Mientras el pueblo se precipitaba en los patios de la Bastilla, rugiendo de alegría y de cólera a la vez, dos hombres chapoteaban en el agua cenagosa de los fosos.
Estos dos hombres eran Pitou y Billot.
Aquel sostenía a este; no le había herido ninguna bala ni alcanzado ningún golpe; pero, a consecuencia de la caída, el buen labriego estaba un tanto atolondrado.
Les echaron cuerdas y les alargaron largos palos.
Pitou se asió a uno de estos y Billot a una cuerda.
Cinco minutos después eran llevados en triunfo y abrazos por todo el mundo, a pesar de estar llenos de fango.
Uno dio a Billot un trago de aguardiente; otro atiborró a Pitou de longaniza y de vino.
Un tercero les limpió el barro y los llevó a secarse al sol.
De pronto cruzó por la imaginación de Billot una idea, o, mejor dicho, un recuerdo: se escapó de los que tan solícitos cuidados le prestaban y corrió a la Bastilla.
—¡Salvemos a los prisioneros! —gritó.
—¡Sí, sí: a los prisioneros! —gritó a su vez Pitou echando a correr detrás del colono.
La multitud, que hasta entonces no había pensado más que en los verdugos, se agitó al acordarse de las víctimas.
Y repitió con grito unánime:
—¡A salvar a los prisioneros!
Una nueva oleada de sitiadores rompe los diques y parece ensanchar los muros de la fortaleza para llevar a ellos la libertad.
Entonces se presentó a los ojos de Pitou y de Billot un espectáculo terrible. La muchedumbre, embriagada de cólera, furiosa, se agolpó en el patio e hizo pedazos al primer soldado que encontró a su paso.
Gonchon lo contemplaba en silencio. Pensaba, sin duda, que la cólera del pueblo es como la corriente de los ríos caudalosos, que hace más daño si se le procura contener que si se le deja correr tranquilamente.
En cambio, Elias y Hullin se pusieron delante de los matadores, y les rogaban y suplicaban, diciendo, ¡sublime mentira!, que habían prometido salvar la vida a la guarnición.
La llegada de Billot y de Pitou fue un refuerzo para ellos.
Billot, a quien la muchedumbre quería vengar, no estaba muerto ni siquiera herido; el tablón había oscilado al pasar él y nada más: todo quedó reducido a que tomara un baño de lodo.
A los suizos era a los que se tenía más ojeriza; pero no se encontraba ninguno, porque habían tenido tiempo de ponerse capotes de paño gris y los tomaban por criados o prisioneros.
La multitud rompió a pedradas los dos cautivos del reloj; subió a lo alto de las torres a insultar a aquellos cañones que habían vomitado la muerte, y, tomándola con las piedras, se llenaba de sangre las manos pretendiendo arrancarlas.
Cuando vieron aparecer a los primeros vencedores en la plataforma, todos los que estaban fuera, es decir, cien mil hombres, lanzaron un inmenso grito.
Este grito se elevó sobre París y voló por toda Francia como un águila de rápidas alas.
¡Se ha tomado la Bastilla!
Al resonar este grito, todos los corazones palpitaron con fuerza, todos los ojos se llenaron de lágrimas, todos los brazos se abrieron; no hubo ya partidos opuestos, no hubo castas enemigas, todos los parisienses conocieron que eran hermanos, todos los hombres comprendieron que eran libres.
Billot y Pitou habían entrado en la fortaleza siguiendo a unos y precediendo a otros; pero lo que ellos querían no era participar del triunfo, sino libertar a los prisioneros.
Un millón de hombres se dieron un mutuo abrazo.
Al atravesar el patio del Gobierno, pasaron junto a un hombre vestido con una casaca gris que estaba tranquilo y con la mano apoyada en un bastón con puño de oro.
Aquel hombre era el gobernador. Aguardaba tranquilamente o que sus amigos le salvasen o que le matasen sus enemigos.
Billot le conoció al verle, dio un grito y se encaminó a el en derechura.
