Capítulo XII

Una vez en el muelle, los dos provincianos, viendo brillar en el puente de las Tullerías las armas de una nueva tropa que, según toda probabilidad, no era de amigos, se deslizaron hasta la extremidad de aquel, encaminándose después a lo largo de la orilla del Sena.

Las once daban en el reloj de las Tullerías.

Una vez llegados bajo los árboles que flanquean el río, hermosos álamos blancos que humedecían su pie en el agua, y perdidos bajo la oscuridad de su follaje, el labrador y Pitou se echaron sobre el césped para celebrar consejo.

Tratábase de saber si convenía quedarse donde estaban, es decir, seguros, o poco menos, o si sería mejor lanzarse otra vez en medio del tumulto, que al parecer duraría una parte de la noche.

Enunciada esta cuestión por Billot, el labrador esperó la contestación de su compañero.

Pitou merecía ahora mucha consideración en el ánimo de Billot, en primer lugar, por la habilidad de que había dado prueba la víspera, y después por el valor que había demostrado durante la noche. Pitou comprendía esto instintivamente; pero en vez de enorgullecerse estaba más agradecido al buen labrador, pues el joven era naturalmente humilde.

—Señor Billot —dijo—, evidentemente, sois más intrépido, y yo menos cobarde de lo que creía. Horacio, que, sin embargo, era un hombre muy diferente de nosotros, por lo menos en cuanto se refiere a la poesía, arrojó sus armas y huyó al primer choque. Yo tengo mi mosquete, mi cartuchera y mi sable, y esto prueba que soy más valeroso que Horacio.

—Y bien; ¿qué quieres decir? —replicó él labrador.

—Sencillamente, querido señor Billot, que el hombre más intrépido puede morir de un balazo.

—¿Qué más?

—Helo aquí: según habéis anunciado al salir de la granja, vuestra venida a París tenía un objeto importante…

—¡Rayo del cielo! Es verdad… el cofrecillo.

—Y ¿habéis venido solamente para eso, sí o no?

—Sí: he venido por el cofrecillo, y no para ninguna otra cosa.

—Si os dejáis matar de un balazo, el asunto que os ha traído aquí no se evacuará.

—En verdad que tienes razón, Pitou.

—¿Oís desde aquí cómo gritan? —continuó el joven con más animación—. La madera se desgarra como papel, y el hierro se retuerce como cáñamo.

—Es que el pueblo está encolerizado, Pitou.

—Pero me parece —se aventuró a contestar Pitou—, que el rey no lo está menos.

—¿Cómo el rey?

—Sin duda. Los austriacos, los alemanes y los kaiserlicks, como los llamáis, son los soldados del rey, y en tal caso, si cargan sobre el pueblo, será porque el rey se lo manda. Y si el soberano da semejantes órdenes, preciso es que esté encolerizado también.

—Tienes razón y te engañas al mismo tiempo, Pitou.

—Esto no me parece posible, querido señor Billot, y me atrevo a decir que si hubierais estudiado lógica no aventuraríais semejante paradoja.

—Tienes razón y te engañas, Pitou, y ahora vas a comprender cómo.

—No deseo otra cosa; pero dudo.

—Pues mira, Pitou: has de saber que en la corte hay dos partidos: el del rey, que ama al pueblo, y el de la reina, que ama a los austriacos.

—Es porque el rey es francés y la reina austriaca —contestó filosóficamente Pitou.

—¡Espera! Con el rey están Turgot y Necker; con la reina, Breteuil y los Polignac; y el rey no es el amo, puesto que se ve en la precisión de despedir a Turgot y a Necker; de modo que la reina es quien manda, es decir, los Breteuil y los Polignac. He aquí por qué todo va mal, Pitou, y todo viene de madame Déficit; la señora está encolerizada y las tropas cargan en su nombre; los austriacos defienden a la austriaca y esto es muy natural.

—Dispénseme, señor Billot —dijo Pitou—; pero déficit es una palabra latina que significa falta. ¿Qué falta, pues?

