A la puerta de la sala de los archivos estaba ardiendo efectivamente un gran montón de papeles.
Desgraciadamente, una de las primeras necesidades del pueblo, después de la victoria, es la destrucción.
Los sitiadores habían invadido el archivo de la Bastilla.
Era una espaciosa sala, llena de registros y planos, en la que estaban confusamente amontonados los expedientes de todos los presos que habían sido encerrados en la fortaleza desde cien años atrás.
El pueblo inutilizaba con rabia todos aquellos papeles, por parecerle, sin duda, que, al destruirlos todos, daba al mismo tiempo libertad a los presos.
Gilberto entró; secundado por Pitou se puso a hojear los registros que aún quedaban en las estanterías, pero no daban con el del año corriente.
El doctor, hombre frío e impasible, se puso pálido y pateaba de impaciencia.
En aquel momento Pitou divisó a uno de esos heroicos pilluelos que nunca faltan en las victorias populares, el cual se llevaba en la cabeza, corriendo hacia la hoguera, un libro de forma y encuademación iguales a los que hojeaba el doctor Gilberto.
Corrió a él y, gracias a sus largas piernas, le alcanzó en breve.
Era el registro del año 1789.
La negociación no fue larga. Pitou se dio a conocer al muchacho como uno de los vencedores; le explicó la necesidad que uno de los presos tenía de aquel registro, y consiguió que se lo cediera el muchacho, que se consoló diciendo:
—¡Bah! Quemaré otro.
Pitou abrió el registro, buscó, hojeó, y al llegar a la última página encontró estas palabras:
Hoy, 9 de julio de 1789, ha entrado el señor G…, filósofo y publicista muy peligroso. Hay que ponerle en rigurosa incomunicación.
Pitou llevó el registro al doctor.
—Tomad, señor Gilberto —le dijo—; ¿no es esto lo que buscabais?
—Sí, sí, esto es —contestó el doctor cogiendo con afán el registro.
Y leyó las palabras que hemos indicado.
—Ahora veamos de quién procede la orden.
Y consultó el margen.
—¡Necker! —exclamó—. La orden de prenderme está firmada por mi amigo Necker. ¡Oh! Aquí debe encerrarse alguna sorpresa.
—¿Necker es vuestro amigo? —le preguntaron algunos con respeto; pues se recordará la influencia que aquel nombre tenía sobre el pueblo.
—Sí, es amigo mío, lo sostengo, y tanto que estoy convencido de que Necker no sabía una palabra de mi prisión. Pero iré a verle y…
—Y ¿adónde iréis a verle? —preguntó Billot.
—Pues a Versalles.
—Necker no está en Versalles, porque ha salido desterrado.
—¿Adónde?
—A Bruselas.
—¿Y su hija?
—No sé dónde está —dijo Billot.
—Su hija vive en una casa de campo de Saint-Ouen —dijo una voz entre la gente.
—Gracias —contestó Gilberto sin saber siquiera a quién se las daba.
Y, volviéndose a los que quemaban los papeles, les dijo:
—Amigos míos, en nombre de la historia, que podrá hallar mañana en estos archivos la condenación de los tiranos, no más devastación, os lo suplico; derribad la Bastilla piedra a piedra, que no quede rastro de ella, pero respetad los papeles, porque en ellos está la luz del porvenir.
Apenas oyó estas palabras la multitud, las apreció con su suprema inteligencia.
—El doctor tiene razón —gritaron cien voces—; basta de devastaciones. ¡A la Casa Ayuntamiento con los papeles!
Un bombero que había entrado en el patio con cinco o seis compañeros, conduciendo una bomba, dirigió la manguera hacia la hoguera que, semejante a la de Alejandría, estaba a punto de devorar los archivos de un mundo, y la apagó.
—Y ¿a petición de quién habéis sido encarcelado? —preguntó Billot.
—Eso es precisamente lo que busco y lo que no puedo saber: el nombre está en blanco.
Y después de un instante de reflexión añadió:
—Pero yo lo sabré.
Y, arrancando la hoja que le concernía, la dobló y se la guardó en el bolsillo. Luego dijo, dirigiéndose a Billot y a Pitou:
—Salgamos, amigos míos: ya no tenemos nada que hacer aquí.
