Capítulo XX

En la esquina de la calle Planche-Mibray, el doctor vio un coche de alquiler, al que subió.

Billot y Pitou subieron también y se sentaron a su lado.

—Al colegio de Luis el Grande —dijo Gilberto al cochero; y se recostó en el fondo del carruaje, donde quedó sumido en una meditación profunda que respetaron Billot y Pitou.

Cruzaron el Pont-au-Change, tomaron por las calles de la Cité y de Saint-Jacques y llegaron al colegio de Luis el Grande.

Todo París estaba en movimiento: por doquiera se había propagado la noticia de lo que pasaba; los rumores de los asesinatos de la Gréve se mezclaban con los relatos gloriosos de la toma de la Bastilla; en los rostros se reflejaban las diferentes impresiones que los ánimos experimentaban, relámpagos del alma que traslucían al exterior.

Gilberto no asomó una sola vez la cabeza a la ventanilla del carruaje ni pronunció una palabra. Siempre hay un lado ridículo en las ovaciones populares, y Gilberto contemplaba por este lado su triunfo.

Además, le parecía que las gotas de sangre derramada llegaban a salpicarle, por más que hubiera hecho todo lo posible por evitar que se vertiera.

El doctor se apeó a la puerta del colegio e hizo seña a Billot para que le siguiese.

Pitou se quedó discretamente en el coche.

Sebastián estaba aún en la enfermería; el director en persona salió a recibir al doctor cuando le anunciaron su llegada.

Por poco observador que fuese Billot, conocía el carácter del padre y del hijo, y presenció con atención la escena que pasaba a sus ojos.

El muchacho, que se había mostrado débil, irritable, nervioso en su desesperación, se mostró tranquilo y reservado en su alegría.

Al ver a su padre se puso pálido y no supo qué decir, advirtiéndose en sus labios un ligero estremecimiento.

Luego se echó al cuello de Gilberto exhalando un grito de júbilo que parecía de dolor, y le tuvo silenciosamente estrechado entre sus brazos.

El doctor correspondió con el mismo silencio a aquel silencioso abrazo. Sólo que, después de haber abrazado a su hijo, se le quedó mirando con una sonrisa más bien triste que alegre.

Un observador más hábil que Billot hubiera sospechado que mediaba una desgracia o un crimen entre aquel niño y aquel hombre.

Sebastián se reprimió menos con Billot. Cuando pudo ver en derredor de sí otra cosa que su padre, que había absorbido toda su atención, se acercó al buen colono y echándole los brazos al cuello, le dijo:

—Sois todo un valiente, señor Billot; habéis cumplido vuestra palabra y os doy las gracias.

—Trabajillo ha costado, señor Sebastián —dijo Billot—, porque vuestro padre estaba muy bien encerrado, y ha habido que hacer muchos desperfectos para sacarle de allí.

—Sebastián —preguntó el doctor con cierta inquietud—; ¿estás bueno?

—Sí, padre —contestó el joven—, aunque me encontréis en la enfermería.

Gilberto sonrió.

—Ya sé por qué estás en ella —respondió.

El muchacho sonrió a su vez.

—¿No te falta nada?

—Nada, gracias a vos.

—Pues voy a hacerte siempre la misma recomendación: estudia.

—Sí, padre mío.

—Sé que para ti no es esa una palabra vacía de sentido; si lo creyera, no te la diría más.

—No soy yo el que debo responder a eso —dijo Sebastián—, sino M. Bérardier, nuestro excelente director.

El doctor se volvió a M. Bérardier, que le llamó aparte para decirle dos palabras.

—Aguardad, Sebastián —dijo el doctor.

Y se acercó al director.

—Señor Billot —preguntó Sebastián con interés—; ¿le ha sucedido algo a Pitou? ¿Cómo es que el pobre muchacho no ha venido también?

—Está aguardando a la puerta en un carruaje.

—Padre —dijo Sebastián—, ¿permitís que el señor Billot vaya a buscar a Pitou? Tendría mucho gusto en verle.

Gilberto hizo un ademán afirmativo con la cabeza y Billot salió.

—¿Qué teníais que decirme? —preguntó Gilberto al abate Bérardier.