—¡El dinero, vive Dios! Y porque los favoritos de la reina se han comido este dinero que falta, se ha dado en llamar a la reina madame Déficit. De aquí resulta que no es el rey quien está encolerizado, sino la reina; el soberano está solamente irritado de que todo vaya tan mal.

—Ya comprendo —dijo Pitou—; pero volvamos al cofrecillo.

—¡Es verdad, es verdad! Esa maldita política me lleva siempre más lejos de lo que yo quisiera ir. Sí, el cofrecillo ante todo: tienes razón, Pitou. Cuando haya visto al doctor Gilberto, volveremos a la política. Ese es un deber sagrado.

—No hay nada más sagrado que los deberes que lo son —dijo Pitou.

—Pues vamos al colegio de Luis el Grande, donde está Sebastián Gilberto —dijo Billot.

—Vamos —contestó Pitou, suspirando, porque le era preciso abandonar un lecho de blando césped, al que se acostumbraba ya.

Además, a pesar de la terrible sobrexcitación de la noche, el sueño, huésped asiduo de las conciencias puras y de los riñones cansados, se apoderaba ya del virtuoso y del rendido Ángel Pitou.

Billot se había levantado ya, y Pitou se levantaba cuando el reloj dio la media.

—Pero me ocurre —dijo Billot—, que a las once y media estará, sin duda, cerrado el colegio de Luis el Grande.

—Seguramente —contestó Pitou.

—Y, además, se puede caer en una emboscada. Me parece ver dos hogueras de vivac pon la parte del Palacio de Justicia, y es posible que me detengan o me maten. Tienes razón, Pitou: se debe evitar una cosa y otra.

Era la tercera vez, desde la mañana, que Billot hacía resonar a los oídos de Pitou estas dos palabras tan lisonjeras para el orgullo humano:

—Tienes razón.

Pitou pensó que lo que podía hacer era repetir las palabras de Billot.

—Tenéis razón —dijo, echándose sobre el césped—, es preciso que no os maten, querido señor Billot.

El fin de esta frase se extinguió en el gaznate de Pitou. Vox faucibus hoesit, hubiera podido decir si hubiese estado despierto; pero ya dormía.

Billot no lo echó de ver.

—¡Una idea! —exclamó.

—¡Ah! —murmuró Pitou dejando oír un ronquido.

—Escúchame, tengo una idea; a pesar de todas mis precauciones, podrían matarme de cerca o de lejos, tal vez sin darme tiempo para hablar; y, por si esto sucediese, es preciso que sepas lo que debes decir en mi nombre al doctor Gilberto, pero sé mudo, Pitou.

Pitou no oía, y de consiguiente no contestó.

—Si quedase mortalmente herido y no pudiera llevar a cabo la misión que me impongo, irías a buscar al doctor Gilberto y a decirle… ¿me oyes bien, Pitou? —preguntó el labrador, inclinándose sobre el joven—, para decirle… ¡Ah! El desgraciado está durmiendo —exclamó.

Toda la exaltación de Billot se desvaneció ante el sueño de Pitou.

—Pues durmamos —dijo.

Y se tumbó junto a su compañero sin murmurar mucho, pues por acostumbrado que el labrador estuviese a la fatiga, las carreras del día y los acontecimientos de la noche no dejaban de tener para él una fuerza soporífera.

Y amaneció al cabo de tres horas de sueño, o más bien de letargo.

Cuando abrieron los ojos, París no había perdido nada del aspecto terrible que habían visto la víspera, sólo que había más soldados y más pueblo por todas partes.

El pueblo se armaba de picas fabricadas apresuradamente, fusiles de los que no sabían servirse los más, y armas magníficas de otra época, cuyos adornos de oro, de marfil y de nácar admiraban sus portadores, sin comprender el uso ni el mecanismo.

Poco después de la retirada de los soldados, se había saqueado el Guarda-Mueble; y el pueblo rodaba hacia la Casa Ayuntamiento dos pequeños cañones.

