De Dammartin a París se cuentan aún ocho leguas. Las cuatro primeras se recorrieron con bastante facilidad; pero, desde el Bourget, las piernas de Margot, aunque hostigadas por las de Pitou, acabaron por perder el moviento. La noche cerraba ya.
Al llegar a la Villette, Billot creyó divisar, por el lado de París, una gran llama, y señaló a Pitou el resplandor rojizo que subía por el horizonte.
—¿No veis —dijo Pitou—, que son tropas que vivaquean y que han encendido hogueras?
—¡Cómo tropas! —exclamó Billot.
—No faltan por aquí —dijo Pitou—. ¿Por qué no había de haber allí abajo?
En efecto: mirando con atención a su derecha, el padre Billot vio la llanura de San Dionisio sembrada de destacamentos negros que avanzaban silenciosos en la sombra, con infantería y caballería.
Sus armas brillaban a veces a la pálida luz de las estrellas.
Pitou, a quien sus carreras nocturnas por el bosque habían acostumbrado a ver en la oscuridad, pudo hasta mostrar a su amo cañones atascados en el cieno hasta el cubo de las ruedas, en medio de los campos húmedos.
—¡Oh, oh! —exclamó Billot—. Algo nuevo ocurre allí abajo.
—Sí, sí: hay fuego allí —dijo Pitou, que acababa de alzarse sobre la grupa de Margot—. ¡Mirad, mirad: ahora se ven las chispas!
El caballo se detuvo; Billot saltó al suelo, y, acercándose a un grupo de soldados azules y amarillos que vivaqueaban bajo los árboles del camino, preguntóles:
—Compañeros: ¿podéis decirme qué ocurre de nuevo en París?
Pero los soldados solamente le contestaron con algunos votos pronunciados en lengua alemana.
—¿Qué diablos dicen? —preguntó Billot a Pitou.
—Eso no es latín, querido señor Billot —dijo Pitou, muy tembloroso—, esto es todo lo que puedo aseguraros.
Billot reflexionó, mirando de nuevo.
—¡Qué imbécil soy por dirigirme a los kaiserliks! —exclamó.
Y, en su curiosidad, permaneció inmóvil en medio del camino.
Un oficial se acercó a él.
—¡Seguid vuestro camino, y pronto!
—Dispensad, capitán —contestó Billot—, pero yo voy a París.
—¿Qué más?
—Y como os veo en medio del camino, temo que no se pueda pasar por las barreras.
—Pues se pasa.
Billot volvió a montar, y pasó, en efecto.
Pero fue para caer entre los húsares de Bercheny, que ocupaban La Villette.
Esta vez debía tratar con sus, compatriotas, e interrogó con mejor resultado.
—Caballero —preguntó—, ¿tendríais la bondad de decirme qué ocurre de nuevo en París?
—Pues sencillamente que vuestros condenados parisienses quieren tener su Necker, y que nos disparan tiros como si tuviésemos algo que ver con ello.
—¿Tener su Necker? —exclamó Billot—. ¿Le han perdido, pues?
—Ciertamente, puesto que el rey acaba de destituirle.
—¡El rey ha destituido al señor Necker! —exclamó Billot, con el estupor de un adepto que clama contra el sacrilegio—. ¡El rey ha destituido a ese gran hombre!
—¡Oh Dios mío! Sí —repuso el húsar—, y hasta os diré que ese gran hombre está en camino de Bruselas.
—Pues, en tal caso, vamos a reírnos —gritó Billot con voz terrible, sin cuidarse del peligro que corría al promover así insurrección en medio de mil quinientos sables realistas.
Y montó de nuevo sobre Margot, hostigándole cruelmente con los talones hasta la barrera.
A medida que avanzaba, veía el incendio aumentar por momentos; una larga columna de fuego ascendía desde la barrera al cielo.
Era la misma barrera la que ardía.
Una multitud que gritaba furiosa, y en la cual se veían mujeres, que, según costumbre, amenazaban y chillaban más alto que los hombres, ocupábase en atizar la llama con restos de madera y los muebles y efectos de la caseta de consumos.
En el camino, los regimientos húngaros y alemanes miraban con el arma al brazo aquella devastación, sin pestañear siquiera.
Billot no se detuvo ante aquel muro de llamas; lanzó a Margot a través del incendio, y el caballo franqueó con valor la barrera incandescente; pero cuando estuvo en el otro lado debió detenerse ante una compacta multitud de pueblo que refluía del centro de la ciudad a los arrabales, los unos cantando y los otros gritando: «¡A las armas!».
