Capítulo VIII

Ahora volvamos a la granja para referir la catástrofe de que el episodio de Pitou no era más que el desenlace.

A eso de las seis de la mañana, un agente de policía de París, acompañado de dos sargentos, llegó a Villers-Cotterêts, y, presentándose al comisario de policía, pidió las señas de la morada del labrador Billot.

A quinientos pasos de la granja, el exento había divisado un colono que trabajaba en los campos, y, acercándose a él, le preguntó si encontraría al señor Billot en su casa. El colono dijo que Billot no volvía nunca antes de las nueve, es decir, antes de almorzar; mas en aquel momento mismo, por casualidad, el hombre levantó los ojos, y, mostrando con el dedo un jinete, que se hallaba a un cuarto de legua, poco más o menos, hablando con un pastor, le dijo:

—Precisamente he ahí el que buscáis.

—¿El señor Billot?

—Sí.

—¿Ese jinete?

—El mismo.

—Pues bien, amigo mío —repuso el exento—. ¿Queréis complacer a vuestro amo?

—No deseo otra cosa.

—Pues id a decirle que un señor de París le espera en la granja.

—¡Oh! —exclamó el colono—. ¿Será él doctor Gilberto?

—Vamos, id pronto.

El campesino no se hizo repetir la orden dos veces, y emprendió la carrera a través de los campos, mientras que el agente y los dos sargentos iban a ocultarse detrás de una pared medio ruinosa, situada casi enfrente de la puerta de la granja.

Al cabo de un instante se oyó el galope de un caballo: era Billot que llegaba.

Entró en el patio de la granja, apeóse, entregó la brida a un mozo de cuadra y precipitóse en la cocina, convencido de que la primera cosa que iba a ver sería el doctor Gilberto, de pie, bajo la inmensa campana de la chimenea; pero no encontró más que a la señora Billot, que, sentada en el centro, desplumaba sus ánades con todo el cuidado y la minuciosidad que esta difícil operación exige.

Catalina estaba en su habitación, ocupada en arreglar un sombrero para el domingo siguiente: según se ve, la joven pensaba en sus cosas muy de antemano; pero las mujeres se complacen tanto en estos preparativos como en vestirse y engalanarse.

Billot se detuvo en el umbral de la puerta y miró en torno suyo.

—¿Quién pregunta por mí? —dijo.

—Yo —contestó una voz aflautada detrás de él.

Billot se volvió: el hombre negro y los dos sargentos estaban allí.

—¡Hola! —exclamó, retrocediendo tres pasos—. ¿Qué buscáis aquí?

—¡Oh Dios mío! Casi nada, apreciable señor Billot —contestó el hombre negro—, nada más que practicar un registro en vuestra granja: esto es todo.

—¿Un registro? —repitió Billot.

—Sí, un registro.

El labrador dirigió una mirada a su carabina, colgada sobre la chimenea.

—Desde que tenemos Asamblea Nacional —dijo—, yo creía que los ciudadanos no estaban expuestos a estas vejaciones, propias de otro tiempo y de otro régimen. ¿Qué deseáis de mí, que soy un hombre pacífico y leal? Los agentes de todas las policías del mundo tienen una cosa de común entre sí, y es que no contestan jamás a las preguntas de sus víctimas; pero, mientras que los registran, los detienen y los agarrotan, algunos se muestran compasivos, y estos son los más peligrosos, porque parecen los mejores.

Aquel que operaba en la granja de Billot era de la escuela de los Tapin y de los Desgrés, hombre de carácter muy dulce, que siempre tenían una lágrima para los infelices a quienes perseguían, pero que, sin embargo, no necesitaban las manos para enjugarse los ojos.

Nuestro hombre negro, dejando escapar un suspiro, hizo una seña a los dos sargentos, que se acercaron a Billot. Este último, dando un salto hacia atrás, alargó la mano para coger su carabina; pero esta mano fue desviada del arma, doblemente peligrosa en aquel momento, porque podía matar a la vez al que la usaba y a la persona contra quien iba dirigida la mano del labrador quedó aprisionada entre dos manos pequeñas y blancas, fuertes por el terror y poderosas por la súplica.

Era Catalina, que acababa de salir para ver qué pasaba, y llegaba a tiempo para librar a su padre del crimen de rebelión a la justicia.

Transcurrido el primer momento, Billot no opuso ya resistencia: el exento ordenó que fuese encerrado en una sala del piso bajo, y Catalina en una habitación del principal. En cuanto a la señora Billot, la juzgaron tan inofensiva que no se cuidaron de ella y dejáronla en su cocina. Después de esto, y dueños ya de la plaza, el exento comenzó a registrar cajones, armarios y cómodas.