—Salgamos —contestó Billot—; sólo que es más fácil decirlo que hacerlo.
En efecto: la multitud, aglomerada en los patios por curiosidad, afluía a la entrada de la Bastilla, cuyas puertas ocupaba, porque a la entrada de la fortaleza estaban los demás prisioneros.
Habíase devuelto la libertad a ocho, incluso Gilberto.
Estos presos se llamaban: Juan Bechade, Bernardo Laroche, Juan Lacaurége, Antonio Pujade, de White, el conde de Solage y Tavernier.
Los cuatro primeros no inspiraban más que un interés secundario; se los acusaba de haber falsificado una letra de cambio, sin que jamás hubiera podido probárseles, lo que inducía a creer que la acusación era falsa. Hacía dos años tan sólo que estaban en la Bastilla.
Los otros tres eran, como hemos dicho, el conde de Solage, White y Tavernier.
El conde de Solage era hombre de unos treinta años, animado y expansivo; abrazaba a sus libertadores, encomiaba su victoria y les contaba su cautividad. Preso en 1782 y encerrado en Vincennes en virtud de una orden de prisión conseguida por su padre, había sido trasladado de Vincennes a la Bastilla, donde llevaba ya cinco años, sin haber visto un juez ni haber sido interrogado una vez siquiera. Hacía dos años que su padre había muerto y nadie se había acordado de él. Si no hubiera sido tomada la Bastilla, probablemente habría sucedido lo mismo hasta su muerte.
White era un anciano de sesenta años; pronunciaba con acento extranjero palabras incoherentes. A las preguntas que se le dirigían contestaba que no sabía cuánto tiempo llevaba preso ni la causa por la que lo había sido. Recordaba que era primo de M. de Sartines y nada más. Un llavero llamado Guyon había visto, en efecto, a M. de Sartines entrar una vez en el calabozo de White y hacerle firmar un documento; pero el preso había olvidado por completo esta circunstancia.
Tavernier era el más viejo de todos llevaba diez años de reclusión en las islas de Santa Margarita y treinta de cautividad en la Bastilla: era un anciano de noventa años, con los cabellos y la barba blancos. La oscuridad había casi apagado sus ojos y no veía sino como a través de una nube. Cuando el pueblo entró en su encierro, no comprendió lo que iba a hacer allí; cuando le hablaron de libertad meneó la cabeza, y, en fin, cuando le dijeron que había sido tomada la Bastilla dijo:
—¡Oh, oh! ¿Qué dirán de esto el rey Luis XV, madame de Pompadour y el duque de la Vrilliére?
Tavernier no estaba loco como White, sino idiota.
La alegría de estos hombres era terrible de ver, porque clamaba venganza: tanto era lo que se parecía al espanto. Dos o tres parecían a punto de expirar en medio de aquel tumulto compuesto de cien mil clamores reunidos; pues, desde que habían entrado en la Bastilla, nunca escucharon más voz humana que la suya, y estaban únicamente acostumbrados a los ruidos lentos y misteriosos de la madera que cruje con la humedad, a la araña que teje su tela produciendo un sonido semejante al de una péndola invisible o al de la rata asustada que roe y se escapa.
En el momento en que Gilberto se presentó, los más entusiastas propusieron llevar a los prisioneros en triunfo: proposición que fue aceptada por unanimidad.
Resonaron los gritos de: «¡A la Casa Ayuntamiento! ¡A la Casa Ayuntamiento!», y Gilberto se vio levantado en los hombros de veinte personas a la vez.
En vano quería resistirse el doctor, en vano Billot y Pitou distribuyeron a sus hermanos de armas los más vigorosos puñetazos; la alegría y el entusiasmo habían endurecido la epidermis popular. Puñetazos, culatazos, golpes con el regatón de las picas, parecían a los vencedores suaves como caricias, y sólo sirvieron para aumentar su frenesí.
El doctor Gilberto no tuvo más remedio que dejarse levantar sobre el pavés.
El pavés era una tabla en medio de la cual se había plantado una lanza para que sirviera de punto de apoyo al triunfador.
El doctor dominó aquel océano de cabezas que ondulaba desde la Bastilla hasta el arco de San Juan, mar proceloso, cuyas olas se llevaban a los presos triunfadores entre picas, bayonetas y armas de toda clase, de toda forma y de toda época.
