Capítulo VI

La señora Billot era una mamá obesa, de treinta y cinco a treinta y seis años, redonda como una bola, frescachona y de carácter muy cordial; trotando siempre desde el palomar al corral, desde el establo de los carneros al de las vacas; inspeccionando las ollas, los hornillos y el asado, como un general experto sus acantonamientos; juzgando de un solo golpe de vista si todo estaba en su sitio; asegurándose tan sólo por el olor si el tomillo y el laurel estaban distribuidos en las cacerolas en suficientes cantidades; y murmurando por costumbre, pero sin la menor intención de que esto fuese desagradable, la señora Billot honraba a su esposo, considerándole como el mayor potentado. Amaba a su hija sin duda más que madame de Seyigné a madame de Griñán, y trataba muy bien a los jornaleros, dándoles mejor alimento que el de ninguna otra labradora, en diez leguas a la redonda. Por eso había competencia para entrar en casa del señor Billot, mas, por desgracia, lo mismo aquí que en el cielo, llamábase a muchos y se elegían pocos, comparativamente a los que se presentaban.

Ya hemos visto que Pitou, sin ser llamado, fue elegido: era una dicha que él apreció en su justo valor, sobre todo al ver el mollete dorado que ponían a su izquierda, el jarro de sidra colocado a su derecha, y el pedazo de carne de cerdo que tenía ante sí. Desde la época en que perdió su pobre madre, y hacía ya de esto cinco años, Pitou no había disfrutado de semejante ración, ni aun en los días de gran fiesta.

Por eso el joven, poseído de agradecimiento, a medida que devoraba el pan, humedeciendo con sidra las tajadas, sentía aumentar la admiración que le infundía el padre Billot, el respeto que ya profesaba a su mujer, y el amor que le inspiraba su hija. Tan sólo una cosa le molestaba, y era la humillante ocupación a que debía entregarse el día en que hubiera de guardar los carneros y las vacas, función tan poco en armonía con la que le estaba reservada para la noche, la cual tenía por objeto instruir a la humanidad en los más elevados principios de la sociabilidad y de la filosofía.

En esto pensó Pitou después de comer; pero aun en esta meditación, la influencia de la buena comida se dejó sentir, y Pitou comenzó a considerar las cosas bajo un punto de vista muy diferente del que se representaba mientras estuvo en ayunas. Aquellas funciones de guardián de carneros y de conductor de vacas, que él consideraba tan humillante para su persona, le hacían pensar en los dioses y semidioses.

Apolo, en una situación casi semejante a la suya, es decir, arrojado del Olimpo por Júpiter, como él, Pitou, había sido expulsado de Pleux por la tía Angélica; Apolo, decimos, se hizo pastor y cuidó de los rebaños de Admeto, aunque también es verdad que este último era un rey pastor, mientras que Apolo fue un dios.

Hércules había sido guardián de vacas, o poco menos, puesto que, según dice la mitología, había tirado de la cola a las vacas de Gerion, y atendido que, conducir esos animales por la cola o por la cabeza, no es más que una diferencia en las costumbres del que las dirige; esto no puede impedir que, bien mirado, sea un conductor de vacas, es decir, un vaquero.

Aun hay más: aquel Titiro echado al pie de un haya, del que Virgilio nos habla y que se felicita en tan hermosos versos del reposo que Augusto le ha concedido, era un pastor también; y, por último, pastor era asimismo aquel Melibeo que se queja tan poéticamente al abandonar sus hogares.

A decir verdad, todos aquellos personajes hablaban bastante bien el latín para ser abates, y, sin embargo, preferían ver a sus cabras pacer el cítiso[9], más bien que decir misa y cantar vísperas; de modo que era preciso que el oficio de pastor tuviese también sus encantos. Por otra parte, ¿quién impedía a Pitou comunicarle la dignidad y la poesía que había perdido, quién le impedía proponer certámenes de canto a los Menalcos y los Palemones de los pueblos de las cercanías? Seguramente que nadie. Pitou había cantado más de una vez al facistol, y, a no habérsele sorprendido en cierta ocasión, bebiéndose el vino de las vinagreras del abate Fortier, que con su ordinaria energía le destituyó de su dignidad de niño de coro en el mismo instante, aquel talento podía haberle conducido lejos. No sabía tocar el caramillo, es verdad, pero sí el piporro en todos los tonos, que debía parecerse bastante. No se cortaba él mismo su flauta con tubos de dimensiones desiguales, como lo hacía el amante de Syrinx[10]; pero con madera de tilo y de castaño construía silbatos, cuya perfección le valieron, más de una vez, los aplausos de sus compañeros. Pitou podía, pues, ser pastor sin rebajarse mucho; no descendía a tal estado, que tan poco se aprecia en las épocas modernas, sino que lo elevaba hasta él.

