Capítulo XIV

Billot avanzaba siempre; pero no era ya él quien gritaba. La multitud, prendada de su aspecto marcial, reconociendo en aquel hombre uno de los suyos, comentaba sus palabras y sus actos, y le seguía siempre, aumentando como la ola de la marea montante.

Detrás de Billot, cuando desembocó en el muelle de San Miguel, había más de tres mil hombres, armados de cuchillos, de hachas, de picas y de fusiles.

Todo el mundo gritaba: «¡A la Bastilla, a la Bastilla!».

Billot se aisló en sí mismo. Las reflexiones que hemos hecho al fin del capítulo anterior, él las hizo a su vez, y, poco a poco, todo el vapor de su exaltación febril se desvaneció.

Entonces vio claro en su mente.

La empresa era sublime, pero insensata: fácilmente se comprendía esto en las fisonomías espantadas e irónicas en que se reflejaba la impresión del grito: «¡A la Bastilla!».

Pero esto sirvió tan sólo para que Billot persistiese más en su resolución.

Comprendió también que él era responsable a las madres, a las mujeres y a los hijos, de la vida de todos los hombres que le seguían, y quiso adoptar todas las precauciones posibles.

Billot comenzó, pues, por conducir a toda su gente a la plaza de la Casa Ayuntamiento.

Allí nombró un teniente y oficiales para contener a la multitud.

—Veamos —pensó Billot—, en Francia hay un poder, y hasta dos, y hasta tres.

Consultemos:

Y entró en la Casa Ayuntamiento, preguntando quién era el jefe de la municipalidad.

Le contestaron que era el preboste de los mercaderes, el señor de Flesselles.

—¡Ah, ah! —exclamó con aire poco satisfecho—. El señor de Flesselles, un noble, es decir un enemigo del pueblo.

—Nada de eso —le dijeron—, es un hombre de talento.

Billot subió la escalera de la Casa Ayuntamiento.

En la antecámara encontró un ujier.

—Quiero hablar al señor de Flesselles —dijo Billot, notando que el ujier se acercaba a él para preguntarle qué deseaba.

—¡Imposible! —contestó el hombre—. Ahora se ocupa en completar los cuadros de una milicia ciudadana que París organiza en este momento.

—Pues viene de molde —dijo Billot—, yo también organizo una milicia; y como ya tengo tres mil hombres alistados, valgo tanto como el señor de Flesselles, que no tiene un solo soldado en pie. Servios, pues, anunciarme al señor de Flesselles, y ahora mismo. ¡Oh!, mirad por la ventana si gustáis.

El ujier dirigía, en efecto, una rápida ojeada a los muelles, y acababa de ver los hombres de Billot. Entonces se apresuró a dar cuenta del hecho al preboste de los mercaderes, a quien mostró, para confirmar sus palabras, los tres mil hombres en cuestión.

Esto inspiró al preboste una especie de respeto al que deseaba hablarle; salió del consejo y entró en la antecámara, buscando con la vista.

Divisó a Billot, adivinóle y sonrió.

—¿Sois vos quién pregunta por mí? —dijo.

—¿Sois el señor de Flesselles, preboste de los mercaderes? —replicó Billot.

—Sí, señor. ¿En qué puedo serviros? Y daos prisa, porque estoy muy ocupado.

—Señor prefecto —preguntó Billot—, ¿cuántos poderes hay en Francia?

—¡Diantre! Esto es según lo entendáis, apreciable señor, —contestó Flesselles.

—Decid cómo lo entendéis vos mismo.

—Si consultáis al señor de Bailly, os dirá que no hay más que uno: la Asamblea Nacional; y si preguntáis al señor de Dreux-Brézé, os dirá también que no hay más que uno: el rey.

—¿Y vos, señor preboste, cuál es vuestra opinión entre esas dos?

—La mía es también que en este momento, sobre todo, no hay más que uno.

—¿La Asamblea, o el rey? —preguntó Billot.

—Ni la una, ni el otro: la nación —contestó Flesselles, arrugando su chorrera.

—¡Ah, ah, la nación! —dijo Billot.

—Sí; es decir, esos señores que esperan abajo en la plaza con cuchillos y asadores; la nación, es decir, para mí, todo el mundo.