De Launay también le conoció; cruzóse de brazos y aguardó, mirando a Billot como para decirle:
—¿Seréis vos el que me descargue el primer golpe?
Billot lo comprendió y se detuvo.
—Si hablo —pensó—, haré que le conozcan; y si le conocen es hombre muerto.
Y, sin embargo, ¿cómo encontrar al doctor Gilberto en medio de aquel caos? ¿Cómo arrancar a la Bastilla el secreto encerrado en sus entrañas?
De Launay comprendió a su vez aquella duda y aquel espíritu heroico.
—¿Qué deseáis? —preguntó el gobernador a media voz.
—Nada —dijo Billot señalándole con el dedo la puerta para indicarle que aún era posible la fuga—, nada: ya sabré encontrar al doctor Gilberto.
—Tercera Bertaudiére —respondió de Launay con voz dulce, casi enternecida.
Y no se movió del mismo sitio.
De pronto una voz pronunció estas palabras detrás de Billot:
—¡Ah! Ahí está el gobernador.
Aquella voz sonó tranquila y serena como si no fuera de este mundo, y, sin embargo, se conocía que cada palabra pronunciada era un puñal acerado que penetraba en el pecho de Launay.
El que había hablado era Gonchon. Al oír sus palabras, que resonaron como un toque de rebato, todos aquellos hombres, deseosos de venganza, lanzaron una mirada de fuego, vieron a de Launay y se precipitaron sobre él.
—¡Salvadle o está perdido! —dijo Billot pasando junto a Elias y Hullin.
—Ayudadnos —contestaron estos.
—No puedo: necesito quedarme aquí porque he de salvar a otro.
De Launay, en un abrir y cerrar de ojos, fue cogido y arrastrado por mil manos furiosas.
Elias y Hullin se lanzaron tras él gritando:
—¡Deteneos! ¡Hemos prometido salvarle la vida!
No era cierto; pero esta mentira sublime salió a la vez de aquellos dos nobles corazones.
En un segundo, de Launay, seguido de Elias y Hullin, desapareció por el corredor que daba salida a la Bastilla a los gritos de: «¡A la Casa Ayuntamiento! ¡A la Casa Ayuntamiento!».
El gobernador, presa viva, valía tanto para ciertos vencedores como la presa muerta de la Bastilla vencida.
Por lo demás, era un extraño espectáculo el que presentaba aquel sombrío y silencioso monumento, visitado hacía cuatro siglos solamente por guardias, carceleros, y un sombrío gobernador, e invadido ahora por el pueblo, que corría de patio en patio, subía y bajaba las escaleras zumbando como un enjambre de abejas, y llenando la colmena de granito de movimiento y de rumores.
Billot siguió un instante con la vista a de Launay, que, llevado más bien que acompañado, parecía cernerse por encima de la multitud.
Pero en un segundo desapareció. Billot lanzó un suspiro, miró en torno suyo, vio a Pitou y corrió hacia una torre gritando:
—Tercera Bertaudiére. Al paso halló a un carcelero tembloroso.
—¿La tercera Bertaudiére? —le preguntó Billot.
—Por aquí, señor —le contestó el carcelero—, pero no tengo las llaves.
—¿Dónde están?
—Me las han quitado.
—Ciudadano, préstame tu hacha —dijo Billot a un hombre del pueblo.
—Tómala —le contestó este—. Ya no la necesito, puesto que hemos tomado la Bastilla.
Billot cogió el hacha, y se lanzó a una escalera, guiado por el carcelero.
Este se detuvo delante de una puerta.
—¿La tercera Bertaudiére? —preguntó.
—Sí.
—Aquí es.
—¿El prisionero que está encerrado aquí se llama el doctor Gilberto?
—No lo sé.
—¿Hace sólo cinco o seis días que vino aquí?
—Lo ignoro.
—Pues yo voy a saberlo —contestó Billot.
Y empezó a descargar hachazos en la puerta.
Era de roble, pero a los golpes del robusto colono volaba en astillas.
Al poco rato quedó abierto un boquete por donde se podía ver el interior del calabozo.
