6 + 6 + 6

La mañana del viernes, llamarle era razonable; Rosemary tenía que rematar y confirmar sus planes, el sí definitivo aún no lo había pronunciado. Y no imaginaba que Andy la volviera a llamar más; Rosemary había disfrutado por fin de una estupenda noche de sueño. Y de un fabuloso desayuno a base de melón, café y medialuna, allí entre el raso. María, la muchacha que le había llevado la bandeja, se mostró aún más entusiasmada que ella.

—¡Me siento como si esta noche fuera a casarme con todo el mundo! —anunció, riendo, al tiempo que descorría las cortinas frente a un cielo encapotado.

Rosemary marcó el número regular de Andy y aguardó mientras el contestador desgranaba su mensaje. Observó los preparativos del Encendido que se llevaban a cabo entre bastidores en el Metropolitan Opera House: 9.37.17.

—¿Andy? —dijo—. Quiero tratar esto esta noche.

Esperó, contemplando la perspectiva del Yankee Stadium.

Bip, tono para marcar.

Marcó el número, dirigió la palabra al circuito integrado.

Una vez hecho, se sintió a gusto. Comprobó el crucigrama y se sintió incluso mejor; allí estaba ella: 1 horizontal. Célebre madre, ocho letras. El Encendido era el tema del día, naturalmente, y el resto del crucigrama —salvo el 6 vertical, Hijo famoso, cuatro letras— era difícil y engañoso, el acostumbrado desafío de los viernes. Lo había acabado casi cuarenta minutos antes.

Andy no había llamado.

Volvió a marcar el número, habló al chip, permaneció a la escucha durante la opción de los distintos números.

—Si sólo desea transmitir un mensaje a Andy, pulse el dos.

Pulsó el dos.

—Por favor, grabe el mensaje para Andy a partir de ahora. —Bip.

—Hola —dijo Rosemary—. Quiero debatir esto contigo. Joe va a recogerme a las seis; ¿no era eso lo que te figurabas? Llama en cuanto puedas, ¿quieres? Tengo cita en la peluquería para las once y media.

Esperó.

—Gracias, Rosemary. Andy recibirá tu recado enseguida. Ya puedes colgar.

Cuando Rosemary se marchó, Andy aún no había llamado.

A su regreso a la suite, ya arreglada, había dos mensajes de dígito en la línea normal y uno en la línea privada.

—Hola, ¿sabes dónde está ese hijo tuyo? —Diane—. No tengo noticias suyas desde el martes y las llamadas no paran de llover. Hay algunos a los que tiene que contestar él… Como los del papa y del presidente, quiero decir. Ni siquiera sé qué lugar vais a ocupar vosotros dos; doy por supuesto que estaréis en el parque con el resto de nosotros. ¿Tendrías la bondad de decirle que me llame o de llamarme tú misma si sabes qué se está preparando? Adivina quién está escribiendo poesía haiku sobre ti. Adiós.

Rosemary lo borró.

Encendió el televisor. Bustos parlantes, a: 4.14.51.

Una bolsa de plástico de la camarera colgaba de la barra de cosas por retirar, entre las puertas del armario. Rosemary la abrió, soltó el crepé azul celeste, puso el traje chaqueta cruzado encima de la cama. Apartó las otras prendas colgadas y sacó la blusa de seda dorada y las sandalias del mismo tono de tacón alto; las puso también sobre la cama. Enrolló el plástico, lo pinchó y lo metió en la papelera.

Permaneció inmóvil, de pie, fruncido el ceño. Se registró los bolsillos del pantalón para cerciorarse de que llevaba la tarjeta.

Se puso las gafas y el pañuelo.

Descendió al vestíbulo —atestado y bullicioso— y, con la cabeza gacha, dobló la esquina de los ascensores y se dirigió a la puerta en la que rezaba: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO; introdujo la tarjeta en la ranura y abrió la puerta.

Hizo lo propio en la puerta del ascensor; se separaron las hojas y allí estaba la cabina… sugiriendo que Andy había salido. Quizá no murió de un ataque al corazón, después de todo, mientras ella hacía oídos sordos a sus llamadas pidiendo ayuda.

Sin saber cómo entró en aquella barra de labios, se revolvió, se apuntaló para el despegue, apretó el 52. Ziusss mientras pasaban vertiginosos los 8, 9,10… Se quitó las gafas y el pañuelo, se esponjó el peinado, movió la mandíbula hasta que le estallaron los oídos.

Recordaba la última vez, frente al barbado mentón, disparada hacia arriba a mayor velocidad de lo que le gustaba… hasta la vista y etcétera.

El 52 en rojo se encendió mientras la cabina frenaba o concluía por partirse en dos.

Más allá del salón negro y bronce, el cielo presentaba un tono gris invernal, obscurecido ya a las tres de la tarde; los nubarrones se concentraban cada vez más ominosos sobre el distante Queens. ¿Más nieve en camino?

—¿Andy? —llamó, en tanto el cilindro metálico se cerraba a sus espaldas.

Hablaba una mujer, una voz fluida, familiar, que llegaba de la izquierda, hacia el fondo.

—… con nuestra cobertura continua del Encendido. Faltan ya menos de cuatro horas, y en todas partes, en todos los husos horarios, la gente siente la inminencia de una solemnidad nueva…

—¿Andy? —volvió a llamar Rosemary y, siguiendo la pista de la voz, anduvo hacia una puerta que estaba entreabierta.

Brillaban y se movían imágenes de televisión en una pared lateral de la habitación interior; pudo ver cuatro grandes pantallas y partes de dos que estaban más cerca, tres sobre tres.

