Volvamos a Pitou.
A Pitou le impulsaban hacia adelante los dos estímulos más grandes de este mundo: el miedo y el amor. El miedo le había dicho directamente:
—¡Te pueden detener y apalearte: cuida de ti, Pitou!
Y esto bastaba para que corriese como un gamo. El amor le había dicho por la voz de Catalina:
—¡Salvaos pronto, querido Pitou!
Y Pitou lo hizo así.
Los dos estimulantes, como hemos dicho, hicieron que Pitou volase más bien que corriese.
Decididamente, Dios es grande; Dios es infalible.
¡Qué útiles eran ahora en el campo para Pitou sus largas piernas, que le parecían nudosas, y sus enormes rodillas, tan feas en un baile, ahora que tenía el corazón dilatado por el temor y con tres latidos por segundo!
Seguramente el señor de Charny, con sus piececitos, sus finas rodillas y sus muslos simétricos, no hubiera podido correr así.
Pitou recordó aquella graciosa fábula del ciervo que se lamenta de sus delgadas piernas al mirarse en una fuente; y, aunque no tuviese en la cabeza el adorno en que el cuadrúpedo veía una compensación de aquellas, se arrepintió de haber despreciado sus zancas.
Así llamaba la madre Billot a las piernas de Pitou cuando este se las miraba delante de un espejo.
Así, pues, Pitou corría siempre por el bosque, dejando a Cayolles a la derecha, y a Yvors a la izquierda, volviéndose a cada momento para ver, o más bien para escuchar, pues hacía ya largo rato que no veía nada, sin duda a causa de haber quedado muy atrás sus perseguidores, gracias a la velocidad de que Pitou acababa de dar tan brillante prueba, interponiendo primero una distancia de mil pasos entre ellos y él, y aumentándola luego a cada instante.
¡Por qué se habría casado Atalante! Si Pitou hubiera concurrido, para triunfar sobre Hipomene[13] no habría necesitado servirse, como él, del subterfugio de las tres manzanas de oro.
Cierto es, como ya hemos dicho, que los agentes del hombre negro, muy contentos de haber obtenido el botín, no se cuidaban ya de Pitou en lo más mínimo; pero este no lo sabía.
Dejando de verse perseguido por la realidad, seguía estándolo por su sombra.
En cuanto a los hombres del agente, tenían esa confianza que hace a todos perezosos.
—¡Corre, corre —decían, introduciendo las manos en sus bolsillos, para hacer sonar las monedas que acababa de darles Paso de Lobo—, corre, buen hombre, que siempre te encontraremos cuando queramos!
Lo cual, dicho sea de paso, lejos de ser una fanfarronada, era la pura verdad.
Y Pitou seguía corriendo, como si hubiera podido oír las palabras de los agentes del hombre negro.
Cuando hubo franqueado considerable distancia, cruzando acertadamente de un lado a otro, como lo hacen las fieras para despistar a la jauría, cuando hubo enredado sus huellas en una red tan revuelta que el mismo Nemrod no hubiese reconocido nada, tomó de repente su partido, que consistía en oblicuar a la derecha a fin de ganar el camino de Villers-Cotterêts a París, poco más o menos a la altura de los brezos de Gondreville.
Adoptada esta resolución, se lanzó a través de los tallares, cortó por un ángulo recto, y al cabo de un cuarto de hora vio el camino, con su marco de arenas amarillas y flanqueado de verdes árboles.
Una hora después de su salida de la granja, hallábase en terreno del rey.
Había recorrido cuatro leguas y media, poco más o menos, en el espacio de una hora. Es todo cuanto se puede exigir de un buen caballo lanzado al trote largo.
Dirigió la vista hacia atrás, y no vio nada en el camino.
Después miró hacia delante, y divisó dos mujeres que iban en asnos.
Pitou había cogido una mitología con grabados, perteneciente al pequeño Gilberto, pues en aquella época se ocupaban mucho en la mitología.
La historia de los dioses y de las diosas del Olimpo griego entraba en la educación de los jóvenes; y, a fuerza de mirar los grabados, Pitou había aprendido la mitología: supo que Júpiter se había disfrazado de toro para seducir a Europa, y de cisne para entregarse a obscenidades con la hija de Tíndaro; y había visto, en fin, otros muchos dioses que practicaban transformaciones más o menos pintorescas; pero que un agente de la policía de Su Majestad se convirtiera en asno, jamás. El mismo rey Midas no sufrió cambio más que en las orejas, y era soberano, y hacía oro a su voluntad; de modo que no le faltaba medio para comprar la piel entera de los cuadrúpedos.
Un poco tranquilizado por lo que veía, o más bien por lo que no veía, Pitou se dejó caer sobre la hierba del lindero, enjugó con su manga su gruesa cara colorada y, echado en el trébol fresco, se entregó a la voluptuosidad de dormir tranquilo.
