Nuestros lectores nos permitirán ahora que les pongamos al corriente de los principales acontecimientos políticos ocurridos desde la época en que, en nuestra última publicación, abandonamos la corte de Francia.
Los que conocen la historia pura y sencilla, pueden saltar este capítulo, pues el siguiente encaja en el que le precede, y el que damos aquí no es más que para los lectores exigentes que quieren darse cuenta de todo.
Desde hacía un año o dos, cierta cosa inusitada y desconocida, algo que venía del pasado e iba hacia el porvenir, parecía zumbar en el aire.
Era la Revolución.
Voltaire se había incorporado un instante en su lecho de agonía, y, apoyado de codos, vio brillar, hasta en la noche en que iba a morir, aquella aurora fulgurante.
Y era que la Revolución, así como Jesucristo, del que era el pensamiento, debía juzgar a los vivos y a los muertos.
Cuando Ana de Austria llegó a la regencia —dice el cardenal de Retz—, no hubo más que una palabra en todas las bocas: ¡La reina es tan buena!
Cierto día, el médico de madame de Pompadour, Quesnoy, que se alojaba en su casa, vio entrar a Luis XV; y un sentimiento, que no era el del respeto, le perturbó hasta el punto de hacerle temblar y palidecer.
—¿Qué tenéis? —le preguntó madame de Hausset.
—Tengo —contestó Quesnoy—, que cada vez que veo al rey me digo: «¡He ahí un hombre que puede ordenar que me corten la cabeza!».
—¡Oh! No hay peligro —replicó madame de Hausset—. ¡El rey es tan bueno!
Con estas dos frases, el rey es tan bueno y la reina es tan buena, se ha hecho la revolución francesa.
Cuando Luis XV murió, Francia respiró: se había librado, al mismo tiempo que del rey, de las Pompadour, de las Dubarry y del Parque de los Ciervos.
Los placeres de Luis XV costaban caros a la nación: costaban, por sí solos, más de tres millones anuales.
Felizmente se tenía un rey joven, moral y filántropo, casi filósofo.
Un rey que, como Emilio de Jean-Jacques, había aprendido un oficio, o, más bien, tres oficios.
Era cerrajero, relojero y mecánico.
Por eso, atemorizado ante el abismo sobre el cual se inclina, el rey comienza por denegar todos los favores que le piden. Los cortesanos se estremecen; pero, felizmente, una cosa los tranquiliza: que no es él quien niega, sino Turgot; que la reina no lo es tal vez aún, y que, de consiguiente, no pueden tener hoy la influencia que tendrá mañana.
En fin, hacia 1777 adquiere la influencia tan esperada: la reina llega a ser madre; y el rey, que era ya tan buen soberano y buen esposo, podrá ser buen padre.
¿Cómo rehusar ahora nada a la que ha dado un heredero a la corona?
Y, además, esto no es todo: el rey es también buen hermano; conoce la anécdota de Beaumarchals, sacrificado al conde de Provenza, y el rey no ama a este último, que es un pedante.
Pero, en cambio, quiere mucho al conde de Artois, ese tipo de nobleza, de talento y de elegancia francesa.
Le quiere tanto, que rehúsa algunas veces a la reina lo que esta pide; pero basta que el conde de Artois apoye a la reina para que el rey no persista en su negativa.
Por eso es el reinado de los hombres galantes. El señor de Calonne, uno de los hombres más amables del mundo, que desempeña el cargo de administrador general, es quien dice a la reina:
«Señora: si es posible, consideradlo como cosa hecha. Si es imposible, se hará».
A partir del día en que esta hermosa contestación circuló por los salones de París y de Versalles, el libro rojo, que se creía cerrado, quedó abierto otra vez. La reina compra Saint-Cloud. El rey compra Rambouillet.
No es ya el rey quien tiene favoritos, sino la reina: Diana, y Julio de Polignac cuestan a Francia tan caros como la Pompadour y la du Barry. ¡La reina es tan buena!