—¿Andy? —volvió a llamar, junto con los chicos de una clase que aparecían en la pantalla con sonido. Rosemary empujó la puerta para abrirla del todo y echó una mirada a la estancia que había más allá.

Andy estaba clavado a la pared. Los clavos le atravesaban las ensangrentadas palmas de las manos, tenía los brazos extendidos, la cabeza caída. De pie en su blanca sudadera de los Hijos de Dios, entre la pared revestida de madera obscura y los pies de un sofá de cuero negro apoyado contra él.

Rosemary cerró los ojos, se tambaleó, agarrada a la jamba de la puerta.

A la vacilante luz del cuarto volvió a mirar a —no era ningún sueño— Andy crucificado, de cuya ensangrentada cabellera asomaban unos pequeños cuernos. ¿Muerto?

Se apartó de la jamba, corrió hacia el sofá y, de rodillas, llevó una mano al pecho de Andy y la otra a un lado del cuello.

Caliente.

Y un latido.

Lento.

Mientras percibía las palpitaciones de la parte lateral del cuello, contenida la respiración, Rosemary hizo una mueca al ver la mano derecha de Andy: las uñas habían crecido hasta convertirse en garras y diez centímetros de metal con cabeza plana y del grueso de un lápiz sobresalían de la palma cuajada de sangre. ¿Qué lunático había hecho aquello? Un hilo de sangre seca descendía por la pared de madera obscura.

¿Estaban clavados también los tobillos? Estiró el cuello junto a Andy pero no pudo distinguir nada en la negrura reinante detrás del sofá. Parecía que los pies de Andy se apoyaban en el suelo, a juzgar por su estatura y la moderada tensión de sus brazos. Notó que se le agitaba el pecho.

—¿Andy? —articuló.

Al otro lado de la habitación, detrás de Rosemary, él hablaba del Encendido.

Se movió la cabeza de Andy, se volvió hacia ella, en el nacimiento se curvaban los cuernos, del tamaño de un dedo pulgar. Rosemary le acarició la mejilla, se estremeció. Andy abrió los ojos. Ella le sonrió.

—Estoy aquí —dijo—. Te oí. ¡Pensé que era mi imaginación! ¡Lo siento en el alma, cariño!

Andy abrió la boca, jadeante; sus ojos de tigre imploraban.

Rosemary se volvió hacia una baja consola negra, apoyó un pie en el suelo, sacó una goteante botella de champán del enfriador y la puso a un lado. Cogió el enfriador, dio media vuelta con él en las manos y se arrodilló de nuevo junto al sofá. Hundió una mano en el agua del recipiente y humedeció los labios de Andy.

Le echó gotas de agua en la lengua, en la boca; él chupó agua de los dedos de Rosemary, la tragó…

—Te bajaré —dijo ella—. Te bajaré…

Andy succionó agua de los dedos, la tragó y los ojos atigrados le dieron las gracias.

—¡Oh, ángel mío! —articuló Rosemary—. ¿Quién te hizo esto? ¿Qué bestia pudo hacer esto?

El labio inferior de Andy tembló contra los dientes superiores.

—P… p… padre —balbuceó. Rosemary se le quedó mirando.

—¿Tu… padre? —Se secó las lágrimas con el dorso de la mano, meneó la cabeza—. ¿Estuvo aquí? ¿Él te hizo esto?

—Está aquí… —dijo Andy—. Él está aquí…

Se le cerraron los ojos, su cabeza astada cayó.

* * *

Quizás alucinaba, ¿pero qué otra persona podía haber cometido semejante atrocidad? ¿Venganza por haber traicionado Andy su plan? ¿Porque las velas resultaran inofensivas?

Satanás no saltó fuera de la cocina cuando ella la encontró, ni del congelador cuando lo abrió.

Sacó uno de los cajones de plástico con cubitos de hielo y fue con él en busca del cuarto de baño; lo encontró al lado de la alcoba con otra ventana que daba al cielo invernal, ambos cuartos ultradesordenados. En el cuarto de baño dio con unas cuantas toallas bastante limpias, un par de tijeras de peluquero y un frasco de alcohol; de uno de los armarios del dormitorio enganchó dos corbatas.

Arrodillada encima del sofá, mantuvo una toalla cargada con cubitos de hielo en torno a la mano derecha clavada y al grueso clavo de hierro que sobresalía de ella. El clavo resistió antes, sólido como una roca; no podía saberse hasta qué punto estaba hundido en el panel de madera de palisandro y lo que hubiese debajo del mismo. Rosemary confió en que el hielo contrajera el metal… e insensibilizara la mano de Andy para que aguantase mejor la acrecentada intensidad de un dolor que seguramente ya debía de ser agudísimo; ¿no era así como se había ganado el nombre?

Se obligó a esperar, mientras contemplaba el rostro de Andy, dormido y con expresión doliente. ¿No se habían hundido un poco los cuernos? ¿O es que ella estaba acostumbrándose a verlos?

Levantó las manos ateridas —la humedad de la toalla se filtraba hasta la superficie— y las bajó de nuevo tras asegurarse de que el hielo permanecía contra el clavo y la palma de la mano de Andy. Meneó la cabeza, extrañada ante la crueldad de un ser capaz de hacer aquello a alguien, y menos a su propio hijo. «Vive con arreglo a su fama», había dicho Andy. Superándola, más bien; lo peor que ella recordaba de la Biblia era «el padre de las mentiras». ¿Qué decir del padre del salvajismo bestial?

