Capítulo XVII

La multitud esperaba, sofocada por el ardiente sol de julio, y llena de furia. La gente de Gonchon acababa de reunirse con la de Marat. El barrio de San Antonio reconocía y saludaba a su hermano el barrio de San Marceau.

Gonchon estaba al frente de sus patriotas; pero Marat había desaparecido.

El aspecto de la plaza era terrible.

Cuando la muchedumbre vio a Billot, redoblaron sus gritos.

—¿Qué hay? —preguntó Gonchon acercándose a él.

—Que ese hombre es un valiente —contestó Billot.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Quiero decir que se mantiene firme.

—¿No quiere rendir la Bastilla?

—No.

—¿Está resuelto a sostener el sitio?

—Sí.

—Y ¿creéis que lo sostendrá mucho tiempo?

—Hasta morir.

—Sea, pues: hasta morir.

—Pero ¡cuántos hombres vamos a hacer que mueran! —exclamó Billot poniendo en duda que Dios le hubiese dado el derecho que se arrogan los generales, los reyes y los emperadores—, privilegiados para derramar sangre.

—¡Bah! —dijo Gonchon—. Hay mucha gente de sobra en el mundo, puesto que falta pan para la mitad de la población. ¿No es verdad, amigos? —añadió Gonchon volviéndose a la multitud.

—Sí, sí —contestó esta con abnegación sublime.

—Pero ¿y el foso? —preguntó Billot.

—No hay necesidad de rellenarle sino por un solo sitio —contestó Gonchon—, y he calculado que con la mitad de nuestros cuerpos se puede llenar el foso entero. ¿No es así, amigos?

—Sí, sí —respondió la multitud con el mismo entusiasmo que antes.

—Pues adelante —dijo Billot.

En aquel momento apareció de Launay en la azotea, acompañado del mayor Losme y de dos o tres oficiales.

—Empieza —gritó Gonchon al gobernador.

Este volvió la espalda sin contestarle.

Gonchon, que habría quizás soportado la amenaza, no toleró el desdén; encaróse la carabina, y cayó muerto uno de los que acompañaban al gobernador.

Cien, mil tiros de fusil disparados a la vez, como si no se hubiese aguardado más que aquella señal, salpicaron de manchas blancas las torres grises de la Bastilla.

A esta descarga siguió un silencio de algunos segundos, como si la misma muchedumbre se hubiese asustado de lo que acababa de hacer.

Al poco rato, en la cresta de una torre se vio brillar un fogonazo entre una nube de humo; resonó una detonación, y de la apiñada multitud partieron gritos de dolor. La Bastilla acababa de disparar el primer cañonazo, y se derramaba la primera sangre. La batalla estaba empeñada.

Lo que entonces experimentó aquella muchedumbre, poco antes tan amenazadora, se parecía mucho al terror. Aquella Bastilla, en el mero hecho de ponerse en defensa, se presentaba a sus ojos como una fortaleza inexpugnable. El pueblo esperaba, sin duda, que en aquel tiempo de concesiones se alcanzaría también esta sin efusión de sangre.

Pero el pueblo se engañaba. El cañonazo disparado contra él le dio a conocer lo titánico de la empresa que había acometido.

Siguióle inmediatamente una descarga de fusilería disparada desde la plataforma de la Bastilla.

Luego se siguió un nuevo silencio, interrumpido sólo por algunos gritos, gemidos y quejas que salían de entre la multitud.

Entonces hubo una gran agitación en aquella masa: era que el pueblo empezaba a recoger sus muertos y heridos.

Pero el pueblo no pensó en huir, o, si lo pensó, tuvo vergüenza al contar su número.

En efecto: los bulevares, la calle y el barrio de San Antonio eran un inmenso mar de hombres; cada ola tenía una cabeza y cada cabeza dos ojos centelleantes y una boca amenazadora.

En un momento todas las ventanas de las casas aparecieron, llenas de tiradores aun las que estaban fuera de alcance.