Por lo demás, los apriscos estaban bajo la dirección de la señorita Billot, y no podía considerar como órdenes las que pronunciaran los labios de Catalina.

Pero, a su vez, la joven veló por la dignidad de Pitou.

Aquella misma noche, cuando Ángel se acercó a Catalina para preguntarle a qué hora debía marchar a reunirse con los pastores, la hija del labrador le contestó sonriendo:

—No marcharéis.

—Y ¿cómo es eso? —preguntó Pitou, admirado.

—He podido hacer entender a mi padre que la educación que habéis recibido era demasiado superior para las funciones a que os destinaba, y, por lo tanto, os quedaréis aquí.

—¡Ah! Tanto mejor —exclamó Pitou—. De este modo no me separaré de vuestro lado.

Al ingenuo mancebo se le había escapado la exclamación; más apenas la hubo pronunciado se sonrojó hasta las orejas; mientras que Catalina, por su parte, inclinaba la cabeza y sonreía.

—¡Ah! Dispénseme, señorita —añadió—, pues he dicho esas palabras bien a pesar mío, y no debéis enojaros por eso.

—No me enojo, señor Pitou —contestó Catalina—, y no es culpa vuestra si os complace permanecer a mi lado.

Siguióse una pausa, lo cual no tenía nada de extraño. ¡Se habían dicho los pobres muchachos tantas cosas en tan pocas palabras!

—Pero —observó Pitou—, no puedo permanecer en la granja sin hacer nada. ¿En qué me ocuparé aquí?

—Haréis lo que yo hacía; encargaros de las escrituras, llevar las cuentas de los jornaleros y nota de los gastos e ingresos. Sabéis calcular, ¿no es así?

—Sé las cuatro reglas —contestó orgullosamente Pitou.

—Una más que yo —dijo Catalina—, pues nunca pude pasar de la tercera. Bien veis que mi padre ganará teniéndoos por contador, como yo ganaré por mi parte, y vos por la vuestra: todos quedarán beneficiados.

—Y ¿en qué ganaréis, señorita? —preguntó Pitou.

—Ganaré tiempo, y así podré hacerme sombreros para estar más linda.

—¡Ah! —exclamó Pitou—. Me parece que ya lo sois bastante sin sombrero ninguno.

—Puede ser; pero esta es vuestra opinión particular, —repuso la joven sonriendo—, sin contar que no puedo ir a bailar el domingo a Villers-Cotterêts sin llevar en la cabeza sombrero o cosa que se le parezca. Solamente las grandes damas son las que tienen derecho para empolvarse e ir con la cabeza descubierta.

—Pues a mí me parecen vuestros cabellos más hermosos que si estuvieran empolvados —dijo Pitou.

—¡Vamos, vamos! Ya veo que estáis en disposición de hacerme cumplidos.

—No, señorita, no sé hacerlos, porque en casa del abate Fortier no se enseñaba esto.

—Y ¿se aprendía a bailar?

—¡A bailar! —preguntó Pitou con asombro.

—Sí, a bailar.

—¡A bailar en casa del abate Fortier! ¡Jesús, señorita!… ¡Ah, sí, no era mal baile!

—¿Es decir que no sabéis bailar? —repuso Catalina.

—No —contestó Pitou.

—Pues bien: me acompañaréis el domingo al baile y veréis bailar al señor de Charny, que es quien más se distingue entre todos los jóvenes de los alrededores.

—Y ¿quién es ese señor de Charny? —preguntó Pitou.

—Es el propietario del castillo de Boursonne.

—Y ¿bailará el domingo?

—Sin duda.

—Y ¿con quién?

—Conmigo.

El corazón de Pitou se oprimió sin que supiera por qué.

—Entonces —repuso—, ¿para bailar con él queréis engalanaros?

—Para bailar con él, con los demás y con todo el mundo.

—¿Menos conmigo?

—Y ¿por qué no con vos?

