Se había reunido numeroso auditorio en la granja, porque Billot, como hemos dicho, era muy considerado de su gente, pues si la reprendía con frecuencia, la alimentaba y la pagaba bien.
Por eso se apresuraron todos a corresponder a su invitación. Por lo demás, en aquella época propagábase en el pueblo esa fiebre extraña que sobrecoge a las naciones, cuando estas van a emprender alguna obra. Palabras extrañas, nuevas, y casi desconocidas, salían de bocas que no las habían pronunciado jamás; eran palabras de libertad, de independencia, de emancipación; y, cosa extraña, no se oían pronunciar tan sólo entre el pueblo: la nobleza había pronunciado primeramente aquellas palabras, y la voz que contestaba no era más que un eco.
Del Occidente había llegado aquella luz que debía iluminar hasta que abrasase; en América era donde había salido aquel sol, que recorriendo su curso debía encender en Francia un vasto incendio, a cuyo resplandor las naciones, aterradas, iban a leer la palabra república escrita en letras de sangre.
Por eso aquellas reuniones en que se hablaba de asuntos políticos eran menos raras de lo que se pudiera creer. Hombres salidos, no se sabía de dónde, apóstoles de un dios invisible, y casi desconocidos, recorrían las ciudades y los campos, sembrados por doquiera palabras de libertad y el Gobierno, ciego hasta entonces, comenzaba a abrir los ojos. Los que estaban a la cabeza de esa gran máquina que se llama la cosa pública sentían que ciertos rodajes se paralizaban, sin que pudiesen comprender de qué procedía el obstáculo. La oposición estaba en todos los ánimos, si no se hallaba aún en los brazos y en las manos; invisible, pero presente y marcada, y a veces amenazadora, semejante a los espectros, no era posible sorprenderla; pero adivinábase sin poder sofocarla.
Veinte o veinticinco colonos, todos dependientes de Billot, se habían reunido en la granja.
El labrador entró seguido de Pitou, y todas las cabezas se descubrieron, agitándose los sombreros en las manos: comprendíase que todos aquellos hombres estaban dispuestos a dejarse matar a una señal del amo.
Billot explicó a los campesinos que el folleto que Pitou iba a leerles era obra del doctor Gilberto. Este último era muy conocido en todo el cantón, donde tenía varias propiedades, siendo la principal la granja de Billot.
Se había preparado un tonel para el lector; Pitou subió a la tribuna improvisada y dio principio a la lectura.
Es de notar que la gente del pueblo, y hasta casi me atrevería a decir los hombres en general, escuchan con tanta mayor atención cuanto menos comprenden. Era evidente que el sentido esencial del folleto no se comprendía por los más ilustrados de la rústica asamblea, incluso el mismo Billot; mas en medio de aquella fraseología oscura pasaban, como relámpagos en un cielo sombrío cargado de electricidad, las palabras luminosas de independencia, libertad e igualdad. No se necesitó más: oyéronse nutridos aplausos, y resonaron los gritos de ¡viva el doctor Gilberto! Se había leído la tercera parte del folleto, poco más o menos, y se acordó terminar la lectura en tres domingos.
Los oyentes fueron invitados a reunirse el primar domingo, y cada cual prometió asistir.
Pitou había leído muy bien: nada entusiasma tanto como el buen éxito; el lector había recibido su parte de los aplausos dirigidos a la obra, y, bajo la influencia de aquella ciencia relativa, el mismo Billot sintió nacer en sí cierta consideración al discípulo del abate Fortier. Pitou, más grande ya de lo que era regular, por su físico, había crecido moralmente diez palmos.
Solamente le faltaba una cosa: que la señorita Catalina hubiese presenciado su triunfo.
Pero el padre Billot, encantado por el efecto que había producido el folleto del doctor, se apresuró a dar cuenta del éxito a su mujer y a su hija. La señora Billot no contestó nada, porque era una mujer de cortos alcances; pero Catalina sonrió tristemente.
