Capítulo IV

Estos detalles eran indispensables al lector, cualquiera que fuere su grado de inteligencia, para que pudiese comprender bien todo el horror de la posición en que Pitou se encontró, una vez fuera de la escuela.

Con uno de sus brazos pendiente, y el otro manteniendo en equilibrio su cofre sobre la cabeza; mientras que aún vibraban en su oído las interjecciones furiosas del abate Fortier, encaminábase hacia Pleux con un recogimiento que no era otra cosa sino el estupor en el más alto grado.

Por fin, una idea cruzó por su mente, y sus labios pronunciaron tres palabras que encerraban todo su pensamiento:

—¡Jesús, mí tía!

En efecto, ¿qué diría la señora Angélica Pitou al saber que era preciso renunciar a todas sus esperanzas?

Sin embargo, Ángel no conocía los proyectos de la solterona sino como los perros fieles e inteligentes conocen los de sus amos, es decir, por la inspección de la fisonomía. El instinto es un guía precioso, porque jamás engaña; mientras que el razonamiento, por el contrario, se puede falsear por la imaginación.

Lo que resultaba claro de las reflexiones de Ángel Pitou, y lo que había hecho salir de sus labios la dolorosa exclamación que hemos citado, era que el escolar adivinaba cuánto sería el descontento de la solterona al saber la fatal noticia. Ahora bien: ya conocía por experiencia el resultado del descontento de la señora Angélica; pero esta vez la causa se levantaba al más alto grado, y las consecuencias debían alcanzar una cifra incalculable.

He aquí bajo qué impresión de temor Pitou entró en el Pleux. Había empleado cerca de un cuarto de hora en recorrer el camino que conducía desde la gran puerta del abate Fortier a la calle en que la solterona vivía, y sin embargo, el trayecto no era más que de trescientos pasos.

En aquel momento, el reloj de la iglesia dio la una.

Entonces echó de ver que su conversación suprema con el abate, y la lentitud con que recorrió la distancia, le habían retardado sesenta minutos; de modo que hacía treinta que había terminado el plazo de rigor, pasado el cual no se comía en casa de la tía Angélica.

Ya hemos dicho cuál era el freno saludable que la solterona había aplicado a la vez a los tristes encierros y a los ardimientos locuaces de su sobrino; y así era como, un año con otro, economizaba unas sesenta comidas a costa del pobre Pitou.

Pero esta vez lo que inquietaba al escolar retrasado no era la parca comida de la tía, no menos mezquina que el almuerzo: Pitou tenía el corazón demasiado triste para echar de ver que su estómago estaba vacío.

Hay un espantoso suplicio, bien conocido del escolar, por mísero que fuere, y es la permanencia indebida en algún retirado lugar, después de una expulsión colegial; es la vocación definitiva y forzosa de que se debe aprovechar; mientras que sus condiscípulos pasan con los libros debajo del brazo para ir al estudio cotidiano. El colegio, tan aborrecido, tiene en tales días una forma agradable; el escolar se ocupa seriamente en el gran asunto de los temas y de las versiones y hay muchas relaciones entre el discípulo despedido por su profesor, y aquel que ha sido excomulgado a causa de su impiedad, que no tiene ya derecho para entrar en la iglesia y que arde en deseos de oír misa.

He aquí por qué, a medida que se acercaba a casa de su tía, la permanencia en aquella parecía espantosa al pobre Pitou; y por la primera vez de su vida figurábase que la escuela era un Paraíso terrenal, del que el abate Fortier, ángel exterminador, acababa de expulsarle con sus disciplinas, a guisa de espada flamígera.

Sin embargo, por despacio que anduviese, y aunque a cada diez pasos hiciera una estación, prolongando más cada una de ellas a medida que se acercaba, no pudo menos de llegar a la puerta de aquella casa tan temida. Pitou tocó aquel umbral arrastrando los pies, mientras que frotaba su mano contra el pantalón.

—¡Ah! Estoy muy enfermo, tía Angélica —dijo, para evitar una burla o una reprensión, y acaso también para que le compadecieran.

—Bueno —contestó la solterona—, conozco tu enfermedad, y se curará fácilmente adelantando la aguja del reloj hora y media.

—¡Oh! ¡No, no! —exclamó amargamente Pitou—. Pues no tengo hambre.

La tía Angélica quedó sorprendida y casi alarmada: una enfermedad inquieta igualmente a las buenas madres y a las madrastras; las primeras por el peligro que aquella supone, y las segundas por el perjuicio que ocasiona a su bolsa.

—¡Pues bien; veamos qué hay, habla! —dijo la tía Angélica.

