Ya hemos visto qué poco simpática era para Ángel Pitou la perspectiva de una permanencia demasiado prolongada en casa de su buena tía Angélica: el pobre niño, dotado de un instinto igual, y hasta quizá superior al de los animales a que solía hacer la guerra, había adivinado de antemano todo lo que aquella permanencia le reservaba, no por las decepciones —ya hemos dicho que no se había hecho un solo instante ilusión sobre este punto—, sino por los pesares, los disgustos y los enojos.
Por lo pronto, una vez fuera el doctor Gilberto, y justo es añadir que no era esto lo que había enojado a Pitou contra la solterona, no se trató ni un solo instante de poner al muchacho en aprendizaje. El buen notario había dicho, sin embargo, alguna palabra sobre este convenio formal; pero la señora Angélica contestó que su sobrino era muy joven y que tenía, sobre todo, una salud demasiado delicada para someterle a trabajos, tal vez superiores a sus fuerzas. El notario, al oír esta observación, admiró los buenos sentimientos de la señora Pitou, dejando el aprendizaje para el año próximo. Aún no se había perdido tiempo, pues el chico acababa de cumplir los doce años.
Una vez en casa de su tía, y mientras que esta meditaba sobre el mejor partido que podría sacar de su sobrino, Pitou, que volvía a encontrarse en el bosque, o poco menos, tenía ya tomadas todas sus disposiciones topográficas, para observar en Villers-Cotterêts el mismo género de vida que en Haramont.
En efecto: una visita de inspección le había permitido averiguar que los mejores charcos y pequeños pantanos eran los del camino de Dampleux, hacia Compiègne, y los del camino de Vivieres, y que el cantón más abundante en caza era el de la Bruyére-aux-Loups. Practicado este reconocimiento, Pitou había adoptado sus disposiciones en consecuencia.
La cosa más fácil de obtener, porque no exigía fondos, era la liga y las varetas: la corteza de acebo triturada con un mortero de piedra y bien lavada después, daba la liga; y en cuanto a las varetas, las encontraba a miles en los abedules de los alrededores. Pitou se proporcionó, pues, sin decir nada a nadie, un millar de varetas y una olla de liga de primera calidad; y cierta mañana, después de tomar en la panadería, por cuenta de la solterona, un pan de cuatro libras, se marchó al amanecer, estuvo todo el día fuera, y volvió al cerrar la noche.
Pitou no había tomado semejante resolución sin calcular los resultados, previendo una tempestad, pues, aunque no tuviese la sabiduría de Sócrates, érale bien conocido el carácter de su tía Angélica, tan bien como el ilustre maestro de Alcibíades conocía el de su mujer Jantipa[5].
Pitou no se había engañado en su previsión, y confiaba en hacer frente a la tormenta, presentando a la vieja devota el producto de su caza; pero no le era posible adivinar en qué punto descargaría el chubasco.
El rayo le tocó al entrar.
La señora Angélica se había escondido detrás de la puerta para que su sobrino no se le escapara al paso; de modo que, en el momento en que se atrevía a poner el pie en la casa, recibió hacia el occipucio un cachete en el que reconoció muy bien, sin haber visto nada, la mano seca de la vieja devota.
Por fortuna, Pitou tenía la cabeza dura, y, aunque el golpe no le hubiese hecho vacilar, aparentó, para enternecer a su tía, cuya cólera iba en aumento por el daño que acababa de hacerse en los dedos al descargar el golpe, aparentó, repetimos, que se caía por la fuerza del mismo, tropezando en el extremo de la habitación. Después, al ver que su tía se iba sobre él con la rueca en la mano, apresuróse a sacar de la faltriquera el talismán con el cual confiaba obtener perdón por su fuga.
Eran dos docenas de pajarillos, entre los cuales contábase una de petirrojos y media de alondras.
La señora Angélica abrió los ojos con asombro, y siguió riñendo, aunque sólo por la forma; pero, entretanto, su mano se apoderó de la caza de su sobrino, y, dando tres pasos hacia la lámpara, preguntóle:
—¿Qué es esto?
—Bien lo veis, mi buena tía Angélica —dijo Pitou—, son pájaros.
—¿Buenos para comer? —preguntó vivamente la tía, que como devota era naturalmente glotona.
—¡Buenos para comer! —repitió Pitou—. ¡Petirrojos y alondras, ya lo creo!
