Capítulo XVI

No describiremos la Bastilla, porque sería inútil.

Vive como una imagen eterna en la memoria de los ancianos y de los niños.

Nos contentaremos con recordar que, vista desde el bulevar, representaba hacia la plaza de la Bastilla dos torres gemelas, mientras que las dos caras se corrían paralelas a las dos orillas del canal que se ve actualmente.

La entrada de la Bastilla estaba defendida primero por un cuerpo de guardia, luego por dos líneas de centinelas, y después por dos puentes levadizos.

Franqueados estos obstáculos, se llegaba al patio del Gobierno, donde vivía el gobernador.

Desde este patio, una galería conducía a los fosos de la Bastilla.

En esta otra entrada, que daba también a los fosos, había igualmente un puente levadizo, un cuerpo de guardia y una verja de hierro.

En la primera entrada quisieron detener a Billot; pero este enseñó el pase que le había dado Flesselles y le dejaron pasar.

Billot notó entonces que Pitou le seguía. Pitou no tenía iniciativa, pero hubiera sido capaz de bajar con Billot a los infiernos o subir con él hasta la luna.

—Quédate fuera —le dijo Billot—. Si no salgo, conviene que haya alguien que recuerde al pueblo que he entrado.

—Tenéis razón —contestó Pitou—. ¿Y al cabo de cuánto tiempo habrá que recordar eso?

—Dentro de una hora.

—¿Y la cajita?

—Es verdad. Escucha: si no salgo, si Gonchon no toma la Bastilla, o si después de tomarla no me encuentra, habrá que decir al doctor Gilberto, a quien seguramente se encontrará, que unos hombres procedentes de París me quitaron la cajita que me confió hace cinco años; que cuando lo eché de ver partí inmediatamente para avisarle que al llegar a París supe que estaba en la Bastilla, y que, al querer tomarla, he dejado en ella el pellejo, que estaba siempre a su disposición.

—Está bien, tío Billot —dijo Pitou—, sólo que todo eso es muy largo y temo que se me olvide.

—¿Qué estás diciendo?

—Lo que siente.

—Pues voy a repetírtelo.

—No —dijo una voz detrás de Billot—, mejor es escribirlo.

—Es que no sé escribir —dijo Billot.

—No importa: yo sé, como que soy alguacil.

—¡Ah! ¿Sois alguacil? —preguntó Billot.

—Sí: soy Estanislao Maillard, alguacil del Chátelet.

—Y sacó del bolsillo un gran tintero de cuerno, en el cual había pluma, papel y tinta; en una palabra: todo lo que se necesitaba para escribir.

Era hombre de unos cuarenta y cinco años, alto, delgado, grave, vestido de negro, como convenía a su profesión.

—He ahí un individuo que parece un empleado de una funeraria —murmuró Pitou.

—Conque ¿decís que unos hombres procedentes de París os quitaron una cajita que os había confiado el doctor Gilberto? —preguntó el alguacil, impasible.

—Sí.

—Pues eso constituye un delito.

—Esos hombres pertenecían a la policía de París.

—¡Infame, ladrona! —murmuró Maillard.

Y enseguida, dando el papel a Pitou, añadió:

—Toma, joven: aquí tienes la nota pedida; y si le matan —y al decir esto designó a Billot—, o te matan, a mí quizás no me maten.

—Y si no os matan, ¿qué pensáis hacer? —preguntó Pitou.

—Lo que tú habrías debido hacer.

—Gracias —dijo Billot.

Y alargó la mano al alguacil.

Este se la estrechó con una fuerza que no hubiera creído encontrar en un cuerpo tan flaco.

—¿Es decir, que cuento con vos? —preguntó Billot.

—Como con Marat, como con Gonchon.

—He aquí una trinidad que de seguro no encontraré en el cielo —dijo Pitou.

Y, volviéndose a Billot, añadió:

—Prudencia, tío Billot, prudencia.

—Pitou —le contestó el colono con una elocuencia que a veces extrañaba en aquella naturaleza agreste, ten muy presente una cosa, y es que en Francia lo más prudente es el valor.

Y pasó por delante de los primeros centinelas, mientras Pitou salía a la plaza.

En el puente levadizo tuvo también que parlamentar y enseñar su pase; cayó el puente y se abrió la verja de hierro.

Detrás de la verja estaba el señor de Launay.

