Capítulo II

Luis Ángel Pitou, como él mismo había dicho en su dialogo con el abate Fortier, tenía diecisiete años y medio en la época en que comienza esta historia. Era un joven alto y delgado, con los cabellos amarillentos, las mejillas coloradas y los ojos de color azul claro; la flor de la juventud, fresca e inocente, se revelaba en su ancha boca, cuyos gruesos labios dejaban ver, al entreabrirse con exceso, dos líneas completas de dientes formidables para las personas que con él debían compartir el alimento. De las extremidades de sus largos brazos huesosos pendían las manos, anchas como paletas; tenía las piernas regularmente arqueadas, rodillas voluminosas como cabezas de niño, que reventaban casi su estrecho calzón negro, y sus pies enormes parecían estar holgados en zapatos de cuero enrojecidos por el uso. Si añadimos que llevaba una especie de casacón de sarga de color castaño, que guardaba un término medio entre la chaqueta y la blusa, se tendrán las señas exactas del exdiscípulo del abate Fortier.

Réstanos bosquejar la moral.

Ángel Pitou había quedado huérfano a la edad de doce años, época en que tuvo la desgracia de perder a su madre siendo hijo único. Esto quiere decir que desde la muerte de su padre, ocurrida antes de que el chico llegase a la edad del conocimiento, Ángel Pitou, adorado de la pobre mujer, había hecho, poco más o menos, cuanto se le antojaba, lo cual desarrolló mucho su educación física, pero retrasando en demasía su educación moral. Nacido en un pueblo encantador, llamado Haramont, a una legua de la ciudad, en medio de los bosques, sus primeras correrías fueron para explorar el que estaba más próximo a su casa, y la primera aplicación de su inteligencia consistió en hacer la guerra a los animales que le habitaban. De esta aplicación, dirigida hacia un solo objeto, resultó que a los diez años Ángel Pitou era un cazador furtivo muy notable, y un pajarero de primer orden, y esto sin trabajo casi, y sobre todo sin lecciones, por la única fuerza de ese instinto que la naturaleza concede al hombre nacido en medio de los bosques, y que parece una parte de aquel que dio a los animales. Por eso no le era desconocido ningún paso de liebres o de conejos; en tres leguas a la redonda no había escapado de su investigación el más pequeño pantano donde las aves van a beber; y por todas partes se encontraban las señales de su podadera en los árboles propios para explorar. De estos diferentes ejercicios, repetidos de continuo, resultó que Pitou llegó a distinguirse en algunos de ellos de una manera extraordinaria.

Gracias a sus largos brazos y gruesas rodillas, que le permitían abrazar los troncos más respetables, subía a los árboles para coger los nidos más altos, con una ligereza y seguridad que llenaban de admiración a sus compañeros. Bajo una latitud más próxima al Ecuador, le hubiera valido el aprecio de los monos en esta clase de caza, de tanto atractivo hasta para las personas distinguidas y en la que el cazador atrae a las avecillas a un árbol impregnado de liga, imitando el grito del grajo o del mochuelo, individuos que son objeto del odio general de la especie de pluma, tanto, que, así el pinzón, como el paro y el jilguero, acuden con la esperanza de arrancar una pluma a su enemigo, y casi siempre dejan las suyas. Los compañeros de Pitou se servían de un verdadero mochuelo o de un grajo natural, o de una hierba particular que les permitía imitar más o menos bien el grito de uno de esos animales; pero Pitou despreciaba todos estos preparativos y subterfugios. Con sus propios medios, con los medios naturales, tendía el lazo; y con su boca solamente, en fin, modulaba los sonidos chillones y odiados que llamaban, no tan sólo a las demás aves, sino también a las de la misma especie, que se dejaban engañar, no diremos por el canto, sino por el grito, a causa de lo perfecto de la imitación. En cuanto a la caza en los pequeños pantanos, o en las charcas, tenía poca importancia para Pitou, y seguramente la hubiera despreciado como cuestión de arte si hubiese sido menos productiva. Esto no impedía, a pesar del desprecio que le inspiraba una caza tan fácil, que ninguno de los más prácticos supiera tan bien como Pitou cubrir de helechos un pantano demasiado grande para poner los lazos en todas partes; ninguno sabía como él dar la inclinación conveniente a sus trampas, de manera que las aves más astutas no pudiesen beber ni por encima ni por debajo; y, en fin, nadie tenía esa seguridad de mano y esa precisión en el golpe de vista que debe presidir en la mezcla, en porciones desiguales y bien entendidas de la pez-resina, del aceite y de la liga, para que esta última no resulte demasiado líquida ni quebradiza con exceso.