Se propone una economía en los altos cargos, y algunos se conforman; pero un familiar de palacio rehúsa obstinadamente permitir que disminuyan su sueldo: es el señor de Coigny, que, habiendo encontrado al rey en un corredor, le escandaliza entre dos puertas. El rey huye, y dice por la noche, sonriéndose:
—Creo que, en verdad, ese Coigny me hubiera pegado si yo no hubiese cedido.
¡El rey es tan bueno!
Por otra parte, los destinos de un reino dependen algunas veces de bien poca cosa: de la espuela de un paje, por ejemplo.
Luis XV muere. ¿Quién sucederá al señor de Aiguillon?
El rey Luis XVI está por Machaut, uno de los ministros que han sostenido el trono ya vacilante; las tías del rey están por el señor de Maurepas, hombre muy divertido que compone tan lindas canciones y que ha escrito en Pontchartrain tres volúmenes, titulándolos sus Memorias.
Todo esto es cuestión de carreras de caballos. ¿Quién llegará primero, el rey o la reina, a Arnouville, o de las tías a Pontchartrain?
El rey tiene el poder entre las manos; de modo que las probabilidades están en su favor, por lo cual se apresura a escribir:
«Marchad al punto a París: os espero».
Introduce la misiva en un sobre, y escribe en este: «Al señor conde de Machaut, en Arnouville».
Se llama a un paje y se le entrega el pliego real, ordenándose que marche a escape.
Una vez fuera el paje, el rey puede recibir a las señoras.
Estas últimas, las mismas que su padre llamaba, como se ha visto en Bálsamo, Locque, Chiffe y Graille, tres nombres eminentemente aristocráticos, esperan en la puerta opuesta a la que ha dado salida al paje a que este salga.
Entonces las damas pueden entrar.
Así lo hacen, y hablan al rey en favor del señor de Maurepas —todo esto es cuestión de tiempo— el rey no quiere rehusar nada a las damas. ¡El rey es tan bueno!
Concederá, cuando el paje esté bastante lejos, para que no puedan alcanzarle.
Lucha contra las damas, con los ojos fijos en el reloj —media hora le basta— y el reloj no le engañará, porque él mismo le ha dado cuerda.
Al cabo de veinte minutos cede.
—¡Que vayan en busca del paje, y todo se hará!
Las damas se precipitan; se montará a caballo y, aunque se revienten uno, dos o tres, se alcanzará al paje.
Es inútil: no se reventará nada.
Al bajar, el paje ha tropezado contra un escalón, rompiéndose la espuela, faltándole así el medio de ir a escape.
Además, el caballero de Abzac es jefe de la cuadra real, y no permitiría que un correo móntase a caballo, él, que pasa revista a todos, si este correo debiese marchar de una manera que no honrara la cuadra real.
El paje, pues, no partirá sin las dos espuelas.
De aquí resulta que, en vez de alcanzar al paje en el camino de Arnouville, corriendo a rienda suelta, se le encontrará en el patio del castillo.
Estaba dispuesto a marchar, con un equipo inmejorable.
Le recogen el pliego; sacan el escrito, tan bueno para una persona como para otra, y, en vez de poner en el sobre «Al señor Machaut, en Arnouville», las damas escriben: «Al señor conde de Maurepas, en Pontchartrain».
El honor de la cuadra real queda en salvo; pero la monarquía está perdida.
Con Maurepas y Calonne, todo va perfectamente; además de los cortesanos están los intendentes generales, que hacen bien su negocio.
Luis XIV comenzó su reinado ordenando que ahorcasen a dos de ellos, por consejo de Colbert, hecho lo cual toma por querida a La Vallière y manda edificar Versalles. La Vallière no le costaba nada.
Pero Versalles, donde quería alojarla, le costaba muy caro.
Después, en 1685, se expulsa de Francia a un millón de hombres industriosos bajo el pretexto de que son protestantes.
Por eso en 1707, reinando aún el gran monarca, Boisguillebert dijo, refiriéndose a 1698:
«Esto marchaba todavía en aquel tiempo, porque aún había aceite en la lámpara; pero hoy todo se ha extinguido por falta de materia».
¿Qué dirán, ¡Dios mío!, ochenta años después, cuando las du Barry y los Polignac hayan pasado sobre todo esto? Después de hacer sudar agua al pueblo, le harán sudar sangre. A esto se reduce todo.