—Como yo no sé.

—Pues ya aprenderéis.

—¡Ah! Si quisierais enseñarme, señorita Catalina, aprendería mucho mejor que viendo bailar al señor de Charny: yo os lo aseguro.

—Ya veremos eso —dijo Catalina—. Entretanto, ya es hora de acostarnos. Buenas noches, Pitou.

—Muy buenas, señorita Catalina.

Había bueno y malo en lo que la joven había dicho a Pitou: lo bueno era que se había elevado, desde las funciones de pastor y de vaquero, a las de tenedor de libros; lo malo, que no sabía bailar; mientras que el señor de Charny, al decir de Catalina, bailaba mejor que todos los demás.

Pitou soñó toda la noche que veía al señor de Charny bailando y que lo hacía muy mal.

Al día siguiente, el joven comenzó a trabajar bajo la dirección de Catalina: entonces le llamó la atención una cosa, y es que con ciertos maestros el estudio era muy agradable. Al cabo de dos horas estuvo del todo al corriente de su trabajo.

—¡Ah, señorita! —dijo—. Si me hubierais enseñado el latín, en vez de ser mi maestro el abate Fortier, creo que no hubiera cometido barbarismos.

—Y ¿hubierais sido abate?

—Sí, sí, señorita, abate.

—De modo que ¿os habríais encerrado en un seminario, dónde jamás hubiera podido entrar una mujer…?

—¡Toma! —exclamó Pitou—. Nunca había pensado en esto, señorita Catalina… pues prefiero no ser abate…

A las nueve entró en casa el padre Billot, quien había salido antes de que Pitou se levantase. Todos los días, a las tres de la madrugada, el labrador estaba presente a la salida de sus caballos y de sus carreteros; después recorría los campos hasta las nueve, para ver si toda la gente estaba en su puesto y si cada cual se ocupaba en su trabajo; luego iba a su casa para almorzar, y salía de nuevo a las diez; a la una servíase la comida, y, terminada esta, las horas de la tarde, así como las de la mañana, se pasaban en inspección. De este modo, los asuntos del padre Billot marchaban a las mil maravillas, y, según había dicho, poseía unas sesenta fanegadas de tierra al sol, y un millar de luises a la sombra; y hasta es probable que, si se hubiera contado bien, y que si Pitou hubiese hecho el cálculo, en vez de distraerse demasiado por la presencia o recuerdo de la señorita Catalina, se habrían encontrado algunos luises y fanegadas de tierra más de los que había contado el bueno de Billot.

Durante el almuerzo, el labrador anunció a Pitou que la primera lectura de la obra del doctor Gilberto se verificaría dos días después en la granja, a las diez de la mañana.

Pitou observó entonces tímidamente que esta hora era la de la misa; pero Billot contestó que precisamente había señalado las diez de la mañana para probar a sus obreros.

Ya hemos dicho que el padre Billot era filósofo.

Aborrecía a los curas, considerándolos como apóstoles de la tiranía; y teniendo ahora ocasión de elevar altar contra altar, aprovechábala apresuradamente.

La señora Billot y Catalina aventuraron también algunas observaciones; pero el labrador contestó que las mujeres irían a oír misa si lo deseaban así, atendido que la religión se había hecho para ellas; pero que los hombres oirían la lectura de la obra del doctor o saldrían de su casa.

El filósofo Billot era muy déspota en su casa; solamente Catalina tenía privilegio para levantar la voz contra sus decisiones; pero si estas últimas eran cosa resuelta en el ánimo del labrador para que contestase a Catalina frunciendo el ceño, la joven se callaba como los demás.

Pero Catalina pensó sacar partido de las circunstancias, en provecho de Pitou. Al levantarse de la mesa, hizo presente a su padre que, para decir todas las buenas cosas que iba a leer, el joven estaba muy pobremente vestido; que hacía las veces de maestro, puesto que él era quien instruía, y que el maestro no debía tener motivo para sonrojarse delante de sus discípulos.

Billot autorizó a su hija para entenderse con el señor Dulauroy, sastre en Villers-Cotterêts.

Catalina tenía razón, pues un nuevo traje no era cosa de lujo para el pobre Pitou: el pantalón que llevaba era siempre aquel que le mandó hacer, cinco años antes, el doctor Gilberto, pantalón que, siendo demasiado largo, era ahora excesivamente corto; pero que —forzoso es decirlo—, se había prolongado en dos pulgadas por año, gracias a la solicitud de la señora Angélica. En cuanto al chaquetón y reemplazado por el capotón de sarga con que nuestro héroe fue presentado a los ojos de mis lectores desde las primeras páginas de esta historia.

