Para acabar con la historia de los grandes descubrimientos humanos

Descubrimiento de falso borrón de tinta y su utilización

No existe la menor prueba de que el falso borrón de tinta apareciera en Occidente antes del año 1921, aunque se sepa que Napoleón se divirtió mucho con el «vibrador jocoso», un aparato que se escondía en la palma de la mano y que causaba una vibración parecida a la eléctrica cuando entraba en contacto con otra. Napoleón tendía su mano regia en señal de amistad a un dignatario extranjero, estrechaba la palma de la víctima inocente y lanzaba imperiales carcajadas cuando el tonto de turno, con el rostro colorado, improvisaba piruetas para mayor deleite de la corte.

El vibrador jocoso sufrió varias modificaciones; la más célebre fue la que ocurrió después de la introducción del chiclet por Santa Anna[17] (estoy convencido de que el chiclet fue, en su origen, un guiso de su mujer que simplemente no había quien lo tragara) cuando tomó la forma de un paquete de chiclet de menta equipado con sutil mecanismo parecido a una trampa de ratones. La víctima, cuando se le ofrecía una barrita de chiclet, experimentaba un fuerte dolor al dispararse la barrita de acero sobre sus inocentes dedos. Por lo general, la primera reacción era de dolor, luego de risa contagiosa y, por último, de una especie de sabiduría popular. Nadie ignora ya que el viejo truco del chiclet saltarín relajó mucho la atmósfera en la batalla de Los Álamos; y, aunque no se registraron sobrevivientes, la mayoría de los historiadores piensan que las cosas podrían haber ido substancialmente peor sin este pequeño artefacto lleno de ingenio.

Con el advenimiento de la Guerra Civil, los norteamericanos procuraron aturdirse para olvidar los horrores de una nación dividida por una lucha fratricida; si bien los generales norteños preferían divertirse con el vidrio baboso, Robert E. Lee superó muchos momentos cruciales con el brillante uso de la flor regadera. En la primera época de la guerra, nadie podía acercarse a oler el perfume del «encantador clavel» en la solapa de Lee sin recibir en el ojo un buen chorro del agua del río Swanee. Sin embargo, a medida que la situación empeoraba para el sur, Lee abandonó aquella broma que había estado de moda y se limitó a colocar chinchetas en los asientos de la gente que no le caía bien.

Después de la Guerra, y hasta principios de 1900, en la era de los denominados barones del robo, el polvo de estornudar y una pequeña caja de latón, que decía ALMENDRAS y del que largas serpientes saltaban de improviso al rostro de la víctima, fueron los dos inventos más destacados en el campo de las bromas. Se decía que J. P. Morgan prefería el segundo mientras que el viejo Rockefeller disfrutaba más con el primero.

Luego, en 1921, un grupo de biólogos, reunidos en Hong Kong para comprar trajes, ¡descubrieron la falsa mancha de tinta! Hacía ya mucho tiempo que era un importante elemento en el repertorio de las diversiones orientales, y varias de las últimas dinastías sólo pudieron conservar el poder gracias a su sabia utilización de lo que parecía ser una botella derramada y una fea mancha de tinta. En realidad, la mancha era de metal.

Las primeras manchas de tinta, según me informaron, eran muy toscas y mal hechas, medían tres metros de diámetro y no engañaban a nadie.

No obstante, tras el descubrimiento del concepto de miniaturización por un físico suizo, quien probó que un objeto de un tamaño dado podía achicarse simplemente «haciéndolo más pequeño», la falsa mancha de tinta empezó una brillante carrera.

Anduvo por el mundo hasta 1934, cuando Franklin Delano Roosevelt la detuvo y la colocó en su sitio. Roosevelt la utilizó con suma inteligencia para solucionar una huelga en Pennsylvania; los detalles del acontecimiento son divertidos. Los dirigentes sindicales y los empresarios, convencidos de que se había derramado una botella de tinta estropeando un inestimable sofá Imperio, se acusaron mutuamente del hecho. ¡Imagínense su alivió cuando se enteraron de que todo había sido una broma! Tres días más tarde, volvieron a abrirse las puertas de los altos hornos.