¡Y todo ello bajo formas tan encantadoras!
En otro tiempo, los arrendadores eran duros, brutales y fríos como las puertas de las prisiones donde arrojaban a sus víctimas.
Hoy son filántropos; es verdad que con una mano despojan al pueblo; pero con la otra le edifican hospitales.
Un amigo, gran hacendista, me ha asegurado que, de cada ciento veinte millones que la gabela reportaba, los arrendadores se guardaban setenta para sí.
Por eso en una reunión en que se pedían los estados de gastos, un consejero, sirviéndose del equívoco, dijo:
«No son los estados particulares los que se necesitarían, sino los Estados Generales».
La chispa cayó sobre la pólvora; esta se inflamó y produjo un incendio.
Cada cual repitió la frase del consejero, y se pidieron a gritos los Estados Generales.
La corte fijó la apertura de los Estados Generales para el 1.º de mayo de 1789.
El 24 de agosto de 1788, el señor de Brienne se retiró: era otro que había manejado la hacienda con bastante ligereza.
Pero al retirarse, por lo menos, dio un consejo bastante bueno: recomendaba que se llamase a Necker.
Necker volvió al ministerio, y se respiró con más confianza.
Sin embargo, la gran cuestión de los tres órdenes se debatía en toda la nación.
Siéyés publicaba su famoso folleto sobre el Tercer Estado.
El Delfinado, cuyas cortes se reunían a pesar del gobierno, acordaba que la representación del Tercer Estado fuera igual a la de la nobleza y del clero.
Se rehízo una asamblea de los notables, que duró treinta y dos días, es decir, desde el 6 de noviembre al 8 de diciembre de 1788.
Esta vez Dios intervino: cuando el látigo de los reyes no basta, el de Dios silba a su vez en el aire y hace marchar a los pueblos.
El invierno llegó acompañado del hambre.
Esta última y el frío abrieron las puertas al año 1789.
París se llenó de tropas y las calles de patrullas.
Dos o tres veces se cargaron las armas delante de la multitud que se moría de hambre.
Después, cuando fue necesario servirse de ellas, no se usaron.
Cierta mañana, el 26 de abril, cinco días antes de la apertura de los Estados Generales, un nombre circuló en la multitud.
Este nombre iba acompañado de maldiciones, tanto más pesadas cuanto que era el de un obrero enriquecido.
Reveillon, según se asegura, Reveillon, el director de la famosa fábrica de papel del arrabal de San Antonio, había dicho que era necesario rebajar a quince sueldos el jornal de los obreros.
Esta era la verdad.
La corte, se añadía, proponíase concederle el cordón negro, es decir, de la orden de San Miguel.
Esto era lo absurdo.
En los motines siempre circula algún rumor absurdo; y es de notar que por este rumor, sobre todo, se producen aquellos, y aumentan hasta convertirse en revolución.
La multitud confecciona un maniquí, le bautiza con el nombre de Reveillon, le reviste del cordón negro, le prende fuego delante de la puerta del mismo individuo, y acaba de quemarle en la plaza de la Casa Ayuntamiento a los ojos de las autoridades municipales, que miran como arde.
La impunidad enardece a la multitud, la cual anuncia que al día siguiente, después de haber hecho justicia en Reveillon, en efigie, se hará realmente en su persona.
Era un reto, un cartel de desafío dirigido al poder con todas las reglas.
El poder envió treinta guardias franceses, o, mejor dicho, no fue el poder quien los envió, sino el coronel señor de Biron.
Los treinta guardias franceses fueron testigos de aquel gran duelo que no podían impedir. Contemplaron el saqueo de la fábrica, los muebles arrojados por la ventana, y vieron cómo se destruía y se quemaba todo. En medio de aquella barahúnda se robaron quinientos luises en oro.
Aquella gente se bebió el vino que había en la bodega, y cuando no hubo más, tomaron los colores de la fábrica, creyendo que era vino también.
Todo el día 27 se empleó en aquel acto infame.
En socorro de los treinta hombres se enviaron algunas compañías de guardias franceses, que al principio tiraron con pólvora sola y después con balas, agregándose a este refuerzo, a la entrada de la noche, los suizos del señor de Bezenval.