—Y ¿dónde has robado estas avecillas, desgraciado?
—No las he robado: las he cogido.
—¿Cómo?
—En la balsa.
—¿Qué significa eso?
Pitou miró a su tía con aire de asombro: no podía comprender que hubiese en el mundo una persona de educación bastante descuidada para ignorar lo que era una balsa.
—¡Pardiez! —contestó—. ¡La balsa es la balsa!
—Sí; pero yo, tunante, no sé lo que significa. Como Pitou compadecía mucho todas las ignorancias, contestó:
—La balsa es una charca, o un pequeño pantano, y en el bosque hay lo menos treinta; se ponen alrededor cañas con liga, y cuando los pájaros van a beber, como no conocen eso, los muy tontos quedan cogidos.
—¿En qué?
—Pues en la liga.
—¡Ah, ah! —exclamó la tía Angélica—. Ya comprendo; pero ¿quién te ha dado el dinero?
—¡Dinero! —exclamó Pitou, asombrado de que se pudiese creer que él había poseído jamás un cuarto—. ¿Dinero dices, tía Angélica?
—Sí.
—Nadie.
—Pues ¿con qué has comprado la liga?
—Yo mismo la hice.
—¿Y las cañas?
—También las preparé.
—¿Y no te cuestan nada?
—El trabajo de bajarme para cogerlas.
—Y ¿se puede ir con frecuencia a la balsa?
—Se puede ir todos los días.
—¡Bueno!
—Sólo que no se debe…
—No se debe… ¿qué?
—Ir todos los días.
—¿Por qué razón?
—¡Toma!, porque sería ruinoso.
—¿Para quién?
—Para la charca. Ya comprenderéis, tía Angélica, que los pájaros que se han cogido…
—¿Y bien?
—Ya no vuelven.
—Es verdad —dijo la tía.
Por primera vez, desde que el muchacho se encontraba en su casa, la tía Angélica le daba la razón, y esto era tan inesperado, que Ángel Pitou quedó sumamente complacido.
—Pero los días en que no se va a la charca —continuó—, se puede ir a otra parte; los días en que no se cogen pajarillos, se caza otra cosa.
—Y ¿qué se caza?
—¡Toma! ¡Conejos!
—¿Conejos?
—Sí; se come la carne y se vende la piel, que vale dos sueldos.
La tía Angélica miraba a su sobrino completamente maravillada: jamás había visto en él tan distinguido economista. Pitou acababa de revelarse.
—Pero ¿yo podría vender las pieles de conejo?
—Sin duda —contestó Pitou—; como lo hacía la mamá Magdalena.
Jamás le había ocurrido al muchacho que del producto de su caza pudiera reclamar cosa alguna que no fuera su parte de consumo.
—Y ¿cuándo irás a coger conejos? —preguntó la señora Angélica.
—¡Diantre! Cuando tenga lazos o trampas —contestó Pitou.
—¡Pues bien! Hazlo tú.
Pitou movió la cabeza.
—Bien has hecho la liga y las cañas.
—¡Ah! Esto sí, es cierto; pero no sé fabricar alambre de latón: esto se compra ya hecho.
—Y ¿cuánto cuesta?
—¡Oh! Con cuatro sueldos —contestó Pitou—, calculando por los dedos, bien haré dos docenas.
—Y con dos docenas ¿cuántos conejos puedes coger?
—Según la suerte… cuatro, cinco, o tal vez seis; y además, los lazos sirven varias veces, cuando el guarda no los encuentra.
—Pues toma: ahí tienes cuatro sueldos —dijo la tía Angélica—. Ve a comprar alambre de latón a casa del señor Dambrun, y mañana irás a cazar conejos.
—Mañana iré a poner los lazos —dijo Pitou—; pero hasta pasado no sabré si hay algo cogido.
El alambre de latón era más barato en la ciudad que en el campo, atendido que los traficantes de Haramont se abastecían en Villers-Cotterêts; de modo que Pitou obtuvo veinticuatro lazos por tres sueldos, de los cuales devolvió uno a su tía.
Esta probidad, inesperada en su sobrino, conmovió casi a la solterona, y durante un momento tuvo la idea, la intención de gratificarle con aquel sueldo que no se había gastado; pero, desgraciadamente para Pitou, era una moneda ensanchada a martillazos y que a la luz del crepúsculo podía pasar como una de dos sueldos; y1a señora Angélica, pensando que no debía desprenderse de una pieza que podía dar el ciento por ciento, la guardó en su faltriquera.