Si asomaba a las azoteas o a las troneras un inválido o un suizo, al instante le apuntaban cien fusiles, y la granizada de balas descantillaba los ángulos de las piedras tras las cuales se guarecían los soldados.

Pero pronto se cansaban de disparar a los muros insensibles. Los disparos iban dirigidos a la carne. Sangre y no polvo era lo que se quería ver brotar.

Todos daban su parecer en medio de la multitud y de los clamores.

Formaban corro alrededor del que se ponía a hablar, y cuando notaban que su proposición era desatinada, se alejaban.

Un carretero proponía que se hiciese una especie de catapulta, por el estilo de las antiguas máquinas romanas, para abrir brecha en la Bastilla.

Los bomberos proponían apagar con sus bombas los cebos de los cañones y las mechas de los artilleros, sin caer en la cuenta de que la más poderosa de sus bombas no podría lanzar el agua más que a los dos tercios de la altura de los muros de la fortaleza.

Un cervecero, que capitaneaba la gente del barrio de San Antonio y cuyo nombre adquirió después triste celebridad, proponía incendiar la fortaleza con aguarrás que se inflamaría con fósforo.

Billot escuchó una tras otra todas estas proposiciones. Al oír la última, cogió un hacha de manos de un carpintero y, avanzando en medio de una lluvia de balas que herían y derribaban en torno suyo los hombres apiñados como las espigas en un campo de trigo, llegó a un pequeño cuerpo de guardia que había junto al primer puente levadizo, y, en medio de la metralla que silbaba sobre el techo, rompe las cadenas y deja caer el puente.

Durante el cuarto de hora que duró esta empresa casi insensata, la muchedumbre se detuvo anhelante. A cada detonación esperaba ver rodar al arrojado obrero. La multitud se olvidaba del peligro que ella misma corría para no pensar sino en el que, amenazaba a aquel hombre. Cuando vio caer el puente, lanzó un gran grito y se precipitó al primer patio.

Fue tan rápido el movimiento, tan impetuoso, tan irresistible, que no pudieron oponer obstáculo.

Los gritos de un júbilo frenético anunciaron a de Launay esta primera ventaja.

Ni siquiera se hizo caso de un hombre que había perecido aplastado bajo aquella masa de madera.

Entonces los cuatro cañones que el gobernador habla enseñado a Billot, disparados a la vez con formidable estampido, barrieron todo aquel primer patio.

El huracán de hierro dejó trazado en la multitud un largo surco de sangre; diez o doce muertos y quince o veinte heridos quedaron en el sitio por donde pasó la metralla.

Billot se deslizó desde el techo del cuerpo de guardia al suelo, y se encontró con Pitou que había llegado allí sin saber como. Pitou tiene la mirada perspicaz; es la costumbre del cazador furtivo. Ha visto que los artilleros acercan la mecha al oído del cañón, y cogiendo a Billot por el faldón del chaquetón le ha echado vivamente hacia atrás. Un ángulo de la muralla los ha puesto a ambos a cubierto de aquella primera descarga.

Desde aquel momento la cosa iba poniéndose seria: el tumulto era espantoso; la refriega, mortal; diez mil tiros resonaron a la vez alrededor de la Bastilla, más peligrosos para los sitiadores que para los sitiados. Por último, un cañón, servido por los guardias franceses, vino a aumentar con su estampido el fragor de aquella descarga cerrada.

Ruido espantoso que embriagó a la multitud y que asustó también a los sitiados, que, al contarse, comprenden que jamás podrán hacer ellos un ruido semejante al que los atronaba.

Los oficiales de la Bastilla conocen instintivamente que sus soldados cejan; y, cogiendo fusiles, se ponen a su vez a hacer fuego.

En medio de aquel estruendo de artillería y fusilería, y de los alaridos de la muchedumbre, en el momento en que el pueblo se precipita para recoger de nuevo los muertos y convertir en arma aquellos cadáveres que pedirán venganza por la boca de sus heridas, aparece a la entrada del primer patio un grupo de hombres pacíficos y desarmados que, atravesando por entre el gentío, avanzan dispuestos a sacrificar su vida, protegida solamente por la bandera blanca que les precede y que indica que son parlamentarios.