Pitou no había pensado nunca en el tocador; el espejo era cosa desconocida en casa de la señora Angélica; y no teniendo, como el bello Narciso, las primeras disposiciones para enamorarse de sí propio, a Pitou no se le ocurrió nunca mirarse en las fuentes donde colocaba sus lazos.

Pero desde el instante en que la señorita Catalina le habló de acompañarla al baile, desde el momento en que fue cuestión del señor de Charny, aquel elegante joven; desde la hora en que se trató de los sombreros con que Catalina pensaba aumentar sus encantos, Pitou se miró en un espejo, y, contristado del deterioro de su pantalón, preguntóse de qué manera podría él también agregar alguna cosa a sus cualidades físicas naturales.

Por desgracia, Pitou no había podido contestarse sobre este punto, pues el deterioro era general en su ropa; para tener un traje nuevo se necesitaba dinero, y Pitou no había poseído en su vida un cuarto.

Bien había visto Ángel que, para disputar el premio de la flauta o de la poesía, los pastores se coronaban de rosas; pero Pitou pensaba con razón que esta corona, por bien que sentase a la expresión de su rostro, no haría más que realzar la pobreza de su traje.

Pitou, pues, quedó sorprendido de una manera muy agradable, cuando el domingo, a las ocho de la mañana en el momento en que meditaba sobre los medios de engalanar su persona, el sastre, entrando de pronto, dejó sobre una silla una levita, un calzón azul celeste y un gran chaleco blanco con listas de color de rosa.

Al mismo tiempo, la lencera entró también para dejar sobre una silla, frente a la primera, una camisa y una corbata; si la primera sentaba bien, tenía orden de confeccionar media docena.

Era la hora de las sorpresas: detrás de la lencera apareció el sombrerero, el cual llevaba un pequeño tricornio de última moda, muy bien hecho y elegante, de lo mejor que se confeccionaba en casa del señor Cornú, primer sombrerero de Villers-Cotterêts.

Llevaba también un encargo del zapatero, que era dejar a los pies de Pitou un par de zapatos con hebillas de plata, hechos expresamente para él.

Pitou no volvía en sí de su asombro, ni podía creer que todas aquellas riquezas fuesen para él. En sus sueños más exagerados, no se hubiera atrevido a desear semejante equipo: lágrimas de agradecimiento humedecieron sus párpados, y tan sólo pudo murmurar estas palabras: ¡Oh señorita Catalina, señorita Catalina! ¡Jamás olvidaré lo que hacéis por mí!

Todo aquello iba a las mil maravillas, como si el sastre hubiese tomado la medida a Pitou, y solamente los zapatos resultaron una mitad más pequeños de lo que debían, porque el señor Laudereau, el zapatero, se había guiado por el pie de su hijo, el cual contaba cuatro años más que Pitou. Esta superioridad del joven, sobre el hijo del zapatero, enorgulleció un instante a nuestro héroe; pero este sentimiento de orgullo se modificó muy pronto por la idea de que le sería preciso ir al baile sin zapatos, o con los viejos, que no cuadrarían con su traje. Sin embargo, esta inquietud fue de corta duración, pues un par de zapatos que se enviaba al mismo tiempo al padre Billot remedió la falta: por fortuna, el labrador y Pitou tenían el mismo pie, de lo cual no se dijo nada a Billot por temor de humillarle.

Mientras que Pitou se disponía a vestir aquel suntuoso traje, el peluquero entró. Lo primero que hizo fue separar los cabellos amarillos de Pitou en tres partes: una de ellas, la más abundante, debía caer sobre la espalda en forma de cola; y las otras dos tenían por misión acompañar a las sienes bajo el nombre de orejas de perro: es poco poético; pero ¿qué le hemos de hacer, si así se llamaban?

Ahora, confesemos una cosa, y es que cuando Pitou, peinado, rizado, con su levita, su calzón azul, su chaleco blanco, su camisa con chorrera, su cola y sus orejas de perro, se miró en el espejo, le costó mucho reconocerse a sí propio, y se volvió para mirar si Adonis en persona no habría bajado un momento a la tierra.