Los suizos no se chancean en materia de revolución; dejaron las balas en sus cartuchos, y como los suizos son naturalmente cazadores, muy buenos por cierto, una veintena de los que saqueaban quedaron tendidos en el suelo.
Algunos llevaban encima su parte de los quinientos luises de que hemos hablado, y que desde la caja de Reveillon pasaron al bolsillo de los ladrones, y de este al de los suizos.
Bezenval lo había dispuesto y hecho todo bajo su responsabilidad, como se dice.
El rey no le dio gracias ni le censuró.
Ahora bien: cuando el rey no da gracias, el rey censura.
El parlamento abrió un informe; pero el soberano le suprimió.
¡El rey era tan bueno!
¿Quién había incendiado así el pueblo? Nadie pudo decirlo.
¿No se han visto a veces, en los grandes calores del estío, conflagraciones que se producen sin causa?
Se acusó al duque de Orleans.
La acusación era absurda y no se hizo aprecio de ella.
El 29, París estaba completamente tranquilo, o por lo menos parecía estarlo.
Llegó el 4 de mayo; el rey y la reina fueron con toda la corte a Nuestra Señora para oír el Veni creator.
Se gritó mucho ¡viva el rey!, y sobre todo ¡viva la reina!
¡La reina era tan buena!
Este fue el último día de paz.
Al día siguiente se gritaba un poco menos ¡viva la reina!, y un poco más ¡viva el duque de Orleans!
Este grito resintió mucho a la dama; la pobre mujer aborrecía al duque, hasta el punto de llegarle a decir que era un cobarde.
¡Como si hubiera habido jamás alguno en los Orleans, desde Monsieur, que ganó la batalla de Cassel, hasta el duque de Chartres, que contribuyó a ganar la de Jemmapes y de Valmy!
Tanto se resintió la reina, decimos, que la pobre mujer estuvo a punto de desmayarse; y se la sostuvo cuando su cabeza se inclinaba. Madame de Champan refiere el hecho en sus Memorias.
Pero aquella cabeza se volvió a levantar altiva y desdeñosa; y los que vieron su expresión quedaron curados de volver a decir nunca: ¡La reina es tan buena!
Tres retratos existen de la reina; el uno pintado en 1776, el otro en 1784 y el tercero en 1788.
Yo he visto los tres; vedlos también; y si alguna vez se hallasen reunidos en una sola galería, se leerá la historia de María Antonieta en esos tres retratos.
La reunión de los tres órdenes, que debía ser un abrazo, fue una declaración de guerra.
—«¡Tres órdenes! —exclamó Siéyés—. ¡No, tres naciones!».
El 3 de mayo, víspera de la misa del Espíritu Santo, el rey recibió a los diputados en Versalles.
Algunos le aconsejaron que sustituyese la cordialidad con la etiqueta. El rey no quiso escuchar nada.
Recibió al clero primeramente.
Después a la nobleza.
Y, por último, al Tercer Estado.
Sus individuos habían esperado largo tiempo, y murmuraron.
En las antiguas asambleas debían hablar de rodillas.
¿No había medio de hacer arrodillar a su presidente?
Se acordó que no pronunciase más discursos.
En la sesión del 5, el rey se cubrió.
La nobleza hizo lo mismo.
Los representantes del Tercer Estado quisieron cubrirse; pero el rey se descubrió entonces, prefiriendo tener su sombrero en la mano más bien que ver al Tercer Estado cubierto delante de él.
El miércoles, 10 de junio, Siéyés entró en la Asamblea y la vio casi enteramente compuesta del Tercer Estado.
El clero y la nobleza se reunían en otra parte.
—«¡Cortemos el cable —dijo Siéyés—, ya es tiempo!».
Y Siéyés propone intimar al clero y a la nobleza a comparecer dentro de una hora, por todo plazo.
—Si no lo hacen así, se considerará como contumaces a los ausentes.
Un ejército alemán y suizo había cercado Versalles, y una batería apuntaba a la Asamblea.
Siéyés no observó nada de esto: tan sólo vio que el pueblo tenía hambre.
