Capítulo I

En la frontera de Picardía y del Soissons, en esa porción del territorio nacional, que bajo el nombre de Isla de Francia constituía una parte del antiguo patrimonio de nuestros reyes; en medio de la inmensa media luna que forma, prolongándose al norte y al mediodía, un bosque de cincuenta mil fanegadas, se eleva, perdida en la sombra de un grandioso parque plantado por Francisco I y Enrique II, la pequeña ciudad de Villers-Cotterêts, célebre por haber dado nacimiento a Carlos Alberto Demoustier, el cual, en la época en que comienza esta historia, escribía sus Cartas a Emilio sobre la Mitología, con gran satisfacción de las lindas mujeres de la época, que se las disputaban a medida que veían la luz pública.

Añadamos, para completar la reputación poética de esa pequeña ciudad, a la que sus detractores se obstinan en dar el nombre de burgo, a pesar de su castillo real y de sus dos mil cuatrocientos habitantes, añadamos que está situada a dos leguas de Laferté-Milon, donde nació Racine, y a ocho de Cháteau-Thierry, donde nació La Fontaine.

Consignemos, además, que la madre del autor de Británico y de Atalia era de Villers-Cotterêts.

Volvamos a su castillo real y a sus dos mil cuatrocientos habitantes.

Este castillo real, comenzado por Francisco I, cuyas salamandras conserva, y concluido por Enrique II, cuya cifra tiene aún entrelazada con la de Catalina de Médicis y circuida de las tres medias lunas de Diana de Poitiers, este castillo, repetimos, después de ocultar los amores del rey caballero con madame d’Etampes, y los de Luis Felipe de Orleans con la hermosa madame de Montesson, estaba casi deshabitado desde la muerte de este último príncipe, pues su hijo Felipe de Orleans, llamado después Igualdad, le hizo descender desde la categoría de residencia real a la de simple punto de reunión para los cazadores.

Sabido es que el castillo y el bosque de Villers-Cotterêts formaban parte de los dominios otorgados por Luis XIV a su hermano, Monsieur, cuando el hijo segundo de Ana de Austria casó con la hermana del rey Carlos II, Enriqueta de Inglaterra.

En cuanto a los dos mil cuatrocientos habitantes, de los que hemos prometido decir algo a nuestros lectores, eran, como en todas las localidades donde viven dos mil cuatrocientos individuos, una reunión compuesta de:

1.º Algunos nobles que pasaban el verano en los castillos de las inmediaciones y el invierno en París, y que para imitar al príncipe no tenían más que un palmo de terreno en la ciudad.

2.º De bastantes menestrales a quienes se veía salir de su casa, fuere cual fuese el tiempo, con un paraguas en la mano, para ir a dar después de comer su paseo diario, limitado regularmente a un ancho foso que separaba el parque del bosque, situado a un cuarto de legua de la ciudad, y que se llamaba el Aháh, sin duda a causa de la exclamación que su vista arrancaba de los pechos asmáticos, satisfechos de haber recorrido tan larga distancia sin sofocarse mucho.

3.º De una mayoría de artesanos que trabajaban toda la semana y tan sólo se permitían los domingos el paseo de que disfrutaban todos los días sus compatriotas más favorecidos que ellos por la fortuna.

4.º Y, por último, de algunos míseros proletarios, para los cuales la semana no tenía ni siquiera domingo, y que después de trabajar seis días a jornal, bien fuera para los nobles, o bien para los menestrales, o ya, en fin, para los artesanos, se diseminaban el séptimo en el bosque, a fin de recoger la madera muerta o tronchada que el huracán, ese gran segador de los bosques, para el que las encinas son espigas, esparcía por el suelo oscuro y húmedo de las grandes arboledas, magnífico patrimonio del príncipe.