Se estremeció, al ver de nuevo —por primera vez en largo tiempo— los ojos de tono amarillo candente cuyas pupilas vislumbró durante un momento aquella noche, el instante en que estuvieron clavadas en ella, mientras los miembros del aquelarre, a su alrededor, contemplaban la escena. Los ojos de tigre de Andy, decidió al verle quieto en su cuna, eran de un amarillo medio, entre los extremos de aquellos ojos infernales y los ojos humanos que tenía ella; ahora le asaltó la idea de que los menos atractivos rasgos y aptitudes de Andy, como su falacia y su capacidad para influir sobre las personas, podían ser sólo la mitad de los que poseía su padre. Bonito pensamiento.

Bajó la toalla de hielo derretido, la dejó en el cajón de plástico, sobre la consola, se bajó del sofá y se secó las manos en las perneras de los pantalones.

Arrastró el extremo del sofá para separarlo de la pared, por la parte derecha de Andy. No había clavos en los tobillos. Se cercioró de ello: miró por encima de las zapatillas deportivas y del borde de los calcetines, no había clavos.

Permaneció inmóvil con la espalda contra la cadera de Andy, el hombro bajo su brazo; envolvió con una tira de toalla seca los centímetros del clavo que sobresalía de la mano y agarró el envoltorio, frío metal bajo una mano sobre la cual había otra.

—Fuera —ordenó Rosemary, y empujó y tiró del clavo, despacio, sin demasiada dureza. Andy emitió un gemido cuando se renovó el hilo de sangre que corría bajo su mano—. No hay más remedio que hacerlo —dijo Rosemary. El clavo se movió; ella empujó y tiró con una mano, mientras la otra acompañaba a la de Andy y, tan suave y cuidadosamente como le era posible, empezó a retorcer y a arrancar el clavo de la mano en la que estaba hundido, sujetándola contra la pared. Dieciocho, veinte, veintidós centímetros tenía de largo el maldito clavo; lo lanzó lejos de sí; emitió un sonido metálico al chocar contra la moqueta.

Envolvió la mano de Andy con otro pedazo de toalla y lo ató con una corbata, muy apretado; luego se volvió hacia él, se pasó su brazo por el hombro en tanto se esforzaba en pensar cómo podría sostener a Andy mientras ella rodeaba el sofá por su extremo para pasar a la otra mano. Pero el brazo de Andy se levantó y se alargó por encima de Rosemary. Ella agachó la cabeza, sin apartar los ojos de Andy, sosteniéndolo contra la pared mientras él se volvía y alargaba la mano recién liberada hacia el clavo que asomaba en la palma de su otra mano.

—Primero el hielo —dijo Rosemary.

Pero Andy aferró el clavo con la mano envuelta en la toalla y tiró, apretados con fuerza los cerrados párpados.

Rosemary se apartó un poco, con una mueca —madera y manipostería chirriaron—, y sujetó a Andy; casi cayó debajo de él, pero logró sostenerlo y cubrirlo en el extremo del sofá, mientras el clavo iba a chocar estruendosamente contra la consola. Rosemary se inclinó, abrazó las piernas embutidas en los vaqueros, las levantó, primero una y luego la otra, ayudándolas en su camino alrededor del sofá, le hizo detenerse, le apuntaló de cara a la parte posterior del sofá.

Le fue bajando poco a poco, de espaldas —inconsciente—, y cuando lo tuvo tendido encima del sofá tiró de él hasta que los tobillos quedaron sobre el brazo almohadillado y entonces le bajó la cabeza sobre el otro brazo. Envolvió la ensangrentada mano izquierda en un trozo de toalla, lo ató y lo puso al costado; arregló el otro brazo. De pie, contempló cómo subía y bajaba, a impulsos de la respiración, la sudadera de los Hijos de Dios.

Aspiró una profunda bocanada de aire y se echó el pelo hacia atrás.

Desató los cordones de las zapatillas deportivas, le descalzó y procedió a frotarle los pies por encima de los calcetines.

Comprobó la cuenta atrás del Encendido al salir de la estancia: 3.16.04.

Cogió jabón en el cuarto de baño y un cuenco de agua caliente en la cocina, con todo lo cual regresó junto a Andy; desenvolvió primero una mano y después la otra, retiró los fragmentos de materia visibles alrededor de las heridas, lavó éstas, las desinfectó con alcohol; envolvió de nuevo las manos con tiras de toalla limpias y las ató fuertemente otra vez.

Desplegó sobre Andy un descolorido afgano de punto, una pieza que recordaba, estaba casi segura, haber visto en la sala de estar de los Castevet.

Necesitaba la inyección antitetánica, cirugía, cuidado hospitalario; ¿cómo podía conseguir todo eso para él, cómo iba a presentarlo con sus cuernos, sus garras y aquellos ojos?

Tendría que confesar a Joe la verdad, no quedaba otro remedio. Quizá, sólo quizá, Joe conociera a un médico en el que se pudiera confiar, o que se dejara sobornar, llegado el caso, para guardar silencio, o acaso supiera de alguna clínica particular en alguna parte…

Lavó la cara de Andy y le limpió la sangre de la cabellera, separó los pelos y dio ligeros toques a una hinchada línea de dos centímetros y medio de sangre seca; la dejó como estaba.

Llevó cosas de vuelta a la cocina, se lavó las manos en el fregadero, y la sangre del suéter; puso el cajón debajo del productor de hielo y lo accionó, llenó un vaso de agua fría. Lo bebió y volvió a llenarlo.