Pitou observó el movimiento, pero sin analizarle: jamás le hubiera ocurrido la idea de que su tía pudiese dar un sueldo.
Acto continuo comenzó a confeccionar sus lazos, y al día siguiente pidió un saco a la señora Angélica.
—¿Para qué? —preguntó la solterona.
—Porque lo necesito —contestó Pitou, que siempre era misterioso.
La señora Angélica le dio el saco, poniendo en el fondo la provisión de pan y queso que debía servir de almuerzo y de comida a su sobrino, y este marchó muy pronto a Bruyére-aux-Loups.
Por su parte, la tía Angélica comenzó a desplumar los doce petirrojos, que destinaba para su almuerzo y su comida; llevó dos alondras al abate Fortier, y fue a vender las otras cuatro al posadero de la Bola de Oro, que se las pagó a razón de tres sueldos cada una, prometiendo tomar al mismo precio todas cuantas le llevase.
La tía Angélica entró en su casa radiante de alegría: la bendición del Cielo había entrado con Pitou en su casa.
—¡Ah! —exclamó, mientras comía sus petirrojos, que estaban gorditos como tordos, con la carne tan fina como la de los becfigues—. Razón tienen al decir que un beneficio no se pierde jamás.
Ángel volvió por la noche; llevaba su saco perfectamente redondeado, y esta vez la tía Angélica no le esperó detrás de la puerta, sino en el umbral, y, en vez de recibir a su sobrino con un cachete, le acogió con una mueca que casi parecía una sonrisa.
—¡Ya estoy aquí! —dijo Pitou, entrando en la habitación con ese aplomo que indica la satisfacción de haber empleado bien el día.
—Tú y tu saco —repuso la tía Angélica.
—Sí, yo y mi saco —repuso Pitou.
—Y ¿qué traes dentro? —preguntó la solterona, alargando la mano con curiosidad.
—Hay bejuco[6] —dijo Pitou.
—¡Bejuco!
—Sin duda. Ya comprenderéis, tía Angélica, que si el padre La Jeunesse, el guarda de la Bruyére-aux-Loups, me hubiera visto rondando por su cantón sin mi saco, me hubiera dicho: «¿Qué haces tú por aquí, pequeño vagabundo?». Sin contar que habría sospechado alguna cosa; mientras que con mi saco, si me preguntaba qué hacía le hubiera contestado que iba a buscar bejuco, puesto que no creía que estuviese prohibido. Al contestarme él que no, yo habría observado que, siendo así, nada tenía que decir. En efecto: si dijese algo el padre La Jeunesse, no tendría razón.
—¡Conque has pasado todo el día cogiendo bejuco en vez de tender tus lazos, perezoso! —exclamó la tía Angélica, que en medio de todas estas finezas de su sobrino creía ver que se le escapaban los conejos.
—Al contrario, he tendido mis lazos mientras recogía el bejuco; de modo que el guarda me ha visto ocupado en esto último.
—Y ¿no te ha dicho nada?
—Sí, me ha dicho: «Darás expresiones a la tía Pitou». ¡Oh! Es un buen hombre el padre La Jeunesse.
—Pero ¿y los conejos? —replicó la tía Angélica, a la que nada podía hacer olvidar su principal idea.
—¿Los conejos? La luna sale a media noche, y yo iré a la una para ver si hay alguno cogido.
—¿Adónde?
—Al bosque.
—¿Cómo? ¿A la una de la madrugada irás al bosque?
—Es claro.
—¿Sin tener miedo?
—¿Miedo de qué?
La tía Angélica quedó tan maravillada del valor de Pitou como lo estuvo antes por sus especulaciones. El hecho es que Pitou, sencillo como un hijo de la naturaleza, no conocía ninguno de esos peligros ficticios que espantan a las criaturas de las ciudades.
Así, pues, a media noche se marchó, costeando el muro del cementerio, sin apartarse de él: el niño inocente que, jamás había ofendido, por lo menos en sus ideas de independencia, ni a Dios ni a los hombres, no tenía más miedo de los muertos que de los vivos.