Si Villers-Cotterêts (Villerii ad Cotiam-Retioe) hubiese tenido la desgracia de ser una ciudad de bastante importancia en la historia para que los arqueólogos se ocupasen de ella y siguieran sus pasos sucesivos desde el pueblo al burgo y desde este a la ciudad, último título que se le disputa, como ya hemos dicho, seguramente habrían consignado el hecho de que este pueblo comenzó por ser una doble línea de casas construidas en ambos lados del camino de París a Soissons. Después habrían añadido que, poco a poco, habiendo aumentado, merced a su posición en el lindero de un hermoso bosque, el número de habitantes, se unieron otras calles con la primera, divergentes como los rayos de una estrella en dirección a los otros reducidos pueblos, con los que importaba conservar comunicaciones, y convergentes hacia un punto que llegó a ser naturalmente el centro, es decir, lo que se llama en provincia la plaza. Alrededor de esta se edificaron las más hermosas casas del pueblo, convertido en burgo, y en su centro se elevó una fuente, decorada hoy con un cuádruple cuadrante. En fin, los arqueólogos hubieran determinado la fecha precisa en que, cerca de la modesta iglesia, primera necesidad de los pueblos, se asentaron los primeros cimientos de aquel vasto castillo, último capricho de un rey, castillo que después de ser sucesivamente, como hemos dicho ya, residencia real y residencia de príncipe, llegó a convertirse en nuestros días en un triste y hediondo depósito de mendicidad, dependiente de la prefectura del Sena.

Pero en la época en que comienza esta historia, las cosas reales, aunque ya muy vacilantes, no habían decaído aún hasta el punto en que se hallan hoy. Cierto que el castillo no estaba habitado ya por un príncipe; pero tampoco vivían en él mendigos; estaba sencillamente desocupado, sin más inquilinos que los indispensables para su conservación, entre los cuales figuraba el conserje, el dueño del juego de pelota y el capellán. Por eso todas las ventanas del inmenso edificio, que daban, unas al parque y las otras a la segunda plaza, llamada aristocráticamente plaza del Castillo, estaban cerradas, lo cual contribuía más a la tristeza y a la soledad de aquel sitio, en uno de cuyos extremos se elevaba una casita, acerca de la cual el lector nos permitirá que le digamos algunas palabras.

Era una casita de la que no se veía, por decirlo así, más que la espalda; pero, lo mismo que en ciertas personas, esta espalda tenía el privilegio de ser la mejor parte de su individualidad. En efecto, la fachada que tenía salida a la calle de Soissons, una de las principales de la ciudad, por una puerta toscamente arqueada, tan sólo abierta seis horas de cada veinticuatro, presentaba un aspecto triste y melancólico; mientras que la opuesta era alegre y risueña, sin duda porque aquí había un jardín, sobre cuyas paredes asomaban las copas de los cerezos, de los manzanos y de los ciruelos. Además, a cada lado de una puertecita que daba salida a la plaza y entrada al jardín, elevábanse dos acacias seculares, que en la primavera parecían prolongar sus ramas sobre el muro para sembrar el suelo con sus perfumadas flores en toda la circunferencia de su follaje.

Aquella casita era la del capellán del castillo, que, a la vez que servía la iglesia señorial, donde, a pesar de la ausencia del amo, se decía misa todos los domingos, tenía una pequeña escuela, a la cual se habían aplicado, por un favor muy especial, dos becas: una para el colegio de Piessis y la otra para el seminario de Soissons. Inútil es añadir que la familia de Orleans era la que las había fundado, debiéndose al hijo del regente la del seminario, y la del colegio al padre del príncipe. Estas dos becas eran objeto de la ambición de los padres y desesperaban a los alumnos, pues para aspirar a ellas debían hacer composiciones extraordinarias todos los jueves.

Ahora bien: cierto jueves del mes de julio de 1789, día bastante triste, oscurecido por una tempestad que se corría de oeste a este, y bajo cuyo viento las dos magníficas acacias de que hemos hablado, perdiendo ya la virginidad de su follaje primaveral, dejaban escapar algunas hojitas amarillentas por efecto de los primeros calores del verano; cierto jueves, decimos, después de un silencio bastante prolongado, interrumpido tan sólo por el roce de las hojas que se entrechocaban, arremolinándose en el suelo batido de la plaza, y por el canto de un gorrión que perseguía a las moscas, rasando la tierra, el reloj del puntiagudo campanario de la ciudad dio las once.

En aquel momento se oyó un ¡hurra!, semejante al que pudiera proferir todo un regimiento de hulanos, acompañado de un rumor parecido al que la avalancha produce cuando salta de roca en roca. La puerta situada entre las dos acacias se abrió, o más bien se hundió, dando paso a un torrente de niños que se diseminaron por la plaza, donde casi enseguida formáronse cinco o seis grupos alegres y ruidosos, los unos alrededor de un círculo destinado a retener los trompos prisioneros, los otros delante de un juego de tres en raya, trazado con yeso, y algunos, en fin, enfrente de varios agujeros practicados con regularidad, en los cuales la pelota, deteniéndose o pasando de ellos, hacia ganar o perder al que la echaba.