Billot, al verse solo, quiso huir; pero, así como la mayor parte de las salas de los pisos bajos de la granja, aquella tenía rejas. El hombre negro se había fijado en esto al primer golpe de vista mientras que Billot las había olvidado, a pesar de haberlas hecho poner él mismo.

Entonces, a través de la cerradura, vio al exento y a sus dos acólitos que trastornaban toda la casa.

—¿Pero qué diablos hacéis ahí? —preguntó.

—Ya lo veis, apreciable señor Billot —dijo el exento—; buscamos una cosa que no hemos encontrado aún.

—¡Pues sois unos bandidos, pillos y ladrones!

—¡Oh señor Billot! —Contestó el exento a través de la puerta—. Nos injuriáis, pues somos personas tan honradas como vos; pero estamos a sueldo de Su Majestad, y, por lo tanto, debemos obedecer sus órdenes.

—¡Las órdenes de Su Majestad! —exclamó Billot—. ¿Os ha mandado el rey Luis XVI registrar mi pupitre, y trastornarlo todo en mis cómodas y en mis armarios?

—Sí.

—¿Su Majestad? —replicó Billot—. Su Majestad, cuando el año último hubo un hambre tan espantosa que pensamos en comernos nuestros caballos; Su Majestad, cuando la granizada del trece de julio, dos años hace, destrozó nuestras cosechas, Su Majestad no se dignó entonces acordarse de nosotros. ¿Qué quiere hacer hoy con mi granja, que jamás ha visto, y con mi persona, que no le es conocida?

—Me dispensaréis, caballero —dijo el exento, entreabriendo la puerta con precaución, para mostrar su orden firmada por el teniente de policía, pero, según costumbre, precedida de las palabras: ¡En nombre del rey!—. Su Majestad ha oído hablar de vos, y, si no os conoce personalmente, no rehuséis el honor que os dispensa.

Y el exento, después de saludar cortésmente, haciendo un ademán amistoso, volvió a cerrar la puerta, continuando luego el registro.

Billot quedó silencioso; cruzóse de brazos, y comenzó a pasear por aquella sala como un león en su jaula: comprendía que se hallaba en poder de aquellos hombres.

La operación de registro continuó silenciosamente: aquellos agentes parecían caídos del cielo; nadie los había visto más que el jornalero que les indicó la casa; y en los patios, los perros no habían ladrado. Seguramente el jefe de la expedición debía ser un hombre hábil entre sus cofrades, y no sería aquel su primer golpe de mano.

Billot oía los gemidos de su hija, encerrada en la habitación que estaba sobre la suya, y no pudo menos de recordar sus palabras proféticas, pues era indudable que la persecución que le alcanzaba reconocía por causa el folleto del doctor.

Sin embargo, acababan de dar las nueve, y Billot pudo contar por su reja, uno después de otro, los jornaleros que volvían del trabajo. Este espectáculo le hizo comprender que, en caso de conflicto, la fuerza, si no el derecho, estaban de su parte. Esta convicción hacía hervir la sangre en sus venas; no tuvo dominio para contenerse más tiempo, y, cogiendo la puerta por el pomo, dióle tal sacudida, que una o dos más como aquella hubieran hecho saltar la cerradura.

Los agentes acudieron al punto para abrir, y vieron al labrador junto al umbral, de pie y con expresión amenazadora: todo estaba trastornado en la casa.

—¡Pero, en fin! —exclamó Billot—. ¿Qué buscáis aquí? ¡Decidlo pronto, o, vive Dios, que os obligaré a ello!

La entrada de los jornaleros no podía pasar desapercibida para un hombre tan práctico como el exento; había contado los individuos, y se convenció de que, en caso de conflicto, podría suceder muy bien que él no quedase dueño del campo de batalla. En su consecuencia, se acercó a Billot, con una cortesía más melosa ahora que antes, y, saludando profundamente, le dijo:

—Quiero revelaros, señor Billot, aunque esto sea faltar a nuestras costumbres, que lo que buscamos en su casa es un libro subversivo, un folleto incendiario, señalado por nuestros censores reales.

—¡Un libro en casa de un labrador que no sabe leer!

—¿Qué hay de extraño en esto, si sois amigo del autor y este os lo ha enviado?

—No soy amigo del doctor Gilberto, sino su muy humilde servidor: ser su amigo fuera demasiado honor para un pobre como yo.

