Capítulo XV

Según lo había dicho el señor de Flesselles, las bodegas de la Casa Ayuntamiento estaban llenas de pólvora.

Marat y Billot entraron en la primera con una linterna, la cual suspendieron del techo.

Pitou se quedó de centinela en la puerta.

La pólvora estaba en barriles, que encerraban veinte libras, poco más o menos, cada uno, conteniendo entre todos unas ocho mil. En la escalera se situaron varios hombres para formar la cadena, y comenzó el transporte de aquellos.

Por lo pronto, hubo un momento de confusión; ignorábase si había pólvora para todo el mundo, y cada cual se precipitaba para tomar su parte; pero los jefes nombrados por Billot consiguieron hacerse escuchar, y la distribución se efectuó con una especie de orden.

Cada ciudadano recibió media libra de pólvora, o sea para treinta o cuarenta tiros; pero cuando todos tuvieron su parte, se echó de ver que faltaban fusiles, y que apenas había quinientos hombres armados.

Mientras que la distribución continuaba, una parte de aquella población furiosa que pedía armas subió a la sala donde los electores celebraban sus sesiones, y que en aquel instante se disponían a organizar la guardia nacional de que el ujier había dicho algo a Billot. Se acababa de decretar que dicha milicia se compusiera de cuarenta y ocho mil hombres; pero esta milicia no existía aún sino en el decreto, y ya se disputaba para nombrar su general.

En medio de aquella discusión, el pueblo invadió la Casa Ayuntamiento; ya se había organizado de por sí, y sólo quería marchar adelante; pero le faltaban armas.

En aquel momento se oyó el rumor de un coche que entraba: era el preboste de los mercaderes, a quien no se había dejado pasar, por más que mostró la orden del rey que le llamaba a Versalles, y a quien se conducía por fuerza a la Casa Ayuntamiento.

—¡Armas, armas! —gritaron por todas partes apenas le vieron.

—Yo no tengo armas —contestó—, pero debe haber en el Arsenal.

—¡Al Arsenal, al Arsenal! —gritó la multitud.

Y cinco o seis mil hombres se precipitaron hacia el muelle de la Gréve.

El Arsenal estaba completamente vacío.

La multitud volvió entonces, vociferando:

—¡A la Casa Ayuntamiento!

El preboste no tenía armas, o, más bien, no quería darlas; pero, apurado por el pueblo, ocurrióle la idea de enviarle a la Cartuja.

Los cartujos abrieron sus puertas, y se registró por todas partes; pero no se encontró ni siquiera una pistola.

Entretanto, Flesselles, al saber que Billot y Marat se hallaban aún en las bodegas de la Casa Ayuntamiento, distribuyendo la pólvora, propuso enviar una diputación de electores a de Launay, para que hiciese desaparecer sus cañones.

Lo que en la víspera había irritado más a la multitud era la vista de aquellos, que prolongaban su cuello a través de las almenas; y Flesselles esperaba que, quitándolos, el pueblo se contentaría con esa concesión, retirándose después satisfecho.

La diputación acababa de marchar, cuando el pueblo volvió furioso.

A los gritos que profería, Billot y Marat subieron hasta el patio.

Flesselles trataba de calmar al pueblo desde un balcón inferior, y proponía un decreto que autorizase a los distritos a mandar construir cincuenta mil picas. El pueblo estaba a punto de aceptar.

—Decididamente ese hombre es traidor —dijo Marat. Y, volviéndose a Billot, añadió—: Id a la Bastilla a desempeñar vuestro cometido, y dentro de una hora os enviaré veinte mil hombres, cada cual con su fusil.

Billot había tenido gran confianza en aquel hombre desde la primera vez que le vio; llegó hasta él por la popularidad de su nombre; y no le preguntó, por lo tanto, de qué modo pensaba obtener las armas.

Allí estaba un abate que, participando del entusiasmo general gritaba como todo el mundo: «¡A la Bastilla!». Billot no era amigo de los abates; pero este le agradó, y confióle el encargo de continuar la distribución: el valeroso abate aceptó.