Al mismo tiempo que los escolares jugadores, a quienes los vecinos cuyas raras ventanas daban a la plaza solían llamar pilletes, y que llevaban, por lo regular, pantalones agujereados en las rodillas y chaquetas perforadas en los codos, se detenían para jugar, veíase a los que se calificaba de juiciosos, a los que, al decir de las comadres, debían ser la alegría y el orgullo de sus padres, separarse de la mayoría, y por diversos caminos, con un paso cuya lentitud revelaba que no se iban por su gusto, dirigirse con su cestita en la mano a la casa paterna, donde les darían la rebanada de pan, con manteca o confitura, para resarcirles de los juegos a que acababan de renunciar. Estos escolares vestían por lo regular, chaquetas en bastante buen estado y pantalones muy decentes, lo cual, agregado a su fama de juiciosos, les hacía objeto de la burla y hasta del odio de sus compañeros menos bien vestidos y, sobre todo, menos disciplinados.

Además de estas dos clases que hemos indicado bajo los nombres de escolares jugadores y escolares juiciosos, había una tercera, que designaremos con el nombre de escolares perezosos, la cual no salía casi nunca con las otras, ni para jugar en la plaza del castillo, ni para volver a la casa paterna, puesto que esta desgraciada clase debía quedarse, por lo regular, en la escuela. Esto quiere decir que, mientras sus compañeros, después de hacer sus versiones y sus temas, iban a jugar o a comer sus rebanadas de pan, ellos permanecían en sus bancos o delante de sus pupitres para hacer durante las horas de recreo los ejercicios que no hicieron en la clase; y esto cuando la gravedad de su falta no exigía, además del encierro, el castigo supremo con las disciplinas o la férula.

Tanto es así que, si se hubiera seguido, para volver a entrar en la clase, el camino que los escolares acababan de tomar en sentido inverso para salir, se habría oído, después de franquear una callejuela que costeaba la huerta, conduciendo a un gran patio destinado a los recreos interiores, se habría oído, repetimos, al entrar en él, una voz fuerte, muy robusta, que resonaba en lo alto de la escalera; mientras que un escolar, que nuestra imparcialidad de historiadores nos obliga a comprender en la tercera clase, o sea la de los perezosos, bajaba precipitadamente, haciendo con los hombros el movimiento de que los asnos se sirven para derribar a sus jinetes, así como también los escolares a quienes se acaba de castigar con las disciplinas y tratan de sacudirse el dolor.

—¡Ah, bribón! ¡Pequeño excomulgado! —gritaba la voz. ¡Ah, reptil! ¡Retírate! ¡Vete! Vade, vade! ¡Acuérdate que he tenido paciencia contigo tres años, y que hay pícaros que apurarían la del mismo Padre Eterno! Hoy hemos concluido ¡y para siempre! ¡Recoge tus ardillas, tus ranas, tus lagartos, tus gusanos de seda y tus abejorros, y vete a casa de tu tía, o de tu tío, si tienes alguno, o al diablo, o a donde quieras, en fin, con tal que no vuelva a verte más! Vade, vade!

—¡Oh mi buen señor Fortier! Perdonadme —contestaba siempre en la escalera otra voz suplicante—. ¿Vale la pena incomodarse tanto por un ligero barbarismo y algunos solecismos, según llamáis a eso?

—¡Tres barbarismos y siete solecismos en un tema de veinticinco líneas! —contestó la voz enojada, más vigorosa aún.

—Así ha sido hoy, señor abate, convengo en ello, pues todos los jueves son desgraciados para mí; pero si mañana mi tema estuviese bien, ¿no me perdonaríais mi torpeza de hoy, señor abate?

—¡Tres años hace ya que todos los días de composición me repites la misma cosa, holgazán! Los exámenes se efectuarán en 1.º de noviembre, y yo, que a ruegos de tu tía Angélica he tenido la debilidad de apuntarte como candidato a la beca, vacante ahora en el seminario de Soissons, yo tendré la vergüenza de ver que rechazan mi discípulo, y de oír por todas partes estas palabras: «Ángel Pitou es un asno. Ángelus Pitovius asinus est».