Esta contestación irreflexiva, en la que Billot se descubría confesando que, no solamente conocía al autor, lo cual era muy natural, siendo este el propietario de la granja, sino también el libro, aseguró la victoria del agente. Este se irguió, tomando la expresión más amable, y tocó el brazo de Billot, con una sonrisa que parecía dividir transversalmente su rostro.

Tú eres quien le ha nombrado —dijo—. ¿Conocéis vos este verso, mi buen señor Billot?

—No entiendo de versos.

—Pues sabed que es de Racine, un gran poeta.

—Y bien; ¿qué significa ese verso? —replicó Billot con impaciencia.

—Significa que acabáis de descubriros.

—¿Yo?

—Vos mismo.

—Y ¿cómo es eso?

—Pronunciando el nombre del señor Gilberto, que nosotros habíamos tenido la discreción de callar.

—Es verdad —murmuró Billot.

—Conque ¿confesáis?

—Haré más.

—¡Oh señor Billot! Nos colmáis de satisfacción. ¿Qué haréis?

—Si es ese libro lo que buscáis, y yo os digo dónde está —repuso el labrador con una inquietud que no podía disimular del todo—, ¿dejaréis de revolverlo todo aquí?

El exento hizo una señal a los dos esbirros.

—Seguramente —contestó—, puesto que ese libro es el objeto de nuestras pesquisas; pero —añadió con una sonrisa que más bien parecía una mueca—, quizá nos entregaréis un ejemplar, teniendo diez.

—No poseo más que uno: os lo juro.

—Esto es lo que estamos obligados a probar, practicando el más escrupuloso registro, señor Billot —dijo el exento—. Tened, pues, un poco de paciencia, cinco minutos más. Nosotros no somos más que unos pobres agentes que han recibido órdenes de la autoridad, y seguramente no os opondréis a que personas honradas, como las hay en todas las condiciones, señor Billot, cumplan con su deber.

El hombre negro había tocado el punto sensible: así era como se debía hablar a Billot.

—Cumplid, pues, con vuestro deber, pero que sea pronto.

Y les volvió la espalda.

El exento cerró con suavidad la puerta, y con más suavidad aún dio una vuelta a la llave.

Billot le dejó hacer, encogiéndose de hombros, seguro de echar abajo la puerta cuando quisiese.

Por su parte, el hombre negro hizo una señal a los sargentos, que continuaron su tarea; y todos tres, redoblando su actividad, tuvieron muy pronto, libros, papeles y ropa, desdoblado y a la vista.

De repente, en el fondo de un armario que había quedado vacío, se vio un cofrecillo de madera de encina, guarnedido de hierro, y el exento cayó sobre él como un buitre sobre su presa. Tan sólo por su aspecto y su peso reconoció, sin duda, lo que buscaba, pues ocultó vivamente el cofrecillo debajo de su capote raído, e hizo seña a los dos sargentos, indicándoles que la misión estaba cumplida.

Billot se impacientaba precisamente en aquel momento, y se detuvo delante de su puerta cerrada.

—¡Cuando os aseguro que no lo encontraréis si no os digo dónde está! —exclamó—. No vale la pena revolver todos mis efectos para nada. ¡No soy un conspirador, qué diablo! Veamos: ¿me oís? ¡Contestad, o vive Dios que marcho a París para quejarme al rey, a la Asamblea y a todo el mundo!

En aquella época se nombraba aún antes al rey que al pueblo.

—Sí, querido señor Billot, ya os oímos, y estamos dispuestos a ceder a vuestras excelentes razones. Veamos: decidnos dónde está ese libro; y como estamos convencidos ahora de que no tenéis más que ese ejemplar, le cogeremos, retirándonos después.

—Pues bien —dijo Billot—, ese libro está en manos de un honrado joven, a quien lo entregué esta mañana para llevárselo a un amigo.

—¿Y cómo se llama ese honrado joven? —preguntó el hombre negro con expresión picaresca.

—Ángel Pitou; es un pobre huérfano a quien recogí por caridad, y que no sabe ni siquiera de qué asunto trata el libro.

—Gracias, señor Billot —dijo el exento, echando la ropa en el armario, pero no sobre el cofrecillo—. Y ¿dónde está ese amable joven?

—Me parece haberle visto al entrar, cerca del cuadro de las judías de España; id allí y coged el libro, pero no hagáis daño a Pitou.

—¡Daño nosotros! ¡Oh señor Billot, qué poco nos conocéis! No somos capaces de hacer daño a una mosca.

Y se dirigieron hacia el sitio indicado; y cuando estuvieron a la vista de las judías de España, divisaron a Pitou, que, por su elevada estatura, parecía más temible de lo que en realidad era. Pensando entonces que los dos sargentos necesitarían su auxilio para hacerse dueños del joven gigante, el hombre negro se quitó el capote, arrolló con este el cofrecillo, y ocultó el todo en un oscuro rincón que allí cerca había.