Ahora bien: como el aprecio que se hace de las cualidades de los hombres cambia según el teatro donde manifiestan aquellas, y según los espectadores ante los cuales las dan a conocer, Pitou, en su pueblo de Haramont, en medio de los campesinos, es decir, de hombres acostumbrados a pedir a la naturaleza, por lo menos, la mitad de sus recursos, y odiando por instinto la civilización, Pitou, repetimos, gozaba de consideraciones que no permitían a su pobre madre suponer que siguiese por mal camino, ni que la educación de su hijo, privilegiado por tal concepto, se daba gratis a sí propio, no fuese la más perfecta que pudiera recibir cualquier hombre a costa de grandes gastos.

Pero cuando la buena mujer cayó enferma, adivinando que la muerte se acercaba, cuando comprendió que iba a dejar a su hijo solo y aislado en el mundo, comenzó a dudar, y buscó un apoyo para el futuro huérfano. Entonces recordó que diez años antes un joven había llegado a llamar a su puerta en medio de la noche, llevándole un niño recién nacido, por el cual le había dejado, no solamente una suma bastante redonda, sino otra más considerable aún depositada en casa de un notario de Villers-Cotterêts. De aquel joven misterioso tan sólo supo, por lo pronto, que se llamaba Gilberto; pero hacía tres años, poco más o menos, que había vuelto a verle: era entonces un joven de veintisiete años, de formas un poco rígidas, de palabra dogmática y de aspecto algo frío. Pero esta primera capa de hielo se había derretido al ver a su hijo; y como le pareció hermoso, robusto, muy risueño y criado como lo pidiera él mismo a la naturaleza, estrechó la mano de la buena mujer, diciéndole estas únicas palabras:

—En caso de necesidad, contad conmigo.

Después tomó el niño en brazos, preguntó por el camino de Ermenonville, hizo con su hijo una peregrinación a la tumba de Rousseau y regresó a Villers-Cotterêts. Aquí, seducido, sin duda, por el aire sano que se respiraba, por lo bien que el notario le habló de la pensión del abate Fortier, dejó al pequeño Gilberto en casa del digno hombre, cuyo aspecto filosófico apareció a primera vista, pues en aquella época la filosofía era tan poderosa que se había deslizado hasta en casa de los hombres de iglesia.

Después de esto, volvió a marchar a París, dejando sus señas al abate Fortier.

La madre de Pitou conocía todos estos detalles, y en el momento de morir recordó estas palabras: «En caso de necesidad, contad conmigo». Esto la iluminó. Sin duda, la Providencia lo había dirigido todo para que el pobre Pitou encontrase tal vez más de lo que perdía. Envió a buscar al cura, porque no sabía escribir; el cura escribió, y en el mismo día envióse la carta al abate Fortier, que se apresuró a poner las señas y a echarla en el correo.

Ya era tiempo, porque dos días después la mujer murió.