Oíanse los tañidos de la campana de alarma en Nuestra Señora, en la Casa Ayuntamiento y en todas las parroquias, y veíase salir, sin saber de dónde, como si surgieran de la tierra, legiones de hombres y de mujeres, pálidos, flacos y desnudos, que la víspera gritaban: ¡Pan!, y que hoy pedían armas.

Nada era tan lúgubre como aquellos grupos, de espectros que desde hacía un mes o dos llegaban de la provincia, y, franqueando las barreras silenciosamente, iban a instalarse después en París, tan hambriento como ellos.

Aquel día, toda Francia, representada en París por los hambrientos de cada provincia, gritaba a su rey:

—¡Danos la libertad! Y a su Dios: —¡Aplacad nuestra hambre!

Billot fue el primero que estuvo en pie, despertó a Pitou, y ambos se encaminaron hacia el colegio de Luis el Grande, mirando en torno suyo, estremeciéndose y espantados de aquellas sangrientas miserias.

A medida que avanzaban hacia lo que llamamos hoy el barrio latino, a medida que remontaban la calle de la Harpe, y a medida, en fin, que penetraban en la calle Saint-Jacques, veían, como en tiempo de la Fronda, elevarse barricadas. Las mujeres y los niños transportaban a los pisos superiores grandes libros, muebles pesados, y precisos mármoles, que se trataba de arrojar sobre los soldados extranjeros, en el caso de que osaran aventurarse en las calles tortuosas y estrechas del antiguo París.

De vez en cuando, Billot veía uno o dos guardias franceses formando el centro de algún grupo, el cual organizaban, enseñándole con maravillosa rapidez el manejo del fusil, ejercicio que las mujeres y los niños observaban con curiosidad y casi con el deseo de aprender ellos también.

Billot y Pitou encontraron el colegio de Luis el Grande en rebelión: los escolares se habían sublevado, expulsando a sus maestros; y en el instante en que el labrador y Pitou llegaban ante la verja, los escolares la sitiaban, profiriendo amenazas, a las que el director respondía con lágrimas de espanto.

El labrador miró un momento aquella revolución intestina, y de repente preguntó, con voz de trueno:

—¿Quién de vosotros se llama Sebastián Gilberto?

—Yo —contestó un joven de quince años, de una belleza casi femenina y que con ayuda de tres o cuatro de sus compañeros sostenía una escala para franquear el muro, después de haber visto que no podía forzar la verja.

—Acércate aquí, hijo mío —dijo el labrador.

—¿Qué se os ofrece? —preguntó el joven a Billot.

—¿Deseáis llevárosle? —preguntó el director, espantado a la vista de aquellos dos hombres armados, uno de los cuales, el que había dirigido la palabra al joven Gilberto, estaba cubierto de sangre.

El niño, por su parte, miraba aquellos dos hombres con asombro, tratando, aunque en vano, de reconocer a su hermano de leche Pitou, que había crecido desmesuradamente desde que los dos muchachos debieron separarse, y estaba de todo punto desconocido bajo su aparato guerrero.

—¡Llevármele —exclamó Billot—, llevarme al hijo del señor Gilberto! ¡Conducirle yo a esa revuelta y exponerle a recibir algún mal golpe! ¡Oh! De ningún modo.

—¿Lo estáis viendo, Sebastián? —dijo el director—. ¿No veis, niño rabioso, que ni siquiera vuestros amigos quieren recibiros? Estos señores no son, al parecer, otra cosa. ¡Veamos, señoritos, jóvenes discípulos, hijos míos —exclamó el pobre director—, obedecedme: yo os lo mando y os lo suplico al mismo tiempo!

Oro obtestorque[16] —dijo Pitou.

—Caballero —dijo el joven Gilberto con una firmeza extraordinaria para un niño de su edad—, retened a mis compañeros si os parece conveniente; pero yo, entiéndalo bien, quiero salir.

Y el muchacho hizo un movimiento hacia la verja; pero su maestro le cogió de un brazo.

El joven Gilberto, sacudiendo sus hermosos cabellos castaños sobre su frente pálida, replicó al punto:

—¡Caballero, cuidado con lo que hacéis, porque yo no estoy en el caso de los demás: han detenido a mi padre, que se halla preso y en poder de los tiranos!