En efecto: era una comisión de la Casa Ayuntamiento; los electores sabían que se habían roto las hostilidades; querían poner término a la efusión de sangre y obligaron a Flesselles a hacer nuevas proposiciones al gobernador.

Estos comisionados iban, en nombre de la ciudad, a intimar a de Launay y que mandara cesar el fuego y que accediese a admitir en la fortaleza cien hombres de milicia ciudadana que garantizarían las vidas de los ciudadanos, la suya y la de la guarnición.

Así lo anunciaban los comisionados a su paso. El pueblo, asustado de la empresa que había acometido, y al ver pasar en parihuelas los muertos y los heridos, estaba pronto a apoyar esta proposición: que de Launay aceptara una semiderrota y se contentara con una semivictoria.

A la vista de los comisionados cesa el fuego del segundo patio; se les hace seña de que pueden acercarse, y se acercan en efecto, resbalando en la sangre, saltando por encima de los cadáveres y alargando la mano a los heridos.

Resguardado por ellos, el pueblo se agrupa: se lleva los muertos y los heridos, y quedan únicamente los charcos de sangre en el pavimento de los patios.

Por parte de la fortaleza el fuego ha cesado. Billot sale para procurar que cese el de los sitiadores, y encuentra a la puerta a Gonchon sin armas, arengando como un inspirado y tranquilo como si fuese invulnerable.

—¿Qué es de la comisión? —preguntó a Billot.

—Que ha entrado en la Bastilla. Mandad cesar el fuego.

—Es inútil —contestó Gonchon con la misma certidumbre que si Dios le hubiera concedido el don de adivinar lo futuro; no accederá a ello.

—No importa: respetemos las costumbres de la guerra, puesto que nos hemos convertido en soldados.

—Enhorabuena —dijo Gonchon.

Y, dirigiéndose enseguida a dos hombres del pueblo que parecían mandar a sus órdenes a toda aquella masa, añadió:

—Elias, Hullin: id y que no se dispare ningún tiro más.

Los dos ayudantes de campo se alejaron hendiendo las oleadas del pueblo, y en breve el ruido de la fusilería disminuyó poco a poco, extinguiéndose luego enteramente.

Sucedió un momento de reposo, aprovechando para curar a los heridos, que eran ya treinta y cinco o cuarenta.

Mientras tanto, dieron las dos de la tarde: el ataque había empezado a las doce: hacía dos horas que estaba entablada la lucha.

Billot volvió a su puesto, seguido entonces de Gonchon.

Dirigió este inquietas miradas a la verja, siendo visible su impaciencia.

—¿Qué tenéis? —le preguntó Billot.

—Que si dentro de dos horas no hemos tomado la Bastilla —contestó Gonchon—, todo está perdido.

—¿Por qué?

—Porque la corte tendrá noticia de la faena en que estamos ocupados, enviará contra nosotros a los suizos de Bezenval y a los dragones de Lambescq, y quedaremos cogidos entre dos fuegos.

Billot tuvo que confesar que no carecía de fundamento lo que Gonchon temía.

Por fin volvieron a aparecer los comisionados; por la tristeza de sus semblantes, se conoció que no habían conseguido nada.

—¿Qué os dije? —exclamó Gonchon radiante de alegría—. Sucederá lo que he vaticinado: la maldita fortaleza está destinada a caer.

Luego, sin interrogar siquiera a los comisionados, lanzóse fuera del primer patio, gritando:

—¡A las armas, hijos míos, a las armas! El comandante rechaza la proposición.

En efecto: tan luego como de Launay leyó la carta de Flesselles, se animó su fisonomía, y, en vez de ceder a las proposiciones que se le hacían, contestó:

—Señores parisienses, habéis querido el combate: ahora es ya demasiado tarde.