—Quería deciros que, en vez de recomendar el estudio a vuestro hijo, lo que debéis recomendarle es la distracción.

—¿Cómo así? —preguntó el doctor.

—Sí: es un joven excelente a quien todos quieren aquí como un hijo o como un hermano, pero…

—Pero ¿qué? —preguntó el padre, inquieto.

—Que si no se tiene cuidado, el estudio que tanto le recomendáis le matará.

—¿El estudio?

—Sí, señor: el estudio. Si le vierais sobre su pupitre, cruzado de brazos, con la nariz tocando al diccionario, los ojos fijos…

—¿Estudiando o desvariando?

—Estudiando, sí, señor; buscando las palabras castizas, los giros clásicos, la forma griega o latina, buscándola horas enteras, y, mirad en este mismo momento…

En efecto, aun cuando aún no hacía cinco minutos que su padre se había apartado de él; aunque Billot apenas acababa de cerrar la puerta, el joven estaba sumido en una especie de meditación que se parecía al éxtasis.

—Y ¿está así a menudo? —preguntó Gilberto con inquietud.

—Podría decirse que es su estado habitual. Ved cómo medita.

—Tenéis razón, señor cura; y cuando le veáis tan reflexivo, convendrá distraerle.

—Sería una lástima, porque de esa especie de ensimismamiento salen composiciones que harán algún día el mayor honor al colegio de Luis el Grande. Predigo que de aquí a tres años se llevará ese joven todos los premios del concurso.

—Tened en cuenta —dijo el doctor— que esa especie de absorción del pensamiento en que veis sumido a Sebastián es más bien una prueba de debilidad que de fuerza, un síntoma de enfermedad más bien que de salud. Tenéis razón, señor cura: no conviene recomendar demasiado el estudio a ese muchacho, o, al menos, hay que saber distinguir el estudio de la meditación.

—Pues os aseguro que estudia.

—¿Cuándo está como ahora?

—Sí; y la prueba es que hace sus temas antes que los demás. ¿Veis como mueve los labios? Pues es que repasa sus lecciones.

—Pues bien: cuando repase sus lecciones de ese modo, distraedle; no por eso dejará de saberlas, y se encontrará mejor.

—¿Lo creéis así?

—Estoy seguro de ello.

—¡Cáspita! —exclamó el abate—. Debéis saberlo mejor que yo, toda vez que los señores Condorcet y Cabanis aseguran que sois uno de los hombres más sabios del mundo.

—Pero os aconsejo —dijo Gilberto, que cuando le saquéis de esos éxtasis, primeramente le habléis en voz baja y luego la levantéis progresivamente.

—¿Por qué?

—Para volverle a traer gradualmente a este mundo del que está alejado.

El cura miró al doctor con extrañeza, faltando poco para que lo tuviera por loco.

—Vais a ver la prueba de lo que estoy diciendo.

En efecto: Pitou y Billot entraban en aquel momento. En tres zancadas Pitou se puso al lado de Sebastián.

—¿Has preguntado por mí, Sebastián? —dijo Pitou cogiendo al niño de un brazo. Te agradezco mucho tu interés.

Y acercó su abultada cabeza a la frente descolorida del joven.

—Mirad —dijo Gilberto cogiendo del brazo al cura.

En efecto: Sebastián, sacado bruscamente de su ensimismamiento por el cordial contacto de Pitou, vaciló; su rostro pasó del color mate al pálido, e inclinó la cabeza como si su cuello no tuviese fuerza para sostenerla. Un suspiro doloroso salió de su pecho, y luego sus mejillas se colorearon vivamente.

Meneó a un lado y otro la cabeza y se sonrió.

—¡Ah! ¿Eres tú, Pitou? —dijo—. Sí, es verdad: he preguntado por ti.

Y luego, mirándole fijamente, añadió:

—Conque ¿te has batido?

—Sí, y como un valiente —dijo Billot.

—¿Por qué no me habéis llevado con vosotros? —repuso el muchacho con tono de reconvención. Yo también me hubiera batido y, al menos, hubiera hecho algo por mi padre.

