; me va en ellos la vida y el honor, del propio modo que importaría a la vida y al honor del barón de Necker si hubiera podido aprovechar enseguida lo que todavía tardaré veinte horas en decirle.
—Permitidme que recuerde una cosa que hace largo rato estoy olvidando, y es que semejantes cuestiones no deben tratarse al aire libre, en un parque donde cualquiera puede oírnos.
—Señora —replicó Gilberto—, estoy en vuestra casa, y sois vos, y no yo, la que habéis elegido el sitio en donde estamos hablando. ¿Qué queréis? Estoy a vuestras órdenes.
—Quiero que me hagáis la merced de acabar esta conversación en mi gabinete.
—¡Ah, ah! —dijo Gilberto para sí—. Si no temiera ponerla en un apuro, le preguntaría si su gabinete está en Bruselas.
Pero sin preguntar nada se contentó con seguir a la baronesa, que echó a andar muy deprisa hacia el palacio. Delante de la fachada encontraron al mismo lacayo que había recibido a Gilberto. Madame de Stael le hizo una seña, y, abriendo las puertas ella misma, le condujo a su gabinete, elegante habitación, más masculina que femenina y cuya segunda puerta, así como dos ventanas, daban a un jardinillo, inaccesible no sólo a las personas, sino también a las miradas extrañas.
Llegados allí, madame de Stael cerró la puerta y, volviéndose a Gilberto, le dijo:
—Caballero: en nombre de la humanidad os ruego que me digáis cuál es ese secreto importante para mi padre que os ha hecho venir a Saint-Ouen.
—Si vuestro padre pudiera oírme desde aquí —contestó el doctor—, si pudiera saber que soy el hombre que ha enviado al rey las Memorias secretas tituladas: De la situación de las ideas y del progreso, estoy seguro de que el barón de Necker se presentaría de pronto y me diría: «Doctor Gilberto, ¿qué me queréis? Hablad, os escucho». Aún no había acabado de pronunciar estas palabras, cuando se abrió sin ruido una puerta secreta pintada por Vanloo, y el barón de Necker apareció sonriendo al pie de una escalerilla de caracol en la parte superior de la cual se veía brillar la luz de una linterna sorda.
Entonces la baronesa de Stael hizo un saludo a Gilberto, y, besando a su padre en la frente, se retiró por donde este había entrado, subió la escalera y cerró la puerta.
Necker se acercó a Gilberto y le alargó la mano diciéndole:
—Aquí me tenéis, caballero. ¿Qué me queréis? Os escucho.
Ambos se sentaron.
—Señor barón —dijo el doctor—, acabáis de oír un secreto que os revela todos mis planes. Yo soy quien, hará cuatro años, hice llegar a manos del rey una Memoria sobre el estado general de Europa; y quien, desde entonces, le he ido enviando desde los Estados Unidos las diferentes Memorias que he recibido sobre todas las cuestiones de conciliación y de administración surgidas en Francia.
—Memorias de las que Su Majestad me ha hablado siempre con tanta admiración como terror —contestó el señor de Necker inclinándose.
—Sí, porque decían la verdad, y entonces causaba terror oír la verdad, como hoy, que es ya un hecho, causa más terror todavía.
—Es incontestable —respondió Necker.
—¿Y el rey os ha comunicado esas Memorias? —No todas; dos solamente; una de ellas sobre hacienda, en las que erais de mí misma opinión con poca diferencia.
—Pero hay una en que le vaticinaba todos los sucesos políticos que acaban de realizarse. —¡Ah!
—Sí.
—Y ¿qué sucesos son esos?
—Dos entre otros: el uno era la precisión en que se vería de despediros a causa de ciertos compromisos contraídos.
—¿Le predijisteis mi caída del poder?
—Se lo predije.
—Y el segundo suceso ¿cuál era?
—La toma de la Bastilla.
—¿También la vaticinasteis?
—Señor barón, la Bastilla era, más que una prisión de Estado, el símbolo de la tiranía. La libertad ha empezado por destruir el símbolo; la revolución hará lo demás.
—¿Habéis calculado la gravedad de las palabras que me decís?