Pero al mismo tiempo que a ellos, aquel océano terrible e irresistible arrastraba también otro grupo, tan compacto que parecía una isla.
Este grupo era el que conducía preso a de Launay.
En derredor de este grupo resonaban gritos no menos atronadores ni menos entusiastas que los que se oían en derredor de los primeros; pero no eran gritos de triunfo, sino amenazas de muerte.
Gilberto, desde el punto elevado en que se encontraba, no perdía un detalle de aquel terrible espectáculo.
De todos los prisioneros a quienes se acababa de devolver la libertad, era el único que gozaba de la plenitud de sus facultades. Cinco días de cautividad no formaban más que un punto oscuro en la historia de su vida. Su mirada no había tenido aún tiempo de apagarse o debilitarse en la oscuridad de la Bastilla.
Por lo general, el combate no hace implacable a los combatientes sino mientras dura, y los hombres, al salir de la lucha en que acababan de arriesgar su vida, se muestran misericordiosos con su enemigos.
Pero en esos grandes levantamientos populares, como se han visto tantos en Francia desde la Jacquerie hasta nuestros días, las masas, a las que el miedo ha retenido lejos del combate, y a las que el rumor de este ha irritado, esas masas, feroces y cobardes a la vez, quieren, después de la victoria, tomar alguna parte en la lucha que no se han atrevido a arrostrar frente a frente.
Y también toman su parte de venganza.
Desde su salida de la Bastilla, la marcha del gobernador había sido el principio de su suplicio.
Elias, que se había hecho a sí mismo responsable de la vida del gobernador, iba a la cabeza, protegido por su uniforme y por la admiración del pueblo, que le había visto marchando el primero al fuego. Llevaba en la punta de su espada el billete que de Launay había hecho pasar al pueblo por una de las aspilleras de la Bastilla y que le había entregado Maillard.
Tras él iba el guarda de los impuestos reales, llevando en la mano las llaves de la fortaleza; luego Maillard con la bandera, y por fin, un joven que enseñaba a todo el mundo el reglamento de la Bastilla clavado en su bayoneta, odioso rescripto que había hecho derramar tantas lágrimas.
Seguía, por último, el gobernador, protegido por Hullin y por dos o tres más, pero hostigado por puños amenazadores, sables agitados y picas enarboladas.
Junto a este grupo, y casi paralelo a él, se distinguía en la gran calle de San Antonio otro no menos amenazador, que conducía al mayor de Losme, a quien hemos visto luchando contra la voluntad del gobernador, y que acabó por inclinar la cabeza ante la determinación de defenderse tomada por este.
El mayor de Losme era lo que se llama un buen hombre. Desde que estaba en la Bastilla había procurado mitigar muchos dolores; pero el pueblo lo ignoraba, y, al ver su brillante uniforme, le tomaba por el gobernador, al paso que este, gracias a su casaca gris, sin ningún distintivo y de la que había arrancado la cinta de la Orden de San Luis, se refugiaba en cierta duda protectora que podían disipar únicamente los que le conocían.
Tal era el espectáculo sobre el cual paseaba Gilberto su mirada sombría, aquella mirada siempre escrutadora y serena, aun en medio de los peligros que eran personales a su poderosa organización.
Hullin, al salir de la Bastilla, había llamado a sus amigos más seguros y resueltos, a los más valientes soldados populares de aquella jornada, y se le reunieron cuatro o cinco para intentar secundar su generoso designio protegiendo al gobernador. Eran tres hombres cuyo recuerdo ha conservado la historia imparcial y que se llamaban Arné, Chollat y Lépine.
Estos hombres, precedidos como hemos dicho, por Hullin y Maillard, se proponían salvar la vida de un hombre cuya muerte pedían cien mil voces.
En torno suyo se habían agrupado algunos granaderos de guardias franceses, cuyo uniforme, que se había hecho más popular hacía tres días, era objeto de veneración por parte del pueblo.
El señor de Launay se había librado de los golpes mientras pudieron pararlos sus generosos defensores; pero no así de las injurias y de las amenazas.