Billot parecía ser lo que era, es decir, un buen labrador que llega a París para evacuar sus diligencias. Tal vez gritaba demasiado alto: «¡Paso, paso!». Pero Pitou repetía tan cortésmente después de él: «¡Paso, si lo tenéis a bien!», que el uno parecía corregir al otro. Nadie tenía interés en impedir a Billot que fuera a despachar sus asuntos, y se le dejó el paso libre.
Margot recobraba sus fuerzas; el fuego le había tostado la piel, y todos aquellos clamores, tan extraños para el pobre animal, le inquietaban. Billot era ahora quien debía reprimir su último esfuerzo, temeroso de atropellar a los muchos curiosos reunidos delante de las puertas, así como a los que salían por ellas para dirigirse a las barreras.
Billot avanzó, bien o mal, tirando de Margot a derecha e izquierda hasta el bulevar; pero aquí debió detenerse por fuerza.
Un cortejo desfilaba delante de la Bastilla hasta el Guarda Mueble, esos dos nudos de piedra que unían en otra época su recinto con los flancos de París.
Aquel cortejo, que llenaba el bulevar, seguía un ataúd que llevaba dos bustos: uno de ellos velado por un crespón negro, y el otro coronado de flores.
El busto velado era el de Necker, ministro que no había caído en desgracia, pero a quien se expulsaba; el otro, el que iba coronado de flores, era el busto del duque de Orleans, que había tomado altamente en la corte el partido del economista de Ginebra.
Billot se informó de lo que era aquella procesión, y le dijeron que era un homenaje popular tributado al señor Necker y a su defensor el duque de Orleans.
Billot había nacido en un país donde el nombre del duque de Orleans era venerado hacía siglo y medio; el joven pertenecía a la secta filosófica, y, por lo tanto, consideraba a Necker, no tan sólo como un gran ministro, sino como un apóstol de la humanidad.
Esto era más de lo que Billot necesitaba para exaltarse; saltó de su caballo sin saber bien lo que hacía, y se mezcló con la multitud, gritando:
—¡Viva el duque de Orleans, viva Necker!
Una vez mezclado con la muchedumbre, la libertad individual desaparece; todos saben que entonces se deja de tener el libre albedrío; se quiere lo que la multitud quiere, y se hace lo que ella pide. Billot, por lo demás, tenía tanta más facilidad para dejarse llevar cuanto que se hallaban más bien a la cabeza que a la cola del movimiento.
El cortejo gritaba a voz en cuello: «¡Viva Necker! ¡Nada de tropas extranjeras; fuera las tropas extranjeras!».
Billot mezcló su poderosa voz con todas las demás.
Una superioridad, cualquiera que sea, se aprecia por el pueblo. El parisiense de los arrabales tiene la voz débil o ronca, alterada por la inanición o gastada por el vino; el parisiense del arrabal admiró la voz llena, fresca y sonora de Billot, y le abrió paso; de modo que sin que le codearan mucho o le estrujasen, el labrador acabó por llegar hasta el ataúd.
Al cabo de diez minutos, uno de los portadores, cuyo entusiasmo excedía a sus fuerzas, le cedió su puesto.
Según vemos, Billot había hecho rápidamente carrera.
La víspera, simple propagador del folleto del doctor Gilberto, y al otro día, uno de los instrumentos del triunfo de Necker y del duque de Orleans.
Mas, apenas llegado a esta altura, una idea cruzó por su mente.
¿Qué habría sido de Pitou y de Margot?
Sosteniendo el ataúd, Billot volvió la cabeza, y a la luz de las hachas que iluminaban el cortejo, y de las lamparillas que brillaban en todas las ventanas, divisó en medio de la procesión una especie de eminencia ambulante formada por cinco o seis hombres que gesticulaban y gritaban.
En medió de sus ademanes y de sus gritos era fácil reconocer la voz y los largos brazos de Pitou.
El joven hacía cuanto le era posible para defender a Margot; mas, a pesar de sus esfuerzos, el caballo había sido embargado, y ya no conducía a Billot y Pitou, peso muy respetable ya para el pobre cuadrúpedo.
En su lugar, Margot llevaba todo cuanto podía sostenerse sobre él, en el lomo, en la grupa y en el cuello.
Margot parecía, en la oscuridad de la noche, que agranda caprichosamente todos los objetos, un elefante cargado de cazadores que van a la batida del tigre.
El ancho lomo de Margot sostenía cinco o seis energúmenos que se habían acomodado allí, gritando:
—¡Viva Necker! ¡Viva el duque de Orleans! ¡Abajo los extranjeros!
A lo cual contestaba Pitou:
—Vais a reventar a Margot.
La embriaguez era general.