Pero las dulces emanaciones de la alfalfa y de la mejorana no podían hacer olvidar a Pitou el tocino frito de la madre Billot, y la libra y media de pan moreno que Catalina le daba en cada comida, es decir, tres veces al día. Era aquel pan que entonces costaba cuatro sueldos y medio la libra, precio enorme, equivalente, por lo menos, a nueve de nuestra época; aquel pan del que toda Francia comía y que cuando se podía comer considerábase como la famosa torta que la duquesa de Polignac recomendaba a los parisienses para su alimento cuando no tuvieran harina.
Pitou se decía, pues, filosóficamente, que la señorita Catalina era la más generosa princesa del mundo, y la granja del padre Billot el más suntuoso palacio del universo.
Después, así como los Israelitas a orillas del Jordán, dirigía una mirada moribunda hacia el este, es decir, en la dirección de aquella bienaventurada granja, y suspiraba.
Por lo demás, suspirar no es cosa desagradable para el hombre que necesita tomar aliento después de una carrera desordenada.
Pitou respiraba suspirando, y sentía que sus ideas, un instante muy confusas y perturbadas, comenzaban a ser más serenas.
—¿Por qué —se dijo entonces—, me han ocurrido tantas cosas extraordinarias en tan breve espacio de tiempo? ¿Por qué más accidentes en tres días que durante toda mi existencia? Será que he soñado un gato que me bufaba —dijo Pitou.
Así pensando, hizo un ademán que indicaba que conocía bien el origen de todas sus desgracias.
—Sí —añadió Pitou, después de un momento de reflexión—, pero esta no es una lógica como la de mi venerable abate Fortier. Por el hecho de haber soñado un gato furioso no he de suponer que me suceden todas estas aventuras. El sueño no se ha dado al hombre sino como aviso. Por eso —continuó Pitou—, algún autor ha dicho: «¿Has soñado? Vive alerta». Cave, somniasti. ¿Somniasti? —se preguntó Pitou con expresión inquieta—. ¿Habré cometido un barbarismo? ¡Ah! No, no hago más que una elisión: somniavisti, debí decir en lengua gramatical. ¡Es extraño —continuó Pitou, admirándose a sí propio—, cómo sé latín desde que ya no le aprendo!
Y con esta glorificación de sí mismo, Pitou emprendió de nuevo la marcha.
El joven avanzó con paso largo, aunque más tranquilo, paso que le permitía recorrer dos leguas en una hora.
De aquí resultó que, dos horas después de ponerse en camino, Pitou había pasado de Nanteuil y encaminábase hacia Dammartin.
De repente, su oído ejercitado le permitió percibir el rumor de una herradura de caballo que resonaba en el pavimiento.
—¡Oh, oh! —exclamó Pitou, repitiendo el famoso verso de Virgilio:
Quadrupe dante pu trem soni tu quatit úngula campum[14].
Y miró; pero no vio nada.
¿Serían aquellos los asnos que había dejado en Levignan y que acababan de emprender el galope? No, pues la uña de hierro, como dice el poeta, resonaba sobre el duro suelo; y ni en Haramont ni en Villers-Cotterêts, Pitou no había conocido ningún asno herrado, como no fuera el de la madre Sabot, y aun este porque la buena mujer prestaba el servicio de posta entre Villers-Cotterêts y Crépy.
Olvidó, pues, momentáneamente el rumor que acababa de oír para volver a sus reflexiones.
Y ¿quiénes eran aquellos hombres negros que le habían interrogado sobre el doctor Gilberto, que le ataron las manos y le persiguieron después hasta que los perdió de vista?
¿De dónde venían aquellos hombres completamente desconocidos en todo el cantón? ¿Qué tenían ellos que arreglar con Pitou, siendo así que él no los había visto nunca y que, por lo tanto, no los conocía?
Y ¿cómo era que, a pesar de esto, le conocían a él?
¿Por qué la señorita Catalina le había dicho que marchase a París, y por qué le había dado, para facilitar el viaje, un luis de cuarenta y ocho francos, es decir, doscientas cuarenta libras de pan, a cuatro sueldos cada una, a fin de que comiera durante ochenta días, o sea cerca de tres meses, economizando un poco?
¿Suponía la señorita Catalina que Pitou pudiera o debiera estar ochenta días ausente de la granja? De repente, Pitou se estremeció.
—¡Oh, oh! Otra vez la herradura de caballo.
Y se irguió.
—Esta vez —dijo—, no me engaño, el rumor que oigo es el de un caballo que va al galope. Voy a verle desde la cuesta.