Al llegar a la esquina de la calle de Jouy, no quedaba ya ninguno de los cinco granaderos que se habían unido al grupo a la salida de la Bastilla. Uno tras otro habían sido arrebatados al paso por el entusiasmo de la multitud y quizás también por el cálculo de los asesinos, y Gilberto los había visto desaparecer como las cuentas de un rosario que se deshace.
Desde entonces previo que la victoria iba a empañarse ensangrentándose; quiso bajarse de la tabla que le servía de pavés, pero le tenían como remachando a ella cien brazos de hierro. En su impotencia, había enviado a Billot y a Pitou en defensa del gobernador, y ambos, obedientes a su voz, hacían todos los esfuerzos posibles por hender aquellas oleadas humanas y llegar hasta él.
En efecto: el grupo de los defensores necesitaba socorro. Chollat, que no había comido nada desde la víspera, sintió que le faltaban las fuerzas y había caído desfallecido. Costó trabajo levantarle y evitar que le pisotearan.
Pero quedaba así una brecha en la muralla, una rotura en el dique.
Un hombre se lanzó por aquella brecha, y, haciendo un molinete con su fusil cogido por el cañón, asestó un culatazo terrible en la cabeza descubierta del gobernador.
Pero Lépine observó el movimiento y tuvo tiempo de interponerse con los brazos abiertos entre de Launay y el fusil, recibiendo en la frente el culatazo que iba dirigido al prisionero.
Aturdido por el golpe, cegado por la sangre, se llevó, tambaleándose, las manos al rostro, y cuando pudo ver estaba ya a veinte pasos del gobernador.
Entonces fue cuando Billot llegó junto a él, llevando a remolque a Pitou.
El colono vio que la circunstancia por la que el pueblo conocía a de Launay era la de que llevaba la cabeza descubierta.
Se quitó el sombrero, alargó los brazos y se lo puso al gobernador.
De Launay se volvió y conoció a Billot.
—Gracias, le dijo; pero, por más que hagáis, no lograréis salvarme la vida.
—Con tal que lleguemos a la Casa Ayuntamiento, dijo Hullin, respondo de todo.
—Sí —contestó de Launay—; pero ¿llegaremos?
—Al menos lo intentaremos con la ayuda de Dios —replicó Hullin.
Lograron, en efecto, desembocar en la plaza de la Casa Ayuntamiento; pero aquella plaza estaba atestada de hombres arremangados que blandían sables y picas. El rumor que corría de calle en calle les había anunciado que traían al gobernador y al mayor de la Bastilla, y aguardaban como una jauría largo tiempo contenida y deseosa de lanzarse sobre la pieza.
Apenas vieron aparecer el grupo se lanzaron furiosos hacia él.
Hullin conoció que allí estaba el peligro supremo, la postrera lucha. Si conseguía hacer subir a de Launay las escaleras de la Casa Ayuntamiento, estaba salvado.
—¡Corred aquí, Elias, Maillard, todos los hombres de corazón! —gritó—. Este es caso de honra para todos.
Elias y Maillard oyeron el llamamiento; a empujones lograron abrir un claro; pero el pueblo los secundó demasiado bien; se apartó, los dejó pasar, pero enseguida se cerró tras ellos, con lo cual se quedaron fuera del grupo.
La multitud vio lo que acababa de ganar e hizo un furioso esfuerzo. Como una serpiente gigantesca, enroscó sus anillos alrededor del grupo. Billot fue levantado en alto y arrastrado a su pesar; Pitou se dejó llevar del mismo torbellino. Hullin tropezó en los primeros escalones de la Casa Ayuntamiento y cayó, y, aunque pudo levantarse, fue para caer otra vez, y entonces de Launay le siguió en su caída.
El gobernador se mantuvo sereno hasta el último momento; no pronunció una queja ni pidió merced, y únicamente gritó con voz estridente:
—¡Al menos, tigres, no me hagáis padecer: matadme ahora mismo!
Jamás se ejecutó orden alguna con más puntualidad que esta súplica; al punto se inclinaron amenazadoras cabezas y se levantaron brazos armados en torno de Launay caído. Durante un breve rato no se vieron allí más que manos crispadas, hierros que se hundían en las carnes; poco después asomó una cabeza separada del tronco y se elevó chorreando sangre en la punta de una pica; había conservado su sonrisa lívida y despreciativa.