Billot tuvo un momento la idea de ir a prestar auxilio a Pitou y a su caballo; pero reflexionó que si renunciaba un momento al honor conquistado de llevar uno de los brazos del ataúd, al fin y al cabo, gracias al convenio hecho con el padre Lefranc, de ceder Cadet por Margot, este último le pertenecía, y que, aunque sucediese algo al caballo de su amigo, sería cuestión de tres o cuatrocientas libras, las cuales podía sacrificar muy bien Billot por la patria, puesto que era rico.
Entretanto, el cortejo avanzaba siempre; había oblicuado a la izquierda y descendido por la calle de Montmartre, en dirección a la plaza de las Victorias. Llegado al Palais-Royal, un considerable grupo impedía pasar, y muchos hombres que llevaban hojas verdes en los sombreros gritaban:
—¡A las armas!
Era preciso reconocer si aquellos hombres que obstruían la calle Vivienne eran amigos o enemigos. El verde era el color del conde de Artois. ¿Por qué se ponían aquella especie de escarapelas verdes?
Después de un instante de conferencia, todo se explicó. Al saber la despedida de Necker, un joven había salido del café Foy, y, subiéndose a una mesa, había gritado, enseñando una pistola:
—¡A las armas!
Al oír este grito, todos los que se paseaban por allí se habían reunido alrededor de él, gritando:
—¡A las armas!
Ya hemos dicho que todos los regimientos extranjeros estaban concentrados alrededor de París; de modo que aquello parecía una invasión austriaca: los nombres de estos regimientos eran discordantes para los oídos franceses: titulábanse Reynac, Salis Samade, Diesbach, Esterhazy y Roemer; y bastaba nombrarlos para que la multitud comprendiera que eran enemigos. El joven citó sus nombres, anunciando que los suizos, acampados en los Campos Elíseos con cuatro cañones, debían entrar aquella misma noche en París, precedidos de los dragones del príncipe de Lambescq. En su consecuencia, propuso una escarapela nueva que no fuese la de ellos, arrancando una hoja de un castaño para ponerla en su sombrero. En el mismo instante, todos los presentes le habían imitado, y, en diez minutos, tres mil personas despojaron de su follaje los árboles del Palais-Royal.
Por la mañana, el nombre del joven era ignorado; por la noche, estaba en todas las bocas.
Aquel joven se llamaba Camilo Desmoulins. Todos se reconocieron, fraternizaron y abrazáronse; después de lo cual, el cortejo continuó su marcha.
Durante aquel momento de parada, la curiosidad de los que nada podían ver, ni aun empinándose, aumentó más la ya pesada carga de Margot; pues varios hombres se colgaron de las bridas y de la silla, izándose otros en los estribos; de modo que, en el momento de continuar la marcha, el pobre cuadrúpedo estaba completamente agobiado bajo el enorme peso.
En la esquina de la calle de Rich-Eliasu, Billot volvió la cabeza para mirar: Margot había desaparecido.
Entonces dejó escapar un suspiro, dirigido a la memoria del desgraciado animal; y, reuniendo todas las fuerzas de su voz, llamó tres veces a Pitou, como lo hacían los romanos en los funerales de sus parientes; le pareció oír en el centro de la multitud una voz que le contestaba; pero esta voz se perdía en los confusos clamores que se elevaban al cielo, muchos de ellos amenazadores. El cortejo avanzaba siempre.
Todas las tiendas se habían cerrado; pero todas las ventanas estaban abiertas, y de ellas salían gritos de estímulo que llegaban hasta los paseantes, poseídos de embriaguez. Así se llegó hasta la plaza de Vendóme. Pero aquí, el cortejo debió detenerse por un obstáculo imprevisto.
Semejante a esos troncos de árboles que las hondas de un río desbordado arrastran, y que, encontrándose con el poste de un puente, saltan hacia atrás sobre los restos que les siguen, el ejército popular se halló ante un destacamento del Real Alemán en la plaza de Vendóme.
Aquellos soldados extranjeros eran dragones, que al ver la inundación que ascendía por la calle de San Honorato y que comenzaba a desbordarse en la plaza de Vendóme, dieron rienda suelta a sus caballos, que, impacientes por haber permanecido allí cinco horas, partieron a escape, cargando sobre el pueblo.
Los portadores del ataúd, recibiendo el primer choque, fueron derribados bajo el peso que conducían. Un saboyano, que iba delante de Billot, fue el primero que se puso en pie, levantó la efigie del duque de Orleans, y, sujetándola en la extremidad de un palo, elevóla sobre su cabeza, gritando:
—¡Viva el duque de Orleans! ¡Viva Necker!
El buen hombre no había visto jamás al duque, ni conocía tampoco a Necker.