—Pero el Tercer Estado —dijeron a Siéyés—, no puede constituir de por sí los Estados Generales.
—Tanto mejor —contestó, Siéyés—; formará la Asamblea Nacional.
Los ausentes no se presentan; se aprueba la proposición de Siéyés, y el Tercer Estado recibe el nombre de Asamblea Nacional por la mayoría de cuatrocientos votos.
El 19 de junio, el rey manda cerrar la sala donde se reúne la Asamblea Nacional.
Mas, para dar semejante golpe de Estado, el rey necesita un pretexto.
Dice que la sala está cerrada para hacer los preparativos de una sesión real que debe efectuarse el lunes.
El 20 de junio, a las siete de la mañana, el presidente de la Asamblea Nacional recibe noticia de que no se reunirá aquel día.
A las ocho se presenta ante la puerta de la sala con muchos diputados.
Las puertas están cerradas y se han puesto centinelas.
Está lloviendo, y se quiere derribarlas.
Pero los soldados cruzan las bayonetas, obedeciendo la consigna.
Uno propone reunirse en la plaza de Armas.
Otro, en Marly.
Guillotin aconseja el Juego de Pelota.
¡Guillotin!
¡Extraña cosa que fuera Guillotin, cuyo nombre, agregando una e, será tan célebre cuatro años después! ¡Qué cosa tan extraña que fuera Guillotin quién propuso el Juego de Pelota!
Un Juego de Pelota desnudo, ruinoso, expuesto a los cuatro vientos.
¡Era la cuna de la hermana de Cristo! ¡Era la cuna de la Revolución!
Sólo que Cristo era hijo de una mujer virgen.
La Revolución era hija de una nación violada.
A esta gran manifestación, el rey contesta con la palabra real: ¡Veto!
El señor de Bréze es enviado a los rebeldes para ordenarles que se dispersen.
«Estamos aquí por la voluntad del pueblo —dice Mirabeau—, y no saldremos sino con la bayoneta en el vientre».
Y no como se ha dicho: «Por la fuerza de las bayonetas».
¿Por qué ha de haber siempre detrás de un gran hombre un maestrillo que descompone las palabras bajo el pretexto de arreglarlas?
¿Por qué estaba aquel retórico detrás de Mirabeau en el Juego de Pelota?
¿Por qué detrás de Cambronne otro en Waterloo?
Se llevó la contestación al rey.
El soberano se paseó algún tiempo con la expresión de un hombre aburrido.
—¿No quieren irse? —preguntó.
—No, señor.
—¡Pues bien, que los dejen!
Según se ve, la monarquía se doblegaba ya bajo la mano del pueblo, y humillábase mucho.
Desde el 23 de junio al 12 de julio, todo pareció bastante tranquilo; pero era la tranquilidad pesada y sofocante que precede a la tormenta.
Era un mal sueño.
El 11, el rey toma un partido: instado por la reina, el conde de Artois, los Polignac y toda la camarilla de Versalles; despide a Necker; y el 12 llega la noticia a París.
Ya se ha visto el efecto que había producido. En la noche del 13, Billot llegaba para ver quemar las barreras.
En esta misma noche, París se defendía; en la mañana del 14, París estaba dispuesto para atacar.
En este día, Billot gritaba:
—¡A la Bastilla!
Y tres mil hombres le siguieron, repitiendo el mismo grito, que iba a ser el de toda la población parisiense.
Era que existía un monumento que hacía cerca de cinco siglos pesaba sobre el pecho de Francia, como la roca infernal en los hombros de Sísifo[17].
Pero, menos confiada que el Titán en sus fuerzas, Francia no había tratado nunca de levantarla.
Aquel monumento, sello del feudalismo, impreso en la frente de París, era la Bastilla.
El rey era demasiado bueno, como decía madame de Hausset, para hacer cortar una cabeza.
Pero el rey mandaba encerrar en la Bastilla.
Y cuando se estaba aquí de orden del rey, todo hombre era olvidado, secuestrado, enterrado y aniquilado.
Permanecía allí hasta que el rey se acordaba de él; y los reyes tienen tantas cosas nuevas en que pensar, que con frecuencia olvidan las más antiguas.