Apenas acababa de pronunciar estas palabras, cuando Pitou vio aparecer un caballo en una eminencia que había dejado atrás, es decir, a unos cuatrocientos pasos de distancia.
Pitou, que no había admitido que un agente de policía pudiera transformarse en asno, admitió muy bien que le fuera posible montar a caballo, para perseguir más rápidamente la presa que se le escapaba.
El temor, desechado por un instante, se apoderó otra vez de Pitou, devolviéndole unas piernas más largas e intrépidas que aquellas de que había hecho uso tan maravillosamente dos horas antes.
Por eso, sin reflexionar, sin mirar hacia atrás, sin esforzarse para disimular su fuga, y confiando en la excelencia de sus músculos de acero, Pitou se lanzó de un solo salto hasta el otro lado del foso que flanqueaba el camino, y comenzó a correr a través de los campos en la dirección de Ermenonville, sin conocer este punto. Tan sólo vio en el horizonte las copas de algunos árboles, y se dijo:
—Si alcanzo esos árboles, que sin duda son el lindero de algún bosque, estoy salvado.
Y aceleró la carrera hacia Ermenonville. Esta vez se trataba de vencer a un caballo a la carrera, y ya no eran pies lo que tenía Pitou, sino alas.
Tanto más cuanto que a los cien pasos, poco más o menos, a través de las tierras, Pitou miró hacia atrás y pudo ver que el jinete obligaba a su caballo a dar el inmenso salto que le permitió a él mismo franquear el foso del camino.
A partir de aquel momento, ya no dudó el fugitivo de que el jinete le perseguía a él, y Pitou redobló su celeridad, sin volver ya la cabeza por temor de perder tiempo. Lo que aguijoneaba su carrera ahora no era ya el ruido de la herradura en el suelo, sino el rumor amortiguado en las alfalfas y las hierbas; lo que apresuraba su carrera era como un grito que le perseguía, la última sílaba de su nombre pronunciada por el jinete, un ou, ou, que parecía el eco de su cólera y que cruzaba el aire.
Pero, al cabo de diez minutos de aquella carrera desordenada, Pitou sintió que su pecho tenía más pesadez y que la cabeza se desvanecía; sus ojos comenzaron a vacilar en las órbitas; parecióle que sus rodillas se desarrollaban considerablemente y que sus riñones se llenaban de piedrecillas. De vez en cuando tropezaba en los surcos, él, que de ordinario levantaba tanto los pies al correr, que se le veían todos los clavos de las suelas de los zapatos. El caballo, superior al hombre en el arte de correr, alcanzó ventaja sobre el bípedo Pitou, quien oyó al mismo tiempo la voz del jinete, gritando ahora con toda claridad: «¡Pitou, Pitou!».
El joven se creyó perdido.
Sin embargo, trató de continuar su carrera, pero esta se redujo a una especie de movimiento maquinal, debido a la fuerza repulsiva; de repente, sus rodillas flaquearon, vaciló y dejóse caer boca abajo, exhalando un suspiro.
Pero en el momento de echarse, bien resuelto a no ponerse ya en pie, al menos con su voluntad, recibió un latigazo que le cruzó el cuerpo y oyó una blasfemia que no le era extraña, con una voz bien conocida que le gritó:
—¡Hola, belitre, imbécil! ¿Has jurado reventar a mi Cadet?
Este nombre desvaneció las Vacilaciones de Pitou.
—¡Ah! —exclamó, dando media vuelta sobre sí mismo, de modo que, en vez de estar boca abajo, quedó echado de espaldas—. ¡Ah! Oigo la voz del señor Billot.
Era, en efecto, el labrador; y cuando Pitou se hubo asegurado de la identidad, se incorporó.
Billot, por su parte, había detenido el caballo, inundado de sudor y cubierto de espuma.
—¡Ah, querido señor Billot! —exclamó Pitou—. ¡Cuánta es vuestra bondad por correr así en mi seguimiento! Os juro que habría vuelto a la granja después de comerme el doble luis de la señorita Catalina; mas, puesto que estáis aquí, tomad vuestro doble luis, pues, al fin y al cabo, os pertenece, y volvamos a la granja.
—¡Mil diablos! —exclamó Billot—. ¡De granja se trata ahora! ¿Dónde están los esbirros?
—¡Los esbirros! —exclamó Pitou, que no comprendía bien la significación de esta palabra, comprendida hace poco tiempo en el vocabulario de la lengua.
—Sí, hombre, los esbirros, los hombres negros, si lo comprendes así mejor —dijo Billot.
—¡Ah! ¡Los hombres negros! Ya comprenderéis, mi querido señor Billot, que no me he entretenido en esperarlos.
—¡Bravo! Entonces quedan atrás.
—Me lisonjeo de ello. Me parece que, después de la carrera que acabo de dar, es lo menos que podía suceder.