No temía más que a una persona, al padre La Jeunesse, y por eso tuvo la precaución de hacer un rodeo para pasar cerca de su casa. Como puertas y postigos estaban cerrados, y no había ninguna luz en el interior, Pitou, a fin de asegurarse de que el guarda se hallaba en su casa y no vigilando, comenzó a imitar el ladrido del perro, con tal perfección, que Ronflot, el podenco del padre La Jeunesse, se engañó en la provocación, y contestó al punto a cuello tendido, apresurándose a husmear por debajo de la puerta.
Desde aquel momento, Pitou quedó tranquilo: si Ronflot estaba en la casa, el padre La Jeunesse debía hallarse también, porque hombre y perro eran inseparables, y cuando se veía al uno se podía tener la seguridad de que pronto se presentaría el otro.
Pitou, completamente tranquilizado, se encaminó, pues, a la Bruyére-aux-Loups. Los lazos habían hecho su obra: dos conejos estaban cogidos y estrangulados.
Pitou los guardó en los anchos bolsillos de aquel traje demasiado largo, que al cabo de un año debía ser corto, y volvió a casa de su tía.
La solterona estaba echada; pero la codicia no la permitió dormir; había calculado lo que producirían cuatro pieles de conejo por semana, y esta cuenta la condujo tan lejos que no le fue posible cerrar los ojos. Por eso experimentó como un temblor nervioso al preguntar al muchacho qué traía.
—Un par —contestó Pitou—. ¡Ah, tía Angélica! No es culpa mía si no traigo más. Parece que los conejos del padre La Jeunesse tienen mucha astucia.
Las esperanzas de la tía Angélica quedaban colmadas con creces. Cogió, estremeciéndose de alegría, los dos pobres animales, examinó su piel, que se mantenía intacta, y fue a encerrarlos en la despensa, que jamás había visto provisiones semejantes a las que contenía, desde que a Pitou le ocurrió abastecerla.
Después, con voz bastante dulce, la tía invitó a su sobrino a ir a dormir, lo que hizo al punto porque estaba muy cansado, sin pedir de cenar, lo cual acabó de complacer a la solterona.
A los dos días, Pitou renovó su tentativa, y esta vez fue más feliz aún, pues cogió tres conejos.
Dos de ellos tomaron el camino de la posada la Bola de Oro, y el tercero fue para el presbítero. La tía Angélica tenía muchas atenciones con el abate Fortier, que, por su parte, la recomendaba a las buenas almas de su parroquia.
Las cosas siguieron así durante tres o cuatro meses; la tía Angélica estaba encantada de su sobrino, y a Pitou le parecía la situación soportable. En efecto: excepto el amor de su madre, que se cernía sobre su existencia, Pitou observaba en Villers-Cotterêts poco más o menos la misma vida que en Haramont; pero una circunstancia imprevista, la cual se debía esperar, sin embargo, vino a romper el cántaro de leche de la tía, interrumpiendo las expediciones del sobrino.
Se había recibido una carta del doctor Gilberto fechada en Nueva York. Al sentar el pie en tierra de América, el filósofo viajero no había olvidado a su pequeño protegido, y lo primero que hizo fue escribir al papá Niguet para saber si sus instrucciones se habían cumplido, y reclamar, en caso contrario, la ejecución del contrato o bien la anulación si no se quería llenar las condiciones concertadas.
El caso era grave; la responsabilidad del tabelión estaba en juego; se presentó en casa de la tía Pitou, y con la carta del doctor en la mano le intimó el cumplimiento de su promesa.
No se podía retroceder, y toda excusa sobre la mala salud del sobrino quedaba desmentida por el físico de Pitou. El muchacho era alto y flaco; pero también lo eran los vástagos del bosque, y nadie impedía conservarse muy bien.
La señora Angélica pidió ocho días para meditar sobre la profesión que sería mejor dar a su sobrino.
Pitou estaba tan triste como su tía, pues su oficio actual parecíale excelente, y no deseaba otro.
Durante aquellos ocho días, no fue cuestión de coger pajarillos ni de caza furtiva, sin contar que era invierno, estación en que las aves beben en todas partes. Además, acababa de nevar, y Pitou no se atrevía a dejar sus huellas impresas en el suelo para ir a tender sus lazos. La nieve conserva la impresión de las suelas de los zapatos, y Pitou tenía un par de pies que hubieran permitido al padre La Jeunesse averiguar en veinticuatro horas quién era el diestro ladrón que robaba la caza.