Los parlamentarios insistieron, representándole todas las desgracias que su defensa podía causar; pero no quiso escucharles y acabó por decirles lo que dos horas antes había dicho a Billot:

—Salid u os mando fusilar.

Y los parlamentarios se retiraron.

Aquella vez fue de Launay quien tomó la ofensiva. Parecía fuera de sí de impaciencia. Antes que los parlamentarios hubieran traspuesto el umbral del patio, resonó la gaita del duque de Sajonia, y cayeron tres personas, una muerta y dos heridas.

Aquellos dos heridos eran, el uno un guardia francés y el otro un parlamentario.

Al ver que se llevaban cubierto de sangre a aquel hombre, que por su carácter era sagrado, la muchedumbre se enfureció.

Los dos ayudantes de campo de Gonchon volvieron a ponerse a su lado; pero cada uno de ellos ha tenido tiempo de ir a su casa a cambiar de traje.

Verdad es que el uno vivía junto al Arsenal y el otro en la calle de Charonne.

Hullin, que había sido relojero en Ginebra y luego cazador del marqués de Conflans, volvió vestido con su librea, que se parecía mucho al uniforme de un oficial húngaro.

Elias, exoficial del regimiento de la reina, fue a ponerse su uniforme, que debía inspirar más confianza al pueblo, haciéndole creer que el ejército estaba por él y con él.

Rompióse otra vez el fuego con más saña que antes.

En aquel momento, el mayor de la Bastilla, señor de Losme, se acercó al gobernador.

Era un soldado valeroso y honrado, pero en el interior tenía algo de paisano, y veía con dolor lo que pasaba y, sobre todo, lo que iba a pasar.

—Ya sabéis —le dijo—, que carecemos de víveres.

—Lo sé —contestó de Launay.

—También sabéis qué no tenemos órdenes de nadie.

—Dispensad, señor de Losme: tengo orden de cerrar la Bastilla, y por eso me han dado las llaves.

—Las llaves sirven para abrir las puertas, lo mismo que para cerrarlas. No vayáis a hacer que perezca toda la guarnición sin salvar la fortaleza. Dos triunfos para un mismo día. Mirad esos hombres que matamos; no parece sino que brotan de la tierra. Esta mañana eran quinientos; hace tres horas llegaban ya a diez mil; ahora son más de sesenta mil y mañana serán cien mil. Cuando nuestros cañones enmudezcan, y acabarán por ahí, serán bastante fuertes para demoler la Bastilla con sus manos.

—No habláis como buen militar, señor de Losme.

—Hablo como buen francés. Digo que, como Su Majestad no nos ha dado ninguna orden… Digo que, como el señor preboste de los mercaderes nos ha dirigido una proposición muy aceptable, cual era la de admitir cien hombres de milicia ciudadana en la fortaleza, podéis aceptar la proposición del señor de Flesselles para evitar los males que preveo.

—Según veo, en vuestro concepto, el poder que representa la villa de París es una autoridad a la que debemos obediencia.

—A falta de la autoridad directa de Su Majestad, sí: tal es mi parecer.

—Pues bien —dijo llevándose al mayor a un rincón del patio—, leed, señor de Losme.

Y le presentó un pedazo de papel.

El mayor leyó en él estas palabras:

Manteneos firme: entretengo a los parisienses con escarapelas y promesas. Antes del anochecer, de Bezenval os enviará refuerzos.

De Flesselles

—¿Cómo ha llegado a vuestras manos este billete? —preguntó el mayor.

—Dentro de la carta que me han traído los parlamentarios. Creían entregarme la invitación para que rindiera la Bastilla, y me entregaban la orden de defenderla. El mayor bajó la cabeza.

—Id a vuestro puesto —le dijo de Launay—, y no os separéis de él hasta que os mande llamar. El señor de Losme obedeció.

Launay dobló con frialdad la carta, se la metió en el bolsillo y volvió a ponerse al frente de sus artilleros, encargándoles que apuntaran bajo y bien.

Los artilleros obedecieron como había obedecido el señor de Losme.