—Y bien; ¿qué tienes ahora? —preguntó el labrador.
—¡Padre mío, padre mío! —dijo Catalina—, temo que os comprometáis.
—¡Vamos, no vengas a ser ahora el ave de mal agüero! Te prevengo que prefiero la alondra al búho.
—Padre mío, me han dicho ya que os avise que se tenía la vista fija en vuestra conducta. —Y ¿quién te ha dicho eso?
—Un amigo.
—¿Un amigo? Tu consejo merece gracias; pero vas a decirme ahora mismo el nombre de ese amigo. ¿Quién es? Veamos.
—Un hombre que debe estar bien informado.
—Pero dime quién es.
—El señor Isidoro de Charny.
—Y ¿por qué se mezcla en esto ese lechuguino, y se atreve a darme consejos sobre mi manera de pensar? ¿Se los doy yo acaso acerca de su modo de vestir? Me parece que tanto habría que decir del uno como del otro.
—Padre mío, yo no le digo eso para enojarle. El consejo se ha dado con la mejor intención.
—Pues bien: yo le daré otro, y puedes trasmitírselo de mi parte.
—¿Cuál?
—Advertirle a él y a sus cofrades que deben cuidarse de sí propios, porque en la Asamblea Nacional sacuden de lo lindo a los señores nobles, y más de una vez se ha tratado de los favoritos y de las favoritas. Aviso a su hermano el señor Oliverio de Charny, que está allá abajo, y que, según dicen, no se halla en mal lugar con la austriaca.
—Padre mío —dijo Catalina—, tenéis más experiencia que nosotros: haced lo que os plazca.
—En efecto —murmuró Pitou, a quien su buen éxito llenaba de confianza—, ¿por qué se mezcla en esto el señor Isidoro de Charny?
Catalina no oyó, o aparentó no oír, y la conversación quedó en esto.
La comida se sirvió como de costumbre, pero ninguna le había parecido a Pitou tan larga. Le urgía dejarse ver con su nuevo esplendor, llevando a Catalina del brazo. El próximo domingo iba a ser para él un gran día, y prometíase conservar la fecha del 12 de julio en su memoria.
Se emprendió la marcha, al fin, a eso de las tres. Catalina estaba encantadora; era una linda rubia de ojos negros, esbelta y flexible como los sauces que sombreaban la pequeña fuente de donde se sacaba el agua para la granja, e iba vestida con esa coquetería natural que realza todos los encantos de la mujer: su sombrerito arreglado por ella misma, como había dicho a Pitou, le sentaba a las mil maravillas.
El baile no comenzaba por lo regular hasta las seis: cuatro ministriles, colocados sobre un estrado de tablas, hacían los honores de aquella sala de baile al aire libre, mediante la retribución de seis blancas[11] por contradanza. Hasta que dieran las seis, era costumbre pasearse en aquella famosa avenida de los Suspiros, de que la tía Angélica había hablado, y donde se miraba a los jóvenes señores de la ciudad o de las cercanías jugar a la pelota, bajo la dirección de maese Farolet, primer pelotero de Su Alteza monseñor el duque de Orleans. Maese Farolet era considerado como un oráculo, y sus decisiones en el juego eran atendidas con toda la veneración que se debía a su edad o a su mérito.
Pitou, sin saber por qué, hubiera preferido con mucho permanecer en la avenida de los Suspiros; pero Catalina no se había engalanado tanto en su tocador, con gran admiración de Pitou, para ir a pasear a la sombra de aquella doble hilera de árboles.
Las mujeres son como las flores que la casualidad ha hecho nacer en lugares sombríos; tienden de continuo a la luz, y, de una manera u otra, preciso es que su corola fresca y embalsamada se abra por fin al sol, que las marchita y las agosta.
Solamente la violeta, al decir de los poetas, es la que tiene la modestia de permanecer oculta; pero también lleva el luto de su inútil belleza.