Durante estos ocho días, los pesares de la solterona renacieron, y Pitou volvió a ver en la beata la tía Angélica de otro tiempo, la que le inspiraba tanto miedo y a quien el interés, ese poderoso móvil de toda su vida, debía faltarle de pronto.
A medida que se acercaba el plazo, el mal humor de la solterona era cada vez más insoportable, hasta el punto de que, hacia el quinto día, Pitou deseó que la señora Angélica se decidiese pronto por una cosa u otra. Poco le importaba la profesión a que le dedicaran, con tal que no sufriera más junto a la solterona.
De repente, una idea sublime iluminó el cerebro de la beata, tan cruelmente agitado, y esta idea le devolvió la calma que había perdido hacía una semana.
Reducíase a rogar al abate Fortier que admitiera en su escuela, sin retribución alguna, al pobre Pitou, a fin de que pudiese aspirar a la beca fundada en el seminario por Su Alteza el duque de Orleans.
Se trataba de un aprendizaje que no costaría un cuarto a la tía Angélica; y el abate Fortier, sin contar las alondras, los mirlos y los conejos que la vieja devota le regalaba hacía seis meses, debía bien alguna cosa, más que a otro cualquiera, al sobrino de la que alquilaba las sillas en su iglesia.
En efecto: Ángel fue recibido en casa del abate Fortier sin retribución alguna. El abate era un buen hombre, nada interesado, que daba su ciencia a los pobres de espíritu y su dinero a los pobres de cuerpo; pero era intratable en un solo punto: los solecismos le ponían fuera de sí, y los barbarismos le enfurecían. En esto no reconocía amigos ni enemigos, ni pobres ni ricos, ni discípulos de pago ni escolares gratuitos. Pegaba a los culpables con la mayor imparcialidad, con un estoicismo espartano; y como tenía el brazo fuerte, pegaba de firme. Los padres no lo ignoraban, y de ellos dependía llevar o no llevar sus hijos a casa del abate Fortier; pero en el primer caso, debían abandonarlos completamente a merced del maestro, pues a todas las reclamaciones maternas, el abate contestaba que había hecho grabar en la paleta de su férula y en el mango de sus disciplinas estas palabras: «Quien bien ama, bien castiga».
Por recomendaciones de su tía, Ángel Pitou fue admitido, pues, entre los alumnos del abate Fortier. La vieja devota, muy enorgullecida por aquella recepción, mucho menos agradable para Pitou, cuya vida nómada interrumpía, privándole de su libertad, se presentó en casa del señor Niguet para anunciarle que, no solamente acababa de conformarse con los deseos del doctor Gilberto, sino que había hecho más de lo prometido. En efecto: el doctor quería para Ángel Pitou un oficio honroso, y ella le daba mucho más, una educación distinguida. Y ¿dónde le daba esta educación? En aquella misma escuela donde Sebastián Gilberto, por el cual pagaban cincuenta libras, recibió la suya.
A decir verdad, Ángel se educaba gratis; mas no era necesario hacer esta confidencia al doctor Gilberto; y en esto se conocía la imparcialidad y el desinterés del abate Fortier, que, así como el sublime maestro, abría los brazos diciendo: «Dejad venir a los niños hasta mí». Pero las dos manos que terminaban sus brazos paternales estaban armadas, la una de una férula, y la otra de unas disciplinas; de modo que la mayor parte de su tiempo, muy al contrario de Jesús, que recibía a los niños llorosos y los enviaba consolados, el abate Fortier veía venir a sí a las pobres criaturas espantadas y las devolvía llorando.
El nuevo escolar hizo su entrada en la clase con un pequeño cofre viejo debajo del brazo, un tintero de cuerno en la mano, y dos o tres troncos de plumas colocados sobre la oreja; el pequeño cofre estaba destinado a servir, bien o mal, de pupitre; el tintero era regalo del lonjista; y la señora Angélica había obtenido los troncos de plumas, visitando la víspera a maese Niguet.
Ángel Pitou fue acogido con esa dulce fraternidad que nace en los niños y se perpetúa en los hombres, es decir, con silbidos. Toda la clase comenzó a burlarse de su persona: dos escolares fueron encerrados por reírse de sus cabellos amarillos, y otros dos por mofarse de sus extrañas rodillas, de las que ya hemos indicado algo. Estos últimos habían dicho que las piernas de Pitou parecían cuerdas de pozo en las que se hubiera hecho un nudo; la frase fue aplaudida, y, circulando por la mesa, excitó la hilaridad general, así como también el resentimiento del abate Fortier.