Pero ya estaba decidida la suerte de la Bastilla, y ningún poder humano era capaz de contrarrestarla.

A cada cañonazo, el pueblo respondía «¡Queremos la Bastilla!».

Y mientras las voces pedían, los brazos obraban. Entre las voces que más enérgicamente pedían, entre los brazos que obraban con mayor eficacia, figuraban las voces y los brazos de Pitou y de Billot.

Sólo que cada cual se portaba según su naturaleza. Billot, valeroso y confiado, a la manera del dogo, avanzaba cada vez más, despreciando las balas y la metralla.

Pitou, prudente y circunspecto como el zorro, dotado en alto grado del instinto de conservación, ponía en juego todas sus facultades para conocer el peligro y esquivarlo.

Conocía cuáles eran las troneras más peligrosas y distinguía el imperceptible movimiento de las armas que iban a descargarse. Había acabado por adivinar el momento preciso en que la batería iba a disparar al través del puente levadizo.

Entonces, después de ponerse en acción sus ojos, ponía en acción sus miembros.

Achicaba los hombros, hundíasele el pecho, y todo su cuerpo no presentaba más superficie que una tabla vista de canto.

En aquellos momentos no quedaba de Pitou, del gordinflón Pitou, porque lo único que tenía flaco eran las piernas, no quedaba más, decimos, que una arista parecida a la línea geométrica, sin latitud ni profundidad.

Se había situado en un rincón, en el paso del primer puente levadizo al segundo, una especie de parapeto vertical, formado por saledizos de piedra; su cabeza estaba resguardada por una de estas piedras y su vientre por otra; sus rodillas por una tercera, y celebraba que la naturaleza y el arte de las fortificaciones se hubieran combinado tan agradablemente que hubiese hallado una piedra para preservar cada uno de los puntos en que una herida podía ser mortal.

Desde su rincón, donde se había agazapado, como una liebre en su madriguera, disparaba de vez en cuando el fusil, para descargo de su conciencia, porque no tenía enfrente más que piedras y pedazos de madera; pero esto debía gustarle mucho al tío Billot, que le gritaba:

—¡Tira, perezoso, tira!

Y él, a su vez, interpelando al tío Billot para calmar su ardor, en lugar de excitarle, le gritaba:

—No os pongáis tan al descubierto. O bien:

—Cuidado, señor Billot, retiraos: mirad que el cañón os dispara; mirad que el perro de la gaita ladra.

Y no bien pronunciaba Pitou estas palabras llenas de previsión, estallaba el fuego de cañón o de fusilería, y la metralla barría el paso.

A pesar de todas estas advertencias, Billot hacía prodigios de valor, pero todo en vano. No pudiendo derramar su sangre, y a la verdad no por culpa suya, derramaba a mares su sudor.

Diez veces le cogió Pitou por el faldón de su casaca, y a pesar suyo le tumbó en el suelo, precisamente en el momento en que una descarga le hubiera destrozado.

Pero Billot se levantaba siempre, no sólo como Anteo[20], más fuerte que antes, sino con una idea nueva.

Ocurriósele una vez ir a cortar las vigas que sujetaban las cadenas en el tablero mismo del puente, como ya lo había hecho.

Entonces Pitou prorrumpió en alaridos para detener al colono; mas, viendo que eran inútiles, se lanzaba fuera de su abrigo, diciendo:

—Señor Billot: mirad que, si os matan, la señora Billot quedará viuda.

Los suizos asomaron oblicuamente los cañones de sus fusiles por la tronera de la gaita, para apuntar al temerario que intentaba destrozar el puente.

Otras veces, Billot gritaba para que acercaran el cañón de los guardias franceses, con objeto de destruir el puente; pero entonces la gaita tocaba, los artilleros retrocedían y Billot se quedaba solo para cargar y disparar la pieza, lo cual era causa que Pitou volviera a salir de su refugio.

—Señor Billot —gritaba—, señor Billot: pensad que, si os matan, la señorita Catalina se quedará huérfana.