Aquel patio interior, en el cual el gobernador aguardaba a Billot, servía de paseo a los prisioneros y estaba defendido por ocho torres, es decir, por ocho gigantes. No daba a él ninguna ventana; jamás llegaba el sol hasta su pavimento húmedo y casi cenagoso: parecía, más bien que patio, el fondo de un ancho pozo.

En él había un reloj, sostenido por cautivos encadenados, el cual señalaba la hora, y desde el que caía el ruido lento y acompasado de sus minutos, como en un calabozo cae sobre la piedra que corroe la gota de agua que rezuma de su techo.

En el fondo de aquel pozo, el prisionero, perdido en un abismo de piedra, contemplaba un momento la inexorable desnudez de las losas, y no tardaba en pedir que lo volvieran a su encierro.

Acabamos de decir que detrás de la verja de aquel patio estaba el señor de Launay.

Era este un hombre de cuarenta y cinco a cincuenta años. Aquel día llevaba un traje gris; sobre el pecho la cinta encarnada de la cruz de San Luis y en la mano un bastón de estoque.

Era persona de malos sentimientos; las memorias de Luinguet acababa de darle triste celebridad, y se le aborrecía tanto como a la misma Bastilla.

De igual modo que los Cháteauneuf, los La Vrillière y los Saint-Florentin, los de Launay se transmitían de padres a hijos el gobierno de la fortaleza.

Es sabido que no era el ministro de la Guerra el que nombraba los oficiales de las prisiones. En la Bastilla todos los empleos se compraban, desde el de gobernador hasta el de pinche de cocina. El gobernador era un conserje en grande, un chalán con charreteras, que a sus 60 000 francos de sueldo añadía otros 60 000 de extorsiones y rapiñas.

Fuerza era recobrar el capital y los intereses del dinero desembolsado.

En punto a avaricia, el señor de Launay había dejado muy atrás a sus predecesores. Quizá había pagado su plaza más cara y preveía que la conservaría menos tiempo.

Mantenía su casa a expensas de los prisioneros; les había mermado la leña para calentarse, y duplicado el precio de cada pieza de su ajuar.

Tenía el derecho de introducir en París cien toneles de vino libres de pago de consumos; derecho que vendía a un tabernero que hacía entrar así excelentes vinos, y con la décima parte de lo que recibía compraba el vinagre que daba a sus prisioneros.

Solamente un consuelo quedaba a los desgraciados presos de la Bastilla: era un jardinillo que habían plantado en un baluarte; allí se paseaban, y allí encontraban un momento aire, flores, luz, la naturaleza, en fin.

El señor de Launay había arrendado aquel jardín a un jardinero, y por cincuenta francos que recibía al año, privó a los presos de este último recreo.

Verdad es que con los prisioneros ricos se mostraba complaciente en extremo.

Y, con todo, aquel hombre era un valiente. Desde la víspera rugía la tempestad en torno suyo. Desde la víspera percibía la marea de la asonada que, creciendo sin cesar, azotaba el pie de sus murallas. Y, aunque estaba pálido, se le veía tranquilo. Es cierto que tenía tras sí, a su disposición, cuatro cañones prontos a hacer fuego; a su alrededor una guarnición de suizos y de inválidos, y delante solamente un hombre desarmado.

Billot, al entrar en la Bastilla, había entregado su carabina a Pitou, porque creyó que detrás de aquella verja cualquier arma sería peligrosa.

A la primera ojeada lo observó todo: la actitud serena y casi amenazadora del gobernador; los suizos preparados en los cuerpos de guardia; los inválidos en las plataformas, y la silenciosa agitación de los artilleros que iban llenando de cartuchos los depósitos de sus furgones.

Los centinelas estaban con el arma al brazo y los oficiales con la espada desenvainada.

Como el gobernador no se moviera, Billot tuvo que acercarse a él; la verja se cerró detrás del parlamentario del pueblo con un rechinamiento tan siniestro que, por valiente que fuese, le hizo sentir frío hasta en la médula de los huesos.

—¿Qué me queréis todavía? —preguntó el señor de Launay.

—¿Todavía? Pues me parece que es la primera vez que os veo, y, por consiguiente, no tenéis derecho de estar cansado de verme.

—Es que me dicen que venís de la Casa Ayuntamiento.

—Es verdad: de allí vengo.

—Pues bien: hace poco he recibido una comisión del Ayuntamiento.

—¿Y a qué ha venido?

—A exigirme la promesa de no romper el fuego.