Dejó el vaso encima de la consola y se sentó en el suelo, a los pies del sofá. Puso la mano en la frente de Andy. Fría, pero no demasiado. Tocó la punta de uno de los cuernos… mafileño, o algo por el estilo.

Se echó hacia atrás y apoyó la espalda en el extremo del sofá, dejó descansar la cabeza en el brazo, cerca de la cabeza de Andy, caída contra él. Suspiró, cerrados los ojos. Escuchó la llamada a la oración de un almuecín que luego se enlazó con un canto religioso, como un tenor de ópera.

Rosemary abrió los ojos y vio cuatro escenas distintas en seis pantallas: dos templos gemelos, un estadio egipcio sembrado de letreros, la gran escalera del QE2, dos vistas idénticas de la atestada sección inferior del Sheep Meadow. Todos los contadores habían bajado a: 1.32.54 y seguían corriendo. Los dígitos rojos de la consola daban la traducción: 5.29.

No se había dado cuenta de lo tarde que era, pero cortar las toallas, desinfectarlas heridas… Joe estaría ya en camino, o casi; era inútil llamarle. Seguramente daría por supuesto que ella habría subido temprano y él también subiría en cuanto llegase.

Contempló las pantallas, escuchó a los bustos parlantes, a los presentadores, al Coro del Tabernáculo Mormón.

Andy había vuelto la cabeza; ella volvió la suya; los ojos de tigre miraban las pantallas.

—Hola —dijo Rosemary—. Es estupendo tenerte con nosotros. —Andy continuó silencioso, observando. Ella le preguntó—: ¿Tienes sed?

Produjo un sonido en el fondo de su garganta.

Rosemary se arrodilló, apoyó en el ángulo del brazo medio doblado la nuca de Andy y le sostuvo el vaso mientras él bebía.

—Joe estará aquí enseguida —dijo Rosemary—. Hay muchas probabilidades de que conozca algún sitio donde recibirás tratamiento médico. Vas a recuperarte.

Le bajó la cabeza y dejó el vaso.

Andy contempló las pantallas.

—Todo va saliendo de maravilla —dijo Rosemary… Cambió de postura y se recostó de nuevo contra el cuero del brazo del sofá.

Se juntaron sus cabezas, miraron, escucharon.

—Ah, mira… —sonrió Rosemary.

Andy se aclaró la garganta.

—Tres minutos después de que las enciendan —silabeó—, las velas soltarán un virus que está suspendido en un gas. Se extiende…

Rosemary se puso de cara a él.

—Un laboratorio dijo que estaban limpias…

—No sabían lo que buscaban —repuso Andy—. Por eso estaba clavado ahí, para evitar que lo anunciase mientras hubiera tiempo de difundir la noticia. Es lo que iba a hacer. —Tragó saliva, miró a Rosemary—. ¡Me siento tan fatal! —dijo—. No he cesado de pensar en ese chico, James…

Rosemary le miró fijamente, mientras la música del Encendido se elevaba y el coro seguía cantando.

—¡Rosie! ¿Estás ahí?

—¡Joe! —exclamó Rosemary—. Aguarda un segundo.

Empezó a incorporarse; la vendada mano de Andy le sujetó el brazo.

—¡Me siento tan culpable, mamá! —dijo Andy, llenos de lágrimas sus ojos de tigre—. Por mentirte, por ocultarte todo esto —lo de las velas, lo de él—, ¡quisiera estar muerto!

Rosemary se volvió hacia Joe, que entraba por la puerta, alto y elegante —superelegante— con su chistera, su corbata blanca, su frac; llevaba en una mano enguantada de blanco un fardo de seda dorada y azul celeste, y en la otra, una cesta de merienda campestre.

—Es extraño —dijo, al tiempo que dejaba caer el fardo encima de una silla—. Siempre pensé que ésta iba a ser una ocasión festiva, pero ahora, cuando por fin se presenta, se apodera de toda mi persona una repentina sensación… supongo que «grave» es la palabra. Hummm. —Plantó la cesta de mimbre sobre la consola. Se quitó la chistera y la dejó junto a la cesta, con la copa debajo—. Tú —señaló a Andy con el índice de la mano enguantada de blanco— tienes suerte de contar con una madre amantísima, porque de haber sido por mí, te habrías pasado el resto de la eternidad clavado a esa pared.

De rodillas, agarrada al borde de la consola, Rosemary alzó la vista hacia él.

—¿Joe? —dijo.

—Hola, nena —dijo Joe, le sonrió mientras tiraba de la punta blanca de los dedos del guante—. Esta noche es la noche.

Le dedicó el guiño de un ojo amarillo candente.

* * *

Sonrió a Rosemary mientras ella se ponía en pie, con la vista clavada en él, y Andy murmuraba algo entre dientes.

Joe depositó el primer guante dentro de la chistera, tiró de la punta de los dedos del guante número dos.

—Tenía que estar con él —sonrió a Rosemary—. No podía confiarle la dirección del espectáculo, ¿verdad que no?, al ser medio humano y estar sometido al riesgo de volverse blando. No podía hacerlo, con lo mucho que hay en juego, de ninguna manera. ¿Y tuve razón o estaba equivocado al pedírtelo?

Dejó caer el guante número dos dentro del sombrero. Rosemary no apartaba los ojos de Joe.

