Pitou corría como si todos los diablos del infierno le persiguieran, y en un momento estuvo fuera de la ciudad.
Al doblar la esquina del cementerio, estuvo a punto de dar de narices contra la grupa de un caballo.
—¡Eh! —exclamó una dulce voz bien conocida de Pitou—. ¿Dónde vais corriendo así, señor Ángel? Poco ha faltado para que Cadet se desboque por el miedo que le habéis causado.
—¡Ah, señorita Catalina! —exclamó Pitou, contestando a su propio pensamiento más bien que a la pregunta de la joven—. ¡Ah, señorita Catalina! ¡Qué desgracia, Dios mío, qué desgracia!
—¡Jesús, me espantáis! —dijo la joven, deteniendo su caballo en medio del camino—. ¿Qué ocurre, señor Ángel?
—Ocurre —contestó Pitou, como si fuese a revelar un misterio de iniquidades—, que ya no seré abate, señorita Catalina.
—Pero, en vez de gesticular en el sentido que Pitou esperaba, la Billota dejó escapar una ruidosa carcajada.
—¿Qué no seréis abate? —preguntó.
—No —repuso Pitou con aire consternado—, parece que es imposible.
—¡Pues bien! Entonces seréis militar —dijo la joven.
—¿Soldado?
—Sin duda. No hay que desesperarse por tan poca cosa, Dios mío. Yo creí al pronto que veníais para anunciarme la repentina muerte de vuestra tía.
—¡Ah! —exclamó Pitou con sentimiento—. Para mí es exactamente lo mismo que si hubiese muerto, puesto que me ha echado de su casa.
—Dispensad —repuso Catalina, sonriendo—, si os digo que ahora os faltará la satisfacción de poder llorarla.
Y Catalina comenzó a reír a más y mejor, lo cual escandalizó de nuevo a Pitou.
—Pero ¿no habéis oído que acaba de despedirme? —replicó el escolar, desesperado.
—¡Pues tanto mejor! —dijo la joven.
—Es una dicha poder reírse así, señorita Billot, y esto prueba que tenéis un carácter muy agradable, puesto que las penas de los demás no os causan mucha impresión.
—Y ¿quién os dice que si os ocurriera una verdadera desgracia no os compadecería, señor Ángel?
—¿Que me compadeceríais si me ocurriese una verdadera desgracia? ¡Pues no sabéis que no tengo ya recursos!
—¡Tanto mejor! —volvió a decir Catalina.
Pitou no sabía ya qué pensar.
—¡Y comer —exclamó de pronto—, sobre todo yo, que tengo siempre hambre!
—Pues ¿no queréis trabajar, señor Pitou?
—¡Trabajar! ¿Y en qué? El señor Fortier y mi tía Angélica me han repetido más de cien veces que yo no era bueno para nada. ¡Ah! Si me hubiesen puesto de aprendiz con un carpintero o un carretero, en vez de hacerme estudiar para ser abate. Decididamente —añadió Pitou, con un ademán desesperado—, decididamente pesa sobre mí una terrible maldición.
—¡Ay de mí! —exclamó la joven con tono compasivo, pues conocía, como todo el mundo, la historia lamentable de Pitou—. Hay algo de verdad en lo que decís, apreciable señor Ángel; pero… ¿por qué no hacéis una cosa?
—¿Cuál? —preguntó Pitou, cogiéndose a la futura proposición de Catalina, como quien se coge a una rama de sauce cuando se ahoga—. Decid pronto.
—Me parece que teníais un protector.
—Sí, el doctor Gilberto.
—Erais el compañero de clase de su hijo, puesto que fue educado, como vos, en casa del abate Fortier.
—Ya lo creo, y hasta impedí más de una vez que le zurraran.
—¡Pues bien! ¿Por qué no os dirigís a su padre? Seguramente no os abandonará.
—¡Diantre! Seguramente lo haría, si supiera lo que ha sido de él; pero tal vez vuestro padre lo sepa, señorita Catalina, puesto que el doctor Gilberto es su propietario.
—Yo sé que le enviaba una parte del importe de los alquileres a América, depositando la otra en casa de un notario de París.
—¡Ah! —exclamó Pitou suspirando—. América está muy lejos.
—¿Iríais a América? —preguntó la joven, casi espantada de la resolución de Pitou.
—¿Yo, señorita Catalina? ¡Jamás, jamás! Si yo supiera dónde y cómo comer, estaría en Francia muy bien.
—¡Muy bien! —repitió Catalina.
Pitou bajó los ojos, y la joven guardó silencio bastante rato; el escolar estaba sumido en meditaciones que hubieran extrañado al abate Fortier como hombre lógico.
Estas meditaciones, partiendo de un punto oscuro, se aclararon; después fueron confusas, aunque brillantes como relámpagos cuyo origen está oculto.