—¿Y se lo habéis prometido?

—Sí. Además me ha pedido que mande retirar los cañones.

—Y los habéis retirado. Ya lo sabía; yo estaba en la plaza de la Bastilla cuando se ejecutó la maniobra.

—¿Y sin duda habréis creído que era por obedecer a las amenazas del pueblo?

—Al menos así lo parecía —dijo Billot.

—¡Cuando yo os decía, señores —gritó de Launay volviéndose a los oficiales—, cuando yo os decía que iban a creer que éramos capaces de semejante cobardía!…

Y, volviéndose otra vez a Billot, añadió:

—Y vos ¿de parte de quién venís?

—De parte del pueblo —contestó Billot con arrogancia.

—Está bien —dijo de Launay sonriendo—, pero supongo que traeréis además otra recomendación, porque con la que invocáis no os hubieran dejado pasar los centinelas.

—Sí, traigo un salvoconducto de vuestro amigo el señor de Flesselles.

—¡Flesselles! ¿Decís que es mi amigo? —replicó de Launay mirando a Billot como si quisiera leer hasta lo más profundo de su corazón—. ¿Qué motivos tenéis para saber si el señor de Flesselles es mi amigo o no?

—He supuesto que lo era.

—¿Suposición y nada más? Está bien. Veamos el salvoconducto.

Billot le presentó el papel.

De Launay lo leyó y releyó; le abrió para ver si contenía alguna postdata oculta entre las dos hojas, y lo miró al trasluz por si había algún renglón escrito entre los otros.

—¿Es esto todo lo que me dice? —preguntó.

—Todo.

—¿Estáis seguro de ello?

—Enteramente seguro.

—¿No ha añadido nada de palabra?

—Nada absolutamente.

—¡Es extraño! —dijo de Launay dirigiendo una mirada a la plaza de la Bastilla, al través de las aspilleras.

—Pero ¿qué queréis que os dijera? —preguntó Billot.

De Launay hizo un movimiento.

—Nada, a la verdad. ¡Ea! Decid lo que se os ofrece; pero despachad, tengo prisa.

—Pues bien: lo que quiero es que nos entreguéis la Bastilla.

—¡Qué decís! —exclamó de Launay volviéndose vivamente como si hubiera oído mal. ¿Qué habéis dicho?

—Digo que vengo a intimaros en nombre del pueblo que nos entreguéis la Bastilla.

De Launay se encogió de hombros, y luego dijo:

—A la verdad, el pueblo es un animal muy extraño.

—¿Qué?

—Y ¿qué quiere hacer con la Bastilla?

—Arrasarla.

—¿Y al pueblo qué le importa la Bastilla? ¿Acaso ha sido encerrado en ella alguna vez un hombre del pueblo? Al contrario, debería bendecir cada una de sus piedras. ¿A quién encierran en esta prisión? A los filósofos, a los sabios, a los aristócratas, a los ministros, a los príncipes, es decir, a los enemigos del pueblo.

—Pues bien: eso prueba que el pueblo no es egoísta.

—Amiguito —dijo de Launay con una especie de conmiseración—, bien se ve que no sois soldado.

—Tenéis razón: soy colono.

—Y que no sois de París.

—En efecto: soy provinciano.

—Y que no conocéis a fondo la Bastilla.

—Tenéis razón: no conozco más que lo que he visto de ella, es decir, los muros exteriores.

—Pues seguidme y os enseñaré lo que es la Bastilla.

—¡Oh, oh! —dijo Billot para sí—. Me va a hacer pasar por algún escotillón que se abrirá de pronto bajo mis pies, y después buenas noches, tío Billot.

Pero el intrépido colono no pestañeó y se dispuso a seguir al gobernador de la Bastilla.

—Ante todo —dijo de Launay—, bueno es que sepáis que tengo en los sótanos suficiente pólvora para volar la Bastilla y con ella la mitad del barrio de San Antonio.

—Lo sé —contestó tranquilamente Billot.

—Corriente. Ved ahora esos cuatro cañones.

—Ya los veo.

—Pues esas piezas enfilan toda esta galería, la cual está defendida primero por un cuerpo de guardia, luego por dos fosos que no se pueden pasar sino echando dos puentes levadizos, y, en fin, por una verja.

—No digo que la Bastilla esté mal defendida —respondió tranquilamente Billot—, sino que será bien atacada.

—Prosigamos —dijo de Launay.