—Yo sabía que se iba a arrojar sobre el dentista un taxi o algo así —dijo Joe, al tiempo que se enderezaba la corbata—. Conozco el modo en que funciona ese cerebro ahí arriba. Esto es un superajedrez, el juego infinito; él es blanco, yo soy negro. Él hizo el primer movimiento, pero esta noche me he comido todos sus peones. —Sonrió a Rosemary—. Y también los caballos, los alfiles y el rey. He dejado la reina. —Dedicó a Rosemary una reverencia y un guiño—. Eso salió limpio, ¿verdad? Tú eras su movimiento lógico para jugar la baza del sentimentalismo, así que tuve listo a Joe Maffia y aguardé el momento de mi contrajugada.

Rosemary siguió mirándole fijamente.

—¿A quién va a recurrir probablemente una dama afligida —preguntó Joe, a la vez que se arreglaba la pechera de la camisa— si no es a un antiguo policía que quizá mantiene relaciones con la chusma? ¿Puede ser alguien más útil, caso de que ella necesitara, pongamos, un químico forense, que quién se lo proporcionara? Y quien dice un químico forense puede decir asientos para una misa o localidades de platea para un éxito teatral. ¡Ah, recuerdos de Mary Elizabeth y su amante lesbiana! —Volvió a sonreír a Rosemary—. Cuando yo entro en una catedral, muñeca —dijo—, a todo el mundo le da un ataque. Pero basta de maquinaciones diabólicas. ¡Arrogancia! Parece que no puedo agitarlo. —Meneó la cabeza, cogió el fardo con envoltura dorada y azul celeste, tomó el traje chaqueta y la blusa de Rosemary, sacó las sandalias; lo cogió con ambas manos y se lo ofreció.

Rosemary miró las prendas y luego alzó la vista hacia él.

—Cámbiate —instó él—. Y ponte bien guapa; Andy tiene las obras completas de Elizabeth Arden en el cuarto de baño de invitados. Cerca del ascensor. Ella se le quedó mirando.

—Vamos —dijo él, sonriente—. Anímate, enciende, como Andy dice en los anuncios. Bailaremos un poco. Es el mejor calentamiento para una tontería como ésta. La de ahí es una gran planta; es donde le enseñé. La sala de baile es una de las pocas cosas bonitas de ver que hacen los chicos. Rosemary respiró.

—Preferiría morir cuanto antes —declaró—. Sinceramente. Lo digo en serio.

—¿Ah sí? —Joe bajó los dos puñados de ropa, asintió—. Comprendo que te sientas así —dijo—. Es cosa de tu especie, al fin y al cabo. Además de tu educación católica.

Inclinó la cabeza y vio en la moqueta uno de los clavos. Entornó los ojos sobre él.

El clavo de hierro manchado de sangre se remontó en el aire, se desvió a un lado, adquirió altura y quedó suspendido con la cabeza hacia el techo, a unos tres metros o poco menos de la cara de Andy.

Tendido en el sofá, Andy alzó la vista hacia el clavo.

—¿Qué ojo? —preguntó Joe/Satán, con los ojos puestos en Rosemary, no en el clavo inmóvil en el aire. Rosemary extendió las manos.

* * *

—Sólo relájate. ¿Recuerdas? Yo me encargo de todo el trabajo.

Bailaron sobre la lisa pista negra frente al brillante diorama: el East Side, el puente de Whitestone, Queens, el concurso de tiro al blanco al completo, bajo los fondos luminosos de las encrespadas nubes.

Él cantó a coro con Fred Astaire aquellas letras relativas a la huida de los violinistas, antes de que presentaran la cuenta, y mientras teníamos la oportunidad de hacerlo… La mantuvo pegada a él, sostenida por la cintura, cogida la mano.

—Eh, escucha —dijo—, lamento haberme comportado allí de un modo tan odioso. Para mí es una noche muy especial, tienes que hacerte cargo de ello, y soy de los que se ponen a cien a la menor. Además, no estoy acostumbrado a oír impertinencias, y he aguantado demasiadas de él últimamente.

—Así que le clavaste a una pared —replicó Rosemary, sin mirarle.

Bailaron, a los acordes de piano y orquesta.

—Mira —repuso Joe—. Podía haber logrado que el aquelarre hiciese contigo lo que era razonable allá, en su momento, pero no me empeñé en ello; impuse el coma y me aseguré de que estuvieses ingresada en un buen sitio y de que se pagaran las facturas. —Le dio la vuelta, cuando ella desvió la vista—. Nos miramos mutuamente a los ojos aquella noche —dijo él— y no me digas que no te acuerdas. Para ti pudo haber sido un momento espeluznante, un momento terrible, eso te lo concedo, pero fue un momento hermoso y emocionante para mí. Una vez en la vida —en mi vida, no en la tuya, si me sigues—, en una vida que tú llevas mejor ahora, ¿entiendes? Y quién sabe. —La inclinó, la enderezó—. Tal vez soy incluso más listo de lo que creo que soy. Quizá lo sabía, ó sólo esperaba, en algún punto recóndito de las profundidades interiores, que si tú estabas viva cuando llegase el momento en que Andy iniciara su trabajo, podía ocurrir que volviéramos a mirarnos mutuamente a los ojos, en unas circunstancias más agradables, más civilizadas… que existiera la posibilidad, por expresarlo así, de una continuidad para lo nuestro.

Ella le miró; él le sonrió.

—Bueno, vamos a ver —dijo, de cara a Rosemary—. A ti te gustan sus ojos. Yo puedo hacer que los míos sean de tigre —la miró con ojos atigrados—. ¿Te gusta Clark Gable? —Se lo preguntó el propio Clark Gable, presentándole sus hoyuelos, dándole la vuelta—. Puedo interpretar a Rhett Butler durante toda la noche, Escarlata. —Gable dibujó en los labios su sonrisa picara, mientras la obligaba a doblarse—. En el piso de arriba y sin que nunca haya un fundido. —Joe/Satán la levantó en peso. Dijo—: Mis efectos especiales son muy especiales.