—Podríais muy bien tener razón, señor de Flesselles, —contestó Billot—, y no se han engañado al decirme que erais hombre de talento.

De Flesselles se inclinó.

—¿A cuál de esos tres poderes pensáis apelar? —preguntó Flesselles.

—¡Pardiez! —exclamó Billot—. Yo creo que lo más sencillo, cuando se ha de pedir algo importante, es dirigirse a Dios, y no a sus santos.

—¿Lo cual quiere decir que vais a dirigiros al rey?

—Así lo deseo.

—Y ¿sería demasiada indiscreción saber qué pensáis pedir al rey?

—La libertad del doctor Gilberto, que está en la Bastilla.

—¿El doctor Gilberto? —preguntó Flesselles, como interrogándose a sí mismo—. ¿No es un autor de folletos? —añadió.

—Decid un filósofo, caballero.

—Es lo mismo, apreciable señor Billot. Creo que hay pocas probabilidades de obtener semejante cosa del rey.

—Y ¿por qué?

—En primer lugar, porque si el rey ha mandado conducir al doctor Gilberto a la Bastilla, será porque tiene sus razones para ello.

—Está bien —dijo Billot—, ya me explicará sus razones, y yo le daré las mías.

—Apreciable señor Billot, el rey está muy ocupado y no os recibirá.

—¡Oh! Si no me recibe, ya encontraré yo medio de entrar sin su permiso.

—Entonces, una vez dentro, encontraréis al señor de Dreux-Brézé, que dará orden de poneros a la puerta.

—¿Quién me pondrá a mí a la puerta?

—Sí, bien ha querido hacerlo con la Asamblea en masa, aunque no lo ha conseguido; pero razón de más para que esté irritado y tome en vos el desquite.

—Está bien. Entonces me dirigiré a la Asamblea.

—El camino de Versalles está interceptado.

—Iré con mis tres mil hombres.

—Cuidado, porque encontraréis en el camino cuatro o cinco mil suizos y dos o tres mil austriacos, que no tendrán para comenzar con vos y vuestros tres mil hombres, y en un momento quedaréis aniquilado.

—¡Ah, diablo! ¿Qué debo hacer, entonces?

—Obrad como os plazca; pero hacedme el favor de llevaros vuestros tres mil hombres, que alborotan ahí abajo y que fuman. Tenemos las bodegas llenas de pólvora, y una chispa puede hacernos volar a todos.

—En tal caso —dijo Billot—, pienso que no me dirigiré al rey ni a la Asamblea Nacional, sino a la nación, y después tomaremos la Bastilla.

—Y ¿con qué?

—Con la pólvora que vais a darme, señor preboste.

—¡Ah! ¿De veras? —replicó Flesselles con tono socarrón.

—Ni más ni menos, caballero. Haced el favor de darme las llaves de la bodega.

—¡Bah! ¿Habláis en broma? —preguntó el preboste.

—No, caballero, no es broma —dijo Billot.

Y, cogiendo a Flesselles con ambas manos del cuello de su casaca, exclamó:

—¡Las llaves, o llamo a mi gente!

Flesselles quedó pálido como un muerto; sus labios y sus dientes se oprimieron por un estremecimiento convulsivo, pero sin que su voz se alterase y sin que dejara el tono irónico que había tomado.

—A decir verdad —repuso—, me prestaréis un gran servicio retirando esa pólvora, y, por lo tanto, voy a dar orden para que os entreguen las llaves, como lo deseáis; pero tened presente que soy vuestro primer magistrado y que, si tuvierais la desgracia de hacer delante de gente lo que acabáis de hacer conmigo, a solas, una hora después seríais ahorcado por los guardias de la ciudad. ¿Persistís en tener esa pólvora?

—Persisto —contestó Billot.

—Y ¿la distribuiréis vos mismo?

—Yo mismo.

—¿Cuándo?

—En este instante.

—Dispensad, y entendámonos. Lo que tengo que hacer me ocupará un cuarto de hora, y, si os es indiferente, prefiero que la distribución no comience hasta que yo haya salido. Me han pronosticado que moriré de muerte violenta; pero me repugna mucho volar por los aires, os lo confieso.