Apresurémonos a decir, en fin, para que el benévolo lector se interese desde luego por él, que Ángel Pitou, cuyo nombre acababa de latinizar el abate Fortier tan pintorescamente, es el héroe de esta historia.

—¡Oh mi buen señor Fortier! ¡Oh mi querido maestro! —contestaba el escolar, desesperado.

—¡Yo tu maestro! —gritó el abate, a quien este título humillaba—. A dios gracias, ya no soy tu maestro, ni tú mi discípulo; reniego de ti; ya no te conozco, y quisiera no haberte visto nunca; te prohíbo pronunciar mi nombre, y hasta saludarme. ¡Retro, desgraciado, retro!

—Señor abate —insistió el desgraciado Pitou, que parecía tener grave interés en no indisponerse con su maestro—; señor abate, yo le suplico que no me retire su protección por un pobre tema mutilado.

—¡Ah! —gritó el abate, fuera de sí por este último ruego y bajando los cuatro primeros escalones, mientras que por un movimiento igual Ángel Pitou franqueaba los cuatro últimos, viéndosele ya en el patio—. ¡Ah! ¡Te sirves de la lógica, cuando no puedes hacer un tema; calculas los grados de mi paciencia, cuando no sabes distinguir el nominativo del régimen!

—Señor abate, habéis sido tan bueno para mí —repuso el muchacho—, que bastará que digáis una palabra a monseñor el obispo que nos examina.

—¡Yo, desgraciado! ¡Mentir a mi conciencia!

—Si es para una buena acción, señor abate, Dios le perdonará.

—¡Jamás, jamás!

—Y, por otra parte, ¿quién sabe? Los examinadores no serán tal vez conmigo más severos de lo que fueron en favor de Sebastián Gilberto, mi hermano de leche, cuando el año pasado aspiró a la beca de París. Y, sin embargo, ¡no cometía él pocos barbarismos, Dios mío! Aunque es verdad que no contaba más que trece años, mientras que yo tengo diecisiete.

—¡Ah! He aquí una estupidez —dijo el abate, franqueando el resto de la escalera, con sus disciplinas en la mano, en tanto que Pitou mantenía prudentemente entre él y su profesor la primera distancia—. Sí —añadió cruzándose de brazos y mirando indignado a su discípulo—; he dicho estupidez y lo repito. ¡He aquí la recompensa de mis lecciones de dialéctica! ¡Triple animal! ¿Es así como te acuerdas de aquel axioma: Noti minora, toqui majora votens? Pues precisamente porque Gilberto era más joven que tú se ha tenido más indulgencia con un niño de catorce años que la que se tendrá con un imbécil de dieciocho.

—Sí, y también porque es hijo del señor Honorato Gilberto, que tiene dieciocho mil libras de rentas en buenas tierras, solamente en la llanura de Pilleleux —contestó con voz lastimera el muchacho lógico.

El abate Fortier miró a Pitou, prolongando los labios y frunciendo el ceño.

—Esto no es tan estúpido —murmuró después de una pausa—. Sin embargo, peca de especioso, y no es fundado. Species, non autem corpus[1].

—¡Oh! ¡Si yo fuera hijo de un hombre que tuviese diez mil libras de rentas!… —repitió Ángel Pitou, que había creído notar que su respuesta había producido alguna impresión en su profesor.

—Sí, pero no lo eres; y, en cambio, no tienes más que ignorancia, como el necio de quien habla Juvenal; cita profana —añadió el abate—, haciendo la señal de la cruz, pero no menos justa. Arcadius juvenis. Apuesto a que ni siquiera sabes lo que quiere decir Arcadius

—¡Diantre! Significa Arcadio —contestó Ángel Pitou, irguiéndose con la majestad del orgullo.

—¿Y qué más?

—¿Cómo qué más?

—La Arcadia era el país de los caballos de dos cuerpos, y así, entre los antiguos como entre nosotros, asinus era el sinónimo de stuttus.

—No he querido comprender la cosa así —dijo Pitou, atendido que estaba lejos de mi pensamiento que el ánimo austero de mi digno profesor pudiera humillarse hasta la sátira.

El abate Fortier miró a Pitou por segunda vez con más atención aún que la primera.

—A fe mía —murmuró, un poco dulcificado por la réplica de su discípulo—, que hay momentos en que juraría que este tunante es menos estúpido de lo que realmente parece.