Pero Catalina, que escuchaba, aplicado el oído contra la puerta, había distinguido vagamente las palabras libro, doctor y Pitou; y, viendo que estaba a punto de estallar la tempestad que había previsto, ocurrióle atenuar sus efectos. Entonces fue cuando hizo entender a Pitou que debía declararse dueño del libro. Ya hemos dicho lo que pasó cuando el joven, atado y sujeto por el hombre negro y sus acólitos, recobró la libertad por Catalina, la cual aprovechó el instante en que los dos sargentos iban a buscar la mesa, y el exento a recoger la capa y el cofrecillo. Ya sabemos también de qué modo Pitou pudo huir saltando por encima de una cerca; pero lo que no hemos dicho es que el hombre negro, como hombre previsor, se aprovechó de aquella fuga.

En efecto: ahora que la doble misión del agente quedaba cumplida, la fuga de Pitou era para el hombre negro y sus dos auxiliares una excelente oportunidad.

El exento, aunque sin esperanza de alcanzar al fugitivo, excitó a sus dos compañeros con la voz y el ejemplo, tanto que, al verlos a los tres pisando los tréboles, los trigos y las alfalfas, se les hubiera tomado por los mayores enemigos del pobre Pitou, aunque bendecían sus largas piernas en el fondo de su corazón.

Mas apenas Pitou hubo desaparecido en el bosque, hallándose aún los otros en el lindero, detuviéronse detrás de un matorral. Durante su carrera se habían reunido con ellos otros dos individuos ocultos en las cercanías de la granja, y que no debían acudir sino en el caso de llamarles su jefe.

—A fe mía —dijo el exento—, es una fortuna que ese mozo no tuviera el cofrecillo en vez del libro, pues nos habría sido necesario tomar la posta para alcanzarle. ¡Diablo! No tiene las piernas de hombre, pero sí el tendón del ciervo.

—Sí —dijo uno de los sargentos, no tenía el cofrecillo—, pero está en vuestro poder ahora. ¿No es verdad, señor Paso de Lobo?

—Ciertamente, amigo mío, y hele aquí —contestó aquel cuyo nombre, o más bien apodo, acabamos de pronunciar por primera vez, y que le había merecido a causa de la ligereza y de la oblicuidad de su marcha.

—Entonces, tenemos derecho a la recompensa prometida.

—Ahí, va —dijo el exento, sacando de su bolsillo cuatro luises de oro, que distribuyó por igual a sus cuatro ayudantes, así a los que habían trabajado como a los que no hicieron más que esperar.

—¡Viva el señor teniente! —gritaron los sargentos.

—No perjudica gritar ¡viva el teniente! —dijo Paso de Lobo—, pero cuando se grita, se ha de hacer con discernimiento. No es el señor teniente quien paga.

—Pues ¿quién?

—Uno de sus amigos, o de sus amigas; pero, sea quien fuere, deseo guardar el incógnito.

—Apuesto que es aquel o aquella a quien se destina el cofrecillo —dijo uno de los sargentos.

—¡Rigoulot, amigo mío! —dijo el hombre negro—, siempre aseguré que eras un mozo sumamente perspicaz; pero hasta que esta perspicacia de sus frutos, y después su recompensa, creo que lo mejor es poner pies en polvorosa. Ese condenado labrador tiene, al parecer, mal genio, y cuando vea que le falta el cofrecillo podría ser muy bien que enviara en nuestra persecución a todos los dependientes de su granja, mozos que disparan un tiro y tocan el blanco tan bien como el mejor suizo de la guardia de Su Majestad.

Este parecer fue sin duda el de la mayoría, pues los cinco agentes siguieron el lindero del bosque, que les ocultaba a los ojos de todos, y que a los tres cuartos de legua les conduciría al camino.

La precaución no era inútil, pues apenas Catalina hubo visto al hombre negro y a los dos sargentos desaparecer en persecución de Pitou, cuando, llena de confianza en la agilidad de Ángel, que a menos de un accidente le permitiría llegar muy lejos, llamó a los jornaleros, los cuales sabían bien que pasaba alguna cosa, aunque sin saber el qué, y les mandó abrir la puerta de su habitación. Los hombres acudieron, y Catalina, una vez fuera, se apresuró a ir a poner en libertad a su padre.

A Billot le parecía soñar: en vez de precipitarse fuera del aposento, andaba con recelo y volvía desde la puerta al centro de la habitación: hubiérase dicho que no osaba permanecer en el mismo sitio, y que al mismo tiempo temía fijar la vista en los muebles revueltos por los agentes.