—Sebastián —dijo Gilberto acercándose y apoyando la cabeza del joven en su pecho—, puedes hacer por tu padre mucho más que batirte por él: puedes escuchar sus consejos, seguirlos, llegar a ser un hombre distinguido, célebre.

—Como vos: ¿no es eso? —preguntó el joven con orgullo—. ¡Oh! A eso es a lo que aspiro.

—Sebastián —dijo el doctor—; ahora que me has abrazado y dado las gracias a nuestros buenos amigos Billot y Pitou, ven al jardín a hablar un rato conmigo.

—Con mucho gusto, padre mío. Sólo dos o tres momentos en toda mi vida he podido hablaros a solas, y estos momentos están siempre grabados en mi memoria con todos sus detalles.

—Con vuestro permiso, señor cura —dijo Gilberto.

—Lo tenéis.

—Billot, Pitou, quizás tendréis necesidad de tomar algo.

—Y es verdad —dijo Billot—, no he comido nada desde esta mañana, y creo que Pitou tiene el estómago tan vacío como yo.

—Confieso —contestó Pitou—, que he comido un pedazo de pan y dos o tres salchichas antes de sacaros del agua; pero con el baño se hace pronto la digestión.

—Pues bien: venid al refectorio —dijo el abate Bérardier—, y se os dará de comer.

—¡Oh, oh! —exclamó Pitou.

—¿Teméis que se os sirva la comida ordinaria del colegio? Tranquilizaos; se os tratará como convidados. Además me parece que no es sólo el estómago lo que necesita refuerzo.

Pitou se dirigió a sí mismo una pudorosa mirada.

—Y que si se os ofrecieran unos calzones juntamente con la comida…

—La verdad es que aceptaría, señor cura —contestó Pitou.

—Pues venid: la comida y los calzones están a vuestra disposición.

Y se llevó a Billot y Pitou por un lado, mientras que, haciéndoles una seña con la mano, Gilberto y su hijo se alejaban por otro.

Ambos atravesaron el patio destinado al recreo de los colegiales y salieron a un pequeño jardín reservado para los profesores, recinto fresco y umbroso, a donde solía el abate Bérardier ir a leer a Tácito y Juvenal.

Gilberto se sentó en un banco de madera, al que daba sombra un emparrado, y mandó sentar a su lado a Sebastián, a quien dijo, al mismo tiempo que le apartaba los largos cabellos que le caían sobre la frente:

—Ya estamos juntos y solos, hijo mío.

Sebastián levantó los ojos al cielo.

—Por un milagro de Dios, padre mío —contestó.

Gilberto se sonrió.

—Si ha habido milagro —dijo—, el bravo pueblo de París es el que lo ha hecho.

—Padre —contestó el muchacho—, no hagáis caso omiso de Dios, en lo que acaba de pasar; porque yo, cuando os he visto, he dado gracias a Dios instintivamente.

—¿Y Billot?

—Billot venía después de Dios, como la carabina venía después de él.

Gilberto reflexionó.

—Tienes razón, hijo mío —dijo—. Dios está en el fondo de todas las cosas. Pero ocupémonos en ti y hablemos un poco antes de separarnos de nuevo.

—¿Es que vamos a separarnos otra vez?

—Sí, pero no por mucho tiempo, según creo. Una cajita que entregué a Billot para que me la guardase ha desaparecido de su casa al mismo tiempo que me encerraban en la Bastilla. Me es indispensable averiguar quién me ha hecho prender y quién ha robado la cajita.

—Está bien, padre: aguardaré a que hayáis terminado esas pesquisas para volveros a ver.

Y el joven exhaló un suspiro.

—¿Estás triste, Sebastián? —le preguntó el doctor.

—Sí.

—¿Y por qué?

—No lo sé. Me parece que la vida no se ha hecho para mí como para los demás jóvenes.

—¿Qué estás diciendo?

—La verdad.

—Explícate.

—Todos tienen distracciones, placeres: yo no tengo ninguno.

—¿Que no tienes distracciones ni placeres?

—Quiero decir padre, que no me satisfacen los juegos de mi edad.