De este modo, pues, al salir al mediodía, es decir, después de cuatro horas de clase, Pitou, sin haber dirigido una palabra a nadie, sin haber hecho más que bostezar detrás de su cofre, tenía ya seis enemigos en la clase, tanto más encarnizados cuanto que no se les había ofendido en nada. Por eso, con las manos extendidas sobre el calorífero, que en la clase representaba el altar de la patria, prestaron el juramento solemne, los unos de arrancar a Pitou sus cabellos amarillos, los otros de desfigurarle sus feos ojos, y los últimos de ponerle derechas sus rodillas arqueadas.
Pitou ignoraba completamente estas disposiciones hostiles, y al salir preguntó a uno de sus vecinos por qué seis de sus compañeros se quedaban en la escuela, mientras que ellos salían.
El vecino miró a Pitou de reojo, le llamó perverso, hablador, y alejóse sin querer trabar conversación con él.
Pitou se preguntó cómo sería que, no habiendo dicho una sola palabra durante toda la clase, podía ser un perverso hablador; pero en aquel tiempo había oído decir a los discípulos y al abate Fortier tantas cosas que no entendía, que comprendió la acusación del vecino en el número de las que eran demasiado elevadas para su inteligencia.
Al ver que Pitou regresaba al mediodía, la señora Angélica, ansiosa por una educación que suponía grandes sacrificios por su parte, preguntó al muchacho qué había aprendido.
Pitou contestó que había aprendido a callarse: la respuesta era digna de un pitagórico, sólo que un pitagórico la hubiera dado por señas.
El nuevo escolar volvió a la clase de la tarde sin demasiada repugnancia: la clase de la mañana se había empleado por los escolares para examinar el físico de Pitou; la de la tarde se dedicó por el profesor para estudiar su moral. Hecho esto, el abate Fortier quedó convencido de que Pitou tenía las mejores disposiciones para llegar a ser un Robinson Crusoe, pero muy pocas probabilidades para ser algún día un Fontenelle[7] o un Bossuet[8].
Mientras duró aquella clase, más fatigosa que la de la mañana para el futuro seminarista, los escolares castigados por causa de él le enseñaron los puños varias veces: en todos los países, civilizados o no, esta demostración se considera como una señal de amenaza, y Pitou se mantuvo alerta.
Nuestro héroe no se había engañado: al salir, o más bien cuando todos hubieron salido de las dependencias de la casa colegial, los seis escolares castigados indicaron a Pitou que debería pagarles sus dos horas de encierro, con gastos, intereses y capital.
Pitou comprendió que se trataba de un duelo al pugilato, y, aunque estuviese lejos de haber estudiado el sexto libro de la Eneida, donde Darés y el viejo Entela se entregan a este ejercicio, con grandes aplausos de los troyanos fugitivos, conocía aquel género de recreo, que no era del todo extraño a los campesinos de su pueblo. Declaró, pues, que estaba dispuesto a entrar en liza contra aquel de sus adversarios que quiera comenzar, haciendo frente después a sus seis enemigos. Esta declaración comenzó a merecer ciertas consideraciones de parte del último llegado. Se fijaron las condiciones tal como las propuso Pitou; formóse un círculo alrededor de la liza, y los adversarios, después de haberse despojado, el uno de su casaca y el otro de su chaqueta, avanzaron uno contra otro.
Ya hemos hablado de las manos de Pitou: estas manos, que no eran agradables de ver, lo eran menos aún de sentir: el muchacho hacía girar en la extremidad de cada brazo un puño voluminoso como la cabeza de un niño, y, aunque el boxeo no se hubiese introducido aún en Francia, no teniendo Pitou, de consiguiente, ningún principio elemental de este arte, pudo aplicar sobre el ojo de su primer adversario un puñetazo tan perfectamente ajustado que el órgano visual quedó rodeado al punto de un círculo azulado, tan geométrico como si el más hábil matemático hubiese tomado la medida con su compás.