—Claro está.
—Y ¿no tenéis reparo en emitir en alta voz semejante teoría?
—¿Reparos? ¿Por qué?
—Porque podéis sufrir algún disgusto.
—Señor de Necker —replicó Gilberto—, cuando se sale de la Bastilla no se tiene miedo de nada.
—¿Habéis salido de la Bastilla?
—Hoy mismo.
—Y ¿por qué estabais en ella?
—Eso vengo a preguntaros.
—¿A mí?
—Sí, a vos.
—Y ¿por qué a mí?
—Porque vos me habéis hecho encerrar en ella.
—¡Que yo os he hecho encerrar en la Bastilla!
—Hace seis días. Como veis, la fecha no es muy remota, y deberíais acordaros.
—Es imposible.
—¿Conocéis esta firma?
Y Gilberto enseñó al exministro el registro de la Bastilla y la orden de prisión que iba unida a él.
—Sí, la conozco —contestó Necker—, esa es la orden de prisión. Ya sabéis que yo firmaba las menos que podía, a pesar de lo cual llegaban a cuatro mil al año. Además, en el momento de mi partida, eché de ver que me habían hecho firmar algunas en blanco. Quizás haya sido la vuestra una de ellas, y a fe que lo siento.
—¿Eso quiere decir que no debo atribuiros en modo alguno la causa de mi encarcelamiento?
—De ninguna manera.
—Pero, en fin, señor barón —dijo Gilberto sonriendo—, ya comprenderéis mi curiosidad: necesito saber a quién debo mi prisión. Tened la bondad de decírmelo.
—Es cosa fácil. Por precaución jamás he dejado mis cartas en el ministerio y todas las noches las traía aquí. Las de este mes están en el cajón B de esa papelera; busquemos en el legajo la letra G.
Necker abrió el cajón, y se puso a examinar un enorme paquete que podría contener quinientas o seiscientas cartas.
—No conservo más cartas sino aquellas cuyo contenido puede poner a cubierto mi responsabilidad —dijo el exministro—. Cada orden de prisión que firmo, me granjea un enemigo. Debo haberlo previsto, pues me extrañaría lo contrario. Vamos a ver: G… G… sí, aquí está, Gilberto. Pues la orden procede de la cámara de la reina, amigo mío.
—¡De la cámara de la reina!
—Sí: se pide una orden de prisión contra él llamado Gilberto, sin profesión conocida, ojos y cabellos negros. Siguen las demás: Regresando del Havre a París. Conque ¿ese Gilberto erais vos?
—Sí, yo. ¿Podéis entregarme la carta?
—No; pero puedo deciros quién la firma.
—¿Quién?
—La condesa de Charny.
—¿La condesa de Charny? —repitió Gilberto—. No la conozco ni le he hecho nada.
Y levantó poco a poco la cabeza como para hacer memoria.
—Hay, además, una breve apostilla sin firma; pero de letra que conozco. Mirad.
Gilberto se inclinó y leyó en el margen de la carta: «Hágase, sin tardanza, lo que pide la condesa de Charny».
—Es extraño —dijo el doctor—, la reina… lo concibo, pues en mi Memoria se trataba de ella y de la Polignac; pero esa condesa de Charny…
—¿No la conocéis?
—Debe ser un testaferro. Por lo demás, no tiene nada de extraño el que yo no conozca las notabilidades de Versalles: hace quince años que estoy ausente de Francia; sólo he vuelto dos veces, y la segunda hace cuatro años. Y ¿quién es esa condesa de Charny?
—La amiga, la confidente más íntima de la reina; la esposa adorada del conde de Charny; una belleza y una virtud; en una palabra, un prodigio.
—Pues no conozco ese prodigio.
—Entonces, debéis pensar, querido doctor, que sois juguete de alguna intriga política. ¿No habéis hablado del conde Cagliostro?
—Sí.
—¿Le conocisteis?
—Fue amigo mío; más que amigo, mi maestro; más que maestro, mi salvador.
—Pues bien: el Austria o la Santa Sede habrán pedido vuestro encarcelamiento. ¿Habéis escrito algunos folletos?