Sin embargo, Cadet había continuado su marcha al paso, y Pitou iba junto a él, con la mano apoyada en uno de los cestos. En cuanto a la señorita Catalina, meditabunda por su parte, como Pitou por la suya, dejaba flotar las riendas sin temer que su caballo se desbocase. Por lo demás, no había ningún monstruo en el camino, y Cadet era de una raza que no tenía ninguna relación con los caballos de Hipólito.
Pitou se detuvo maquinalmente cuando el caballo dejó de andar. Habían llegado a la granja.
—¡Toma! ¡Eres tú, Pitou! —exclamó un hombre de poderosa corpulencia, plantado con mucho aplomo delante de una balsa, donde hacía beber a su caballo.
—¡Ah! Sí, señor Billot, soy yo mismo.
—Otra desgracia que ha sufrido el pobre Pitou —dijo la joven apeándose, sin mirar que su falda, levantándose un poco, dejara ver el color de las ligas—, su tía le ha despedido.
—Y ¿qué le ha hecho a esa vieja marrullera? —preguntó él labrador.
—Parece que no sé mucho de griego —dijo Pitou.
¡El muy tonto se vanagloriaba! De latín debió haber dicho.
—¿Que no sabes bastante griego? —repitió el labrador—. Y ¿para qué necesitas saberlo?
—Para explicar a Teócrito y leer la Ilíada.
—¿Y para qué te serviría explicar Teócrito y leer la Ilíada?
—Para ser abate.
—¡Bah! —dijo el padre Billot—. ¿Sé yo acaso el griego, ni tampoco el latín? ¿Sé yo siquiera el francés, ni tampoco escribir ni leer? Esto no me impide sembrar, recoger y almacenar.
—Sí, pero vos, señor Billot, no sois abate, sino cultivador, agrícola, como dice Virgilio: O fortunatus nimium…
—Y bien; ¿crees tú, mal niño de coro, que un cultivador no valga tanto como un clérigo, sobre todo cuando tiene sesenta fanegadas de tierra al sol y un millar de luises a la sombra?
—Siempre me han dicho que ser abate era lo mejor del mundo, aunque es cierto —añadió Pitou, con su sonrisa más agradable—, que no siempre escuché lo que me decían.
—Hiciste bien, muchacho, pues ya ves que yo compongo versos como cualquier otro cuando me empeño en ello. Me parece que eres de bastante buena madera para hacer de ti algo mejor que un abate, y que es una dicha que no te dediques a tal carrera, sobre todo en este momento. En mi calidad de labrador, conozco la época en que vivimos, y le advierto que el tiempo es malo para los abates.
—¡Bah! —exclamó Pitou.
—Sí —dijo el labrador—, te aseguro que habrá tempestad, y, por lo tanto, créeme. Tú eres honrado, tú eres sabio…
Pitou saludó, muy satisfecho de que le llamaran sabio por primera vez en su vida.
—Por lo tanto —continuó el labrador—, puedes ganarte la vida sin eso.
La señorita Catalina, descargando los pollos y las palomas, escuchaba con interés el diálogo entre Pitou y su padre.
—Ganarme la vida —replicó Pitou—, esto es cosa que me parece muy difícil.
—¿Qué sabes hacer?
—¡Diantre! Sé tender lazos y poner cañas con liga; también imito muy regularmente el canto de las aves. ¿No es verdad, señorita Catalina?
—¡Oh! En cuanto a eso es muy verdad: canta como un pinzón.
—Sí; pero todo eso no es un oficio —replicó el padre Billot.
—¡Eso es lo que yo me digo, pardiez!
—Veo que juras: esto es bueno.
—¿Yo he jurado? —preguntó Pitou—. Os pido mil perdones, señor Billot.
—¡Oh! No hay por qué —repuso el labrador—, pues yo lo hago también algunas veces. ¡Trueno de Dios! —exclamó de pronto, volviéndose hacia su caballo—. ¿Te estarás quieto? Estos diablos de percherones —añadió—, quieren estar siempre retozando o agitándose. Veamos —continuó, volviéndose otra vez hacia Pitou—, ¿eres perezoso?
—No lo sé; solamente me ocupaba del latín y del griego, y…
—¿Y qué?
—Y debo decir que no me entraba mucho.
—Tanto mejor —dijo Billot—, esto prueba que no eres tan animal como yo creía.
Pitou abrió los ojos desmesuradamente; era la primera vez que oía expresar semejante orden de ideas, subversivo de todas las teorías que le habían enseñado hasta entonces.
—Pregunto —dijo Billot—, si eres duro a la fatiga.
—¡Oh! A la fatiga —dijo Pitou—. Esto es otra cosa. No, no: andaría diez leguas sin cansarme.
—Bueno, ya es algo —repuso Billot. Haciéndote enflaquecer en algunas libras, llegarás a correr.