Le hizo un guiño.

Rosemary miró para otro lado; él la hizo trazar una pirueta y volver a sus brazos. Astaire cantaba que era posible que se derramaran lágrimas…

—Ahora estamos llegando a la mejor parte —dijo Joe/Satán—. Por si acaso no has comprendido a dónde conduce esto… te estoy hablando de la eterna juventud, Rosie. Elige la edad que quieras, veintitrés, veinticuatro años, la edad que más te guste, y la disfrutarás para siempre. Nada de dolores, ni sufrimientos, ni uno solo de esos puñeteros granitos obscuros, todo funcionará como una seda, como el motor de un Rolls. —Rosemary le miró mientras seguían bailando; él asintió. Dijo—: Lo que siempre prometo y rara vez cumplo. Eres lo bastante madura para apreciarlo, ¿verdad?, y lo cumpliré en tu caso… te concederé no sólo los años que has perdido, sino los que te quedaban por delante, todos ellos, en un ambiente encantador, totalmente distinto a la inmundicia del fuego del infierno que te han brindado durante toda tu vida. La habitación de servicio que deja este lugar en la barrera de salida.

Al tiempo que giraba con él, Rosemary preguntó: —¿Suspenderías el Encendido si yo…?

—Oh, por favor —dijo Joe—, no empieces con ese asunto. No lo suspendería. Y tampoco puedo, es demasiado tarde, Así que se trata de la eterna juventud o la muerte cuando bajemos a la otra planta. El gas se extiende y permanece en el ambiente; es más pesado que el aire; por eso estamos aquí arriba, en lo más alto.

Rosemary se echó hacia atrás, cogida por el brazo de Joe; le miró y dijo:

—¿Qué va a pasar con Andy?

Joe meneó la cabeza.

—Él se queda —manifestó—. Ya no lo necesito más y no puedo confiar en él, especialmente en lo que concierne a ti. Podemos tener otros chicos, todos los que quieras; serás siempre joven, ¿recuerdas?

»Piénsalo, Rosemary. Sé que para ti es una decisión difícil de tomar, dadas todas las circunstancias, tu educación y todo lo demás, pero eres una persona inteligente capaz de sacar sus propias conclusiones —me desconcertaste lo tuyo cuando dedujiste tan acertadamente todo el asunto de Judy—, así que tengo la certeza de que comprenderás cuál es la única decisión que resulta lógica.

Bailaron ante los fulgores y los nubarrones. Joe la hizo girar, la sostuvo, juntó su mejilla con la de Rosemary. Según la letra, el vocalista afirmaba estar en la gloria y que su corazón latía con tal fuerza que apenas le era posible oír su propia voz…

* * *

Frente al resplandor cambiante de las pantallas, Rosemary permanecía en la silla, inclinada hacia adelante, con las manos entrelazadas y la cabeza baja.

Reclinado en el sofá, con un codo apoyado en el brazo del mueble y el afgano retirado de encima, mientras miraba con sus ojos de tigre y sacudía su astada cabeza, Andy bajó los labios hasta la paja que sobresalía de la lata de Coca-Cola que sostenía con fuerza entre el pulgar y el índice, rematados por uñas como garras, de la mano envuelta en un trozo de toalla.

Arrellanado en la silla, con los pies embutidos en negros calcetines de seda apoyados encima de la consola, Joe/Satán observaba con ojos de horno candente que luego poco a poco cambiaban a atigrados, mientras comía a cucharadas el caviar de una lata de cuatrocientos gramos. Consultó su reloj de esfera con varios diales, poniendo buen cuidado en no volcar la lata. Engulló lo que tenía en la boca y dijo:

—Maldita sea, tres minutos y doce segundos y ahí van. Mira, el tipo que está en la escalera. ¿Ves? Y allí, por allí, esa mujer. Ajá, mira dónde ha caído la vela. —Sacudió la cabeza y hundió directamente la cuchara en el caviar—. Increíble, el modo en que pueden calcular el tiempo de algo como esto. —Cogió su copa de champán. Tomó un sorbo—. Esos muchachos son realmente buenos —dijo—. ¿A dónde vas?

Rosemary abandonaba la habitación.

Anduvo hasta la ventana.

Permaneció allí, con la frente pegada al cristal.

El polvo de oro rociaba el parque, cincuenta y dos plantas más abajo, polvo de oro sobre los campos donde se jugaba a la pelota, polvo de oro sobre el Prado del Cordero, polvo de oro que relucía por el norte hasta donde alcanzaba la vista, más fino en algunos puntos, mezclado con briznas negras en otros.

La mitad de la ciudad —el círculo interno de los Hijos de Dios entre ellos— debía de haberse congregado para encender sus velas allá al fondo, bajo los árboles que el invierno había dejado sin hojas. ¿Atraídos por evocaciones druídicas?

El fuego ardía en dos ventanas del acantilado de la Quinta Avenida. En Queens, un resplandor rojo teñía las nubes.

En las alturas, unas luces se desplazaban lentamente a través de un boquete que las nubes habían dejado en el estrellado cielo: uno de los pocos vuelos internacionales que no pudo reprogramarse para evitar la hora. Pero el piloto habría tenido que volver atrás y encender una vela de muestra por todos los pasajeros y miembros de la tripulación, que planeaban encender sus propias velas cuando el avión tomase tierra.