—Pues ¿por qué huías así, si estás seguro de ello?
—Porque creía que era su jefe que, para no quedar mal, me perseguía a caballo.
—¡Vamos, vamos, no eres tan torpe como creí; y, puesto que el camino está libre, arriba y a Dammartin!
—¡Cómo arriba!
—Sí, levántate y ven conmigo.
—¿Vamos a Dammartin?
—Sí: tomaré un caballo en casa del compadre Lefranc, dejando allí a Cadet, que ya no puede más, y llegaremos esta noche a París.
—¡Sea, señor Billot, sea!
—Pues bien: ¡arriba, arriba!
Pitou hizo un esfuerzo para obedecer.
—Bien quisiera, querido señor Billot; mas no puedo.
—¿No puedes levantarte?
—No.
—Pues bien has dado el salto de la carpa, hace poco.
—¡Oh! No es extraño que lo hiciera antes; pero después he oído vuestra voz, recibiendo al mismo tiempo un latigazo que me ha cruzado la espalda. En cuanto a esos saltos, no salen bien más que una vez; estoy acostumbrado a vuestra voz; y en cuanto al látigo, seguramente no le aplicaréis más que a ese pobre Cadet, que tendrá casi tanto calor como yo.
La lógica de Pitou, que, bien mirado, era la del abate Fortier, persuadió y casi conmovió al labrador.
—No tengo tiempo para enternecerme respecto a tu suerte —dijo a Pitou—, pero veamos: haz un esfuerzo y monta en la grupa.
—¡Oh! —repuso Pitou—. Esto reventaría al pobre Cadet.
—¡Bah! Dentro de media hora estaremos en casa del padre Lefranc.
—Pero señor Billot —dijo Pitou—, me parece que es de todo punto inútil que yo vaya a casa del padre Lefranc.
—Y ¿por qué?
—Porque, si tenéis algo que hacer en Dammartin, no es preciso que yo vaya.
—Sí, pero yo necesito que vengas a París, pues allí me servirás. Tienes buenos puños, y estoy seguro que no se tardará en distribuir mojicones[15] allí abajo.
—¡Ah, ah! —exclamó Pitou, poco seducido por la perspectiva—. ¿Lo creéis así?
Y trepó a la grupa de Cadet, atrayéndole Billot hacia sí, como si fuese un saco de harina.
El buen labrador ganó de nuevo el camino, y manejó tan bien la brida, las rodillas y las espuelas, que en menos de media hora, como había dicho, llegó a Dammartin.
Billot había entrado en la ciudad por una callejuela de él conocida; ganó la granja del padre Lefranc, y, dejando a Pitou y a Cadet en medio del patio, corrió a la cocina, donde el dueño, que estaba a punto de ir a dar una vuelta por los campos, se sujetaba las polainas.
—¡Pronto, pronto, compadre! —le dijo, antes de que Lefranc se repusiera de su asombro—. Dame el caballo más resistente que tengas.
—El mejor es Margot —dijo Lefranc, y precisamente está ensillado, porque yo iba a montar.
—¡Pues bien, dame Margot; pero te advierto que es posible que le reviente!
—¡Bueno! ¡Reventar a Margot! Y ¿por qué ha de ser así?
—Porque es preciso que esta misma noche esté en París —contestó Billot con aire sombrío.
Al decir esto, hizo a Lefranc una señal masónica de las más significativas.
—En ese caso, revienta a Margot —dijo el padre Lefranc—. En cambio me dejarás a Cadet.
—Ya está dicho.
—¿Quieres un vaso de vino?
—Dos.
—Pero me parece que no estás solo…
—No: me acompaña un buen muchacho, que ha de venir conmigo, y el cual se halla tan cansado que no ha tenido fuerza para llegar hasta aquí. Dispón que le den alguna cosa.
—Al momento, al momento —contestó el labrador.
En diez minutos, los dos compadres apuraron cada cual su botella, y Pitou devoró un pan de dos libras, con media de tocino. Mientras que comía, un criado de la granja le frotaba con un puñado de alfalfa fresca, como lo hubiera hecho con un caballo favorito.
Friccionado y repuesto así, Pitou apuró a su vez un vaso de vino, tomado de una tercera botella, la cual se vació con tanta más rapidez cuanto que Pitou, como ya hemos dicho, había tomado su parte. Después de haber montado Billot en Margot, Pitou, rígido como un compás, fue colocado en la grupa.
En el mismo instante, el buen cuadrúpedo, hostigado por la espuela, trotó valerosamente bajo su doble peso hasta llegar a París, sin dejar de espantar las moscas con su robusta cola, cuyas espesas crines arrojaba en el polvo sobre la espalda de Pitou, azotando algunas veces sus delgadas piernas, mal cubiertas con las medias.