Por lo demás, no había en Francia una sola bastilla; contábanse otras veinte, llamadas: Fort-l’Evéque, San Lázaro, el Chátelet, la Conserjería, Vincennes, el castillo de la Roche, el castillo de If, las islas de Santa Margarita, Pignerolles, etc.
Pero la fortaleza de la puerta de San Antonio se llamaba la Bastilla, como Roma se llamaba la Ciudad.
Era la Bastilla por excelencia; y por sí sola valía tanto como todas las demás.
Durante cerca de un siglo, el gobierno de la Bastilla se había conservado en una sola y misma familia.
El abuelo de estos elegidos fue el señor de Cháteauneuf; le sucedió su hijo La Vrillière, y, por último, a La Vrillière siguió su nietecito Saint-Florentin. La dinastía se había extinguido en 1777.
Durante este triple reinado, que transcurrió, en gran parte, bajo el gobierno de Luis XV, nadie podía decir cuántas órdenes de prisión fueron firmadas. Saint-Florentin rubricó por sí solo más de cincuenta mil.
Estas órdenes producían un ingreso considerable.
Se vendían a los padres que deseaban librarse de sus hijos.
Se vendían a las mujeres que deseaban desembarazarse de sus maridos.
Y cuanto más lindas eran las mujeres, menos les costaban sus órdenes.
Entre ellas y el ministro era un cambio de buenas voluntades, ni más ni menos.
Desde fines del reinado de Luis XIV, todas las prisiones de Estado, y sobre todo la Bastilla, se hallaban en manos de los jesuitas.
Se recuerda quienes fueron los principales prisioneros:
El Máscara de Hierro, Lauzun y Latude.
Los jesuitas eran confesores, y confesaban a los prisioneros para mayor seguridad.
Y, para mayor seguridad también, los prisioneros muertos eran enterrados bajo falsos nombres.
Ya se recordará que el Máscara de Hierro fue sepultado bajo el nombre de Marchialy.
Había estado cuarenta y cinco años en la prisión.
Lauzun estuvo catorce.
Y Latude treinta.
Pero el Máscara de Hierro y Lauzun habían cometido grandes crímenes.
El primero, hermano o no de Luis XIV, asemejábase a este rey de tal modo que cualquiera se habría engañado.
Y es una imprudencia osar asemejarse a un rey. Lauzun había estado a punto de casarse, o se casó, con la gran Princesa.
Y era muy imprudente atreverse a contraer matrimonio con la sobrina del rey Luis XIII, la nieta de Enrique IV.
Pero Latude, pobre diablo, ¿qué había hecho? Había osado enamorarse de la señorita de Poisson, dama de la Pompadour, querida del rey.
Y le escribió un billete de amor.
Este billete, que una mujer honrada habría enviado a quien le escribió, fue remitido por madame de Pompadour al señor de Sartines.
Y Latude, detenido, fugitivo, cogido una y otra vez, permaneció treinta años encerrado sucesivamente en la Bastilla, en Vincennes y en Bicétre.
No faltaba, pues, motivo para odiar la Bastilla.
El pueblo la aborrecía como una cosa viviente; considerábala como una de esas tarascas gigantescas, como una de esas fieras del Gévaudan que devoran despiadadamente a los hombres.
Por eso se comprende el pesar del pobre Sebastián Gilberto cuando supo que su padre estaba en la Bastilla.
También se comprendía la convicción de Billot, de que el doctor no saldría ya de su prisión si no se le sacaba por la fuerza.
Y se comprendió igualmente el impulso frenético del pueblo cuando Billot gritó: «¡A la Bastilla!».
Mas era cosa insensata, como lo habían dicho los soldados, la idea de que se pudiese tomar la Bastilla.
Esta fortaleza tenía víveres, una guarnición y artillería.
También tenía muros de quince pies de grueso en la parte superior y de cuarenta en la base.
En la Bastilla había un gobernador que se llama señor de Launay, que tenía las cuevas llenas de pólvora, y que había prometido, en caso de un golpe de mano, volar la Bastilla, y con ella la mitad del arrabal de San Antonio.