—¡Enflaquecer! —exclamó Pitou, mirando su delgado cuerpo, sus largos brazos huesosos y sus largas piernas arqueadas—. A mí me parecía, señor Billot, que estaba bastante flaco así.
—En verdad, amigo mío —repuso el labrador, soltando la carcajada—, eres un tesoro.
También era esta la primera vez que Pitou se veía estimado en tan alto precio, y así es que iba de sorpresa en sorpresa.
—Escúchame —dijo el padre Billot—; yo pregunto si eres perezoso en el trabajo.
—¿Qué trabajo?
—El trabajo en general.
—No lo sé, porque jamás he trabajado.
La joven comenzó a reírse; pero esta vez el labrador tomó la cosa por lo serio.
—¡Esos pícaros de curas! —dijo, amenazando con su robusto puño la ciudad—. He aquí como educan a la juventud en la holgazanería y la inutilidad. ¿De qué puede servir, pregunto yo, semejante mocetón para ayudar a sus hermanos?
—¡Oh! No para gran cosa —dijo Pitou—, bien lo sé; mas, por fortuna, no tengo hermanos.
—Por hermanos —repuso Billot—, entiendo todos los hombres en general. ¿Quieres decir, por ventura, que estos no son hermanos tuyos?
—¡Oh! Sí tal: eso dice el Evangelio.
—Y tus iguales también —continuó el labrador.
—¡Ah! Esto es otra cosa —repuso Pitou—. Si yo hubiera sido el igual del abate Fortier, no me hubiera sacudido tan a menudo con las disciplinas y la férula; y si yo hubiera sido el igual de mi tía, no me habría despedido.
—Te digo que todos los hombres son iguales —replicó el labrador—, y muy pronto se lo probaremos a los tiranos.
—Tyrannis! —replicó Pitou.
—Y la prueba es —continuó Billot—, que te admito en mi casa.
—¡Qué me admite en su casa, querido señor Billot! ¿No os burláis de mí al decir semejante cosa?
—No. Veamos lo que necesitas para vivir.
—¡Diantre! Tres libras de pan diarias, poco más o menos.
—¿Y con el pan?
—Un poco de manteca o de queso.
—¡Vamos, vamos —dijo el labrador—; ya veo que no será difícil alimentarte! Pues bien: te daremos de comer.
—Señor Pitou —dijo Catalina—, ¿no tenéis ninguna otra cosa que decir a mi padre?
—¡Yo, señorita! ¡Oh! ¡No, no!
—Pues ¿para qué habéis venido aquí, entonces?
—Porque veníais también.
—¡Ah! Esto es una galantería; mas no acepto el cumplido sino por lo que vale. Habéis venido, señor Pitou, para pedir a mi padre noticias de vuestro protector.
—¡Ah! Es cierto —exclamó Pitou—. Extraño es que se me haya olvidado.
—¿Quieres hablar del digno señor Gilberto? —preguntó el labrador con un tono que indicaba la profunda consideración que le merecía su propietario.
—Precisamente —contestó Pitou—; pero ya no lo necesito, y, puesto que el señor Billot me admite en su casa, puedo esperar tranquilamente su regreso de América.
—En tal caso, amigo mío, no habrás de aguardar largo tiempo, porque ya está de vuelta.
—Y ¿cuándo ha regresado?
—No lo sé a punto fijo; mas no ignoro que estaba en el Havre ocho días hace, pues tengo ahí un paquete que me envió al llegar, y que me entregaron esta mañana en Villers-Cotterêts. He aquí la prueba.
—Y ¿quién no ha dicho que era de él, padre mío? —preguntó la joven.
—¡Pardiez! ¿No había una carta en el paquete?
—Dispensad, padre —repuso Catalina sonriendo—; pero yo creí que usted no sabía leer; le digo esto porque se alaba siempre de no saber.
—¡Oh! ¡Ya lo creo que me vanaglorio de ello! Quiero que se pueda decir que el padre Billot no debe nada a nadie, ni siquiera a un maestro de escuela, y que ha hecho su fortuna por sí solo. Esto es lo que yo quiero que se pueda decir. Y ahora añadiré que no soy yo quien ha leído la carta, sino el sargento de la gendarmería, al que encontré casualmente.
—Y ¿qué os dice esa carta, padre mío? —preguntó Catalina—. Está siempre contento de nosotros, ¿no es verdad?
—Juzga por ti misma.
Y el labrador sacó de su cartera de cuero una carta y se la presentó a su hija.