El segundo contrincante se presentó después: si Pitou tenía en contra suya la fatiga del primer combate, su adversario, en cambio, era visiblemente menos robusto que el primer antagonista; de modo que la lucha fue menos prolongada. El puño formidable cayó sobre la nariz, y las dos fosas nasales revelaron desde luego la validez del golpe, dejando escapar un doble chorro de sangre.
El tercer competidor salió del paso con un diente roto; era el menos deteriorado, los otros se dieron por satisfechos.
Pitou salió del círculo, que se entreabrió con el respeto debido al vencedor, y retiróse sano y salvo a su hogar, o más bien al de su tía.
Al día siguiente, cuando los tres escolares llegaron a la clase, el uno con el ojo amoratado, el otro con la nariz maltratada, y el tercero con los labios hinchados, el abate Fortier quiso abrir una información; pero los colegiales tienen también su pundonor, y ni uno solo de los lesionados fue indiscreto; de modo que solamente por vía indirecta, es decir, por un testigo de la lucha, completamente extraño al colegio, el abate Fortier supo al día siguiente que Pitou era quien había hecho en el rostro de sus discípulos los desperfectos que la víspera excitaron su solicitud.
En efecto: el abate Fortier respondía a los padres, no tan sólo de la moral, sino también del físico de sus alumnos. Había recibido la triple queja de las tres familias; era necesaria una reparación, y se castigó a Pitou con tres días de encierro, uno por el ojo, otro por la nariz, y el tercero por el diente.
Aquellos tres días de encierro surgieron a la señora Angélica una ingeniosa idea, cual fue la de suprimir a Pitou su comida siempre que el abate Fortier le encerrara. Esta medida debía redundar necesariamente en beneficio de la educación de Pitou, puesto que se miraría dos veces antes de cometer faltas que exigieran un doble castigo.
Pero Pitou no comprendió nunca bien porqué le habían llamado hablador, sin decir nada, y por qué le castigaron por haber pegado a los que trataban de hacer lo mismo con él. Sin embargo, si se comprendiese todo en el mundo, esto sería perder uno de los principales encantos de la vida, el del misterio y de lo imprevisto.
Pitou sufrió su encierro de tres días, y durante ellos debió contentarse con almorzar y cenar.
Que se contentó no es la palabra, porque Pitou no estaba nada contento; pero nuestra lengua es tan pobre y la Academia tan severa, que es preciso contentarse con lo que tenemos.
Sin embargo, aquel castigo sufrido por Pitou, sin denunciar la agresión a que no había hecho más que contestar, le valió la consideración de todos; aunque es verdad que los tres majestuosos puñetazos que le habían visto aplicar entraban por alguna cosa, tal vez, en dicha consideración.
A partir de aquel día, la vida de Pitou fue, poco más o menos, la de sus compañeros, sólo que estos últimos pasaban por las consecuencias variables de sus adelantos o atrasos; mientras que Pitou permanecía siempre en el mismo lugar, sufriendo doble número de castigos que los de sus condiscípulos.
Pero se ha de añadir una cosa que estaba en la naturaleza de Pitou, como resultado de la educación primera que recibió, o más bien de la que no había recibido; una cosa a que se debían atribuir, por lo menos, una tercera parte de los encierros que sufría: era su inclinación natural a los animales.
El famoso cofre a que su tía Angélica había dado el nombre de pupitre había llegado a ser, gracias a su anchura y a los numerosos compartimientos con que Pitou había adornado su interior, una especie de arca de Noé, conteniendo un par de diversas especies de animales trepadores, rampantes o volantes: había lagartos, culebras, hormigas-leones, escarabajos y ranas, animales tantos más caros para Pitou cuanto que por ellos sufría castigos más o menos severos.
En sus paseos de la semana, Pitou recogía especies para su colección zoológica: había deseado salamandras, muy populares en Villers-Cotterêts, por ser las armas de Francisco I, que las hizo esculpir en todas las chimeneas, y no tardó en hallarlas; solamente le preocupaba mucho una cosa, y acabó por comprenderla en el número de aquellas a que no alcanzaba su inteligencia: era que había encontrado siempre en el agua estos reptiles, que, según pretenden los poetas, viven en el fuego. Esta circunstancia fue causa de que Pitou, amante de lo exacto, mirara con profundo desprecio a los poetas.
Pitou, dueño de dos salamandras, comenzó a buscar un camaleón; pero esta vez, todas las exploraciones del muchacho fueron inútiles y ningún resultado coronó sus esfuerzos; de modo que Pitou acabó por deducir de sus infructuosas tentativas que el camaleón no existía, o que, por lo menos, habitaba bajo otra latitud.
