¡Un poco más alto, por favor!
Debéis comprender que estáis tratando con un hombre que se tragó el Finnegans Wake en una montaña rusa de Coney Island[14], penetrando en el abstruso laberinto de Joyce con soltura, pese a las violentas sacudidas que me han hecho perder las prótesis de mis dientes. Comprended también que pertenezco a esa minoría selecta que presintió al instante, ante el primer Buick en chatarra expuesto en el Museo de Arte Moderno, esta interacción sutil entre el fondo y la forma que Odilon Redon podría haber logrado de haberse olvidado de la delicada ambigüedad del pastel y haber trabajado con una prensa de automóviles. Asimismo, señores, soy uno de los pocos cuya perspicacia hizo que ubicara a Esperando a Godot en su correcta perspectiva para los numerosos espectadores perplejos que se arrastraban por el foyer del teatro durante el intermedio, amoscados de haber pagado más de la cuenta a los revendedores de billetes por diálogos incomprensibles en un espectáculo de una sola estrella. Tendría que añadir que mantengo con las artes estrechas relaciones. Además, puedo escuchar ocho emisoras de radio a la vez y, de tanto en tanto, me siento con mi propia Philco, en horas de descanso, en un sótano de Harlem para oír las noticias de última hora y las previsiones meteorológicas. En una ocasión, un obrero agrícola, un tanto lacónico, llamado Jess, que jamás había estudiado en su vida, interpretó los pronósticos de la Bolsa con gran sentimiento. Auténtica música soul. Por último, y para cerrar mi caso con precisión, tomen nota de que soy asiduo espectador de happenings y de estrenos underground y que colaboro con frecuencia en «Sight and Stream», una publicación trimestral e intelectual dedicada a las ideas más avanzadas sobre cine y la pesca de agua dulce.
Si éstas no les parecen credenciales suficientes para que me conozcan por Joe el Sensible, entonces, amigos, me doy por vencido. Y, no obstante, gracias a esta intuición que me chorrea del cuerpo como miel de un pastel, hace poco me acordé de que tengo un fallo cultural, un talón de Aquiles que me sube por la pierna hasta la base de la nuca.
Empezó a manifestarse en enero pasado cuando, una noche, de pie en el bar McGinnis de Broadway, donde comía el pastel de queso más rico del mundo, tuve, además de un sentimiento de culpabilidad, la impresión colesterosa de que mi aorta se volvía tan rígida como un bastón de hockey. A mi lado había una rubia de cortar la respiración, cuyos pechos se hinchaban rítmicamente debajo de una blusa negra con tanta provocación que habría llevado fácilmente a un boy scout a un estado licantrópico. Durante los primeros quince minutos, mi «páseme la mostaza» había sido el único tema de nuestra conversación, pese a mis más variados intentos de crear una mayor intimidad. Lo peor es que ella, en efecto, me había pasado la mostaza y yo me vi obligado a untar con mostaza un trozo del pastel de queso para justificar mis buenas intenciones.
—Tengo entendido que las acciones de los huevos están en alza —me animé por último a decir, fingiendo la despreocupación de un hombre que fusiona sociedades en sus momentos libres.
Ignorando que había entrado el novio de la chica, que era estibador, con una falta del sentido de la oportunidad propia de Laurel y Hardy, y que, por si fuera poco, estaba justo detrás mío, le eché una mirada ávida de hambriento necesitado. Recuerdo aún haber dicho alguna ingeniosidad sobre Kraft-Ebing antes de perder el conocimiento. Me recuerdo, poco después, corriendo por la calle para evitar las iras de lo que parecía ser el garrote de un primo siciliano dispuesto a vengar el honor de la joven. Busqué refugio en la oscuridad fría de un cine donde Bugs Bunny y tres Libriums devolvieron mi sistema nervioso a su ritmo acostumbrado. La película principal empezó y resultó un documental turístico sobre la selva de Nueva Guinea, un tema que, en mi escala de valores puede rivalizar en interés con «Formaciones de musgo» o «Cómo viven los pingüinos». «Los seres primitivos», comentaba el narrador, «viven hoy igual que el hombre de hace millones de años, cazan el jabalí (cuyo standard de vida no parecía tampoco haber mejorado), se sientan alrededor del fuego por las noches y reconstituyen las escenas de caza con pantomimas». Pantomimas. La palabra me golpeó con la fuerza de un estornudo. Aquí se resquebrajaba mi armazón cultural, el único fallo, por cierto, pero un vacío que no había dejado de perseguirme desde mi más tierna infancia, desde el día en que un mimodrama, sacado de El abrigo de Gogol, había escapado por completo a mi entendimiento y me había convencido de que estaba presenciando a catorce rusos haciendo gimnasia. La pantomima me ha resultado siempre un misterio; un enigma que prefiero olvidar por la vergüenza que me ha hecho pasar. Pero allí se manifestaba otra vez esa debilidad y, muy a pesar mío, peor que nunca. Entendía tan poco las gesticulaciones frenéticas del jefe de la tribu guineana como a Marcel Marceau en cualquiera de sus sketches cómicos que atraen a multitudes llenas de admiración. Me retorcí en mi asiento mientras el actor aficionado de la selva hacía reír en silencio a sus compañeros primitivos y, después de su actuación, pasaba el plato por los ancianos de la tribu; entonces, no pude más y me retiré abatido de la sala.