Catalina, pues, tiró tanto y tan bien del brazo de Pitou, que se tomó el camino del juego de pelota.
Apresurémonos a decir que Ángel no se mostró reacio, pues le urgía también mostrar su traje azul celeste y su gracioso tricornio, así como Catalina deseaba que se viese su sombrero a la Galatea y su corsé de cuello de pichón.
Una cosa halagaba, sobre todo, a nuestro héroe y le daba una ventaja momentánea sobre Catalina. Como nadie le reconocía, pues jamás se había visto a Pitou con tan rico traje, tomábanle por un joven extranjero llegado de la ciudad, por algún sobrino o primo de la familia Billot, o tal vez un pretendiente de la misma Catalina; pero Pitou tenía demasiado empeño en probar su identidad para que el error pudiese durar más tiempo. Hizo tantas señas a sus amigos, y se quitó el sombrero tantas veces para saludar a las personas conocidas, que al fin se supo que el vistoso aldeano era el indigno discípulo del abate Fortier, lo cual produjo una especie de clamoreo.
—¡Es Pitou! ¿Habéis visto a Ángel Pitou?
Estas palabras llegaron hasta la señora Angélica; pero como el rumor le decía que aquel a quien se proclamaba por su sobrino era un guapo mozo, que andaba con los pies hacia afuera y redondeando los brazos, la solterona, que había visto siempre a Pitou con los pies hacia dentro y los codos tocando el cuerpo, movió la cabeza con expresión incrédula, limitándose a decir:
—Os engañáis: no es ese mi pícaro sobrino.
Los dos jóvenes llegaron al juego de pelota: precisamente aquel día era el señalado para un desafío entre los jugadores de Soissons y los de Villers-Cotterêts: de modo que la partida era de las más animadas. Catalina y Pitou se colocaron a la altura de la cuerda, al pie del declive, siendo la joven quien había elegido aquel sitio como el mejor.
Al cabo de un momento se oyó la voz de maese Farolet que gritaba:
—¡Partido a dos! Pasemos.
Los jóvenes pasaron, en efecto; es decir, que cada cual fue a defender su terreno y atacar el de sus adversarios. Uno de los jugadores saludó al paso a Catalina con una sonrisa, y la joven contestó con una reverencia ruborizándose. Al mismo tiempo, Pitou sintió correr por el brazo de Catalina, apoyado en el suyo, un ligero temblor nervioso.
Una especie de angustia desconocida oprimió el corazón de Pitou.
—¿Es ese el señor de Charny? —preguntó, mirando a su compañera.
—Sí —contestó Catalina—. ¿Le conocíais acaso?
—No le conozco —contestó Pitou—, pero le he adivinado.
En efecto: Ángel había podido adivinar al señor de Charny en aquel joven, según lo que Catalina le había dicho la víspera.
El que había saludado a la joven era un elegante caballero, de veintitrés a veinticuatro años, guapo, airoso, de elegantes formas y con mucha gracia en los movimientos; según se observa en aquellos que recibieron una educación aristocrática desde la cuna. Todos los ejercicios corporales, que no se ejecutan bien sin la condición de haberlos estudiado desde la infancia, el señor Isidoro de Charny los practicaba con notable perfección; y, además, era de aquellos cuyo traje se armoniza siempre maravillosamente con el ejercicio a que se destina; los que usaba para la caza eran citados por su delicado gusto; y los que vestía en la sala de armas hubieran podido servir de modelos al mismo Saint-Georges. En fin, sus trajes para montar tenían, o más bien parecían tener, gracias a su manera de llevarlos, un corte particular.