Pitou era demasiado joven para reconocer toda la extensión de la pérdida que acababa de sufrir; pero lloró a su madre, no porque comprendiese la separación eterna de la tumba, sino porque vio a la pobre mujer fría, pálida y desfigurada; y, además, el pobre niño adivinó instintivamente que el Ángel guardián del lugar acababa de remontarse al cielo, y que la casa, viuda de su madre, quedaba desierta y deshabitada. Ya no se daba cuenta de su existencia futura, ni tampoco de su vida del día siguiente; y por eso, cuando hubo conducido a su madre al cementerio, cuando la tierra quedó redondeada sobre su ataúd, formando una nueva eminencia, sentóse sobre la fosa; y a todas las invitaciones que le hicieron para salir del cementerio contestó moviendo la cabeza y diciendo que, no habiéndose separado nunca de su madre Magdalena, quería permanecer donde ella estaba.

Durante todo el resto del día y toda la noche no se movió de la fosa.

Allí fue donde el digno doctor (no recuerdo si hemos dicho que el futuro protector de Pitou era médico), allí fue, repetimos, donde el doctor le encontró cuando, comprendiendo toda la extensión del deber que se había impuesto por la promesa hecha, acudió él mismo para cumplirla, cuarenta y ocho horas, o poco menos, después de salir la carta.

Ángel era muy joven cuando vio al doctor marchar por primera vez; pero ya sabemos que la juventud conserva profundas impresiones, que dejan reminiscencias eternas; y además, el paso del misterioso joven había estampado su huella en la casa, en la cual dejó el niño que hemos dicho, y con él su bienestar. Todas las veces que Ángel oía a su madre pronunciar el nombre de Gilberto, experimentaba un sentimiento análogo a la adoración; y después, en fin, cuando le vio reaparecer en la casa, hombre ya y con su nuevo título de doctor, cuando agregó a los beneficios del pasado la promesa del porvenir, Pitou juzgó, por el agradecimiento de su madre, que él también debía agradecer al pobre muchacho, sin saber bien lo que decía, había balbuceado las palabras «recuerdo eterno» y «sinceras gracias», que oyó pronunciar a su madre.

Así, pues, apenas vio al doctor a través de la puerta del cementerio, apenas le vio adelantarse en medio de las tumbas rodeadas de césped, con los brazos cruzados, le reconoció, levantóse y salióle al encuentro, comprendiendo que no podía contestar negativamente, como a los otros, a quien acudía al llamamiento de su madre. No hizo, pues, más resistencia que volver la cabeza hacia atrás, cuando Gilberto le cogió de la mano y le sacó llorando del recinto mortuorio. Un elegante cabriolé esperaba a la puerta, hizo subir al pobre niño, y dejando momentáneamente la casa bajo la salvaguardia de la buena fe pública y del interés que la desgracia inspira, condujo a su pequeño protegido a la ciudad y apeóse con él delante de la mejor posada, que en aquella época era la del Delfín. Apenas instalado, envió a buscar un sastre, que, prevenido anticipadamente, se presentó con ropas hechas; eligió con prudencia para Pitou un traje dos o tres pulgadas más largo de lo necesario, superfluidad que, atendido el rápido crecimiento de nuestro héroe, prometía no ser de larga duración; y después encaminóse con su protegido hacia ese barrio de la ciudad que hemos indicado antes y que se llamaba el Pleux.

A medida que avanzaba hacia él, Pitou acortaba el paso, porque era evidente que le conducían a casa de su tía Angélica, y, a pesar de las pocas veces que el pobre huérfano había visto a su madrina —pues la tía Angélica era la que había dado a Pitou su poético nombre de pila—, conservaba de aquella respetable parienta un recuerdo poco grato.