Determinado este punto, Pitou no se ocupó más en buscar el camaleón.
Las dos terceras partes de los encierros que Pitou sufría debíanse a los condenados solecismos y a los barbarismos malditos, que aumentaban en los temas del nuevo escolar como la cizaña en los campos de trigo.
En cuanto a los jueves y domingos, días de vacación, Pitou seguía empleándolos en la charca y en la caza; pero como Pitou crecía siempre y tenía ya cinco pies cuatro pulgadas a los dieciséis años de edad, sobrevino una circunstancia que distrajo un poco a Pitou de sus ocupaciones favoritas.
En el camino de la Bruyére-aux-Loups se halla situado el pueblo de Pisseleux, el mismo tal vez que ha dado su nombre a la hermosa Ana de Heilly, querida de Francisco I.
En ese pueblo estaba la granja del padre Billot, y en el umbral de su puerta hallábase por casualidad, casi todas las veces que Pitou pasaba y repasaba, una linda joven de diecisiete a dieciocho años, fresca, vivaracha y jovial, que se llamaba Catalina, pero más a menudo conocida por la Billota, del nombre de su padre.
Pitou comenzó por saludar a la Billota, y luego, poco a poco, atrevióse a mirarla sonriendo, hasta que, al fin, cierto día, después de saludarla y de sonreír, detúvose, ruborizándose, y aventuró esta frase, que él consideraba como un gran atrevimiento:
—Buenos días, señorita Catalina.
La joven, que era una buena muchacha, acogió a Pitou como antiguo conocido; y éralo, en efecto, pues hacía dos o tres años que le veía pasar y repasar por delante de la granja al menos una vez a la semana; pero Catalina veía a Pitou, y este no se fijaba en ella: era porque cuando Pitou pasaba, Catalina tenía dieciséis años, y el muchacho solamente catorce: ya hemos visto lo que sucedió cuando Pitou tuvo dos años más.
Poco a poco Catalina tuvo ocasión de apreciar los talentos y habilidades de Pitou, porque este le ofrecía sus mejores pájaros y los conejos más gordos, de lo cual resultó que Catalina hizo muchos cumplidos a Pitou, mostrándose este tanto más sensible a ellos cuanto que no estaba acostumbrado a recibirlos. Así es cómo el muchacho se dejó llevar de los encantos de la novedad, y, en vez de continuar como antes su marcha hasta la Bruyére-aux-Loups, deteníase a medio camino; y, en lugar de ocuparse durante el día en recoger bejucos y tender lazos, perdía el tiempo rondando por la granja del padre Billot, con la esperanza de ver un momento a Catalina.
De esto resultó una disminución muy sensible en el producto de las pieles de conejo, y una escasez casi completa de petirrojos y de alondras.
La tía Angélica se quejaba, y Pitou contestó que los conejos comenzaban a ser muy desconfiados, y que los pájaros, habiendo reconocido el lazo, bebían ahora en los huecos de los árboles y de las hojas.
Una cosa consolaba a la tía Angélica de esta inteligencia de los conejos y de esta previsión de los pájaros, que ella achacaba a los progresos de la filosofía; y era que su sobrino obtendría el premio, ingresaría en el seminario, y al cabo de tres años saldría de él convertido en abate. Ahora bien: ser ama de gobierno de un abate era la eterna ambición de la señora Angélica.
Esta ambición no podía menos de quedar satisfecha, pues Ángel Pitou, una vez abate, estaba obligado en cierto modo a tomar a su tía por ama de gobierno, sobre todo después de haber hecho su tía tanto por él.
La única cosa que perturbaba los sueños dorados de la pobre solterona era que, cuando hablaba de tal esperanza al abate Fortier, este contestaba, encogiéndose de hombros:
—Apreciable señora Pitou, para ser abate, vuestro sobrino debería dedicarse menos a la historia natural y mucho más al De viris illustribus o al Selectce é profanis scriptoribus.
—¿Lo cual quiere decir…? —preguntaba la señora Angélica.
—Que comete muchos barbarismos, e infinitamente demasiados solecismos, contestaba el abate Fortier.
Contestación que dejaba a la señora Angélica en la vaguedad más aflictiva.