—Vamos, señor abate —dijo Pitou, que si no había oído las palabras del profesor pudo sorprender en su fisonomía una expresión compasiva—, perdonadme y ya veréis qué buen tema hago mañana.

—Pues bien, consiento —dijo el abate colocándose las disciplinas en la cintura en señal de tregua y acercándose a Pitou, que gracias a esta demostración pacífica permaneció inmóvil.

—¡Oh! ¡Gracias, gracias! —exclamó el escolar.

—Espera: no me las des tan pronto. Te perdonaré; sí, te perdono, pero con una condición.

Pitou inclinó la cabeza; y como estaba a discreción del abate, esperó resignadamente.

—Es que —añadió el maestro—, me has de contestar sin error a la pregunta que te haré.

—¿En latín? —preguntó Pitou con inquietud.

Latine —contestó el abate.

Pitou exhaló un suspiro.

Siguióse una pausa, durante la cual, los gritos alegres de los escolares que jugaban en la plaza llegaron a oídos de Ángel Pitou, que suspiró por segunda vez, más profundamente que la primera.

Quid virtus? Quid religio? —preguntó el abate.

Estas palabras, pronunciadas con el aplomo del pedagogo, resonaron en los oídos del pobre Pitou como la trompeta del Ángel en el juicio final; una nube pasó por sus ojos, y esforzó tanto su pensamiento, que comprendió un instante la posibilidad de volverse loco.

Sin embargo, en virtud de aquel trabajo cerebral, que por violento que fuese no producía ningún resultado, la contestación pedida se hacía esperar indefinidamente; y entonces se oyó el rumor prolongado de una toma de rapé, que el terrible profesor absorbía lentamente.

Pitou comprendió bien que era preciso acabar.

Nescio —contestó, esperando que se le perdonaría su ignorancia si la confesaba en latín.

—¡No sabes lo que es la virtud! —exclamó el abate, sofocado de cólera—. ¡No sabes lo que es la religión!

—Lo sé perfectamente en francés —contestó Pitou—; pero no en latín.

—¡Pues, entonces, vete a la Arcadia, juvenis! ¡Todo ha concluido entre nosotros!

Pitou estaba tan agobiado que no hizo un movimiento para huir, aunque el abate Fortier hubiese empuñado otra vez sus disciplinas con tanta dignidad como en el momento del combate un general desenvaina su espada.

—Pero ¿qué será de mí? —preguntó el pobre muchacho, dejando caer sus brazos inertes—. ¿Qué será de mí, si pierdo la esperanza de entrar en el seminario?

—¡Sea lo que quiera, pardiez! ¡A mí me importa poco!

El buen abate estaba tan enojado, que casi juraba.

—Pero ¿no sabéis que mi tía me cree ya abate?

—Pues bien: sabrá que no sirves ni para sacristán.

—Pero, señor Fortier…

—¡Te digo que te marches, limina linguce!

—¡Vamos! —dijo Pitou, como hombre que toma una resolución dolorosa, pero que al fin la toma—. ¿Me permitís recoger mi pupitre? —preguntó Pitou, esperando que en aquel momento de reposo que le concedían se ablandaría el corazón del abate Fortier.

—¡Ya lo creo! —contestó el profesor—. Puedes llevártelo con todo cuanto contiene.

Pitou volvió a subir tristemente la escalera, pues la clase se hallaba en el primer piso; entró en la habitación, donde reunidos alrededor de una gran mesa aparentaban trabajar unos cuarenta escolares, levantó la cubierta de su pupitre para ver si estaban allí todos los huéspedes que guardaba, y, levantándole con un cuidado que demostraba su solicitud para aquellos, tomó con paso lento y mesurado el camino del corredor.

A su paso se hallaba el abate Fortier, extendió el brazo y mostrando la escalera.

Era preciso pasar por las horcas caudinas[2], y Ángel Pitou se achicó cuanto era posible, lo cual no impidió que recibiese al paso el último zurriagazo del instrumento a que el abate Fortier debía sus mejores discípulos, y cuyo empleo, aunque más frecuente y prolongado en Ángel Pitou que en ningún otro alumno, había tenido, como vemos, tan mediano resultado.

Mientras que Ángel Pitou, enjugando la última lágrima, se encamina con su pupitre sobra la cabeza en dirección a Pleux, barrio de la ciudad donde su tía habita, digamos algunas palabras sobre su físico y sus antecedentes.