En efecto, la tía Angélica no tenía mucho atractivo para un niño acostumbrado como Pitou a todas las atenciones de la solicitud maternal: la tía Angélica era en aquella época una solterona de cincuenta y cinco a cincuenta y ocho años, embrutecida por el abuso de las más minuciosas prácticas de la religión, y en la que una piedad mal entendida había estrechado en sentido contrario todos los sentimientos benignos, misericordiosos y humanos, para cultivar, en cambio, una dosis natural de inteligencia ávida que no hacía más que aumentar cada día por el asiduo trato con las beatas de la ciudad. No vivía precisamente de limosnas; pero, además de la venta del lino que hilaba en la rueca, y del alquiler de las sillas de la iglesia, que le había concedido el capítulo, recibía de vez en cuando de algunas almas caritativas que se dejaban embaucar con sus hipocresías religiosas, pequeñas sumas que, simples sueldos en un principio, convertíanse después en moneda blanca, y al fin en luises de oro, los cuales desaparecían, sin que nadie lo viese ni sospechara su existencia, para ir a ocultarse, uno por uno, en el cojinete del sillón donde la solterona trabajaba. Una vez en su escondite, iban a reunirse después, secretamente, con cierto número de sus compañeros, recogidos del mismo modo, y que en adelante debían quedar secuestrados de la circulación hasta el día desconocido en que la muerte de la solterona las pusiera en manos de su heredero.

Hacia la morada de esta venerable parienta se encaminaba el doctor Gilberto, llevando de la mano al gran Pitou.

Decimos el gran Pitou porque, a partir del primer trimestre después de su nacimiento, el niño había sido siempre demasiado grande para su edad.

En el momento de abrirse la puerta para dar paso a su sobrino y al doctor, la señora Rosa Angélica Pitou hallábase entregada a un acceso de alegría. Mientras que se cantaba la misa de difuntos sobre el cadáver de su cuñada en la iglesia de Haramont, había habido bodas y bautismos en la de Villers-Cotterêts; y el ingreso por alquiler de las sillas había ascendido a seis libras en un solo día; de modo que la señora Angélica pudo convertir sus sueldos en un gran escudo de plata, el cual, agregado a otros tres puestos de reserva en épocas diferentes, dio un luis de oro. Esta última moneda acababa de ir a reunirse con otras del mismo valor; y el día en que se efectuaba semejante reunión era naturalmente una fiesta para la señora Angélica.

El doctor y Pitou se presentaron precisamente en el momento en que, después de haber abierto su puerta, cerrada durante la operación, la tía Angélica acababa de dar la última vuelta en su sillón para asegurarse de que ninguna señal indicaba por fuera la existencia del tesoro oculto en el interior.

La escena hubiera podido ser conmovedora; mas, a los ojos de un hombre tan buen observador como el doctor Gilberto, no fue más que grotesca. Al ver a su sobrino, la vieja beata dijo algunas palabras sobre su pobre hermana querida, a la que tanto amaba, y aparentó enjugar una lágrima. Por su parte, el doctor, que deseaba leer hasta en lo más profundo del corazón de la solterona antes de tomar un partido respecto a ella, afectó cierto aire de gravedad para dirigir a la señora Angélica un sermón sobre los deberes de las tías respecto a los sobrinos; pero a medida que el discurso se desarrollaba y que las palabras de bondad salían de los labios del doctor, los ojos enjutos de la solterona absorbían la imperceptible lágrima que los había humedecido, y sus facciones recobraron la sequedad del pergamino que parecía cubrirlas. Levantó la mano izquierda a la altura de su barba puntiaguda, y con la derecha comenzó a calcular sobre sus dedos huesosos el número aproximativo de sueldos que el alquiler de las sillas le reportaban anualmente; de modo que, como la casualidad quiso que el cálculo terminara al mismo tiempo que el discurso, pudo contestar en el instante mismo que, si bien había amado mucho a su pobre hermana y la interesaba en alto grado su querido sobrino, la escasez de sus recursos no la permitía, a pesar de su doble título de tía y de madrina, ningún aumento de gastos.

Por lo demás, el doctor esperaba esta negativa; de modo que no le sorprendió: era gran partidario de las nuevas ideas; y como acababa de publicarse el primer tomo de la obra de Lavater, había hecho ya la aplicación de la doctrina fisiognomónica[3] del filósofo de Zurich en el enjuto y amarillento rostro de la señora Angélica.

El examen le dio por resultado que los ojillos brillantes de la solterona, su nariz larga y sus labios delgados presentaban la reunión en una sola persona de la codicia, del egoísmo y de la hipocresía.