En casa, aquella tarde, mi deficiencia se convirtió en obsesión. Era la cruel verdad: pese a mi olfato canino en todos los demás campos del arte, bastaba una tarde de mímica para convertirme en el hombre de la azada de Markham[15] «Estúpido, estupefacto, como un buey de arado». Me enfurecí de impotencia, pero un calambre endureció la parte posterior de mi muslo y tuve que sentarme. Después de todo, razoné, ¿habrá otra forma más elemental de comunicación que ésta? ¿Por qué esta forma artística universal resulta tan clara para todo el mundo menos para mí? Traté de enfurecerme de impotencia una vez más y esta vez lo conseguí, pero mi barrio es muy tranquilo y pocos minutos después aparecieron dos robustos muchachos de la Comisaría local para informarme que enfurecerse de impotencia podía significar una multa de quinientos dólares, seis meses de prisión o ambas penalidades. Les di las gracias y me metí en la cama donde mi lucha por dormir lejos de mi monstruosa imperfección dio como resultado ocho horas de ansiedad nocturna que no se las desearía ni al mismo Macbeth.
Otro ejemplo espeluznante de mi vacío mimético se materializó tan sólo unas pocas semanas después, cuando aparecieron ante mi puerta dos billetes gratuitos para el teatro (que gané por haber identificado correctamente la voz de Frank Sinatra en un concurso radiofónico quince días antes). El primer premio era un Bentley, así que, para llamar al acto al locutor, había salido desnudo y dando brincos de la bañera. Al coger el teléfono con una mano mojada mientras intentaba apagar la radio con la otra, pegué un salto hasta el techo mientras las chispas llenaban la habitación como si me ejecutaran en una silla eléctrica. Mi segunda órbita alrededor de la lámpara, que colgaba del techo, fue interrumpida por el cajón abierto de mi escritorio Luis XV contra el que me di de cabeza con una moldura dorada en la boca.
Mi rostro parecía haber sido comprimido en un molde de pastel rococó, tenía además un chichón en la cabeza del tamaño de un huevo de avestruz que afectó mi lucidez, y salí en segundo lugar detrás de la señora Sleet Mazursky. Entonces, al hacerse trizas mi sueño de Bentley, me conformé con un par de billetes gratis para una representación en un teatro Off Broadway. Que un famoso mimo internacional estuviera en el programa enfrió mi ardor hasta temperaturas polares, pero, con la esperanza de acabar de una vez por todas con mi mala suerte, decidí hacer acto de presencia. Me fue imposible invitar a una chica porque sólo contaba con seis semanas de tiempo, entonces regalé el billete a mi lavador de ventanas, Lars, un letárgico subalterno tan rebosante de sensibilidad artística como el Muro de Berlín. Al principio, creyó que aquel papelito color naranja era comestible, pero, cuando le expliqué que servía para un espectáculo de mimo (el único espectáculo, con excepción de un incendio, que tenía alguna posibilidad de entender), me agradeció con grandes efusiones.
