Capítulo XI

La calle había parecido al pronto vacía y desierta a Billot y a Pitou, porque los dragones, alejándose en persecución del grueso de los fugitivos, se dirigían al mercado de San Honorato, diseminándose en las calles de Luis el Grande y de Gaillon; pero, a medida que Billot avanzaba hacia el Palais-Royal, murmurando instintivamente a media voz la palabras venganza, varios hombres aparecieron en las esquinas de las calles y en los umbrales de las puertas cocheras. Al pronto, mudos y espantados, miraban a su alrededor, y, seguros de la ausencia de los dragones, formaron el cortejo de aquella marcha fúnebre, repitiendo a media voz, y al fin a gritos, la palabra ¡venganza!

Pitou iba detrás del labrador, con la gorra del herido en la mano.

Así llegaron, cual fúnebre y espantosa procesión, a la plaza del Palais-Royal, donde todo un pueblo, ebrio de cólera, celebraba consejo, solicitando el apoyo de los soldados franceses contra los extranjeros.

—¿Quiénes son estos hombres que visten uniforme? —preguntó Billot, al llegar frente a una compañía que, con el arma al brazo, ocupaba la plaza del Palais-Royal desde la gran puerta del castillo hasta la calle de Chartres.

—¡Son los guardias franceses! —gritaron varias voces.

—¡Ah! —exclamó Billot, acercándose y mostrando a los soldados el cuerpo del saboyano, que ya no era sino un cadáver—. ¡Ah! ¡Sois franceses y permitís que nos asesinen los alemanes!

A pesar suyo, los guardias franceses hicieron un movimiento hacia atrás.

—¡Muerto! —murmuraron algunas voces en las filas.

—¡Sí, muerto y asesinado, así como otros muchos!

—Y ¿por qué?

—Por los dragones del Real Alemán. ¿No habéis oído los gritos, las detonaciones y el galope de los caballos?

—¡Sí tal, sí tal! —gritaron doscientas o trescientas voces. Se asesinaba al pueblo en la plaza de Vendóme.

—¡Y vosotros sois del pueblo, vive Dios! —gritó Billot dirigiéndose a los soldados. En vosotros es, pues, una cobardía consentir que maten a vuestros hermanos.

—¡Una cobardía! —murmuraron algunas voces amenazadoras en las filas.

—¡Sí… una cobardía! Lo he dicho y lo repito. ¡Vamos, continuó Billot, dando tres pasos hacia el punto de dónde habían partido las amenazas; no vayáis a matarme a mí para probar que no sois cobardes!

—¡Pues bien! Eso es bueno… muy bueno —dijo uno de los soldados—, habláis como un valiente, amigo mío; pero sois ciudadano y podéis hacer lo que os plazca; mientras que el militar es soldado y tiene su consigna.

—¡De modo —replicó Billot—, que si recibierais la orden de tirar contra nosotros, es decir, contra hombres sin armas, lo haríais así vosotros, los sucesores de los hombres de Fontenoy, que daban ventajas a los ingleses, diciéndoles que hiciesen fuego los primeros!

—Yo sé muy bien que no haría fuego —dijo una voz en las filas.

—Ni yo, ni yo —repitieron otras ciento.

—Pues, entonces, impedid a los otros que disparen contra el pueblo —dijo Billot—. Permitir que los alemanes nos asesinen es exactamente lo mismo que si nos matarais vosotros.

—¡Los dragones, los dragones! —gritaron varias voces, al mismo tiempo que la multitud rechazada comenzaba a desbordarse en la plaza, huyendo por la calle de Rich-Eliasu.

Y se oía ya, aunque lejano aún, pero acercándose, el galope de una pesada caballería, que resonaba en el suelo.

—¡A las armas, a las armas! —gritaban los fugitivos.

—¡Mil rayos! —exclamó Billot, dejando en tierra el cuerpo del saboyano que aún llevaba encima—. Dadnos vuestras armas, si no queréis serviros de ellas.