La contestación, como hemos dicho, no le produjo el menor asombro; pero quería ver, en su calidad de observador, hasta qué punto llegaba en la devota el desarrollo de estos tres feos defectos.

—Pero, señora —dijo—; Ángel Pitou es un pobre huérfano, hijo de vuestra hermana.

—¡Diantre! Escuchad, señor Gilberto —replicó la señora Angélica—; esto sería un aumento de seis sueldos diarios, por lo menos, contando el más bajo precio, porque ese muchacho debe comer al menos una libra de pan cada día.

Pitou hizo una mueca, pues generalmente comía libra y media sólo para almorzar.

—Sin contar el jabón para el lavabo de la ropa —añadió la señora Angélica—, y yo recuerdo que este chico ensucia mucho.

En efecto, Pitou ensucia bastante ropa, y se comprenderá muy bien si se recuerda su género de vida; pero debe añadirse, en justicia, que desgarraba más aún que ensuciaba.

—¡Ah! —exclamó el doctor—. No hable usted así, señora Angélica. ¡La que practica tan bien la caridad cristiana hacer semejantes cálculos tratándose de un sobrino y ahijado!

—Sin contar el cosido de la ropa —exclamó arrebatadamente la señora Angélica, que recordaba haber visto a su hermana Magdalena remendar no pocas chaquetas y rodilleras en los calzones de su sobrino.

—De modo que —dijo el doctor—, ¿rehusáis admitir a vuestro sobrino en casa, y consentís en que el huérfano rechazado por su tía vaya a pedir limosna a las puertas de casas extrañas?

La solterona, por avara que fuese, comprendió que naturalmente recaería sobre ella todo lo odioso de semejante conducta si, por su negativa de recibir a su sobrino, este último se viera obligado a semejante extremo.

—No —dijo—; me encargaré del muchacho.

—¡Ah! —exclamó el doctor, complacido de encontrar un buen sentimiento en aquel corazón que él creía del todo seco.

—Sí —continuó la solterona—; yo le recomendaré a los Agustinos de Bourg-Fontaine, y entrará en su establecimiento como hermano criado.

Ya hemos dicho que el doctor era filósofo, y bien se sabe cuál era el valor de la palabra filosofía en aquella época.

Resolvió, pues, arrancar un neófito a los Agustinos, y esto con tanto celo como el que hubieran demostrado aquellos para arrancar un adepto a los filósofos.

—Pues bien —replicó, introduciendo la mano en su profundo bolsillo—, puesto que estáis en tan precaria situación, apreciable señora Angélica, viéndoos obligada, por falta de recursos personales, a recomendar a vuestro sobrino a la caridad de otros, buscaré persona que pueda aplicar más eficazmente que vos la suma que destinaba al pobre huérfano para su manutención y demás necesidades. Debo regresar a América, y antes de mi marcha dejaré a vuestro sobrino Pitou como aprendiz en casa de algún carpintero o carretero, pudiendo él mismo elegir, según su vocación. Durante mi ausencia crecerá, y a mi vuelta será ya bastante inteligente en el oficio, en cuyo caso veré qué se puede hacer por él. ¡Vamos, pobre muchacho! —continuó, haciendo entre ella y él la señal de una separación eterna.

Aún no había concluido de hablar el doctor, cuando ya Pitou se precipitaba hacia la venerable solterona con sus dos brazos extendidos: le urgía, en efecto, abrazar a la señora Angélica; pero a condición de que este abrazo fuera entre ella y él la señal de una separación eterna.

Pero al oír la palabra suma, al notar el ademán del doctor, que introducía la mano en el bolsillo, y al percibir el sonido argentino que aquella mano produjo incontinenti entre los escudos de plata, cuyo número se podía calcular por la tensión del bolsillo del traje, la solterona sintió subir hasta su corazón el calor de la codicia.

—¡Ah! —exclamó—. Apreciable señor Gilberto, bien sabe usted una cosa.

—¿Cuál? —preguntó el doctor.