Al oír estas palabras, aunque pronunciadas sin marcada simpatía, Ángel Pitou comenzó a llorar, y confesaremos que la mueca que hizo, al pasar de la queja a las lágrimas, fue una de las más feas y desagradables que pudieran verse.

—¡Oh, mi buena tía! —exclamó—. Me ha sucedido una gran desgracia.

—¿Cuál?

—¡El señor abate me ha despedido! —exclamó Ángel Pitou, desahogándose con ruidosos y prolongados sollozos.

—¡Despedido! —repitió la señora Angélica, como si no comprendiera.

—Sí, tía mía.

—Y ¿de dónde te han despedido?

—De la escuela.

Y los sollozos de Pitou redoblaron.

—¿De la escuela?

—Sí, tía mía.

—¿Para siempre?

—Sí, tía.

—Y ¿ya no habrá exámenes, ni concurso, ni beca, ni seminario?

Los sollozos de Pitou se convirtieron en alaridos: la señora Angélica le miró, como si quisiera leer en el fondo de su corazón las causas de la despedida.

—Apostemos —dijo—, que has hecho novillos; apostemos a que has ido a rondar otra vez por la granja del padre Billot. ¡Qué lástima, un futuro abate!

Ángel movió la cabeza.

—¡Mientes! —gritó la solterona, cuya cólera iba en aumento a medida que adquiría la certidumbre de que la situación era grave—. ¡Mientes! —repitió—, pues aun el domingo te vieron en la avenida de los Suspiros con la Billota.

La señora Angélica era la que mentía; pero en todo tiempo los devotos se creen autorizados para ello, en virtud de este axioma jesuítico: «Está permitido abogar por lo falso para saber lo verdadero».

—No me han visto por la avenida de los Suspiros —dijo Ángel—; esto es imposible, pues nos paseábamos por el lado del Naranjal.

—¡Ah, desgraciado! ¡Bien ves que estabas con ella!

—Pero, tía mía —repuso Ángel sonrojándose—, aquí no se trata de la señorita Billota.

—¡Sí, llámala señorita para ocultar tus ideas impuras! Pero ya hablaré yo sobre esto al confesor: de esa remilgada.

—Pero, tía, os juro que la señorita Billota no es una remilgada.

—¡Ah! ¡Conque la defiendes, siendo tú quién necesita excusarse! ¡Bien, ya veo que os entendéis! ¡Dios mío, adónde vamos a llegar!… ¡Unos niños de dieciséis años!

—Tía mía, muy al contrario de entendernos, Catalina es la que me obliga siempre a marcharme.

—¡Ah! Ya ves como tú mismo te vendes, llamando a esa joven Catalina a secas. Sí, ella es la que te echa, hipócrita… cuando alguien la mira.

—¡Toma! —exclamó Pitou, súbitamente iluminado—. Pues es verdad; no había pensado en ello.

—¡Ah! Ya lo ves —dijo la solterona, aprovechando la ingenua exclamación de su sobrino para demostrarle su convivencia con la Billota—; pero déjame hacer, que yo arreglaré todo eso. El señor Fortier es su confesor, y yo le rogaré que te encierre quince días, teniéndote a pan y agua durante este tiempo. En cuanto a la señorita Catalina Billota, si necesita el convento para moderar la pasión que le inspiras, lo tendrá. La enviaremos a Saint-Remy.

La solterona pronunció estas últimas palabras con un tono de autoridad y una convicción de su poder, que Pitou se estremeció.

—Mi buena tía —repuso, uniendo las manos—, juro que os engañáis si creéis que la señorita Catalina entra por algo en mi desgracia.

—La impureza es madre de todos los vicios —interrumpió la señora Angélica con tono sentencioso.

—Pero, tía, os repito que el señor abate no me ha despedido porque yo sea impuro: solamente fue porque cometía demasiados barbarismos, mezclados con solecismos, que se me escapaban también de vez en cuando, haciéndome perder así toda probabilidad de ganar la beca del seminario.

—¿Toda probabilidad, dices? ¡Pues entonces no alcanzarás esa beca, ni serás abate, ni yo tampoco tu ama de gobierno!

—¡Dios mío, no, querida tía!

—Y ¿qué será de ti entonces? —preguntó la solterona, fuera de sí.

—No lo sé —contestó Pitou, levantando los ojos al cielo con expresión dolorosa—; seré lo que la Providencia disponga.

—¿La Providencia? ¡Ah!, ya veo lo que es —exclamó la señora Angélica—, le habrán trastornado la cabeza, habiéndole de las ideas nuevas, y le habrán inculcado principios de filosofía.