Billot se asomó a él, y, alumbrado por un rayo de luz que penetraba en el calabozo por la reja de la torre, vio un hombre de pie, un tanto echado hacia atrás, que tenía en la mano dos travesaños arrancados de su cama y estaba en actitud de defensa.
Aquel hombre estaba evidentemente pronto a derribar al primero que entrara.
A pesar de su larga barba, de su rostro pálido y de sus cabellos rapados, Billot le conoció: era el doctor Gilberto.
—¡Doctor, doctor! ¿Sois vos? —preguntó.
—¿Quién me llama? —dijo el prisionero.
—Yo, yo, Billot, vuestro amigo.
—¿Vos, Billot?
—¡Sí, sí! ¡Él, él! ¡Nosotros, nosotros! —gritaron veinte hombres que se habían detenido en la escalera al ver los terribles golpes que descargaba Billot.
—Y ¿quiénes sois vosotros?
—¡Los vencedores de la Bastilla! ¡La Bastilla ha sido tomada a viva fuerza y estáis ya libre!
—¡Que la Bastilla ha sido tomada! ¡Que estoy libre! —exclamó el doctor.
Y, pasando las dos manos por el boquete, sacudió tan fuertemente la puerta que los goznes y la cerradura estuvieron a punto de desencajarse, y un tablero de roble, ya medio arrancado por Billot, crujió, se rompió y se le quedó al doctor en las manos.
—Aguardad, aguardad —dijo Billot, que comprendió que otros esfuerzos como aquel le dejaría postrado y sin fuerzas.
Y prosiguió descargando hachazos.
Al través de la abertura que iba agrandándose cada vez más, pudo ver al preso que había tenido que sentarse en su escabel, pálido como un espectro e incapaz de levantar aquel barrote que yacía en el suelo junto a él.
—¡Billot! ¡Billot! —murmuraba.
—Sí, sí; y yo también, yo Pitou, señor doctor. Sin duda os acordaréis de aquel pobre Pitou a quien pusisteis en pensión en casa de la tía Angélica, Pitou, que viene a libertaros.
—Pero ya puedo pasar por ese boquete —dijo el doctor.
—No, no —respondieron todos—, aguardad un momento.
Todos los circunstantes reunieron sus fuerzas en un común impulso, los unos metiendo una palanqueta entre la pared y la puerta, los otros procurando forzar la cerradura, otros, en fin, empujando con sus robustos hombros y sus manos crispadas. Por último, la muralla dio el último crujido, la pared se desmoronó, y todos a la vez, por la puerta rota, por la pared derruida, se precipitaron como un torrente en el calabozo.
Gilberto se encontró un segundo después en los brazos de Billot y de Pitou.
Gilberto, el pequeño aldeano del castillo de Taverney, Gilberto, a quien hemos dejado bañado en su sangre, en una gruta de las Azores, era entonces un hombre de treinta y cuatro a treinta y cinco años, de tez pálida sin ser enfermiza, cabellos negros, ojos fijos y hundidos; su mirada jamás era vaga ni se perdía en el espacio; cuando no la fijaba en algún objeto exterior digno de detenerla, se fijaba en su propio pensamiento, y entonces era más sombría y más profunda; su nariz era bien formada, uniéndose a la frente por una línea recta; su labio superior desdeñoso dejaba ver de vez en cuando el blanco esmalte de sus dientes. Generalmente su traje era sencillo y severo como el de un cuáquero; pero esta severidad rayaba en elegancia a causa de su extremada pulcritud. Su estatura era más bien alta que baja; y en cuanto a su fuerza, puramente nerviosa, acabamos de ver hasta dónde podía llegar en un momento de sobrexcitación, ya tuviera por causa la cólera o el entusiasmo.
Aunque estaba encerrado en un calabozo hacía cinco o seis días, el preso había cuidado como siempre de su persona; su barba, algo larga, hacía resaltar más y más el tinte mate de su cutis e indicaba sólo una negligencia de la que no tenía él la culpa, sino de habérsele negado una navaja de afeitar o el afeitarle.