—Cuidado, Sebastián: sentiría mucho que adquirieras semejante carácter. Los espíritus que prometen un porvenir glorioso, son como los buenos frutos durante su crecimiento: al principio amargan, son ácidos y verdes, antes de recrear el paladar al llegar a su sabrosa madurez. Créeme, hijo mío: es bueno haber sido joven.

—No tengo yo la culpa de no serlo —respondió el muchacho con melancólica sonrisa.

—Tu edad es la de la simiente; nada debe aparecer al exterior de lo que el estudio ha puesto en ti. A los catorce años, Sebastián la gravedad es orgullo o enfermedad. Te he preguntado si gozabas de buena salud y me has contestado que si. Ahora te pregunto si eres orgulloso, procura contestarme que no.

—Tranquilizaos, padre. Lo que me tiene triste no es orgullo ni enfermedad, sino un pesar.

—¿Un pesar? ¡Pobre niño! Y ¿qué pesar puedes tener a tu edad? Vamos, habla.

—No, padre, no: más adelante. Habéis dicho que tenéis prisa; sólo podéis concederme un cuarto de hora. Hablemos, pues, de otra cosa y no de mis locuras.

—No, Sebastián, no: me separaría de ti intranquilo. Dime: ¿en qué consiste ese pesar?

—No me atrevo.

—¿Qué temes?

—Temo que me tengáis por un visionario, o hablaros de cosas que os aflijan.

—Mucho más me afliges callando tu secreto.

—Ya sabéis que no tengo secretos para vos.

—Pues entonces, habla.

—A la verdad, no me atrevo.

—¿No te atreves y tienes la pretensión de ser un hombre?

—Precisamente por eso.

—¡Ea, ánimo!

—Pues, bien, padre: es un sueño, una alucinación.

—Un sueño que te asusta.

—Sí y no, porque cuando tengo ese sueño no estoy asustado, sino como transportado a otro mundo.

—Explícate.

—Desde muy niño he tenido esas visiones. Ya sabéis que dos o tres veces me extravié en los bosques que rodean la aldea en que me crie.

—Sí, me lo han dicho.

—Pues bien: me perdí, siguiendo algo así como un fantasma.

—¿Qué dices? —preguntó Gilberto mirando a su hijo con un asombro que tenía algo de espanto.

—Os diré lo que me sucedía: yo jugaba como los demás niños en la aldea, y mientras no salía de ella, mientras había otros muchachos conmigo o cerca de mí, no veía nada; pero si me separaba de ellos, si me apartaba de los últimos jardines, sentía junto a mí como el roce de un vestido; alargaba los brazos para cogerlo, y sólo abrazaba el aire; pero, a medida que este roce se alejaba, el fantasma se hacía visible. Era un vapor, al principio transparente como una nube, pero qué luego se iba condensando y adquiriendo forma humana. Esta forma era la de una mujer, que se deslizaba más bien que andaba, y se hacía tanto más visible cuanto más penetraba en los sitios oscuros del bosque. Entonces un poder desconocido, extraño, irresistible, me arrastraba en pos de aquella mujer. La perseguía con los brazos abiertos, callado como ella; porqué a menudo he procurado llamarla, y jamás mi voz ha podido articular un sonido, y la perseguía sin que ella se detuviese, sin que me fuera posible alcanzarla, hasta que el prodigio que me había indicado su presencia me anunciaba su partida. Aquella mujer se disipaba poco a poco la materia se convertía en vapor, el vapor se volatilizaba y todo concluía. Y yo, muerto de fatiga, caía al suelo en el sitio mismo en que se había desvanecido. Allí era donde Pitou me encontraba, unas veces el mismo día y otras al día siguiente.

Gilberto continuaba mirando al niño con creciente inquietud. Alargó la mano y le tomó el pulso. Sebastián comprendió el sentimiento que agitaba a su padre.

—¡Oh! No os alarméis, le dijo; se que no hay nada de real en todo esto, que es una visión y nada más.

—Y ¿qué aspecto tenía esa mujer? —le preguntó el doctor.

—Majestuosa como una reina.

—Y ¿has visto algunas veces su rostro?

—Sí.