—¡En poder de los tiranos! —gritó Billot—. Habla, hijo mío. ¿Qué quieres decir?

—¡Sí, sí! —exclamaron los muchachos—. Sebastián tiene razón; se ha detenido a su padre; y como el pueblo acaba de abrir las prisiones, nuestro compañero quiere que también se le deje en libertad.

—¡Oh, oh! —exclamó el labrador, sacudiendo la verja con su brazo de Hércules—. ¡Conque han detenido al doctor Gilberto! ¡Pardiez, mi pequeña Catalina tenía razón!

—Sí, caballero —continuó el joven Gilberto—; han detenido a mi padre, y por eso quiero huir, por eso ansío empuñar un arma, por eso quiero ir a batirme hasta que haya librado a mi padre.

Estas palabras fueron acompañadas y sostenidas por cien voces furibundas, que gritaban en todos los tonos:

—¡Armas, armas! ¡Que nos den armas!

Al oír estos gritos, la multitud que se había reunido en la calle, animada a su vez de heroicos ardimientos, se precipitó sobre la verja para dar libertad a los colegiales.

El director se dejó caer de rodillas entre los escolares y los invasores, y pasó su brazo suplicante a través de la verja.

—¡Oh amigos míos! —exclamaba—. Respetad a estos muchachos.

—¡Ya lo creo que los respetaremos! —dijo un guardia francés—. ¡Son muy graciosos, y harán el ejercicio como ángeles!

—Amigos míos —repuso el director—, estos niños son un depósito que sus padres me han confiado, y yo respondo de ellos; sus padres cuentan conmigo, y les debo mi vida; pero, en nombre del cielo, no os los llevéis.

Varios silbidos que partían del fondo de la calle, es decir; de los últimos individuos de la multitud, acogieron sus dolorosas súplicas.

Billot se precipitó a su vez, y oponiéndose a los guardias franceses, a la multitud y a los mismos escolares, gritó:

—Tiene razón, es un depósito sagrado. ¡Qué se batan hombres y que se maten, rayo del cielo; pero que vivan los niños, porque se necesita la simiente para el porvenir!

Un murmullo de desaprobación acogió estas palabras.

—¿Quién murmura? —gritó Billot—. Seguramente no será un padre; pero al que os habla le mataron ayer dos hombres en los brazos, y he aquí su sangre en mi camisa. ¡Mirad!

Y mostró su casaca y su camisa ensangrentadas, con un movimiento de grandeza que electrizó a los presentes.

—Ayer —continuó el labrador—, me batí en el Palais-Royal y en las Tullerías, y este mozo que me acompaña se batió también. No tiene padre ni madre, pero, aún muy joven, es casi un hombre.

Y mostró a Pitou, que se enorgullecía.

—Hoy —continuó Billot—, me batiré de nuevo; pero que nadie venga a decirme que los parisienses no eran bastante fuertes contra los soldados extranjeros, y que debieron llamar a los muchachos en su auxilio.

—¡Sí, sí! —gritaron por todas partes voces de mujeres y de soldados—. Tiene mucha razón. ¡Entrad, entrad!

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —murmuró el director, tratando de coger las manos de Billot a través de la verja.

—Y, sobre todo, guardad a Sebastián —añadió el labrador.

—¡Guardarme a mí! Pues bien: ¡yo digo que no me guardarán! —exclamó el joven, lívido de cólera, agitándose entre las manos de los dependientes que se lo llevaban.

—Dejadme entrar —dijo Billot—; yo me encargo de calmarle.

La multitud se apartó, y el labrador, tirando de su compañero, penetró en el patio del colegio.

Tres o cuatro guardias franceses y una docena de funcionarios guardaban ya las puertas, cerrando toda salida a los jóvenes insurgentes.

Billot se fue derecho a Sebastián, y, tomando entre sus manos gruesas y callosas, las blancas y finas manos del muchacho, le preguntó:

—¿No me reconoces, Sebastián?

—No.