—En fin —preguntó Billot—, ya le han cogido el libro. ¿No es verdad?

—Así lo creo, padre mío, pero no le han cogido a él.

—¿Quién es él?

—Pitou. Se ha salvado, y, si corren siempre en su seguimiento, deben hallarse ahora en Cayolles o en Vauciennes.

—¡Tanto mejor! ¡Pobre muchacho! ¡Yo soy quién tiene la culpa de ello!

—¡Oh padre mío! No os inquietéis por él, y pensemos ahora en nosotros. Pitou saldrá del apuro: no tengáis cuidado. Pero ¡qué trastorno, Dios mío! ¡Ved eso, madre mía!

—¡Oh! ¡Mi armario de ropa! —exclamó la señora Billot. No han respetado mi ropa blanca esos bribones.

—¿Han registrado ese armario? —preguntó Billot.

Y se precipitó hacia el mueble, que el exento, como ya hemos dicho, había cerrado cuidadosamente, e introdujo ambos brazos a través de los montones de servilletas caídas.

—¡Oh! —exclamó—. Es imposible.

—¿Qué buscáis, padre mío? —preguntó Catalina.

Billot miró a su alrededor con una especie de extravío.

—Mira —dijo—, mira si está en alguna parte; pero no, en esa cómoda no está, ni en el pupitre tampoco. Yo sé que se hallaba ahí, ahí, en el fondo del armario… yo mismo le puse, y aun ayer le vi… ¡No es el libro lo que buscaban esos miserables, sino el cofrecillo!

—¿Qué cofrecillo? —preguntó Catalina.

—¡Oh! Bien lo sabes.

—¿Será el cofrecillo del doctor Gilberto? —se aventuró a preguntar la señora Billot, que en las circunstancias supremas guardaba silencio, dejando obrar y hablar a los demás.

—¡Sí, el cofrecillo del doctor Gilberto! —exclamó Billot, hundiendo las manos en sus abundantes cabellos—. ¡Era el precioso cofrecillo!

—¡Me espantáis, padre! —dijo Catalina.

—¡Desgraciado de mí! —exclamó Billot, rojo de cólera—. ¡Y yo que no he sospechado eso; yo que ni siquiera pensaba en el cofrecillo! ¡Oh! ¿Qué dirá el doctor? ¿Qué pensará? ¡Qué soy un traidor, un cobarde, un miserable!

—Pero, Dios mío, ¿qué encerraba ese cofrecillo, querido padre?

—Lo ignoro; pero lo que sé es que había respondido de él al doctor con mi vida, y que debí dejarme matar para defenderle.

Y Billot hizo un ademán tan desesperado, que su mujer y su hija retrocedieron con terror.

—¡Dios mío, Dios mío, mi padre se vuelve loco! —exclamó Catalina. Y comenzó a sollozar.

—¡Contestadme, padre mío, por amor de Dios! —dijo la joven.

—¡Pedro, amigo mío —añadió la señora Billot—, contesta a tu hija, contesta a tu mujer!

—¡Mi caballo, mi caballo! —gritó el labrador—. ¡Que me traigan mi caballo!

—¿Adónde queréis ir, padre mío?

—A dar aviso al doctor: es preciso que esté prevenido.

—Pero ¿dónde le encontraréis?

—En París. ¿No has leído en la carta que nos escribió que se dirigía a la capital? Ya debe estar allí, y yo voy a París. ¡Mi caballo, mi caballo!

—¿Y nos dejáis así, padre mío, nos abandonáis en semejante momento, dejándonos poseídas de inquietud y de angustia?

—Es preciso, hija mía, es preciso —dijo el labrador, tomando la cabeza de Catalina entre sus manos y acercándola convulsivamente a sus labios—. «Si alguna vez perdieras ese cofrecillo, me dijo el doctor, o más bien, si te lo sustrajeran, en el momento mismo en que eches de ver el robo, ponte en marcha, Billot, corre a decírmelo, donde quiera que me halle, y que nada te detenga, ni aun la vida de un hombre».

—¡Señor! ¿Qué podría contener ese cofrecillo?

—Lo ignoro. Todo cuanto yo sé es que me le confiaron para guardarle, y que me le he dejado robar. ¡Ah! Ya está aquí mi caballo. Por el hijo, que está en el colegio, bien sabré dónde se halla el padre.

Y abrazando otra vez más a su mujer y a su hija, el labrador saltó a su caballo, al que puso al galope atravesando las tierras en dirección al camino de París.