Y Billot cedía a esta observación, que, al parecer, le causaba más impresión que la primera.

Por último, la fecunda imaginación del colono concibió una nueva idea.

Corrió a la plaza, gritando:

—¡Una carreta! ¡Una carreta!

Pitou reflexionó que lo que era bueno de por sí debiera ser mejor duplicándolo, y siguió a Billot, gritando:

—¡Dos carretas! ¡Dos carretas!

Inmediatamente le llevaron diez carretas.

—¡Venga paja y heno seco! —gritó Billot.

—¡Paja y heno seco! —repitió Pitou.

Y doscientos hombres llevaron al punto sus respectivos haces de heno o de paja.

Otros amontonaron estiércol seco en angarillas.

Fue preciso decir que había ya diez veces más heno del que se necesitaba; pues en una hora se reunió un montón de forraje tan alto como la Bastilla.

Billot se cogió a los varales de una carreta cargada de paja, y en lugar de tirar de ella, la empujó hacia delante.

Pitou hizo otro tanto sin saber lo que hacía, pero pensó que debía imitar al colono.

Elias y Hullin adivinaron lo que se proponía hacer Billot, y, cogiendo cada cual su carreta, la empujaron hacia el patio.

Al trasponer el umbral, empezó a llover sobre ellos la metralla, y las balas se introdujeron en la paja o en la madera de las carretas con un ruido estridente; pero ninguno de los acometedores resultó herido.

Entonces se situaron detrás de las carretas doscientos o trescientos hombres con fusiles y, guareciéndose de ellas, consiguieron ponerse debajo del tablero del puente.

Billot sacó de su bolsillo eslabón y yesca, puso una pulgarada de pólvora en un pedazo de papel, y prendió fuego a la pólvora.

La pólvora encendió el papel y el papel la paja.

Con aquel fuego se incendiaron a la vez las cuatro carretas.

Para apagarlo, los sitiados tenían forzosamente que salir, y al salir se exponían a una muerte cierta.

La llama pasó al tablero, mordió la madera con sus dientes de fuego, y se corrió serpenteando a lo largo de las armazones del puente.

Un grito de júbilo, salido de la corte, halló eco en toda la plaza de San Antonio. Se veía subir el humo por encima de las torres; y todos suponían que estaba ocurriendo algo funesto para los sitiados.

En efecto: las cadenas enrojecidas se desprendieron de los maderos, y el puente vino a tierra, medio roto y medio quemado, humeante y chisporroteando.

Los bomberos acudieron con sus bombas. El gobernador mandó hacer fuego; pero los inválidos se negaron.

Únicamente los suizos obedecieron; pero los suizos no eran artilleros y hubo que abandonar las piezas.

En cambio, los guardias franceses, viendo que en la fortaleza cesaba el fuego de artillería, pusieron su pieza en batería: al tercer disparo rompieron la verja.

El gobernador había subido a la plataforma de la Bastilla para ver si llegaban los refuerzos prometidos, cuando, de pronto, se encontró rodeado de humo. Entonces fue cuando bajó precipitadamente y mandó a los artilleros hacer fuego.

La negativa de los inválidos le exasperó; y cuando vio rota la verja comprendió que todo estaba perdido.

El señor de Launay sabía que el pueblo le odiaba, y adivino que no había salvación posible para él. Todo el tiempo que duró el combate estuvo pensando en sepultarse bajo las ruinas de la Bastilla.

Por eso cuando se convenció de la inutilidad de la defensa, arrancó una mecha de manos de un artillero, y corrió al sótano donde estaban las municiones.

—¡La pólvora! —exclamaron los soldados llenos de terror—. ¡La pólvora, la pólvora!

Habían visto brillar la mecha en manos del gobernador, y adivinaron su intención.

Dos soldados se precipitaron sobre él y le apuntaron al pecho las bayonetas en el momento en que abría la puerta.

—Podéis matarme si queréis —les dijo de Launay—, pero antes que me matéis tendré tiempo de arrojar esta mecha en medio de los barriles; y entonces todos volaremos, sitiadores y sitiados.