—¡Pues bien, mil rayos! Ya nos serviremos —dijo el soldado a quien Billot se había dirigido, arrancando de manos de este su fusil, que el labrador había empuñado ya—. ¡Vamos, vamos; el cartucho a los dientes, y si los austriacos dicen alguna cosa a esta buena gente, ya veremos!

—Sí, sí; veremos —gritaron los soldados, llevando la mano a sus cartucheras y el cartucho a la boca.

—¡Oh! —exclamó Billot, golpeando el suelo con el pie—. Cuando pienso que no he traído mi carabina de caza; pero, sin duda, caerá alguno de esos bribones de austriacos y me apoderaré de su arma.

—Entretanto —dijo una voz—, tomad esta carabina, que ya está cargada.

Al mismo tiempo, un hombre desconocido deslizó el arma, que era magnífica, en manos de Billot.

Precisamente en aquel momento los dragones desembocaban en la plaza, arrollando y distribuyendo sablazos sobre todo cuanto encontraban al paso.

El oficial que mandaba los guardias franceses, se adelantó.

—¡Hola, señores dragones! ¡Alto aquí, si os place!

Bien fuera porque los dragones no oían, o porque no quisieran oír, o ya, en fin, por no serles posible refrenar los caballos en su violenta carrera, dieron media vuelta por la plaza y arrollaron a una mujer y un anciano, que desaparecieron bajo los cascos de los caballos.

—¡Fuego, pues! —gritó Billot.

El labrador estaba junto al oficial, y se pudo creer que este era quien daba la orden; los guardias franceses se llevaron el fusil al hombro e hicieron un fuego tan nutrido, que los dragones se detuvieron de pronto.

—¡Eh, señores guardias! —dijo un oficial alemán, avanzando al frente del escuadrón en desorden—. ¿Sabéis que estáis haciendo fuego contra nosotros?

—¡Pardiez! —exclamó Billot—. ¡Ya lo creo que lo sabemos!

Al pronunciar estas palabras hizo fuego sobre el oficial, que cayó.

Entonces los guardias franceses hicieron una segunda descarga, y los alemanes, viendo que esta vez tenían que habérselas, no ya con ciudadanos que huían al primer sablazo, sino con soldados que les aguardaban a pie firme, volvieron grupas y dirigiéronse a la plaza de Vendóme, en medio de tan formidable explosión de gritos de triunfo, que muchos caballos se desbocaron y fueron a estrellarse contra las ventanas cerradas.

—¡Vivan los guardias franceses! —gritó el pueblo.

—¡Vivan los soldados de la patria! —gritó Billot.

—¡Gracias! —contestaron los otros—. Hemos visto el fuego y ya estamos bautizados.

—Y yo también he visto el fuego —dijo Pitou.

—¿Y qué? —preguntó Billot.

—Pues me parece que no es cosa tan terrible como yo me figuraba.

—Ahora —dijo Billot, que había tenido tiempo de examinar la carabina y de reconocer un arma de gran precio—, sepamos a quién pertenece esto.

—A mi amo —contestó la misma voz que había hablado ya detrás de él—, pero a mi amo le parece que sabéis usarla demasiado bien para no regalárosla.

Billot se volvió y vio un caballerizo con la librea del duque de Orleans.

—¿Dónde está vuestro amo? —preguntó.

El caballerizo señaló una ventana entreabierta, detrás de la cual el príncipe acababa de ver cuanto había pasado.

—¿Está, pues, vuestro amo con nosotros? —preguntó Billot.

—De todo corazón con el pueblo —contestó el caballerizo.

—En tal caso, diré una vez más ¡viva el duque de Orleans! —gritó Billot—. ¡Amigos míos —añadió—, el duque de Orleans está por nosotros! ¡Viva el duque!

Mostró la persiana, detrás de la cual se mantenía el príncipe.