Entonces Marat subió a un poste: el tumulto era espantoso.

—¡Silencio! —dijo—. Soy Marat y quiero hablar. Todos callaron como por encanto, y todas las miradas se fijaron en el orador.

—¿Queréis armas? —preguntó.

—¡Sí, sí! —contestaron miles de voces.

—¿Para tomar la Bastilla?

—¡Sí, sí!

—¡Pues bien! Venid conmigo y las tendréis.

—¿Adónde?

—A los Inválidos: allí hay veinticinco mil fusiles.

—¡A los Inválidos, a los Inválidos! —gritaron todas las voces.

—Y ahora —dijo Marat a Billot, que acababa de llamar a Pitou—, ¿iréis a la Bastilla?

—Sí.

—Esperad: puede ser que antes de la llegada de mis hombres necesitéis auxilio.

—En efecto —dijo Billot—, es posible.

Marat rasgó una hoja de su libro de memorias y escribió cuatro palabras con lápiz: De parte de Marat. Después trazó una señal en el papel.

—¡Y bien! —preguntó Billot—. ¿Qué he de hacer yo con este papel, puesto que no indica ni el nombre ni las señas de la persona a quien debo entregarle?

—En cuanto a las señas, aquel a quien os recomiendo no las tiene; y en cuanto a su nombre, es bien conocido. Preguntad al primer obrero que encontréis, por Gonchon, el Mirabeau del pueblo.

—Gonchon —repitió Billot—. ¿Te acordarás de este nombre, Pitou?

—Gonchon o Gonchonius —dijo Pitou—, ya lo recordaré.

—¡A los Inválidos, a los Inválidos! —gritaron por todas partes con creciente ferocidad.

—¡Vamos, márchate —dijo Marat a Billot—, y que el genio de la libertad te acompañe!

—¡A los Inválidos! —gritó a su vez Marat. Y bajó por el muelle de Gévres, seguido de más de veinte mil hombres.

Billot por su parte iba acompañado de quinientos o seiscientos, los que estaban armados.

En el momento en que el uno se disponía a seguir la corriente del río, y el otro a remontar hacia el bulevar, el preboste de los mercaderes se asomó a una ventana.

—Amigos míos —dijo—, ¿por qué veo en vuestros sombreros la escarapela verde?

Era la hoja de tilo de Camilo Desmoulins, que muchos se habían puesto al verla en los otros, aunque sin saber qué hacían.

—¡Esperanza, esperanza! —gritaron algunas voces.

—Sí; pero el color de la esperanza es al mismo tiempo el del conde de Artois. ¿Queréis aparentar que lleváis la librea de un príncipe?

—¡No, no! —gritaron todas las voces, predominando la de Billot sobre todas.

—¡Pues bien! Entonces cambiad de escarapela, y si queréis llevar una, que sea al menos la de la ciudad de París, nuestra madre común: azul y roja, amigos míos, azul y roja[18].

—¡Sí, sí! —gritaron todas las voces—, azul y roja. Y todos arrojaron la escarapela verde, pidiendo a gritos cintas. Entonces se abrieron las ventanas como por encanto, y las cintas rojas y azules cayeron como una lluvia.

Pero las cintas que se arrojaron apenas eran suficientes para mil personas. En el mismo instante, los delantales, los vestidos de seda, los chales y las cortinas se desgarran y caen a pedazos; en los fragmentos se hacen nudos y rosetas, y cada cual toma su parte.

Después de esto, el reducido ejército de Billot continúa su marcha. En el camino se le agrega más gente: todas las arterias del arrabal de San Antonio le enviaban cuanto tenían de más ardiente y vivo en la sangre popular.

Se llegó con bastante orden a la altura de la calle de Lesdiguiéres, donde una multitud de curiosos, los unos tímidos, los otros serenos y los demás insolentes, miraban las torres de la Bastilla, caldeadas por un sol ardiente.