Mucho más abajo, un diminuto caballo se desplomó en una zona cubierta de polvo dorado del Central Park South, y el carruaje del que tiraba volcó sobre él. Otros caballos y carruajes yacían en fila detrás del primero. Turismos y autobuses permanecían inmóviles, obscuros puntitos y polvo de oro a su lado.

Rosemary lloró.

Si hubiera subido allí el miércoles por la noche, cuando oyó por primera vez la llamada de Andy… Si su sentimiento de culpa no la hubiese confundido…

Se estremeció.

Respiró. Se secó las mejillas con el canto de la mano. Erguida en toda su estatura miró hacia afuera, contó seis ventanas con llamas de vela en la escarpadura vertical de la Quinta Avenida. En Queens también había ahora llamas. Le oyó a su espalda.

—Ponte detrás de mí, Satanás.

—Yo me quedo con Andy —dijo Rosemary.

—Y yo creía que eras más inteligente —dijo Andy.

Rosemary se volvió hacia él.

Se miraron el uno al otro.

—Ve —dijo Andy.

—¿Cómo voy a irme? —le preguntó ella—. No puedo. Ni siquiera merezco una vida eterna de vieja. Ni siquiera merezco vivir un día más a partir de ahora.

—Ve —insistió Andy—. Créeme, es lo que deberías hacer. Estarás bien.

—¿Bien? —articuló ella, con el llanto brotando de sus ojos—. ¿Voy a estar bien? ¿Con todos los habitantes del planeta muertos, y tú muerto, y yo sola con él? ¡Te has vuelto loco! ¡Loco de atar!

—Mírame —pidió Andy.

Ella le miró. Al fondo de sus pupilas de tigre.

—Confía en mí esta vez —dijo Andy.

Rosemary le contempló con atención.

—¿De verdad? —preguntó.

Andy le sonrió.

—¿Te mentiría?

Intercambiaron una sonrisa.

Rosemary se agachó sobre él, le acarició la mejilla. Ella se puso de puntillas, Andy se inclinó; se besaron en los labios, castamente.

Se sonrieron.

Andy se apartó a un lado, levantó su mano vendada con la toalla en dirección a Joe/Satán, que, con su frac y su corbata blanca, y con la chistera en la mano, aguardaba junto al abierto cilindro metálico.

Rosemary dudó un instante más y luego echó a andar hacia él —ondulante el crespón, tableteantes los altos tacones— por el lustroso suelo negro.

Joe/Satán le cedió el paso al interior de la cabina roja y bronce. Rosemary volvió la cabeza —entrevió a Andy de pie con el resplandor y las nubes a su espalda, con una mano alzada— mientras Joe/Satán entraba tras ella y cerraba la cabina.

Descendieron.

Joe/Satán se puso el sombrero de copa, le dio un toquecito en el ala para inclinarlo delicadamente hacia atrás, se ahuecó un poco de pelo que asomaba por debajo de la chistera.

—Cuco —dijo, y sonrió a Rosemary.

Ella miró al frente, a la corbata blanca. Perfectamente anudada, sin alfiler que la sujetase.

—¿Cómo conseguiremos pasar sin que nos afecte el gas? —preguntó.

—No te preocupes.

Rosemary siguió mirándole; Joe/Satán seguía sonriendo. El indicador en rojo chasqueaba sobre la cabeza de Joe/Satán: 10,9, 8… P.B., S1,S2…

La cabina aceleró su descenso. Aumentaba el calor.

Al empezar a sudar, Rosemary continuaba con la vista fija en la corbata blanca.

—No veo el momento de quitarme este maldito uniforme —dijo Joe/Satán—. El que va debajo, quiero decir. Hace tres malditos años que lo llevo puesto.

Sus manos lanzaron un zarpazo —dispararon las garras— hacia la corbata y el cuello de la camisa, los desgarraron, los arrancaron de su sitio junto con trozos de cuello y de escalas verdinegras; despidieron tela y carne sobre el bronce y el cuero rojo.

Rosemary contempló aquellos ojos de horno candente, los arqueados cuernos blancos.

—¡Dijiste que no era el fuego del infierno!

—Rosemary, muñeca —refunfuñó él, al tiempo que rasgaba y se quitaba de encima chaqueta, camisa y carne de sus escamas verdinegras—. ¡MENTÍ! ¿Aún no te has dado cuenta? Agitó una ondulante y gigantesca lengua ante la cara de Rosemary; ella cerró los ojos y lanzó un chillido, en el mismo instante en que los brazos se cerraban alrededor de su cuerpo.

—¡Ro! ¡Ro! —gritó él, mientras la retenía, la abrazaba impetuosamente, le cubría de besos la cabeza—. ¡Estás bien! ¡Estás bien!

Rosemary abrió los ojos y, jadeante, exhaló un grito ahogado.

—Estás bien —dijo él, y la abrazó—, estás bien, estás bien…

Rosemary se agarró la parte superior de su pijama de cachemira, un puñado de pelos de su cabellera castaña, miró a su alrededor, con la boca abierta, y contempló su habitación a aquella hora temprana de la mañana.

Los carteles de París y Verona, el amarillento anuncio a toda página de Lutero, con el círculo rojo cerca del borde inferior.

Se derrumbó contra el pecho, entre jadeos y sollozos. Recobró el aliento:

—¡Oh, Guy! —exclamó—. ¡Fue horrible! Seguía y seguía, y me dormía, y volvía a empezar de nuevo, y continuaba sin parar…

—Ah, mi pobre nena —la consoló, la abrazó, la besó en la cara.