Billot hizo con la cabeza un ademán de asentimiento.

—He aquí una poterna que da a los fosos —dijo el gobernador—, ved el espesor de los muros.

—Sí, unos cuarenta pies, poco más o menos.

—Sí, cuarenta por abajo y quince por arriba. Ya veis que, por buenas uñas que tenga el pueblo, se las doblará en estas piedras.

—No he dicho que el pueblo arrasaría la Bastilla antes de tomarla, pero sí después.

—Subamos —dijo de Launay—. Subamos.

Y subieron unos treinta escalones. El gobernador se detuvo.

—Mirad: aquí tenéis una tronera que da al sitio por donde queréis entrar; no está defendida más que por un mosquete; pero que goza de cierta fama. Ya sabréis aquella cancioncita:

¡Oh mi gaita querida,

gaita de mis amores!…

—Sí, la sé —dijo Billot—, pero no creo que es ahora ocasión de cantarla.

—Es que habéis de saber que el mariscal de Sajonia llamaba a este cañoncito su gaita, porque sabía tocar a la perfección la música que más le agradaba. Es un detalle histórico.

—¡Oh! —exclamó Billot.

—Vamos adelante.

Y siguieron subiendo, hasta llegar a la plataforma de la torre de la Comté.

—¡Ah, ah! —exclamó Billot.

—¿Qué es? —preguntó de Launay.

—Que no habéis mandado bajar los cañones.

—No: he mandado únicamente que los retiren un poco.

—Pues sabed que he de decir al pueblo que aún están ahí los cañones.

—Decídselo enhorabuena.

—¿Es decir, que no queréis mandarlos bajar?

—No.

—¿Decididamente?

—Señor mío: los cañones del rey están ahí de orden suya, y no se les moverá de ese sitio sino por otra orden del rey.

—Señor de Launay —dijo Billot, elevando la expresión y el sentido de sus palabras a la altura de la situación—, el verdadero rey a quien os aconsejo que obedezcáis es ese. Y designó al gobernador la muchedumbre, ensangrentada en algunos puntos por el combate de la víspera, y que ondulaba delante de los fosos haciendo relucir sus armas al sol.

—Señor mío —replicó a su vez de Launay irguiendo la cabeza con arrogancia—, puede ser que vos conozcáis dos reyes; pero yo, en mi calidad de gobernador de la Bastilla, no conozco más que uno, Luis XVI que ha puesto su firma al pie de un despacho en virtud del cual mando aquí los hombres y las cosas.

—Pero ¿acaso no sois ciudadano? —exclamó Billot, colérico.

—Soy un caballero francés —contestó el gobernador.

—Es verdad: sois militar y habláis como tal…

—Vos lo habéis dicho —replicó de Launay inclinándose—, soy militar, y, a fuer de tal, cumplo con mi consigna.

—Pues yo soy ciudadano; y como mi deber de ciudadano está en oposición con vuestra consigna de militar, uno de los dos morirá: o el que obedezca su consigna, o el que cumpla con su deber.

—Es muy probable.

—Conque ¿estáis resuelto a mandar hacer fuego contra el pueblo?

—No lo haré, mientras el pueblo no sea el primero en atacar. Así lo he prometido bajo palabra a los enviados del señor de Flesselles. Ya veis que he retirado los cañones; pero al primer tiro que se dispare desde la plaza a esta fortaleza…

—¿Qué sucederá?

—Que me acercaré a uno de los cañones, a este, por ejemplo; yo mismo lo haré rodar hasta la tronera, lo apuntaré, y lo dispararé con esta mecha.

—¿Vos mismo?

—Yo mismo.

—Si lo creyese —dijo Billot—, antes de que cometieseis semejante crimen…

—Ya os he dicho que soy militar, y que no conozco más que mi consigna.

—Pues bien, mirad —dijo Billot llevando a de Launay hasta una tronera, y designándole alternativamente con el dedo dos puntos diferentes, el barrio de San Antonio y el bulevar—, de hoy en adelante ese será el que os dará vuestra consigna.

Y mostraba al gobernador dos masas negras, densas, clamorosas, que obligadas a plegarse en forma de lanzas estrechadas por los bulevares, ondulaban como una inmensa serpiente, de la cual se veía la cabeza y el cuerpo, pero cuyos últimos anillos se perdían en los repliegues del terreno sobre el cual se arrastraba.

Y todo cuanto se veía del gigantesco reptil parecía brillar con escamas luminosas.