—Sea: dentro de un cuarto de hora; pero a mi vez os pediré un favor.

—¿Cuál?

—Acerquémonos los dos a la ventana.

—¿Para qué?

—Quiero haceros popular.

—Muchas gracias. Y ¿de qué manera?

—Vais a verlo.

Billot condujo al preboste a la ventana.

—Amigos míos —gritó—, vosotros queréis siempre tomar la Bastilla: ¿no es verdad?

—¡Sí, sí, sí! —gritaron tres o cuatro mil voces.

—Pero os falta pólvora: ¿no es cierto?

—¡Sí, pólvora, pólvora!

—¡Pues bien! He aquí al señor preboste de los mercaderes, que tiene a bien darnos la que hay en las bodegas de la casa. Dadle gracias, amigos míos.

—¡Viva el preboste de los mercaderes, viva el señor de Flesselles! —gritó la multitud.

—¡Gracias, gracias, por mi y por él!

—Y ahora, caballero —dijo Billot—, ya no necesito cogeros por el cuello de la casaca, ni a solas, ni delante de todo el mundo, porque, si no me dais la pólvora, la nación, como la llamáis, os hará pedazos.

—He aquí las llaves —contestó Flesselles—. Tenéis una manera de pedir que no admite negativa.

—En tal caso, me estimuláis así —dijo Billot, que parecía madurar otro proyecto.

—¡Ah, diablo! ¿Tendríais que pedirme alguna otra cosa?

—Sí. ¿Conocéis al gobernador de la Bastilla?

—¿Al señor de Launay?

—No sé cómo se llama.

—Se llama Launay.

—Muy bien. ¿Le conocéis?

—Es amigo mío.

—En tal caso, debéis desear que no le ocurra alguna desgracia.

—En efecto, lo deseo.

—Pues bien: hay un medio de evitarlo, y es que me entregue la Bastilla, o por lo menos el doctor.

—¿Supongo que no esperáis que yo tenga la influencia suficiente para inducirle a entregaros su fortaleza o su prisionero?

—Esto me incumbe: yo no os pido más que una carta de introducción para él.

—Apreciable señor Billot, os prevengo que si tratáis de entrar en la Bastilla, entraréis solo.

—¡Muy bien!

—Y os advierto, además, que, si entráis solo, tal vez no podréis salir ya.

—¡Perfectamente!

—Pues voy a daros un pase para la Bastilla.

—Lo espero.

—Pero con una condición.

—¿Cuál?

—Que no vendréis a pedirme mañana un pase para la luna; pues os prevengo que no conozco a nadie en ese mundo.

—¡Flesselles, Flesselles! —dijo una voz sorda y de enojo detrás del preboste de los mercaderes—. Si continuáis teniendo dos caras, una que sonríe a los aristócratas y otra que sonríe al pueblo, tal vez, de aquí a mañana, firmaréis para vos mismo un pase para otro mundo, del que nadie vuelve.

El preboste volvió la cabeza estremeciéndose.

—¿Quién habla así? —preguntó.

—Yo, Marat.

—¡Marat el filósofo, Marat el médico! —dijo Billot.

—Sí —contestó la misma voz.

—Sí, Marat el filósofo, Marat el médico —dijo Flesselles—, y en esta última calidad debería encargarse de curar a los locos, lo cual sería para él un medio de tener hoy muchos clientes.

—Señor de Flesselles —contestó el fúnebre interlocutor—, este buen ciudadano os pide un pase para el señor de Launay; y os advertiré que no es solamente él quien lo espera, sino tres mil hombres más.

—Está bien, caballero: voy a dárselo.

Flesselles se acercó a una mesa, pasóse una mano por la frente, y con la otra, cogiendo la pluma, escribió rápidamente algunas líneas.

—He aquí el pase —dijo, presentando el papel a Billot.

—Leed —dijo Marat.

—No sé leer —replicó Billot.

—Pues bien, dádmela: yo leeré.

Billot dio el papel a Marat.

El pase estaba concebido en estos términos:

Señor gobernador:

Nos, preboste de los mercaderes de la ciudad de París, os enviamos al señor Billot para que se entienda con vos acerca de los intereses de dicha ciudad.