—¿Desde cuándo? —le preguntó Gilberto, sobresaltado.

—Desde que estoy aquí.

—Pero en París no estás ya en el bosque de Villers-Cotterêts, donde los grandes árboles forman una bóveda sombría y misteriosa. En París no tienes el silencio y la soledad, elementos de los fantasmas.

—Sí, padre, los tengo.

—¿Dónde?

—Aquí.

—¿Aquí? Pero este jardín ¿no está reservado para los profesores?

—Sí; mas dos o tres veces me ha parecido ver que esa mujer pasaba del patio al jardín, y cada vez he querido seguirla; pero me encontré detenido por la puerta cerrada. Cierto día que el abate Bérardier, muy satisfecho de mi composición, me preguntó qué deseaba, le pedí que me permitiera ir con él alguna vez, a pasear por el jardín. Me lo permitió, he venido, y la visión ha reaparecido. Gilberto se estremeció.

—Extraña alucinación, dijo; pero comprensible en una naturaleza nerviosa como la suya. Y ¿dices que has visto su rostro?

—Sí.

—¿Lo recuerdas? El muchacho se sonrió.

—¿Has procurado alguna vez acercarte a ella?

—Sí.

—¿Alargarle la mano?

—Entonces es cuando desaparece.

—Y dime, Sebastián: ¿quién te parece que pueda ser esa mujer?

—Me parece que es mi madre.

—¡Tu madre!, exclamó Gilberto poniéndose pálido.

Y se llevó la mano al corazón, como para estancar la sangre de una dolorosa herida.

—¡Bah, bah! —dijo—. Eso es un sueño, y yo soy tan loco como tú.

El joven calló y miró a su padre con expresión pensativa.

—¿Qué es lo que piensas? —le preguntó este.

—Pienso que bien puede ser un sueño; pero la realidad de mi sueño existe.

—¿Qué dices?

—Digo que cuando la última Pascua nos llevaron a pasear por el bosque de Satory, cerca de Versalles, y que allí, estando solo y meditabundo…

—¿Se te apareció la misma visión?

—Sí, pero entonces en un carruaje tirado por cuatro magníficos caballos… y aquella vez bien real, bien viva. Estuve a punto de desmayarme.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Y ¿qué impresión te ha quedado de esa última aparición?

—Que no era mi madre la que se me aparecía en sueños, puesto que aquella mujer era la misma de mi aparición, y que mi madre ha muerto.

Gilberto se puso en pie y se pasó la mano por la frente. Acababa de dominarle un sentimiento extraño.

El muchacho notó su turbación y se asustó de su palidez.

—¿Veis, padre mío, como he hecho mal en contaros todas esas locuras? —le dijo.

—No, hijo mío; al contrario, háblame de ellas a menudo, háblame siempre que me veas, y trataremos de curarte.

Sebastián meneó la cabeza.

—¡Curarme! Y ¿para qué? —dijo—. Me he acostumbrado a ese sueño; es ya una parte de mi vida; amo a ese fantasma, aunque huye de mí y aun a veces parece que me rechaza. No me curéis, padre mío. Podéis dejarme una vez más, viajar de nuevo, volver a América: con esa visión no estoy solo.

—¡Dios mío! —exclamó el doctor; y, abrazando a Sebastián, añadió—: Hasta la vista, hijo mío; creo que no nos separaremos más; porque, si vuelvo a partir, entonces procuraré que me acompañes.

—¿Era muy bella mi madre? —preguntó el joven.

—¡Oh, sí, mucho! —contestó el doctor con voz ahogada.

—¿Y os quería tanto como yo os quiero?

—¡Sebastián! ¡Sebastián! ¡No me hables jamás de tu madre! —exclamó el doctor.

Y, aplicando por última vez sus labios a la frente del joven, salió precipitadamente al jardín.

En vez de seguirle, Sebastián se dejó caer en el banco, donde quedó triste y abatido.

Gilberto encontró en el patio a Billot y Pitou, que, después de haber comido grandemente, estaban contando al abate Bérardier los detalles de la toma de la Bastilla. Recomendó nuevamente al director a su hijo, y volvió a subir al coche con sus dos compañeros.