Catalina leyó:
Apreciable señor Billot:
Llego de América, donde he visto un pueblo más rico, más grande y más feliz que el nuestro, lo cual se debe al hecho de ser libre mientras que nosotros no lo somos. Pero también avanzamos hacia una nueva era, y es preciso que cada cual trabaje para apresurar la llegada del día en que la luz brillará por fin. Conozco los principios que profesáis, apreciable señor Billot; y sé cuánta influencia tenéis sobre los labradores, vuestros cofrades, y sobre toda esa valerosa población de obreros y de campesinos sobre la cual mandáis, no como rey, sino como padre. Inculcadles los principios de abnegación y fraternidad que he reconocido en vos. La filosofía es universal, y todos los hombres deben leer sus derechos y sus deberes a la luz de su antorcha. Os envío un folleto en el cual se consignan todos esos derechos y deberes. Este folleto es mío, aunque no lleve impreso mi nombre, y espero que propagaréis los principios expuestos, que son los de la igualdad universal, leyéndolo en alta voz durante las largas veladas del invierno. La lectura es el pasto de la inteligencia, como el pan es el alimento del cuerpo.
Uno de estos días os haré una visita para proponeros un nuevo sistema de labranza muy usado en América. Consiste en repartir la cosecha entre el arrendador y el propietario, lo cual me parece más conforme con las leyes de la sociedad primitiva, y sobre todo con la de Dios.
Salud y fraternidad.
Honorato Gilberto
—¡Oh, oh! —exclamó Pitou—, he aquí una carta bien redactada.
—¿No es verdad que sí? —preguntó Billot.
—Sí, querido padre —dijo Catalina—; pero dudo que el sargento de la gendarmería sea del mismo parecer.
—Y ¿por qué?
—Porque me parece que esta carta puede comprometer, no tan sólo al doctor Gilberto, sino a vos mismo.
—¡Bah! —repuso Billot—, siempre tienes miedo. Pero esto no impide que tengamos aquí el libro, y también una ocupación para Pitou. Por la noche leerás, muchacho.
—¿Y de día?
—De día guardarás los carneros y las vacas, y ahora he aquí el folleto.
Y el labrador sacó de sus pistoleras uno de esos folletos de cubierta roja, como los que se publicaban en gran número en aquella época, con o sin permiso de la autoridad.
Sólo que, en este último caso, el autor se exponía a ser enviado a presidio.
—Dime ahora, Pitou, cuál es el título, para darle a conocer antes de hablar de la obra. Ya me leerás el texto más tarde.
Pitou leyó en la primera página estas palabras, que el uso ha hecho bien vagas e insignificantes después; pero que en aquella época tenían profunda resonancia en todos los corazones:
—De la Independencia del Hombre y de la Libertad de las Naciones.
—¿Qué dices a eso, Pitou? —preguntó el labrador.
—Digo, señor Billot, que, en mi concepto, independencia y libertad son la misma cosa, y que mi protector sería expulsado de la clase del señor Fortier por causa de pleonasmo.
—Pleonasmo o no, este es el libro de un hombre digno —replicó Billot.
—No importa, padre mío —dijo Catalina, guiada por ese admirable instinto de las mujeres, ocultadle, os lo suplico, porque, de lo contrario, os dará algún disgusto. Yo tiemblo sólo al verle.
—Y ¿por qué me ha de perjudicar a mí, puesto que no le ha ocurrido nada al autor?
—¿Y qué sabéis, padre mío? Ocho días hace que se escribió esa carta, y el paquete no debe haber tardado tanto tiempo en llegar desde el Havre aquí. Yo también he recibido una carta esta mañana.
—¿De quién?
—De Sebastián Gilberto, que nos ha escrito también; hasta me encarga que diga muchas cosas a su hermano de leche Pitou; pero se me había olvidado la comisión.
—¿Y bien?
—Dice que hace tres días se espera en París a su padre, el cual no ha llegado y debía estar allí ya.
—La señorita tiene razón —dijo Pitou—; me parece que esta tardanza debe inquietar.
—¡Cállate, miedoso, y lee el folleto del doctor! —dijo el padre Billot—; así llegarás a ser, no solamente sabio, sino hombre.
Se hablaba así entonces porque se estaba en el prefacio de aquella gran historia griega y romana que la nación francesa copió durante diez años en todas sus fases: abnegaciones, destierros, victorias y esclavitud.
Pitou colocó el libro debajo de su brazo con tan solemne ademán, que acabó de ganarse el corazón del labrador.
—Y ahora —dijo Billot—, sepamos si has comido.
—No, señor —contestó Pitou, conservando la actitud semirreligiosa y semiheroica que había tomado desde que recibió el libro.
—Precisamente iba a comer cuando le despidieron —dijo Catalina.
—¡Pues bien! —continuó el labrador—, ve a pedir a la madre Billot tu parte de lo que se come en la granja, y mañana entrarás en funciones.
Pitou dio las gracias a Billot con una elocuente mirada, y conducido por la joven entró en la cocina, dependencia que estaba bajo la dirección absoluta de la señora Billot.