Era la primera.
Gilberto había presenciado todo aquel espectáculo y había querido lanzarse de nuevo en socorro del gobernador; pero doscientos brazos le contuvieron.
Volvió la cabeza y suspiró.
Aquella cabeza, con los ojos abiertos, se elevó precisamente delante del balcón al que estaba asomado Flesselles, rodeado y protegido por los electores.
Hubiera sido difícil decir quién estaba más pálido: si el vivo o el muerto.
De pronto, salió un gran clamoreo del sitio en que yacía el cuerpo de Launay. Se le había registrado, y en el bolsillo de su casaca habían encontrado el billete que le dirigió el preboste de los mercaderes y que enseñó a de Losme.
Como se recordará, dicho billete estaba concebido en estos términos:
Manteneos firme: entretengo a los parisienses con escarapelas y promesas. Antes del amanecer, M. de Bezenval os enviará refuerzos.
De Flesselles
Una horrible blasfemia llegó desde la calle hasta el balcón de la Casa Ayuntamiento, donde estaba Flesselles.
Sin adivinar la causa, comprendió la amenaza y se retiró del balcón.
Pero le habían visto; sabían que estaba allí; la multitud subió precipitadamente las escaleras, con movimiento tan unánime, que los hombres que llevaban al doctor Gilberto le abandonaron para seguir aquella marea que subía al soplo de la cólera.
Gilberto hizo también entrar en la Casa Ayuntamiento, no para amenazar, sino para proteger a Flesselles; y ya había subido los tres o cuatro primeros escalones, cuando sintió que le tiraban de la ropa violentamente por detrás. Volvióse y vio que eran Billot y Pitou.
—¿Qué ocurre allí? —preguntó Gilberto, que desde el punto elevado en que se encontraba descubría toda la plaza.
E indicaba con su mano crispada la calle de la Tixeranderie.
—Vámonos, doctor, vámonos —dijeron a la vez Billot y Pitou.
—¡Oh! ¡Asesinos! ¡Asesinos! —exclamó el doctor.
En efecto: en aquel momento el mayor de Losme caía herido de un hachazo: el pueblo confundía, en su cólera, al gobernador egoísta y bárbaro que había sido el terror de los desdichados prisioneros, con el hombre generoso que fue constantemente su apoyo.
—Sí, sí —contestó—; vámonos, porque empiezo a avergonzarme de deber mi libertad a semejantes hombres.
—Es que no son los que han combatido los que asesinan aquí —dijo Billot.
Pero, en el momento en que el doctor bajaba los escalones que había subido ya para acudir en socorro de Flesselles, la oleada de gente que había penetrado en la Casa Ayuntamiento volvía a salir, llevando a un hombre que forcejeaba desesperadamente.
—¡Al palacio real! ¡Al palacio real! —gritaba la multitud.
—¡Sí, amigos míos; sí, mis buenos amigos: al palacio real! —repetía aquel hombre.
Pero le conducían hacia el río, como si la muchedumbre quisiera llevarle, no al palacio real, sino al Sena.
—¡Otro a quien van a asesinar! —exclamo Gilberto. Al menos, procuremos salvarle.
Pero no bien hubo pronunciado estas palabras, cuando sonó un pistoletazo, y Flesselles desaparecía entre el humo de la pólvora.
Gilberto se tapó los ojos con las manos en un arranque de sublime cólera. Maldecía a aquel pueblo que, siendo tan grande, no había tenido fuerza para mantenerse puro, y manchaba su victoria con tres asesinatos.
Luego, cuando separó las manos de los ojos, vio tres cabezas clavadas en la punta de tres picas.
La primera era la de Flesselles, la segunda, la de Losme y la tercera la de Launay.
La una se elevaba en las gradas de la Casa Ayuntamiento; la otra en medio de la calle de la Tixeranderie, y la tercera en el muelle Pelletier.
Por la posición que ocupaban formaban, un triángulo.
—¡Oh, Bálsamo, Bálsamo! —murmuró el doctor exhalando un suspiro—. ¿Es con un triángulo semejante como se simboliza la libertad?
Y echó a correr por la calle de la Vannerie, seguido de Billot y Pitou.