—Sí.
—Pues para todas esas pequeñas venganzas se acude a la reina. Se ha tramado un complot contra vos; se os ha seguido. La reina ha encargado a la señora de Charny que firme la carta para alejar todas las sospechas, y ya tenéis el misterio aclarado.
Gilberto reflexionó un momento.
Este instante de reflexión le trajo a la memoria la cajita robada en Pisseleux, en casa de Billot, y con la cual no tenían nada que ver con la reina, ni el Austria ni la Santa Sede. Este recuerdo le puso sobre la verdadera pista.
—No —dijo—, no es eso, no puede ser; pero no importa: pasemos a otra cosa.
—¿A qué?
—A tratar de vos.
—¿De mí? Y ¿qué tenéis que decirme?
—Lo que sabéis mejor que nadie: que antes de tres días estaréis repuesto en vuestro cargo y que podréis gobernar la Francia tan despóticamente como queráis.
—¿Lo creéis así? —preguntó Necker sonriendo.
—Y vos también, puesto que no os habéis marchado a Bruselas.
—Y ¿cuál será el resultado?
—Muy sencillo. Los franceses, que os quieren ahora, llegarán a adoraros. La reina estaba ya cansada de veros querido; el rey se cansará de veros adorado; procurarán hacerse populares a vuestra costa y vos no lo consentiréis. Entonces os haréis impopular a vuestra vez. El pueblo, señor de Necker, es un león hambriento que no lame más que la mano que le da de comer, cualquiera que sea esta mano.
—¿Y después?
—Después caeréis en el olvido.
—¿Yo en el olvido?
—¡Ah! Sí.
—Y ¿quién me hará olvidar?
—Los acontecimientos.
—Paréceme, señor Gilberto, que habláis como un profeta.
—Tengo la desgracia de serlo un poco.
—Pues vamos a ver: ¿qué sucederá?
—No es difícil predecirlo, porque lo que ha de suceder está en germen en la Asamblea. Surgirá un partido que duerme en este momento, mejor dicho, que vela, pero que se oculta. Este partido tiene por jefe un príncipe y por arma una idea.
—Comprendo: habláis del partido orleanista.
—No. Si me hubiera referido a él, habría dicho que tenía por jefe un hombre y por arma la popularidad. El partido de que hablo tiene un nombre que ni siquiera se ha pronunciado, y es el republicano.
—¡El partido republicano!
—¿No sois de mi opinión?
—¡Quimera!
—Sí: quimera con boca de fuego que os devorará a todos.
—Pues bien: me haré republicano, o, por mejor decir, ya lo soy.
—Republicano de Ginebra, no lo dudo.
—Me parece que un republicano es siempre un republicano.
—Ahí está el error, señor barón: nuestros republicanos no se parecerán a los de los otros países; nuestros republicanos tendrán que devorar, ante todo, los privilegios, luego la nobleza, y después la monarquía; nuestros republicanos irán mucho más lejos, partiréis con ellos, pero os quedaréis a la mitad del camino, porque no querréis seguirlos a donde irán. No, señor barón de Necker, os engañáis: no sois republicano.
—Si lo entendéis como decís, no, porque yo quiero al rey.
—Y yo también —dijo Gilberto—, y en este momento todo el mundo le quiere como nosotros. Si a un hombre de menos talento que vos le dijera lo que os estoy diciendo, se burlaría de mí; pero estad persuadido de lo que os digo, señor Necker.
—Si la cosa fuera verosímil, me parecería bien; pero…
—¿Conocéis las sociedades secretas?
—He oído hablar mucho de ellas.
—¿Creéis en su existencia?
—Sí; pero no en su universalidad.
—¿Estáis afiliado a alguna?
—No.
—¿Pertenecéis siquiera a una logia masónica?
—No.
—Pues yo sí, señor ministro.
—¿Como afiliado?