Estaba solo; sonrió con gracia, y alta la cabeza, y con las manos en los bolsillos, se irguió de puntillas, diciendo:

—¡Ahora veremos a ese señor de Charny!…

Cierto que Ángel Pitou, con su nuevo traje, se asemejaba, como dos gotas de agua entre sí, no a un pastor de Virgilio, sino a un pastor de Vatteau.

Así es que, el primer paso que Pitou dio al entrar en la cocina de la granja, fue un triunfo.

—¡Oh! ¡Vea usted, mamá, qué bien está Pitou así!… —exclamó Catalina.

—La verdad es que no se le reconoce —dijo la señora Billot.

Por desgracia, para el conjunto que había llamado la atención de Catalina, esta última pasó a los detalles, y Pitou parecía en ellos menos bien que en el conjunto.

—¡Oh! —exclamó Catalina—. ¡Qué grandes tenéis las manos! Es cosa muy particular.

—Sí —contestó Pitou—, tengo grandes manos, ¿no es verdad?

—Y voluminosas rodillas.

—Esto prueba que debo crecer.

—Pues me parece que ya sois bastante alto, señor Pitou.

—No importa, aun lo seré más, pues tan sólo tengo diecisiete años y medio.

—Y os faltan pantorrillas.

—¡Ah! Esto es verdad; no tengo, pero también crecerán.

—Es de esperar así —repuso Catalina—. En fin, estáis muy bien así.

Pitou saludó.

—¡Oh, oh! —exclamó el padre Billot al entrar, mirando a Pitou a su vez—. ¡Qué guapo estás así, muchacho! Quisiera que tu tía Angélica te viese en este momento.

—Yo también —dijo Pitou.

—Presumo lo que diría —repuso el labrador.

—No diría nada, sino que rabiaría.

—Pero, papá —observó Catalina con cierta inquietud—, ¿no tendría derecho para reclamarle?

—No, puesto que le ha despedido.

—Y además —dijo Pitou—, los cinco años han pasado ya.

—¿Qué cinco años? —preguntó Catalina.

—Los que pagó el doctor Gilberto, dejando mil francos.

—Conque ¿había dejado mil francos a tu tía?

—Sí, sí, para que hiciera mi aprendizaje.

—¡Ese sí que es un hombre! —exclamó el labrador—. ¡Cuando pienso que todos los días oigo contar cosas semejantes! Debes estarle agradecido toda tu vida —añadió, haciendo un ademán con la mano.

—Quería que yo aprendiese un oficio —dijo Pitou.

—Y tenía razón; pero he aquí cómo las buenas intenciones se desnaturalizan. Dejan mil francos para que el muchacho aprenda un oficio, y, en vez de enseñárselo, le llevan a casa de un clérigo que quiere convertirle en seminarista. Y ¿cuánto le pagaba al abate Fortier?

—¿Quién?

—Tu tía.

—Pues nada.

—Entonces, se embolsaría las doscientas libras de ese buen señor Gilberto.

—Probablemente.

—Escucha, Pitou: voy a darte un consejo, y es que, cuando la vieja beata reviente, registres bien todos los rincones de la casa, los armarios, los jergones y hasta los tiestos.

—¿Por qué? —preguntó Pitou.

—Porque encontrarás algún tesoro, antiguas monedas de oro en alguna media de lana; no lo dudo, pues no habrá encontrado una bolsa bastante grande para guardar sus ahorros.

—¿Lo creéis así?

—Seguro estoy de ello; pero ya hablaremos del asunto en su tiempo y lugar. Hoy es cuestión de dar una vueltecita. ¿Tienes el folleto del doctor Gilberto?

—Le guardo en el bolsillo.

—Padre mío —dijo Catalina—, ¿habéis reflexionado bien?

—No es necesario reflexionar para hacer cosas buenas, hija mía —dijo el padre Billot—. El doctor me encarga que haga leer su libro y que propague los principios que contiene: el libro se leerá, y los principios se propagarán.

—Y ¿podremos ir a misa mi madre y yo? —preguntó Catalina con timidez.

—Id a misa —dijo Billot—, puesto que sois mujeres. Para nosotros, los hombres, ya es otra cosa. Ven conmigo. Pitou.

El joven saludó a la señora Billot y a Catalina y siguió al labrador, muy enorgullecido de que le llamaran hombre.