Eran los dos ejércitos del pueblo a los cuales Billot había dado cita en la plaza de la Bastilla, capitaneados el uno por Marat y el otro por Gonchon.

Avanzaban por ambos lados agitando sus armas y lanzando gritos terribles.

De Launay perdió el color al verlos, y, levantando el bastón, gritó:

—¡A las piezas!

Enseguida, acercándose a Billot con amenazador ademán, le dijo:

—Y vos, desventurado, vos que venís aquí so pretexto de parlamentar mientras los demás nos atacan, ¿sabéis que merecéis la muerte?

Billot vio el movimiento y, rápido como el relámpago, cogió a de Launay del cuello y de la cintura.

—Y vos —contestó levantándole en el aire—, mereceríais que os arrojase por encima del parapeto para que fuerais a estrellaros al fondo de ese foso. Pero, Dios mediante, os combatiré de otro modo.

En aquel momento, un clamor inmenso, universal, que subía de abajo a arriba, pasó por el airé como un huracán, y el señor de Losme, mayor de la Bastilla, apareció en la plataforma.

—Señor —exclamó dirigiéndose a Billot—, por favor, asomaos, porque el pueblo cree que os ha sucedido alguna desgracia, y quiere veros.

En efecto: el nombre de Billot, esparcido por Pitou entre la muchedumbre, llegaba hasta ellos entre el confuso clamoreo.

Billot soltó al señor de Launay, quien metió el estoque en el bastón.

Luego hubo entre aquellos tres hombres un momento de vacilación, durante el cual resonaron gritos de amenaza y de venganza.

—Asomaos —dijo de Launay—, no porque esos gritos me intimiden, sino porque se sepa que soy un hombre leal.

Entonces Billot se asomó a las almenas, haciendo una seña con la mano.

Al verlo, el pueblo prorrumpió en aplausos. Parecía Billot en aquel instante la revolución personificada en un hombre del pueblo, que pisaba por primera vez como dominador la plataforma de la Bastilla.

—Basta —dijo de Launay—, hemos concluido; ya no tenéis nada que hacer aquí; y, puesto que la plaza os llama, bajad.

Billot apreció esta moderación por parte de un hombre en cuyo poder estaba, y bajó por la misma escalera por donde había subido, seguido del gobernador.

El mayor se quedó arriba, porque de Launay acababa de darle algunas órdenes en voz baja.

Era evidente que el gobernador de la Bastilla no tenía más que un deseo: el de tener pronto al parlamentario frente a frente como enemigo.

Billot atravesó el patio sin decir una palabra; vio los artilleros al lado de sus piezas, y las mechas encendidas.

Billot se detuvo delante de ellos.

—Amigos: tened en cuenta que he venido a pedir a vuestro jefe que evite la efusión de sangre y que se ha negado a ello.

—¡En nombre del rey! —exclamó de Launay, golpeando el suelo con su pie—, salid de aquí.

—Tened entendido —replicó Billot—, que si me hacéis salir en nombre del rey, volveré a entrar en nombre del pueblo.

Luego, volviéndose hacia el cuerpo de guardia de los suizos, les preguntó:

—Y vosotros, ¿por quién estáis aquí?

Los suizos no contestaron.

De Launay le designó con la mano la puerta de hierro.

Billot quiso hacer el último esfuerzo.

—Caballero —dijo a de Launay—, ¡en nombre de la nación! ¡En nombre de vuestros hermanos!

—¡De mis hermanos! Llamáis hermanos míos a los que gritan: «¡Abajo la Bastilla! ¡Muera el gobernador!». Esos serán hermanos vuestros, pero de seguro que no lo son míos.

—Entonces… en nombre de la humanidad.

—¿En nombre de la humanidad, y venís en número de cien mil a degollar cien desgraciados soldados encerrados en estos muros?

—Entregando la Bastilla al pueblo, les salváis la vida.

—Y quedo deshonrado.

Billot no replicó, porque aquella lógica de soldado le desarmaba; pero, dirigiéndose de nuevo a los suizos y a los inválidos, exclamó:

—Rendíos, amigos míos: aún es tiempo. Dentro de diez minutos será demasiado tarde.

—Si no salís al punto de aquí —exclamó a su vez de Launay—, a fe de caballero que os mando fusilar.

Billot se detuvo un momento, se cruzó de brazos en ademán de reto, y, mirando por última vez a de Launay, salió.