Los dos soldados se detuvieron, aunque sin apartar sus bayonetas del pecho del gobernador; pero siempre era este el que allí mandaba, porque conocía que tenía en sus manos la vida de todos. Su acción había dejado clavado a todo el mundo en su puesto. Los sitiadores comprendieron que pasaba algo extraordinario, y asomándose al interior del patio vieron a de Launay amenazado y amenazador.

—Oídme —gritó este—, tan cierto como que tengo en la mano la vida de todos, os aseguro que, si uno solo de vosotros da un paso para penetrar en este patio, pego fuego a la pólvora.

Los que oyeron estas palabras creyeron sentir que el fuego retemblaba bajo sus pies.

—¿Qué queréis? ¿Qué pedís? —preguntaron muchas voces con el acento del terror.

—Quiero una capitulación; pero una capitulación honrosa.

Los sitiadores no hacen caso de las palabras de Launay; no dan crédito a aquel acto de desesperación y quieren entrar, con Billot al frente. Pero, de pronto, Billot palidece y tiembla: se ha acordado del doctor Gilberto.

Mientras no ha pensado más que en sí mismo, le ha importado poco que la Bastilla volara y que él volase con ella; pero a toda costa era preciso salvar al doctor Gilberto.

—¡Deteneos! —gritó Billot poniéndose delante de Elias y Hullin—. ¡Deteneos, en nombre de los prisioneros!

Y aquellos hombres, que no temían la muerte por sí, retrocedieron temblando a su vez.

—¿Qué queréis? —preguntaron al gobernador repitiendo la pregunta que le había hecho ya la guarnición.

—Quiero que todo el mundo se retire —contestó de Launay—. No aceptaré ninguna proposición mientras haya una persona extraña dentro de la Bastilla.

—Pero ¿no os aprovecharéis de nuestra retirada para volver a ponerlo todo en su ser y estado anterior? —preguntó Billot.

—Si se rechaza la capitulación, lo encontraréis todo como está ahora: vosotros en esa puerta y yo en esta.

—¿Nos dais vuestra palabra?

—Palabra de caballero.

Algunos menearon la cabeza con incredulidad.

—¡Palabra de caballero! —repitió de Launay—. ¿Hay aquí alguien que dude de la palabra de un caballero?

—No, no: nadie —repitieron quinientas voces.

—Pues que me traigan papel, pluma y tinta.

Al punto se ejecutaron las órdenes del gobernador.

—Está bien —dijo de Launay.

Y, volviéndose a los sitiadores, añadió:

—Y ahora retiraos.

Billot, Hullin y Elias dieron el ejemplo, siendo los primeros en retirarse.

Todos los demás los siguieron.

De Launay dejó la mecha a un lado y empezó a escribir la capitulación sobre las rodillas.

Los inválidos y los suizos, que comprendían que se trataba de su salvación, le contemplaban silenciosos y con una especie de respetuoso terror.

De Launay volvió la cabeza antes de empezar a escribir. Los patios estaban vacíos.

En un instante se supo fuera todo lo que acababa de pasar dentro.

Según lo dijera el señor de Losme, el pueblo parecía brotar de las piedras. Cien mil hombres rodeaban la Bastilla. Y no eran obreros solamente, sino ciudadanos de todas clases; y no sólo hombres sino también niños y ancianos. Y todos tenían armas y lanzaban el mismo grito.

De vez en cuando, en medio de los grupos, se veía una mujer llorosa, desgreñada, que se retorcía los brazos y maldecía aquel gigante de piedra con ademán desesperado.

Era alguna madre cuyo hijo acababa de perecer en el ataque de la Bastilla, o alguna esposa cuyo marido había muerto del mismo modo.

Pero hacía un rato que no se oía ruido en la fortaleza, ni se veían llamas ni humo. La Bastilla estaba muda como la tumba.