Aquel día, el señor de Charny, hermano menor de nuestro antiguo conocido el conde de Charny, luciendo un elegante traje de mañana, llevaba una especie de pantalón ceñido, de color claro, que realzaba la forma de sus piernas, a la vez finas y musculosas; unas graciosas zapatillas, propias para el juego de pelota, sujetas con correas, reemplazaban momentáneamente el zapato de tacón rojo o la bota de pieles; una chaqueta de piqué blanco estrechaba su talle como un corsé; y, por último, en el declive, su criado tenía al brazo una levita verde con galones de oro. La animación le comunicaba en aquel momento todo el encanto y la frescura de la juventud que, a pesar de sus veintitrés años, las vigilias prolongadas, las orgías nocturnas y las partidas de juego que el sol ilumina al salir, le habían hecho perder ya.
Ninguna de las ventajosas cualidades que Catalina había reconocido ya sin duda, pasó desapercibida para Pitou. Al ver las manos y los pies del señor de Charny comenzó a estar menos orgulloso de aquella prodigalidad de la naturaleza que le había dado la victoria sobre el hijo del zapatero, y pensó que aquella misma naturaleza hubiera podido repartir de una manera más hábil en todas las partes de su cuerpo los elementos de que se componía.
En efecto, con lo que sobraba en los pies, en las manos y en las rodillas de Pitou, la naturaleza hubiera tenido con que hacerle una pierna muy agraciada; mas ahora las cosas no estaban en su sitio: donde faltaba finura había pesadez de forma, y donde esta última debía ser redondeada hallábase el vacío.
Pitou miró sus piernas con la expresión con que el ciervo de la fábula debió mirar las suyas.
—¿Qué tenéis, señor Pitou? —preguntó Catalina. El joven no contestó, y contentóse con suspirar. La partida había terminado, y el vizconde de Charny se aprovechó del intervalo que debía seguir antes de comenzar la otra, para ir a saludar a Catalina. A medida que se acercaba, Pitou veía colorearse el rostro de la joven, y sintió que su brazo estaba más tembloroso.
El vizconde saludó con un movimiento de cabeza a Pitou, y después, con esa cortesía familiar que tan bien usaban los nobles de aquella época cuando trataban con las menestralas y las modistas, preguntó a Catalina por su salud, solicitando su mano para la primera contradanza, lo cual aceptó aquella. El joven noble dio las gracias con una sonrisa; la partida iba a comenzar de nuevo, y como le llamaran, saludó a Catalina y alejóse con la misma desenvoltura con que llegó.
Pitou comprendió al punto toda la superioridad que sobre él tenía un hombre que hablaba, sonreía, se acercaba y se iba de aquella manera.
Un mes empleado para esforzarse en imitar el sencillo movimiento del señor de Charny no hubiera conducido a Pitou más que a una parodia, cuya ridiculez comprendía él mismo.
Si el corazón del joven hubiese conocido el odio, desde aquel momento habría detestado al vizconde de Charny.
Catalina continuó mirando jugar a la pelota hasta el momento en que los jugadores llamaron a sus criados para que les vistiesen; y después se dirigió hacia el baile, con gran desesperación de Pitou, que aquel día parecía estar destinado a ir contra su voluntad a todas partes.
El señor de Charny no se hizo esperar: un ligero cambio en su traje había convertido al jugador de pelota en un elegante bailarín. Los violines dieron la señal, y el joven noble presentó su mano a Catalina, recordándole la promesa hecha.
Lo que Pitou experimentó al sentir que el brazo de Catalina se desasía del suyo, y cuando vio que la joven, muy ruborizada se dirigía al círculo con su caballero, fue tal vez una de las sensaciones más desagradables que había sentido en su vida. Un sudor frío inundó su frente, por sus ojos pasó una nube; extendió la mano, y apoyóse en la balaustrada, porque sus rodillas, por sólidas que fueran, comenzaban a flaquear.
En cuanto a Catalina, parecía no tener, y probablemente no tenía la menor idea de lo que pasaba en el corazón de Pitou; era feliz, y estaba orgullosa a la vez, porque bailaba con el más apuesto caballero de las cercanías.