Entonces la persiana se abrió del todo, y el duque de Orleans saludó tres veces.

Después se cerró de nuevo.

Por breve que hubiera sido la aparición, llevó el entusiasmo a su colmo.

—¡Viva el duque de Orleans! —gritaron dos o tres mil voces.

—¡Derribemos las puertas de los armeros! —dijo una voz en la multitud.

—¡Corramos a los Inválidos! —gritaron algunos viejos veteranos—. Sombreuil tiene veinte mil fusiles.

—¡A los Inválidos!

—¡A la Casa Ayuntamiento! —exclamaron algunos—. El preboste de los mercaderes, Flesselles, tiene las llaves del depósito de armas de los guardias, y nos las dará.

—¡A la Casa Ayuntamiento! —repitieron muchos de los asistentes.

Y todo el mundo marchó en las tres direcciones que se habían indicado.

Durante este tiempo, los dragones se habían reunido alrededor del barón de Bezenval y del príncipe de Lambescq en la plaza de Luis XV.

No sabían esto Billot y Pitou, los cuales no habían seguido a ninguno de los tres grupos de hombres, y que se hallaban casi solos en la plaza del Palais-Royal.

—Y bien, querido señor Billot —preguntó Pitou—, ¿adónde vamos?

—¡Diantre! —contestó el labrador—. Bien hubiera querido seguir a esa buena gente, no a casa de los armeros, puesto que tengo una hermosa carabina, sino a la Casa Ayuntamiento o a los Inválidos; pero habiendo venido a París, no para batirme, sino para averiguar las señas del señor Gilberto, me parece que debería ir al colegio de Luis el Grande, donde se halla su hijo, lo cual no impedirá que después de ver al doctor tome parte otra vez en el movimiento.

Y los ojos de Billot brillaban de entusiasmo.

—Ir desde luego al colegio de Luis el Grande me parece cosa lógica, ya que hemos venido a París para esto —dijo Pitou sentenciosamente.

—Coge un fusil, un sable o un arma cualquiera de uno de esos pobres diablos que están tendidos en tierra allí abajo —dijo Billot señalando uno de los cinco o seis dragones que habían caído—, y vamos al punto al colegio de Luis el Grande.

—Pero esas armas —dijo Pitou vacilando—, no son mías.

—Pues ¿de quién son? —preguntó Billot.

—Pertenecen al rey.

—Son del pueblo —repuso Billot.

Entonces Pitou, tranquilizado por la aprobación del labrador, a quien consideraba como hombre incapaz de perjudicar a su vecino ni en un grano de mijo, se aproximó con toda especie de precauciones al dragón que se hallaba más cerca de él, y, después de asegurarse de que estaba bien muerto, le cogió su sable, su mosquete y su cartuchera.

Pitou tenía buenos deseos de cogerle también su casco; pero no estaba seguro de que lo dicho por Billot respecto a las armas ofensivas se refiriese también a las defensivas.

Y, mientras se armaba, Pitou aplicó el oído por el lado de la plaza de Vendóme.

—¡Oh, oh! Me parece que el Real Alemán vuelve.

En efecto: oíase rumor de caballería que regresaba al paso. Pitou se inclinó hacia el ángulo del café de la Regencia, y pudo ver, en efecto, a la altura del mercado de San Honorato, una patrulla de dragones que avanzaban con la culata del mosquete apoyada en el suelo.

—¡Pronto, pronto! —dijo Pitou—. ¡Ya vuelven!

Billot dirigió una mirada en torno suyo para ver si había medio de oponer resistencia; pero la plaza estaba casi solitaria.

—Vamos al colegio de Luis el Grande —contestó.

Y dirigióse por la calle de Chartres, seguido de Pitou, que, ignorando el uso del portamosquete sujeto a la cintura, arrastraba su gran sable.

—¡Mil rayos! —gritó Billot mirando a Pitou—. Pareces un vendedor de hierro viejo. Engancha esa lata.