La llegada de los tambores populares por el arrabal de San Antonio; la de un centenar de guardias franceses por el bulevar, y la de Billot con su tropa, que podía componerse de mil a mil seiscientos hombres, bastaron para cambiar al punto el carácter y el aspecto de la multitud: los tímidos se enardecieron, los serenos se exaltaron, y los insolentes comenzaron a proferir amenazas.

—¡Fuera los cañones, fuera los cañones! —gritaban veinte mil individuos, amenazando con el puño las grandes piezas que prolongaban sus cuellos de bronce a través de las troneras de las plataformas.

Precisamente en aquel momento, como si el gobernador de la fortaleza obedeciese a las instancias de la multitud, los artilleros se acercaron a las piezas, y los cañones retrocedieron hasta desaparecer del todo.

La multitud aplaudió: era una potencia, puesto que se cedía a sus amenazas.

Sin embargo, los centinelas seguían paseándose en las plataformas: un inválido se cruzaba con un suizo.

Después de gritar: «¡Fuera tus cañones! —se gritó—: ¡Abajo los suizos!». Era la continuación del grito de la víspera: «¡Abajo los alemanes!».

Pero los suizos no dejaron por eso de cruzarse con los inválidos.

Uno de los que gritaban «abajo los suizos» se impacientó; tenía un fusil en la mano; apuntó el cañón hacia el centinela e hizo fuego. La bala fue a morder el muro gris de la Bastilla, un pie más abajo del coronamiento de la torre, enfrente del sitio por donde el centinela pasaba; el proyectil dejó una señal blanca; pero el centinela no se detuvo, y ni siquiera volvió la cabeza.

Entonces se elevó un rumor en torno de aquel hombre, que acababa de dar la señal de un ataque inusitado, insensato; y en aquel rumor había más espanto que cólera.

Muchos no comprendían que no fuese un crimen punible de muerte el hecho de disparar un tiro contra la Bastilla.

Billot contemplaba aquella mole verdosa, semejante a esos monstruos fabulosos que la antigüedad nos presenta cubiertos de escamas; contaba las troneras donde los cañones podrían volver a su sitio de un momento a otro, y veía los fusiles de la muralla, cuyos ojos siniestros parecían mirar a través de las troneras.

Y Billot movía la cabeza, recordando las palabras dé Flesselles.

—No llegaremos jamás —murmuró.

—Y ¿por qué no llegaremos jamás? —dijo una voz detrás de él.

Billot se volvió y vio un hombre de aspecto feroz y andrajoso, cuyos ojos brillaban como dos estrellas.

—Porque me parece imposible —contestó—, tomar semejante mole por la fuerza.

—La toma de la Bastilla —repuso el hombre—, no es un hecho de guerra, sino un acto de fe: cree y triunfarás.

—¡Paciencia —dijo Billot buscando su pase en la faltriquera, paciencia!

El hombre se engañó respecto a su intención.

—¡Paciencia! —dijo—. Sí; lo comprendo: tú estás gordo y tienes aspecto de labrador.

—Lo soy, en efecto —contestó Billot.

—Pues entonces comprendo que digas paciencia: tú has comido siempre bastante; pero mira detrás de ti esos espectros que nos rodean; mira sus venas secas; cuenta sus huesos a través de los agujeros de su ropa, y pregúntales si comprenden la palabra paciencia.

—He aquí uno que habla muy bien —dijo Pitou—, pero me da miedo.

—Pues a mí no —replicó Billot.

Y añadió, volviéndose hacia el hombre:

—Sí, paciencia —pero un cuarto de hora nada más, le dijo.

—¡Ah, ah! —exclamó el hombre sonriendo—. A decir verdad, un cuarto de hora no es demasiado. Y ¿qué harás en ese tiempo?

—De aquí a un cuarto de hora, habré visitado la Bastilla; sabré qué guarnición tiene; cuáles son las intenciones de su gobernador, y, en fin, por dónde se entra en la fortaleza.

—También has de saber por dónde se sale.

—¡Pues bien! Si no salgo, un hombre vendrá para ayudarme a que salga.

—Y ¿quién es ese hombre?

—Gonchon, el Mirabeau del pueblo.