Si Pitou había debido admirar forzosamente al señor de Charny, como jugador de pelota, no pudo menos de hacerle también justicia como bailarín. En aquella época no había llegado aún la moda de andar en vez de bailar; la danza era un arte que se comprendía en la educación, y, sin contar al señor de Lauzun, que había debido su fortuna a la manera de bailar en el primer rigodón del rey, más de un caballero alcanzó el favor de que gozaba en la corte a su modo de mover la cadera y de adelantar la punta del pie. Por este concepto, el vizconde era un modelo de gracia y de perfección, y hubiera podido, como Luis XIV, bailar en un teatro con la probabilidad de que le aplaudieran, aunque no fuese ni rey ni actor.
Por segunda vez, Pitou miró sus piernas, y hubo de confesarse que, a menos de que se efectuara un gran cambio en aquella parte de su individuo, debía renunciar a obtener ningún triunfo del género de los que alcanzaba el señor de Charny en aquel momento.
La contradanza terminó: para Catalina, apenas había durado algunos segundos; pero a Pitou le pareció un siglo. Al volver para tomar el brazo de su acompañante, Catalina echó de ver el cambio que se había efectuado en su fisonomía: estaba pálido; el sudor bañaba su frente, y una lágrima medio devorada por los celos desprendíase de sus ojos húmedos.
—¡Ah, Dios mío! ¿Qué tenéis, Pitou?
—Lo que tengo —contestó el pobre muchacho—, es que jamás me atreveré a bailar con vos, después de haberos visto como pareja del señor de Charny.
—¡Bah! —repuso Catalina—. No debéis trastornaros así; bailaréis como podáis, y no tendré menos gusto en ser vuestra pareja.
—¡Ah! —replicó Pitou—. Decís eso para consolarme, señorita; pero yo me hago justicia, y sé que os agradará más bailar con ese noble joven que no conmigo.
Catalina no contestó, porque no quería mentir; pero como tenía muy buen corazón y comenzaba a echar de ver que pasaba alguna cosa extraña en el del pobre muchacho, díjole palabras muy lisonjeras, aunque no fueron suficientes para hacerle recobrar su alegría perdida. El padre Billot había dicho verdad: Pitou comenzaba a ser hombre, puesto que sufría.
Catalina bailó cinco o seis contradanzas más, una de ellas con el señor de Charny. Esta vez, sin sufrir menos, Pitou estaba más sereno, al parecer; seguía con los ojos cada movimiento de Catalina y de su pareja; esforzábase para adivinar por el movimiento de los labios lo que se decían, y cuando en las figuras que ejecutaban sus manos llegaban a tocarse, procuraba adivinar y si se unían solamente o si se estrechaban en aquel momento.
Sin duda era esta segunda contradanza la que Catalina esperaba, pues apenas hubo terminado, la joven habló a Pitou de tomar el camino de la granja. Jamás proposición alguna pudo ser acogida con tanta ansiedad; pero Pitou había recibido ya el golpe, y dando zancadas, que Catalina debía impedir de vez en cuando, guardaba el silencio más absoluto.
—¿Qué tenéis, y por qué no habláis? —preguntó al fin Catalina.
—No os hablo, señorita —contestó Pitou—, porque no sé hablar como el señor de Charny. ¿Qué podría yo deciros ahora después de todas las lindas cosas que os habrá dicho ese caballero mientras bailabais?
—Ved si sois injusto, señor Ángel; hablábamos de vos.
—¿De mí, señorita? Y ¿cómo es eso?
—¡Oh! Sencillamente, señor Pitou, porque si vuestro protector no aparece, preciso será buscaros otro.
—¿No soy acaso bueno ya para llevar las cuentas de la granja? —preguntó Pitou, exhalando un suspiro.
—Al contrario, señor Ángel; es que a mí me parece que merecéis algo mejor que la contabilidad de la granja. Por la educación que habéis recibido podéis llegar a una situación más elevada.
—Ignoro a qué llegaré; pero lo que sé es que no quiero llegar a nada si para ello ha de ser necesaria la protección del vizconde de Charny.