—Sí, y a todas. Son, señor ministro, una inmensa red que envuelve todos los tronos; un puñal invisible que amenaza a todas las monarquías. Somos, próximamente, unos tres millones de hermanos, diseminados por todos los países, difundidos por todas las clases de la sociedad. Tenemos amigos en el pueblo, en la clase media, en la nobleza, entre los príncipes y hasta entre los soberanos. Tened cuidado, señor Necker, porque el príncipe ante el cual os mostráis irritado es tal vez un afiliado; el criado que se inclina ante vos, tal vez lo sea también. Ni vuestra vida, ni vuestra fortuna, ni vuestra misma honra, son vuestras. Todo pertenece a un poder invisible con el que no podéis luchar porque no le conocéis, y que puede perderos, porque él sí que os conoce. Y esos tres millones de hombres que han constituido ya la república americana, intentan constituir ahora una república francesa y después intentarán constituir una república europea.
—Pero la república de los Estados Unidos no me causa miedo, y acepto de buen grado ese programa —dijo Necker.
—Sí; pero de la América a Francia hay un abismo. La América es un país virgen, sin preocupaciones, sin privilegios, sin monarquía, suelo alimenticio, situado entre el mar que da salida a los artículos de su comercio y la soledad, que es un recurso para su población, mientras que Francia… ¡ah! ¡Cuánto hay que destruir en Francia antes que se parezca a América!
—Pero, en fin, ¿adónde queréis venir a parar?
—Adonde tenemos que ir precisamente. Sólo que yo quisiera llegar sin trastornos, poniendo al rey a la cabeza del movimiento.
—¿Cómo una bandera?
—No; como un escudo.
—¡Cómo un escudo! —replicó Necker sonriendo—. No conocéis al rey, cuando queréis que desempeñe semejante papel.
—Sí, le conozco. Es un hombre como otros muchos a quienes he visto al frente de los pequeños distritos de América; un pobre hombre sin majestad, sin resistencia, sin iniciativa; pero… ¡cómo ha de ser! Aunque no fuese sino por el título sagrado que lleva, debe ser una salvaguardia contra esos hombres de que acabo de hablaros, y, por flaca que sea esa salvaguardia, vale más algo que nada. Recuerdo que en nuestras guerras con las tribus salvajes de América he pasado noches enteras detrás de un cañaveral: el enemigo estaba al otro lado del río y disparaba contra nosotros. No son gran cosa los cañaverales como defensa, y, sin embargo, os aseguro, señor barón, que tenía menos miedo detrás de aquellos grandes tallos verdes, cortados por las balas como si fueran hilos, de lo que lo hubiera tenido en campo raso. Pues bien: el rey es mi cañaveral: me permite ver al enemigo e impide que el enemigo me vea. Por esto, aunque republicano en Nueva York o en Filadelfia, soy realista en Francia. Allí nuestro dictador se llamaba Washington; aquí, Dios sabe cómo se llamará: puñal o cadalso.
—Todo lo veis de color de sangre, doctor.
—Pues del mismo modo lo veríais, señor barón, si hubierais estado como yo en la plaza de la Gréve.
—Es verdad. Me han dicho que ha habido asesinatos.
—¡Oh! El pueblo es una gran cosa cuando no se extralimita… ¡Oh tempestades humanas! ¡Cuán atrás dejáis a las tempestades del cielo!
Necker se quedó pensativo.
—¡Cuánto daría por teneros a mi lado, señor doctor! —dijo por fin—. En caso necesario, seríais un magnífico consejero.
—A vuestro lado no os sería tan útil, y, sobre todo, tan útil a Francia, como allí adonde me propongo marchar.
—Pero ¿adónde queréis ir?
—Oíd, señor Necker. Junto al mismo trono hay un gran enemigo del trono; junto al rey, un gran enemigo del rey, y este enemigo es la reina. ¡Pobre mujer, que olvida que es hija de María Teresa, o, más bien, que no se acuerda de ello sino desde el punto de vista de su orgullo! Cree salvar al rey y pierde más que el rey, porque pierde la monarquía. Pues bien: nosotros que amamos al rey y a la Francia, es preciso que nos unamos para neutralizar ese poder, para destruir esa influencia.
—Pues, entonces, haced lo que os he dicho: quedaos a mi lado. Ayudadme.