14 de julio de 1789.

DE FLESSELLES.

—¡Bueno! —dijo Billot—. Dadme el pase.

—¿Os parece que está bien así? —preguntó Marat.

—Sin duda.

—Esperad, esperad: el señor preboste añadirá una postdata, y será mejor.

Y se acercó a Flesselles, que había permanecido en pie, con la mano apoyada en la mesa, mirando desdeñosamente a los dos hombres con quienes tenía que habérselas, y a un tercero, medio desnudo, que acababa de aparecer en la puerta, apoyado en un mosquete.

Este último era Pitou, que había seguido a Billot y que estaba dispuesto a obedecer las órdenes de su protector, cualesquiera que fuesen.

—Caballero —dijo Marat a Flesselles—, he aquí la postdata que debéis añadir, y que hará más válido el pase.

—Decid, señor Marat.

Este último puso el papel sobre la mesa, y señalando con el dedo el sitio donde el preboste debía escribir, dictó lo siguiente:

—«Como el ciudadano Billot tiene el carácter de parlamentario, confío su vida a vuestro honor».

Flesselles miró a Marat como hombre que tenía más deseos de aplastar aquel pálido rostro de un puñetazo que no de hacer lo que se le pedía.

—¿Vaciláis, caballero? —preguntó Marat.

—No —dijo Flesselles—, porque, al fin y al cabo, no me pedís más que una cosa justa.

Y escribió la postdata pedida.

—Sin embargo, señores —dijo—, fijaos bien en el hecho de que no respondo de la seguridad del señor Billot.

—Pues yo sí —replicó Marat, tomando el papel de entre sus manos—, porque vuestra libertad está aquí para garantizar la suya, y vuestra cabeza asegura la de él. He aquí vuestro pase, valeroso Billot —añadió.

—¡Labrie! —gritó el señor de Flesselles—. ¡Labrie!

Un lacayo de gran librea se presentó al punto.

—¡Mi carroza!

—Ya espera al señor preboste en el patio.

—Bajemos —dijo el preboste—. ¿No deseáis nada más, señores?

—No —contestaron a la vez Billot y Marat.

—¿Dejaré pasar? —preguntó Pitou.

—Amigo mío —dijo Flesselles—, os recordaré que lleváis un traje demasiado indecente para montar la guardia a la puerta de mi habitación. Si tenéis empeño en quedaros, poneos al menos la cartuchera delante, y apoyad la espalda en la pared.

—¿Dejaré pasar? —repitió Pitou, mirando al señor de Flesselles con una expresión que indicaba que no era muy de su agrado la chanza de que acababa de ser objeto.

—Sí —dijo Billot.

Pitou se apartó a un lado.

—Tal vez habéis hecho mal en dejar salir a ese hombre —dijo Marat—, porque era el más propio para conservarle en rehenes; pero en todo caso, en cualquiera parte que se halle, ya le encontraré: perded cuidado.

—Labrie —dijo el preboste de los mercaderes, subiendo a su carroza—, van a distribuir la pólvora aquí; y si la Casa Ayuntamiento vuela por casualidad, no quiero estar dentro. ¡Fuera de alcance, Labrie, fuera de alcance!

El coche rodó bajo la bóveda, apareciendo después en la plaza, donde murmuraban cuatro o cinco mil personas.

Flesselles temió que interpretaran mal su salida, pues podía ser muy bien una fuga.

Y, sacando medio cuerpo por la portezuela, gritó al cochero:

—¡A la Asamblea Nacional!

Lo cual le valió de parte de la multitud una salva de aplausos.

Marat y Billot, que estaban en la ventana, habían oído las últimas palabras de Flesselles.

—Apuesto mi cabeza contra la suya —dijo Marat—, que no va a la Asamblea Nacional, sino a ver al rey.

—¿Convendrá detenerle? —preguntó Billot.

—No —dijo Marat, con su fatídica sonrisa—, pues, por deprisa que vaya, nosotros llegaremos antes que él. ¡Y ahora, a la pólvora!

—¡Sí, a la pólvora! —repitió Billot.

Y ambos bajaron seguidos de Pitou.