La noche del espectáculo, los dos (yo con mi capa de etiqueta y Lars con su balde) salimos con aplomo del fondo de un coche alquilado, y al entrar en el teatro nos precipitamos hacia nuestros asientos donde pude examinar el programa y me enteré, con cierto nerviosismo, de que el primer sketch era un breve entretenimiento silencioso titulado Día de picnic. Empezó cuando un microbio de hombre entró al escenario con el rostro encalado y vestido con una malla de baile negra y ajustada. Un clásico traje de picnic que yo mismo usé para un picnic en Central Park el año pasado y que, salvo para unos pocos adolescentes resentidos que lo tomaron por una coquetería senil, pasó desapercibido. Él mismo empezó a desdoblar un mantel para colocarlo en la hierba, y, al instante, mi vieja duda volvió a asaltarme. Podía estar desdoblando un mantel de picnic como ordeñando una cabra. Luego, con sumo cuidado se sacó los zapatos, si bien no estoy muy seguro de que fueron sus zapatos, porque se fraguó uno de ellos y envió el otro por correo a Pittsburgh. Digo «Pittsburgh», pero, en realidad, es sumamente difícil imitar el concepto de Pittsburgh, y, pensándolo bien, creo que no estaba en absoluto imitando Pittsburgh, sino a un hombre que conducía un triciclo a través de una puerta giratoria o quizá también a dos hombres que desmantelaban una rotativa de imprenta. Cómo se relacionaba todo esto con el picnic es algo que no comprendo. Luego, el mimo empezó a separar una colección invisible de objetos rectangulares, sin la menor duda pesados, como una edición completa de la Enciclopedia Británica, que, sospecho, sacaba de la cesta de picnic, aunque, por el modo en que maniobraba, también podrían haber sido los músicos del Cuarteto de Cuerdas de Budapest, todos atados y amordazados.
Por aquel entonces, para sorpresa de los que estaban sentados a mi lado, me encontré, como de costumbre, tratando de ayudar al mimo a aclarar los detalles de la escena adivinando en voz alta y de forma exacta lo que estaba haciendo: «Almohada gran almohada. ¿Cojín? Parece un cojín…». Este tipo de participación benévola suele molestar al auténtico amante del silencio en un teatro, y he notado en ocasiones una clara tendencia en las personas sentadas a mi lado a expresar su intranquilidad de distintas maneras, que van de significativos carraspeos a un golpe de porra en la nuca, como el que recibí de un miembro de la liga Cultural de Amas de Casa de Manhasset. En el caso del picnic, una viuda, arrugada como una momia, me machacó los nudillos con sus anteojos, a modo de látigo recriminándome: «Quieto ahí, viejo zorro». Luego, embalada, con la lenta y paciente elocución de quien se dirige a un soldado de infantería aturdido por las bombas, me explicó que el mimo estaba tratando de parodiar los distintos elementos que suelen complicar la vida del que va de picnic: las hormigas, la lluvia y el destornillador que siempre se olvida uno en casa. Momentáneamente advertido, me partí de risa ante la idea de un hombre obsesionado por el olvido de su destornillador y me maravillé de sus infinitas posibilidades dramáticas.
Por último, el mimo empezó a soplar vidrio. O bien soplaba vidrio, o bien ponía inyecciones intravenosas a un equipo de fútbol. Parecía un equipo de jugadores de fútbol, pero podría haber sido un coro de hombres (o una máquina diatérmica), también podría estar disecando un coro de cualquiera de esos cuadrúpedos inmensos, ya inexistentes, frecuentemente anfibios, pero por lo general herbívoros, cuyos restos fosilizados han sido encontrados en la región más septentrional del Ártico. A estas alturas, el público se tronchaba de risa con las tonterías que veían en el escenario. Hasta el primate de Lars se secaba las lágrimas de hilaridad con el limpiacristales. Pero yo seguía siendo un caso perdido; como más me empeñaba, menos comprendía. Una sensación de fracaso se abatió sobre mí, me saqué los zapatos y me puse a dormir. Cuando recobré los sentidos, lo primero que vi fue un par de mujeres de limpieza trabajando en la platea y discutiendo los pros y los contras de la celulitis. Restregándome los ojos en el brillo mortecino de la luz de servicio del teatro, me ajusté la corbata y fui a Riker’s donde una hamburguesa y un buen chocolate caliente no me dieron problemas en cuanto a su significado; por primera vez en toda la noche, me sacudí el peso de mi culpabilidad. Hasta hoy sigo siendo culturalmente incompleto, pero lo estoy superando. Si alguna vez veis bizquear a un esteta en un espectáculo de mimo, luchar y hablar consigo mismo, acercaos y venid a saludarme, pero, por favor, hacedlo al principio del espectáculo; no me gusta que me molesten cuando duermo.