Inútil tarea hubiera sido la de contar todas las señales de balazos que había en su superficie. Cada cual había querido disparar un tiro a aquel gigante de granito, símbolo visible de la tiranía.

Así fue que, cuando se dijo que la terrible Bastilla iba a capitular, que su gobernador había prometido rendirla, nadie quiso dar crédito a la noticia.

En medio de esta duda general que no permitía a nadie felicitarle, y cuando todos esperaban silenciosos el desenlace, se vio asomar por una aspillera una carta clavada en la punta, de una espada.

Pero entre la carta y los sitiadores mediaba el foso de la Bastilla, ancho, profundo y lleno de agua.

Billot pidió un tablón; le llevaron tres y los probó sin alcanzar al otro lado, pues eran demasiado cortos. Uno tocó, al cabo, al otro extremo del foso.

Billot lo sujetó como pudo, y se aventuró sin vacilar por aquel puente oscilante.

Todos se quedaron mudos de sobresalto; todas las miradas estaban fijas en aquel hombre que parecía suspendido encima del foso, cuya agua estancada parecía la del Cocyte[21]. Pitou, temblando de miedo, se sentó al borde del foso y se tapó la cara con las manos.

Faltóle el ánimo y empezó a llorar.

De pronto, en el momento en que Billot llegaba a los dos tercios del trayecto, el tablón se ladeó: Billot extendió los brazos, cayó y desapareció en el agua del foso.

Pitou lanzó un rugido y se precipitó tras él como un perro de Terranova detrás de su amo.

Entonces se acercó otro hombre al tablón desde el que acababa de caer Billot, y, sin vacilar un punto, echó a andar por él. Aquel hombre era Estanislao Maillard, alguacil del Chátelet.

Cuando llegó encima del sitio en que Billot y Pitou se agitaban en el cieno, miró un instante hacia abajo, y, conociendo que llegarían a la orilla sanos y salvos, continuó su camino.

Medio minuto después llegó al otro lado del foso, y cogió el billete que le presentaban en la punta de la espada.

Pero, en el momento en que todos formaban corro en derredor suyo para leerlo, cayó desde las almenas una lluvia de balas, y resonó una espantosa detonación.

De todos los pechos salió un solo grito; pero uno de esos gritos que anuncian la venganza de un pueblo.

—¡Confiad en los tiranos! —exclamó Gonchon.

Y, sin ocuparse ya en la capitulación, ni en la pólvora, ni en sí mismo, ni en los prisioneros, sin pensar, sin desear ni pedir otra cosa más que venganza, el pueblo se precipita en los patios de la Bastilla, no a cientos, sino a millares de hombres.

Lo que impedía a la muchedumbre entrar no eran ya las descargas de fusilería, sino las puertas, por demasiado estrechas.

Al ruido de aquella detonación, los dos soldados que no se habían separado del señor de Launay se arrojaron sobre él, mientras otro se apoderó de la mecha y la pisoteó.

El gobernador sacó el estoque de su bastón y quiso atravesarse con él; pero se lo rompieron.

Entonces comprendió que no podía hacer otra cosa sino esperar, y esperó.

Entró el pueblo, y los soldados le alargaron los brazos. La Bastilla fue tomada por asalto, a viva fuerza, sin capitulación.

Hacía cien años que no era sólo la materia inerte lo que se encerraba en la fortaleza real, sino el pensamiento. El pensamiento fue lo que abrió brecha en la Bastilla, y el pueblo entró por ella.

En cuanto a la descarga hecha en medio del silencio y de la suspensión de hostilidades; en cuanto a aquella agresión imprevista, impolítica, mortal, jamás se ha sabido quién la mandó ni quién la llevó a cabo.

Hay momentos en que se pesa en la balanza del destino el porvenir de toda una nación, y uno de los platillos sube más que el otro. Todos creen haber llegado al fin apetecido. Pero, de pronto, una mano invisible deja caer en el otro platillo la hoja de un puñal o el cañón de una pistola, y entonces todo cambia y no se oye más que un grito: «¡Ay de los vencidos!».