—¿Dónde? —preguntó Pitou.

—¡Pardiez, aquí!

Y suspendió el sable de Pitou de su cinturón, lo cual permitió a este andar con una ligereza que no hubiera podido esperar sin aquel expediente.

El camino se recorrió sin obstáculo hasta la plaza de Luis XV; pero aquí Billot y Pitou encontraron la columna que iba a los Inválidos y que se vio detenida de pronto.

—¿Qué hay? —preguntó Billot—. ¿Qué ocurre?

—Que no se pasa por el puente de Luis XV.

—¿Y por los muelles?

—Tampoco.

—¿Y por los Campos Elíseos?

—Menos.

—Pues, entonces, retrocedamos, a fin de pasar por el puente de las Tullerías.

La proposición era muy sencilla, y la multitud, siguiendo a Billot, demostró que estaba dispuesta a seguir su consejo; pero de pronto se vieron brillar sables a mitad del camino, en dirección a las Tullerías, y el muelle estaba ocupado por un escuadrón de dragones.

—¡Pero esos malditos soldados están en todas partes! —murmuró el labrador.

—Oíd, querido señor Billot —dijo Pitou—, me parece que ahora estamos cogidos.

—¡Bah! —exclamó Billot—. No se cogen cinco o seis mil hombres, y nosotros no componemos menos de este número.

Los dragones del muelle avanzaban con lentitud, es verdad, casi, al paso; pero avanzaban de una manera visible.

—Nos queda la calle Real —dijo Billot—. Ven por aquí, Pitou.

El joven siguió al labrador como su sombra. Pero una línea de soldados cerraba la calle a la altura de la Puerta de San Honorato.

—¡Ah, ah! —murmuró Billot—. Podría ser que tuvieras razón, amigo Pitou.

—¡Hum!, se limitó a contestar él joven. Pero esta sola palabra expresaba, por la manera de pronunciarla, todo el sentimiento de Pitou por no haberse engañado. La multitud, con sus agitaciones y clamores, demostraba que no era menos sensible que el labrador y su acompañante a la situación en que se encontraba.

En efecto, por una hábil maniobra, el príncipe de Lambescq acababa de cercar a curiosos y rebeldes, en número de cinco o seis mil, y cerrando el puente de Luis XV, los muelles, los Campos Elíseos, la calle Real y los Feuillans, los tenía acorralados por un gran arco de hierro, cuya cuerda se representaba por el muro del jardín de las Tullerías, difícil de escalar, y la verja del Pont-Tournant, casi imposible de forzar.

Billot juzgó la situación, que no tenía nada de buena; pero como era hombre sereno, frío y fecundo en recursos en el peligro, miró a su alrededor y vio un montón de restos de madera a la orilla del río.

—Me ocurre una idea —dijo a Pitou—. Sígueme.

Pitou obedeció, sin preguntar al labrador cuál era su idea.

Billot se adelantó hacia el montón y empuñó una viga, contentándose con decir a Pitou que le ayudase.

El joven, por su parte, se limitó a prestar auxilio al labrador sin preguntarle en qué; pero poco le importaba, pues tenía tal confianza en Billot que hubiera bajado con él a los infiernos sin observar siquiera que la escalera le parecía larga y la cueva profunda.

El padre Billot había cogido la viga por una extremidad, y Pitou la sostuvo por la otra.

Los dos ganaron el muelle, llevando un peso que cinco o seis hombres de fuerza ordinaria apenas hubieran podido levantar.

La fuerza es siempre objeto de admiración para la multitud, y, por mucha prisa que tuviese, se apartó ante Billot y el joven.

Después, como todos comprendiesen que la maniobra que se ejecutaba era de interés general, algunos hombres marcharon delante de Billot, gritando:

—¡Paso, paso!

—Decid, padre Billot —preguntó a poco Pitou—, ¿vamos muy lejos así?

—Hasta la verja de las Tullerías.