Cuando hubo abrazado a su sabor a Pitou y a Billot, se volvió hacia la multitud que llenaba el calabozo. Luego, como si un solo instante hubiera sido suficiente para devolverle todas sus facultades, dijo:
—Llegó ya el día que yo había previsto, gracias a vosotros, amigos míos, y gracias al genio eterno que vale por la libertad de los pueblos.
Y alargó sus dos manos a los circunstantes, que, viendo en él un hombre superior por la arrogancia de su mirada y por la dignidad de su voz, apenas se atrevieron a tocarlas.
Y, saliendo de su calabozo, echó a andar delante de todos aquellos hombres, apoyado en el hombro de Billot y seguido de Pitou y de sus libertadores.
Gilberto consagró el primer momento a la amistad y a la gratitud; el segundo marcó la distancia que mediaba entre el sabio doctor y el ignorante labriego, el buen Pitou y toda aquella gente que acababa de libertarle.
Al llegar a la puerta, Gilberto se detuvo al ver la luz del cielo que le inundaba, y cruzándose de brazos y levantando los ojos al cielo, exclamó:
—¡Salve, hermosa libertad! Te he visto nacer en otro mundo y somos antiguos amigos. ¡Salve, hermosa libertad!
Y la sonrisa del doctor decía, en efecto, que para él no eran cosa nueva aquellos gritos que oía de todo un pueblo ebrio de independencia.
Recogiéndose luego algunos segundos, añadió:
—Billot: conque ¿el pueblo ha vencido al despotismo?
—Sí, señor doctor.
—Y ¿habéis venido a batiros?
—He venido a libertaros.
—Según eso, ¿teníais noticia de mi prisión?
—Vuestro hijo me la dio esta mañana.
—¡Pobre Emilio! ¿Le habéis visto?
—Le he visto.
—¿Se ha quedado tranquilo en el colegio?
—Le he dejado forcejeando con cuatro enfermeros.
—¿Está enfermo? ¿Acaso delira?
—Estaba empeñado en venir a batirse con nosotros.
—¡Ah! —exclamó el doctor.
Y asomó a sus labios una sonrisa de triunfo. Su hijo correspondía a sus esperanzas.
—Conque ¿decíais…? —preguntó a Billot.
—Me he dicho: puesto que el doctor Gilberto está en la Bastilla, tomemos la Bastilla. Pero no es esto todo.
—¿Qué más hay? —preguntó el doctor.
—Que me han robado la cajita.
—¿La cajita que os había confiado?
—Sí.
—¿Quién?
—Unos hombres vestidos de negro que se han introducido en mi casa so pretexto de buscar vuestro folleto; se apoderaron de mí, me encerraron en la cueva, registraron toda la casa, y, habiendo encontrado la cajita, se la llevaron.
—¿Qué día?
—Ayer.
—¡Oh, oh! Hay marcada coincidencia entre mi prisión y ese robo. La misma persona que me ha hecho prender es la que ha robado la cajita. Si averiguo quién es el autor de mi prisión, sabré también quién es el del robo. ¿Dónde están los archivos? —prosiguió el doctor Gilberto volviéndose al carcelero.
—En el patio del Gobierno, respondió este.
—Entonces ¡a los archivos, amigos, a los archivos!
—Señor —dijo el carcelero deteniéndole—, permitidme que os siga, o recomendadme a esa buena gente, para que no me haga nada.
—Lo haré —dijo el doctor.
Y, volviéndose a la multitud que le rodeaba contemplándole con una curiosidad mezclada de respeto, dijo:
—Amigos, os recomiendo a este buen hombre; desempeñaba su cometido abriendo y cerrando las puertas; pero era amable para con los prisioneros: que no se le haga ningún daño.
—No, no —gritaron—; que no tema nada, que no tenga miedo, que venga.
—Gracias, señor —dijo el carcelero—; pero si queréis hacer algo en los archivos, daos prisa, porque creo que están quemando los papeles.
—Entonces no hay momento que perder —replicó Gilberto—; ¡a los archivos!
Y se encaminó al patio del Gobierno, llevando tras sí a la multitud, a cuya cabeza van siempre Billot y Pitou.