—Y ¿por qué la rehusaríais? Su hermano, el conde de Charny, ocupa, según parece, una admirable posición en la corte, pues se ha casado con una amiga particular de la reina. El vizconde me ha dicho que, si pudiese agradaros, os proporcionaría una plaza en los almacenes de la sal.
—Lo agradezco mucho, señorita; pero ya os he dicho que me encuentro bien donde estoy, y, a menos que vuestro padre me despida, permaneceré con vos en la granja.
—Y ¿por qué diablos te había de despedir? —preguntó una voz robusta, en la que Catalina reconoció al punto, estremeciéndose, la de su padre.
—Apreciable Pitou —dijo en voz baja Catalina—, os ruego que no habléis del señor de Charny.
—¡Vamos, contesta! —dijo el padre Billot.
—Pues… yo no sé —dijo Pitou, muy confuso—, tal vez no os parezca lo bastante instruido para seros útil.
—¡Bastante instruido, tú que cuentas tan bien, y que, lees mejor que nuestro maestro de escuela, el cual cree ser, sin embargo, una notabilidad! No, Pitou: Dios es quien concede a mi casa las personas que entran, y cuando están dentro se quedan todo el tiempo que Dios quiere.
Pitou volvió a la granja con esta seguridad; pero aunque fuese alguna cosa, no era lo bastante. En él se había efectuado un gran cambio desde su salida a su vuelta, porque acababa de perder una cosa que una vez perdida no se recobra ya más: era la confianza en sí mismo. Por eso Pitou, contra su costumbre, durmió muy mal. En sus momentos de insomnio, recordó el libro del doctor Gilberto, libro escrito principalmente contra la nobleza, contra los abusos de la clase privilegiada y contra la cobardía de los que se someten a ellos. Entonces parecióle a Pitou que comenzaba a comprender todas las buenas cosas que había leído por la mañana, y prometióse leer para sí solo y en voz baja, apenas amaneciese, la obra maestra de que dio lectura a todos.
Pero como Pitou había dormido mal, despertó tarde. No por eso dejó de poner en ejecución su proyecto de lectura; eran las siete; el padre Billot no volvería hasta las nueve, y además, aunque volviese, no podría menos de aplaudir una ocupación recomendada por él mismo.
Bajó por una escalerilla recta, y fue a sentarse en un banco, bajo la ventana de Catalina. ¿Era la casualidad la que había conducido a Pitou hasta aquel sitio, o sabía ya dónde se hallaban la ventana y el banco?
El caso es que Pitou, entrando con su traje de diario, pues no se había tenido tiempo aún de reemplazarle, y que se componía de su calzón negro, de su casacón verde y de sus zapatos enrojecidos, sacó el folleto de la faltriquera y comenzó a leer.
No nos atreveríamos a decir que los principios de esta lectura terminaron sin que los ojos de Pitou se apartasen de vez en cuando del libro, para mirar a la ventana; pero como esta no presentaba ningún busto de joven en su marco de capuchinas y enredaderas, los ojos de Pitou acabaron por fijarse invariablemente en el libro.
Pero también es verdad que, como su mano se descuidaba en volver las hojas, y que, cuando más profunda era su atención, menos se movía su mano, se podía creer que su pensamiento estaba en otra parte y que meditaba en vez de leer. De improviso, parecióle a Pitou que una sombra se proyectaba sobre las páginas del folleto, iluminadas hasta entonces por el sol matinal; esta sombra, demasiado densa para ser la de una nube, no podía producirse, pues, sino por un cuerpo opaco; y como hay cuerpos opacos encantadores que agrada mucho mirar, Pitou se volvió vivamente para ver cuál era el que le interceptaba el paso de los rayos del sol.
Pitou se había engañado: era, efectivamente, un cuerpo opaco el que le robaba, aquella parte de luz y de calor que Diógenes[12] reclamaba de Alejandro; pero aquel cuerpo opaco, en vez de ser encantador, presentaba, por el contrario, un aspecto bastante desagradable.