—¡Oh, oh! —exclamó la multitud, comprendiendo al fin.

Y se apartó, con más viveza aun que antes.

Pitou miró y pudo ver que desde el sitio donde se hallaba hasta la verja no habían más de unos treinta pasos.

—¡Iré! —dijo con la brevedad de un pitagórico.

La tarea fue tanto más fácil para Pitou, cuanto que cinco o seis hombres de los más vigorosos ayudaron a llevar el peso, de lo cual resultó una celeridad notable en la marcha.

A los cinco minutos se había llegado a la verja.

—Vamos —dijo Billot—, haya unión.

—Bueno —repuso Pitou—, ya comprendo; acabamos de hacer una máquina de guerra. Los romanos llamaban a esto un ariete.

Y la viga, puesta en movimiento, chocó contra la cerradura de la verja, dando un golpe terrible.

Los soldados que montaban la guardia en el interior de las Tullerías acudieron para oponerse a la invasión; pero al tercer golpe la puerta cedió, girando violentamente sobre sus goznes, y por aquel boquete abierto precipitóse la multitud.

Por el movimiento que se hizo, el príncipe de Lambescq echó de ver que se había dejado una salida a los que él creía sus prisioneros; la cólera se apoderó de él e hizo dar un salto a su caballo hacia adelante, a fin de juzgar mejor de la situación. Los dragones, que estaban escalonados detrás de su jefe, creyeron que se les daba la orden de cargar y le siguieron; los caballos, enardecidos ya, no pudieron moderar su carrera y los soldados, que deseaban tomar el desquite de su descalabro de la plaza del Palais-Royal, no trataron probablemente de contenerlos.

El príncipe, viendo que le sería imposible reprimir el movimiento, se dejó llevar, y un clamor angustioso, proferido por las mujeres y los niños, se elevó al cielo para pedir venganza a Dios.

En medio de la oscuridad se produjo una escena espantosa: aquellos a quienes se cargaba se volvían locos de dolor, y los dragones locos de cólera.

Entonces se organizó una especie de defensa desde lo alto de los terrados, y las sillas volaron sobre los dragones. El príncipe de Lambescq, tocado en la cabeza, contestó con un sablazo, sin pensar que hería a un inocente en vez de castigar un culpable, y un anciano de setenta años cayó en tierra.

Billot lo vio y profirió un grito.

Al mismo tiempo apuntó su carabina; un surco de fuego atravesó la oscuridad, y el príncipe hubiera muerto si no hubiese tenido la suerte de que su caballo se encabritara en el mismo instante.

El caballo recibió la bala en el cuello y cayó.

Creyendo muerto al príncipe, los dragones se precipitaron en las Tullerías, persiguiendo a los fugitivos a pistoletazos.

Pero teniendo ahora aquellos considerables espacio para huir, se diseminaron bajo los árboles.

Billot volvió a cargar tranquilamente su carabina.

—A fe mía que tenías razón, Pitou —dijo—. Creo que hemos llegado a tiempo.

—¡Si yo fuera valiente! —dijo Pitou, descargando su mosquete en lo más compacto de los dragones—. Me parece que no es tan difícil como yo creía.

—Sí —repuso Billot—; pero valor inútil no es valor. Ven por aquí, Pitou, y ten cuidado de no enredarte las piernas con el sable.

—Esperadme, querido señor Billot —contestó el joven—, porque si os perdiese no sabría dónde ir, pues no conozco París como vos, atendido que nunca estuve aquí.

—Ven, ven —dijo Billot, dirigiéndose por el terraplén de la orilla del agua hasta que hubo pasado de la línea de tropas que avanzaban por los muelles, esta vez tan rápidamente como les era posible, para prestar auxilio, en caso necesario, a los dragones del príncipe de Lambescq.

Llegado a la extremidad del terraplén, Billot, sentándose sobre el parapeto, saltó al muelle.

Pitou hizo otro tanto.