—¡Oh Dios mío! Es que nadie en el mundo amará tanto como yo a ese pobre muchacho.

Y, entrelazando sus flacos brazos con los de Pitou, ya extendidos, depositó en sus dos mejillas un beso seco, que hizo estremecer al muchacho desde la punta de los pies a la raíz de los cabellos.

—¡Oh! Ciertamente —contestó el doctor—, lo sé muy bien; y dudaba tan poco de la amistad que le profesáis, que yo traía al chico directamente a su apoyo natural; pero lo que acabáis de manifestarme, apreciable señora, me ha convencido a la vez de vuestra buena voluntad y de vuestra impotencia, y bien veo que sois demasiado pobre para ayudar a quien lo es más aún.

—¡Oh señor Gilberto! —repuso la vieja devota—. ¿No está Dios en el cielo y no atiende desde allí a todas sus criaturas?

—Es verdad —dijo Gilberto—; pero, si proporciona alimento a los pajarillos, no pone en aprendizaje a los huérfanos. Ahora bien: he aquí lo que se debe hacer por Ángel Pitou y lo que, atendidos vuestros escasos medios, os costaría demasiado caro, sin duda.

—Sin embargo, si dais esa suma, señor doctor…

—¿Qué suma?

—La de que habéis hablado, la que lleváis en el bolsillo —añadió la devota, señalando con su dedo ganchudo la faltriquera del hábil filósofo.

—La daré seguramente, apreciable señora Angélica —dijo el doctor—; mas os prevengo que será con una condición.

—¿Cuál?

—Que el muchacho aprenderá un oficio.

—Le tendrá: yo os lo prometo a fe de Angélica Pitou, señor doctor —repuso la devota con los ojos fijos en la faltriquera, cuyo volumen llamaba su atención.

—¿Me lo prometéis?

—Os lo prometo.

—Seriamente, ¿no es verdad?

—Tan cierto como hay Dios, apreciable señor Gilberto: os lo juro.

Y la señora Angélica extendió horizontalmente su descarnada mano.

—¡Pues bien, sea! —exclamó el doctor, sacando de su faltriquera una bolsa muy redondeada—. Estoy conforme con daros el dinero, como veis. ¿Estáis dispuesta igualmente a responderme del niño?

—¡Por la verdadera cruz, señor Gilberto!

—No juréis tanto, buena señora; y firmemos un documento.

—¡Firmaré, señor Gilberto, firmaré!

—¿Ante notario?

—Ante notario.

—Pues vamos a casa del papá Niguet. El papá Niguet, a quien el doctor daba este título amistoso, gracias a un largo conocimiento, era, como ya saben aquellos de nuestros lectores que han leído mi novela José Bálsamo, el notario más reputado de la localidad.

La señora Angélica, de la que también era notario el papá Niguet, nada tuvo que decir contra la elección del doctor; de modo que le siguió a su casa sin vacilar. Allí, el tabelión[4] registró la promesa hecha por la señora Rosa Angélica Pitou, de tomar a su cargo y dedicar a una profesión honrosa a Luis Ángel Pitou, su sobrino, para lo cual recibiría anualmente la suma de doscientas libras. El convenio se hacía por cinco años y el doctor depositó ochocientas libras en casa del notario, debiendo pagarse doscientas por adelantado.

Al día siguiente el doctor salió de Villers-Cotterêts, después de haber arreglado algunas cuentas con uno de sus arrendadores, del cual hablaremos en otro lugar; y la señora Pitou, precipitándose como un buitre sobre las citadas doscientas libras, pagadas por adelantado, escondía en su sillón ocho hermosos luises de oro.

En cuanto a las ocho libras restantes, depositadas en un platillo de porcelana, que desde hacía treinta o cuarenta años había visto pasar centenares de monedas de todas especies, esperando a que la cosecha de dos o tres domingos completase la suma de veinticuatro libras, cifra que, como hemos explicado ya, sufría en este punto la metamorfosis dorada, pasando del platillo al sillón.