Era el de un hombre de cuarenta y cinco años, más alto y más delgado aún que Pitou, vistiendo un traje casi tan raído como el suyo, y que, inclinando la cabeza sobre el hombro del joven, parecía leer con tanta curiosidad, como profunda era la distracción de Pitou.
Ángel quedó muy asombrado: en los labios del hombre negro se deslizó una sonrisa, y dejando ver una boca en la cual no quedaban más que cuatro dientes, dos arriba y dos abajo, que se cruzaban como los colmillos de un jabalí, murmuró con voz gangosa:
—Edición americana, en octavo: «De la Independencia del hombre y de la Libertad de las Naciones». Boston, año 1788.
A medida que el hombre negro hablaba, Pitou abría los ojos con un asombro progresivo; de modo que, cuando aquel hombre dejó de hablar, los ojos de Pitou habían alcanzado el mayor desarrollo posible.
—Boston, mil setecientos ochenta y ocho; eso es, caballero —repitió el joven.
—Es el tratado del doctor Gilberto —dijo el hombre negro.
—Sí, señor —contestó Pitou cortésmente.
Y se levantó, porque había oído decir siempre que era de poca educación hablar sentado a un superior, y en el pensamiento de Pitou, cándido aún, todo hombre tenía derecho para reclamar superioridad sobre él.
Pero, al levantarse, Pitou vio alguna cosa sonrosada y movible hacia la ventana: era la señorita Catalina, que le hacía señas singulares, mirándole de una manera extraña.
—Caballero —dijo el hombre negro, que teniendo la espalda vuelta a la ventana no había podido ver lo que sucedía, sin que sea indiscreción ¿se puede saber a quién pertenece este libro?
Y señalaba con el dedo, pero sin tocar, el folleto que Pitou tenía entre las manos.
Pitou iba a contestar que el libro pertenecía al señor Billot, cuando llegaron hasta él estas palabras, pronunciadas por una voz casi suplicante:
—Decid que es vuestro.
El hombre negro, que era todo ojos, no oyó estas palabras.
—Caballero —dijo majestuosamente Pitou—, este libro es mío.
El hombre negro levantó la cabeza, pues comenzaba a notar que, de vez en cuando, las miradas de asombro de Pitou se desviaban de él para fijarse en un punto determinado. Entonces vio la ventana, pero Catalina había adivinado el movimiento del hombre negro, y, rápida como un pájaro, acababa de retirarse.
—¿Qué mirabais allá arriba? —preguntó el hombre negro.
—¡Ah, caballero! —contestó Pitou sonriéndose—, permitidme deciros qué sois bastante curioso, curiosus, o más bien avidus cognoscendi, como decía el abate Fortier, mi maestro.
—¿Decís, pues —repuso el hombre, sin que le intimidara, al parecer, aquella prueba de sabio que Pitou acababa de darle, sin duda con la intención de que su interlocutor formase de él una idea más elevada de la que debía tener desde un principio—, decís, pues, que este libro os pertenece?
Pitou guiñó el ojo, de manera que la ventana se hallase de nuevo en su rayo visual. La cabeza de Catalina reapareció e hizo una señal afirmativa.
—Sí, señor —contestó Pitou—. ¿Desearíais acaso leerle? Avidus legendi libri o legendae historiae.
—Señor mío —dijo el hombre negro—, me parece que sois muy superior a lo que vuestro traje indica: Non dives vestitu sed ingenio; y, de consiguiente, quedáis detenido.
—¡Detenido yo! —exclamó Pitou, en el colmo del asombro.
—Sí, señor: os ruego que me sigáis.
Pitou miró, no ya al aire, sino a su alrededor, y pudo ver dos sargentos que esperaban las órdenes del hombre negro: hubiérase dicho que acababan de surgir de la tierra.
—Vamos a extender el proceso verbal, señores —dijo el hombre negro.
El sargento ató las manos de Pitou con una cuerda, y cogió el libro del doctor Gilberto.