—Soy Billot, arrendatario de tu padre.

—Ya os reconozco, señor.

—Y ese joven —continuó Billot, mostrando a su compañero—, ¿no le conoces?

—Es Ángel Pitou —dijo el muchacho.

—Sí, Sebastián —contestó el joven; yo soy.

Y Pitou se precipitó, llorando de alegría, al cuello de su hermano de leche y de su compañero de estudios.

—Y bien —dijo Sebastián sin cambiar de expresión—, ¿qué más hay?

—Pues… quiero decirte que, si han cogido a tu padre, yo te le devolveré: entiéndelo bien.

—¿Vos?

—¡Sí, yo, yo! Y todos los que ves allí fuera. ¡Qué diablo! Ayer tuvimos que habérnoslas con los austriacos, y hemos visto sus cartucheras.

—La prueba es que yo tengo una —dijo Pitou.

—¿No es verdad que libraremos a su padre? —preguntó Billot dirigiéndose a la multitud.

—¡Sí, sí, gritaron todos; le pondremos en libertad!

Sebastián movió la cabeza.

—Mi padre está en la Bastilla —dijo con expresión melancólica.

—¿Y qué? —preguntó Billot.

—¡Que no se toma la Bastilla! —contestó el niño.

—Pues, entonces, ¿qué pensabas tú hacer si tienes esa convicción?

—Quería ir al sitio; se batirán allí, y tal vez mi padre me hubiera visto a través de los barrotes de su ventana.

—¡Imposible!

—¡Imposible! Y ¿por qué no? Cierto día, paseándome con los compañeros de colegio, vi la cabeza de un prisionero. Si en su lugar hubiese visto a mi padre, le habría reconocido y gritado: «¡Puedes estar tranquilo, padre mío, que yo te amo!».

—¿Y si los soldados de la Bastilla te hubiesen muerto?

—Pues bien: ¡habría caído a la vista de mi padre!

—¡Voto a todos los diablos! Eres un mal muchacho, Sebastián. ¡Dejarte matar a la vista de tu padre y hacerle morir de pena en su jaula, él, que no tiene más que tú en el mundo y que tanto te ama! Decididamente que eres un muchacho de mal corazón, Gilberto.

Y el labrador rechazó al niño.

—¡Sí, sí, de mal corazón! —exclamó Pitou, vertiendo lágrimas.

Sebastián no contestó.

Y mientras que meditaba con expresión sombría, Billot pudo admirar su blanco y anacarado rostro, los ojos de fuego, la boca irónica y fina, la nariz aguileña y la barba muy marcada, que revelaban a la vez nobleza de alma y nobleza de sangre.

—Y ¿dices que tu padre está en la Bastilla? —preguntó al fin, el labrador.

—Sí.

—Y ¿por qué?

—Porque mi padre es amigo de Lafayette y de Washington; porque mi padre ha combatido con la espada por la independencia de América, y con la pluma, por la de Francia; porque mi padre es conocido en ambos mundos como enemigo de la tiranía; y porque ha maldecido la Bastilla, donde los otros sufren… Después le encerraron en ella.

—¿Cuándo?

—Seis días hace.

—Y ¿dónde le han detenido?

—En el Havre, cuando acababa de desembarcar.

—¿Cómo lo sabes?

—He recibido una carta de él.

—¿Fechada en el Havre?

—Sí.

—Y ¿le detuvieron en el mismo Havre?

—En Lillebonne.

—Veamos, muchacho, no pongas mala cara, y dame todos los detalles que conozcas. Te juro que dejaré mis huesos en la plaza de la Bastilla, o que volverás a ver a tu padre.

Sebastián miró al labrador, y, viendo que parecía hablar sinceramente, se dulcificó.

—Pues bien —dijo—; le cogieron en Lillebonne, y tuvo tiempo de escribir, con lápiz, estas palabras en un libro:

Sebastián: me detienen para conducirme a la Bastilla.

Paciencia; espera y trabaja.

Lillebonne, 7 de julio de 1789.