Billot se disponía a recoger a su vez el busto del ministro; pero alguno se le adelantó: un joven de veinticuatro a veinticinco años, vestido con bastante elegancia para merecer el nombre de currutaco, había seguido el busto con la vista, lo cual le era más fácil que a Billot que le llevaba, y, apenas hubo caído en tierra, precipitóse para cogerle.
El labrador le buscó, por lo tanto, inútilmente; el busto de Necker estaba ya en una especie de una punta de pica, y próximo al del duque de Orleans, atraía a su alrededor una buena parte del cortejo.
De improviso, un resplandor ilumina la plaza; óyese una descarga en el mismo instante; las balas silban; alguna cosa dura toca a Billot en la frente, y cae: al pronto se cree muerto.
Pero como el conocimiento no lo abandona, como, prescindiendo de un dolor agudo en la cabeza no siente ningún mal, el labrador comprende que tan sólo puede estar herido; se aplica la mano a la frente para asegurarse de la gravedad del daño, y ve que tan sólo tiene una contusión en la cabeza, aunque sus manos están manchadas de sangre.
El joven elegante que precedía a Billot, acababa de recibir un balazo en medio del pecho, y él era quien había muerto, siendo su sangre la que tenía las manos de Billot. El golpe que recibió fue debido al busto de Necker, que, perdiendo el apoyo, le cayó sobre la cabeza.
Billot profiere un grito a la vez de rabia y de terror, y desvíase del joven que se revuelve en las convulsiones de la agonía; los que le rodean se apartan de él, y el grito que acaba de proferir, repetido por la multitud, se propaga como un eco fúnebre hasta los últimos grupos de la calle de San Honorato.
Aquel grito es una nueva rebelión; se oye una segunda descarga, y, en el mismo instante, profundos huecos abiertos en la multitud señalan el paso de los proyectiles.
Recoger el busto cuya cara está manchada de sangre, elevarle sobre su cabeza, y protestar con su voz varonil, a riesgo de que le maten como al elegante joven que se halla tendido a sus pies, son los actos que la indignación inspira a Billot, y los cuales ejecuta en el primer momento de su entusiasmo.
Pero, en el mismo instante, una mano ancha y vigorosa se apoya en uno de los robustos hombros del labrador, con tal fuerza, que le obliga a doblarse bajo el peso; Billot quiere sustraerse de la presión; mas otra mano, tan pesada como la primera, cae sobre el hombro libre. El labrador se vuelve, poseído de cólera, para ver qué especie de antagonista es aquel.
—¡Pitou! —exclama.
—Sí, sí —contesta el joven—, bájaos un poco y ya veréis.
Y, redoblando sus esfuerzos, Pitou consigue echar a su lado al labrador recalcitrante.
Apenas lo ha conseguido, resuena otra descarga; el saboyano que lleva el busto del duque de Orleans vacila a su vez y queda herido de un balazo en el muslo.
Después se oye el crujido del hierro en el suelo; los dragones cargan por segunda vez; un caballo enloquecido y furioso, como el del Apocalipsis, pasa sobre el infeliz saboyano, que siente el frío de una lanza penetrar en su pecho, y cae sobre Billot y Pitou.
El huracán pasa, llevando hasta el fondo de la calle, donde se abisma, el terror y la muerte; solamente los cadáveres quedan en el suelo; toda la gente huye por las calles adyacentes; las ventanas se cierran, y un silencio lúgubre sucede a los gritos de entusiasmo y a los clamores de cólera.
Billot esperó un instante, siempre sujeto por el prudente Pitou; después, comprendiendo que el peligro se alejaba con el ruido, se incorporó en parte; mientras que el joven, como las liebres en sus madrigueras, comenzaba a levantar, no la cabeza, sino las orejas.
—¿Qué tal, señor Billot? —dijo Pitou—, creo que decíais verdad, y que hemos llegado en el momento oportuno.
—Vamos, ayúdame.
—¿A qué? ¿A salvarnos?
—No, no: El joven elegante ha muerto, pero el pobre saboyano, según creo, no está más que desvanecido. Ayúdame a cargar con él, pues no podemos dejarle aquí para que esos condenados alemanes le rematen.
Billot hacía uso de un lenguaje que no podía menos de enternecer a Pitou, el cual, no teniendo qué contestar, se apresuró a obedecer. Recogió el cuerpo del saboyano, desvanecido y ensangrentado, y le cargó, como hubiera hecho con un saco de harina, sobre los hombros del robusto labrador, que, viendo la calle de San Honorato libre y desierta, al parecer, tomó con Pitou el camino del Palais-Royal.