Después sujetó al mismo Pitou a una argolla que había debajo de la ventana.
Pitou iba a protestar; pero oyó aquella misma voz que tanta influencia tenía sobre él, y que le murmuraba:
—Dejadles hacer.
El joven obedeció con una docilidad que encantó a los sargentos, y sobre todo al hombre negro; de modo que sin desconfianza alguna entraron en el interior de la granja, los dos primeros para posesionarse de una mesa, y el último… ya sabremos más adelante para qué.
Apenas hubieron penetrado en la casa, la voz se oyó otra vez.
—Levantad las manos —dijo.
Pitou levantó, no solamente las manos, sino también la cabeza, y pudo ver el rostro pálido de Catalina, poseída de espanto; tenía un cuchillo en la mano y murmuró:
—Esperad… esperad.
El joven se enderezó cuanto era posible sobre las puntas de los pies. Catalina se inclinó hacia afuera; la hoja del cuchillo tocó la cuerda, y Ángel recobró la libertad de sus manos.
—Tomad el cuchillo —dijo Catalina—, y cortad vos mismo la cuerda que os sujeta a la argolla.
Pitou no esperó a que le repitiesen la orden; cortó la cuerda y quedó completamente libre.
—Ahora —dijo la joven—, he aquí un doble luis. Tenéis buenas piernas, poneos en salvo, e id a París para avisar al doctor.
No pudo decir más, porque los sargentos llegaban; y el doble luis cayó a los pies de Pitou, que le recogió vivamente.
En efecto: los sargentos estaban ya en el umbral de la puerta, donde permanecieron un instante atónitos, al ver libre al que habían amarrado tan bien hacía un instante. Al divisarlos, Pitou se estremeció, y repitióse confusamente el incrinibus angues de los Euménides.
Los sargentos y Pitou permanecieron un instante en la situación de la liebre y del perro de muestra, inmóviles y mirándose; pero así como al primer movimiento del perro, la liebre escapa, al primer movimiento de los agentes, Pitou dio un salto prodigioso y hallóse al otro lado de una cerca.
Los sargentos profirieron un grito que hizo correr al exento, el cual llevaba una cajita debajo del brazo. Sin perder tiempo en preguntar, comenzó a correr detrás de Pitou, y los dos sargentos le imitaron; pero no podían saltar como Pitou sobre una cerca de tres pies y medio de altura, y por lo tanto debieron dar la vuelta.
Pero cuando hubieron llegado al ángulo de la cerca divisaron a Pitou a más de quinientos pasos en la llanura, encaminándose directamente al bosque, que tan sólo distaba un cuarto de legua escaso, por lo cual llegaría al mismo a los pocos minutos.
En aquel momento, Pitou volvió la cabeza, y al ver a los sargentos que comenzaban a perseguirle de nuevo, más bien para tranquilizar su conciencia que con la esperanza de cogerle, redobló su celeridad, y muy pronto viéronle desaparecer en el lindero del bosque.
Pitou corrió un cuarto de hora más así, y hubiera podido hacerlo dos horas más en caso necesario, pues tenía el aliento del ciervo, así como su ligereza.
Pero al cabo de un cuarto de hora, juzgando por instinto que estaba fuera de peligro, detúvose, respiró, escuchó, y, seguro de que estaba bien solo, se dijo:
—Es increíble que hayan podido ocurrir tantos acontecimientos en tres días.
Y, mirando alternativamente su doble luis y su cuchillo, exclamó:
—¡Oh! Hubiera querido tener tiempo para cambiar mi doble luis y dar dos sueldos a la señorita Catalina, porque temo mucho que este cuchillo corte nuestra amistad. No importa —añadió—, puesto que ella me ha dicho que vaya a París hoy, vamos allá.
Y Pitou, después de haberse orientado, reconociendo que se hallaba entre Boursonne e Yvors, tomó por una vereda que debía conducirle directamente a los brazos de Gondreville, que atraviesa el camino de París.