P. S. Me han detenido por causa de la libertad.

Tengo un hijo en el colegio de Luis el Grande, en París. Se ruega al que encuentre este libro, en nombre de la humanidad, que le envíe a mi hijo, cuyo nombre es Sebastián Gilberto.

—¿Y ese libro? —preguntó Billot palpitante de emoción.

—Ese libro, mi padre puso en él una moneda de oro, lo ató con un cordón y lo arrojó por la ventana.

—¿Y…?

—Y el cura de la ciudad lo encontró; eligió entre sus feligreses un vigoroso joven y le dijo: «Deja doce francos a tu familia, que no tiene pan, y con los restantes ve a llevar este libro a París, a un pobre niño a cuyo padre han detenido porque ama demasiado al pueblo».

—El joven llegó ayer a mediodía, y me ha entregado el libro de mi padre. He aquí por qué medio he llegado a saber que le han detenido.

—¡Vamos, vamos! —dijo Billot—. Esto me reconcilia un poco con los curas; mas, por desgracia, no todos son como él. Y ¿dónde está ese valeroso joven?

—Marchó anoche, y espera llevar cinco libras a su familia, de las doce que le dieron para el viaje.

—¡Bravo, bravo! —exclamó Billot, llorando de alegría—. ¡Oh pueblo! En ti hay mucho de bueno; créelo, Gilberto.

—Ahora, ya lo sabéis todo —dijo el niño.

—Sí.

—Me habéis prometido devolverme a mi padre si yo hablaba; acabo de hacerlo; pensad en vuestra promesa.

—Ya te he dicho que le salvaré o que me matarán; y ahora enséñame el libro —dijo Billot.

—Hele aquí —contestó Gilberto, sacando de su faltriquera un volumen del Contrato social.

—Y ¿dónde está el escrito de tu padre?

—Mirad —dijo el niño, mostrándoselo.

El labrador besó las letras.

—Ahora —dijo—, está tranquilo: voy a buscar a tu padre a la Bastilla.

—¡Desgraciado! —exclamó el director, cogiendo las manos de Billot—. ¿Cómo llegaréis hasta un prisionero de Estado?

—¡Tomando la Bastilla, truenos de Dios!

Algunos guardias franceses comenzaron a reírse, y al cabo de un instante todos los imitaron.

—Pero ¿qué es la Bastilla, si queréis decírmelo? —gritó Billot, paseando en torno suyo una mirada de cólera.

—Piedras —dijo un soldado.

—Hierro —añadió otro.

—Fuego —exclamó un tercero—. Y mucho cuidado, buen hombre, porque allí se quema uno.

—¡Sí, sí, se quema! —repitió la multitud con terror.

—¡Ah, parisienses! —gritó el labrador—. ¡Ah! Tenéis azadones y teméis las piedras; tenéis plomo y os amedrenta el hierro; tenéis pólvora y os infunde pavor el fuego. ¡Parisienses cobardes; máquinas de la esclavitud! ¡Mil rayos! ¿Quién es el hombre de corazón que quiere venir conmigo y con Pitou, a tomar la Bastilla del rey? Yo me llamo Billot, labrador en la isla de Francia. ¡Adelante!

Billot acababa de elevarse a lo más sublime de la audacia.

La multitud enardecida se agitaba en torno suyo, gritando:

—¡A la Bastilla, a la Bastilla!

Sebastián quiso cogerse a Billot; pero este le rechazó con suavidad.

—Niño —díjole—, ¿cuál es la última palabra escrita por tu padre?

—¡Trabaja! —contestó Sebastián.

—Pues trabaja aquí: nosotros vamos a trabajar allí abajo; nuestra tarea es destruir y matar.

El joven no contestó una palabra; ocultó su rostro entre las manos, sin estrechar siquiera los dedos de Pitou, que le abrazaba, y sobrecogiéronle tan violentas convulsiones que fue preciso llevarle a la enfermería del colegio.

—¡A la Bastilla! —gritó Billot.

—¡A la Bastilla! —gritó Pitou.

—¡A la Bastilla! —repitió la multitud.

Y se encaminaron hacia la Bastilla.