—Si me quedo a vuestro lado, no tendremos más que un solo y mismo medio de acción: vos seréis yo, y yo seré vos. Es menester que nos separemos y entonces pesaremos con doble peso en la balanza.
—Y ¿qué conseguiremos con eso?
—Quizá retardar la catástrofe, aunque no impedirla, por más que cuento con un auxiliar poderoso, el marqués de Lafayette.
—¿Lafayette es republicano?
—Todo lo republicano que puede ser un Lafayette. Si nos es absolutamente preciso pasar bajo el nivel de la Igualdad, creedme, escojamos la de los grandes señores. Amo la Igualdad que eleva y no la que rebaja.
—Y ¿nos respondéis de Lafayette?
—Sí, mientras no se le exija más que honor, abnegación y valor.
—Pues bien, decid: ¿qué es lo que queréis?
—Una carta para poder ver al rey.
—Un hombre de vuestro valor no necesita cartas de recomendación: se presenta solo.
—No, porque me conviene ser vuestra hechura; entra en mis proyectos ser presentado por vos.
—¿Y a qué aspiráis?
—A ser médico de cámara de Su Majestad.
—Es cosa fácil. Pero ¿y la reina?
—Estando yo al lado del rey, nada me importa.
—¿Y si os persigue?
—Entonces haré que el rey tenga voluntad.
—¡Que el rey tenga voluntad propia! Seréis todo un hombre si lo conseguís.
—El que dirige el cuerpo es un gran necio, si no llega algún día a dirigir también el espíritu.
—Pero ¿no creéis que sea un mal precedente para ser nombrado médico de cámara el haber estado en la Bastilla?
—Al contrario, es el mejor. Según vos, ¿no se me ha perseguido por crimen de filosofía?
—Tal sospecho.
—Pues, entonces, el rey se rehabilita, se populariza si toma por médico a un discípulo de Rousseau, a un partidario de las nuevas doctrinas, a un preso que sale de la Bastilla. La primera vez que le veáis, hacedle valer todo esto.
—Siempre tenéis razón; pero cuando estéis al lado del rey ¿podré contar con vos?
—De todo punto, mientras no os apartéis de la línea política que adoptaremos.
—¿Qué me prometéis?
—Avisaros cuando llegue el momento preciso en que debáis retiraros.
Necker se quedó mirando a Gilberto, y después le dijo con voz sombría:
—En efecto: es el mayor favor que un amigo leal pueda hacer a un ministro, porque es el último.
Y se sentó a su mesa para escribir al rey.
Entretanto, Gilberto volvió a leer la carta, diciendo para sí:
—¿Quién podrá ser esta condesa de Charny?
—Tomad, doctor —dijo Necker al poco rato, entregando a Gilberto lo que había escrito.
El doctor tomó la carta, que estaba concebida en estos términos:
Señor:
Vuestra Majestad debe tener necesidad de un hombre seguro, con el que pueda hablar de sus asuntos. Mi último presente, mi postrer servicio al separarme de vuestro lado, es el que os hago en la persona del doctor Gilberto. No necesito decir más en su favor sino que, no tan sólo es uno de los médicos más distinguidos del mundo, mas también el autor de las Memorias: Administraciones y Políticas, que tanto os han impresionado.
A los R. P. de V. M.
Barón de Necker
El barón no fechó la carta y la entregó al doctor, cerrada con un simple sello.
—Y ahora, estoy en Bruselas: ¿no es eso?
—Sí, más que nunca. Mañana por la mañana recibiréis noticias mías.
El barón llamó de cierto modo al lienzo de pared donde estaba la puerta secreta, y se presentó madame de Stael, que entonces no llevaba ya en la mano la rama de granado, sino el folleto del doctor Gilberto, a quien enseñó el título con lisonjera coquetería.
Gilberto se despidió de Necker y besó la mano de la baronesa, que le acompañó hasta la puerta del gabinete.
Y volvió a subir al carruaje en que Billot y Pitou estaban durmiendo, tendidos en los asientos, así como el cochero en el pescante y los caballos apoyados en sus cansadas patas.