El hombre se estremeció y sus ojos brillaron.

—¿Le conoces? —preguntó.

—No.

—Pues ¿entonces…?

—Que voy a conocerle; pues me han dicho que la primera persona a quien pregunte en la plaza de la Bastilla me presentará a él; tú estás en la plaza, y, por lo tanto, condúceme adonde se halle.

—¿Qué le quieres?

—Entregarle este papel.

—¿De quién es?

—De Marat, el médico.

—¡De Marat! ¿Conoces a Marat? —preguntó el hombre.

—Acabo de separarme de él.

—¿Dónde?

—En la Casa Ayuntamiento.

—¿Qué hace?

—Ha ido a armar veinte mil hombres en los Inválidos.

—En tal caso, dame ese papel: yo soy Gonchon.

Billot retrocedió un paso.

—¿Tú eres Gonchon? —preguntó.

—Amigos —dijo el hombre andrajoso—, he aquí uno que no me conoce, y que pregunta si es verdad que yo soy Gonchon.

La multitud soltó la carcajada. A todos aquellos hombres les pareció imposible que no se conociese a su orador favorito.

—¡Viva Gonchon! —gritaron dos o tres mil voces.

—Tomad —dijo Billot presentándole el papel.

—Amigos —gritó Gonchon después de haber leído y dando un golpecito en el hombro de Billot—, este es un hermano; Marat me le recomienda, y, por lo tanto, se puede contar con él.

—¿Cómo te llamas? —añadió volviéndose hacia el labrador.

—Me llamo Billot[19].

—Y yo —dijo Gonchon—, me llamo Hacha, y espero que nosotros dos haremos alguna cosa buena.

La multitud sonrió al oír este sangriento juego de palabras.

—Sí, sí: haremos alguna cosa —dijo.

—Y ¿qué vamos a hacer? —preguntaron algunas voces.

—¡Pardiez! —contestó Gonchon—. Pues vamos a tomar la Bastilla.

—Corriente —dijo Billot—, eso es lo que se llama hablar. Pero oye, bravo Gonchon: ¿de cuántos hombres dispones?

—De unos treinta mil.

—Pues treinta mil hombres de que dispones, veinte mil que van a llegarnos de los Inválidos, y diez mil que están ya aquí, es más de lo que necesitamos para triunfar.

—Y triunfaremos, —añadió Gonchon.

—Tal creo. Pues bien: reúne tus treinta mil hombres; yo entraré en la habitación del gobernador y le intimaré la rendición. Si se rinde, tanto mejor: así ahorraremos sangre. Si no se rinde, la sangre derramada caerá sobre su cabeza, y, en los tiempos que corremos, la sangre derramada por una causa injusta es de mal agüero. Preguntádselo a los alemanes.

—¿Cuánto tiempo estarás con el gobernador?

—Todo el tiempo que pueda, hasta que se ataque formalmente la Bastilla. Si es posible, tan luego como yo salga empezará el ataque.

—Está dicho.

—Supongo que no desconfías de mí —dijo Billot a Gonchon alargándole la mano.

—¡Yo! —respondió Gonchon con una sonrisa desdeñosa y apretando la mano que le presentaba el robusto campesino con un vigor que no hubiera creído encontrar en aquel cuerpo desmedrado. ¿Yo desconfiar de ti? Y ¿por qué? Si yo quisiera, a una sola palabra mía, a una señal, te haría machacar como si fueras de vidrio, aunque te pusieras al abrigo de esas torres que mañana habrán desaparecido; aunque te protegerían esos soldados que esta noche serán muertos o habrán dejado de existir. Anda, pues, y cuenta con Gonchon como él cuenta con Billot.

Billot quedó convencido y se encaminó a la puerta de la Bastilla, mientras su interlocutor se internaba en el arrabal, seguido de una muchedumbre que gritaba sin cesar:

—¡Viva Gonchon! ¡Viva el Mirabeau del pueblo!

—No sé cómo es el Mirabeau de los nobles —dijo Pitou al tío Billot—, pero el nuestro me parece muy feo.