—No puede ser eso, tía, puesto que no es posible cursar filosofía hasta después de haber aprendido retórica, y atendido que jamás me fue posible pasar del tercer año.

—¡Chancéate, chancéate; pero no es esa la filosofía de que yo hablo: me refiero a la filosofía de los filósofos, desgraciado! Hablo de la del señor Arouet, de la de Juan Jacobo Rousseau, y de la de Diderot, que ha escrito la Religiosa.

La señora Angélica hizo la señal de la cruz.

—¿La Religiosa? —preguntó Pitou—. ¿Qué es eso, tía mía?

—¿La has leído, desgraciado?

—Os juro que no, tía.

—Y he aquí por qué no te gusta la Iglesia.

—Os engañáis, tía: la Iglesia es la que no me quiere a mí.

—¡Pero este muchacho es una serpiente, y creo que me replica! —exclamó la señora Angélica.

—No, tía: no hago más que contestar.

—¡Oh! —continuó la solterona, con todas las señales del más profundo abatimiento, y dejándose caer sobre su sillón—. ¡Este muchacho se ha perdido!

Esto era lo mismo que decir: «¡Estoy perdida!».

El peligro era inminente, y la tía Angélica tomó una resolución suprema: levantóse, como si un resorte hubiera movido sus piernas, y corrió a casa del abate Fortier para pedirle explicaciones, y sobre todo para intentar el último esfuerzo.

Pitou siguió con los ojos a su tía hasta el umbral de la puerta; después, cuando hubo desaparecido, acercóse a esta y vio a la solterona encaminarse, con una celeridad de que él no tenía idea, hacia la calle de Soissons. Desdé aquel momento ya no tuvo duda de las intenciones de la señora Angélica, y quedó convencido de que iba a casa de su profesor.

De este modo, Pitou tendría, por lo menos, un cuarto de hora de tranquilidad, y pensó en utilizar aquel breve tiempo que la Providencia le concedía. Recogió los restos de comida para alimentar a sus lagartos; cogió dos o tres moscas para sus hormigas y sus ranas, y luego, abriendo sucesivamente la alacena y el armario, ocupóse en alimentarse a sí propio, pues con la soledad le había vuelto el apetito.

Adoptadas todas estas disposiciones, volvió para espiar a la puerta, a fin de no ser sorprendido por el regreso de su segunda madre.

Este era el título que se daba a la señora Angélica.

Mientras que Pitou acechaba, una joven pasó por delante de la casa, siguiendo la callejuela que conducía desde la extremidad de la calle de Soissons a la de la calle de Lormet. Iba montada en la grupa de un caballo cargado con dos cestos, uno lleno de pollos y el otro de palomas: era Catalina, que al ver a Pitou en el umbral de la puerta se detuvo.

Pitou se sonrojó, según su costumbre, y después quedóse con la boca abierta y mirando, o, mejor dicho, admirando, pues la señorita Catalina era para él la última expresión de la belleza humana.

La joven paseó una mirada por la calle, saludó a Pitou con un ligero movimiento de cabeza y continuó su marcha.

Pitou contestó, estremeciéndose de placer.

Esta breve escena tuvo precisamente la duración necesaria para que el escolar, entregado del todo a su contemplación, y mirando siempre el sitio donde había estado la señorita Catalina, no echase de ver a su tía que regresaba de la casa del abate Fortier, y que de improviso le cogió la mano, palideciendo de cólera.

Ángel, despertando sobresaltado en medio de su dulce sueño, por la conmoción eléctrica que le causaba siempre el contacto de la solterona, se volvió, mirando sucesivamente el rostro de su tía, que expresaba el enojo, y su propia mano, en la que vio con terror que conservaba la enorme mitad de una torta, en la cual se habían aplicado generosamente dos capas, sobrepuestas, de manteca fresca y de queso blanco.

La señora Angélica profirió un grito de furor, y Pitou una exclamación de espanto; la tía levantó su mano ganchuda, y el sobrino inclinó la cabeza; la solterona empuñó el mango de una escoba que se hallaba a su alcance. Pitou dejó caer su torta, y echó a correr sin más explicación.

Aquellos dos corazones acababan de entenderse: habían comprendido que no podía existir ya nada entre ellos.

La señora Angélica entró en su casa y cerró la puerta, dando dos vueltas a la llave, mientras que Pitou, a quien el crujido de la cerradura espantaba como una consecuencia de la tempestad, redobló su ligereza.

De esta escena resultó un efecto que la señora Angélica estaba muy lejos de prever y que seguramente Pitou no esperaba tampoco.