—¡Era tan real!

—Eso que te ha sucedido fue por leer Drácula en la cama…

Rosemary se inclinó decididamente por encima de los brazos de Guy y bajó la mirada hacia el libro en rústica caído en el suelo.

—¡Bram Stoker! —exclamó—. ¡Claro! —Recobró el aliento mientras Guy volvía a sentarse en la cama junto a ella—. Conseguimos un piso en esa vieja casa llamada la Bram —explicó Rosemary—, ¡la Bramford! Primero estaba en el centro de la ciudad, después en Central Park West; primero era negra, después, rosa, tenía gárgolas, no tenía gárgolas… básicamente era el edificio Dakota, sólo que de alquiler controlado.

—No sería tan encantador —dijo él; se tendió de espaldas en la cama, bostezó y se rascó por debajo de los botones de su pijama de cachemira, al nivel de la cintura.

Rosemary se dio media vuelta y le asestó un puñetazo en el hombro.

—¡Y tú, rata traidora, me dejabas en poder de una panda de brujas!

—¡Nunca, nunca jamás! —rió Guy, y le agarró el puño.

—¡Y tuve un niño engendrado por Satanás! —continuó Rosemary.

—Ajá, vaya —repuso Guy; la obligó a echarse y se le puso encima—, si esta conversación va a derivar hacia el tema del bebé, estoy ocupado.

Saltó fuera de la cama, entró en el cuarto de baño y dejó la puerta medio cerrada, mientras Rosemary atraía con las rodillas el espejo de marco dorado apoyado en la pared, a los pies de la cama.

—¡Oh, Dios! —dijo, al tiempo que se palmeaba el pecho y se inclinaba para acercarse más al espejo. Se dio unos toques en las mejillas, se cogió la melena, la besó, se miró a los ojos, deslizó los dedos por la piel que los circundaba, se acarició el rostro, la garganta, las manos—. ¡Tenía cincuenta y ocho años! —exclamó—. ¡No los aparentaba, pero esa era la edad que se me suponía! ¡Fue espantoso! ¡Parecía tía Peg!

—¿No es esa la bonita?

—Sí, pero a pesar de todo… ¿cincuenta y ocho? —Silbó—. ¡Caray, qué alivio volver a ser joven! ¡Era tan real! ¡Todo el episodio! —Se sentó en cuclillas, fruncido el entrecejo. Dijo—: Estábamos en 1999. Era sobrenatural. Mi hijo y yo veníamos a ser como… Jesús y María… pero muy diferentes… —Meneó la cabeza, se arrodilló y examinó de nuevo sus mejillas. Las observó realmente de cerca. Comprobó una manchita diminuta—. Tendré que extremar el cuidado de mi piel —dijo.

—Es bueno madrugar. Voy a ir a esa prueba para Drat! The Cat![5].

—Era una sensación en 1999 —manifestó Rosemary, mientras se repasaba las proximidades del ojo izquierdo—. Un reestreno.

—Se lo diré, les emocionará. Quiero decir que es una frase fantástica con la que romper el hielo. «¡Caballeros, tengo la feliz satisfacción de anunciarles que cuentan ustedes con un éxito intemporal! ¡Mi esposa es médium y anoche soñó que esta obra se repondrá en 1999!».

—¿Desde cuándo soy médium? —preguntó Rosemary, entregada a la tarea de mirarse en el espejo y llevar la melena de un lado hacia arriba y hacia abajo.

—Eh, este es el mundo del espectáculo, ¿no te acuerdas?

—Los patines tenían cuatro ruedas en línea —informó Rosemary.

—Eso no se lo diré. Ella rió entre dientes.

—Había una alta torre dorada en Columbus Circle —prosiguió Rosemary, al tiempo que contemplaba el otro lado de la cabeza, sosteniéndose muy corto el pelo—. Allí era donde vivía yo durante esa parte en que era vieja.

—¿Dónde estaba yo entonces?

—O muerto o desconocido, no famoso.

—Viene a ser lo mismo.

Rosemary sonrió ante su pequeña broma.

—Voy a dejar que Ernie me corte el pelo… —dijo.

Sonó el teléfono; Rosemary se volvió, se agachó, encontró el aparato cuando sonaba el segundo timbrazo y descolgó el negro auricular. Dijo: —¿Hola?

—¡Hola, ángel mío! Si te he despertado, lo siento.

—¡Hutch! —exclamó Rosemary; se tendió de espaldas en la cama y tiró del cordón—. ¡No puedes imaginar lo que me alegra oírte! He tenido la más horrorosa de las pesadillas, ¡un aquelarre de brujas te echaba un maleficio!

—Fue profético, así es exactamente como me siento; anoche me fui de juerga y ahora me encuentro en el Racquet Club intentando evaporar las secuelas. Tengo aquí a Gerald Reynolds. Dime, ¿habéis encontrado ya Guy y tú nuevo alojamiento?

—No —contestó Rosemary, en tanto se sentaba—, y estamos desesperados. Tenemos que estar fuera de aquí a final de mes; en esa fecha es cuando lo cierran todo.

—Seréis mi bendición, chiquilla. ¿Recuerdas que te hablé del piso de Gerald? Con la selva y los papagayos. En el edificio Dakota.

—¡Precisamente ahora estábamos hablando de eso! —repuso Rosemary—. ¡Del Dakota, quiero decir! No… del piso…

Se agarró un mechón de pelo, sostuvo el auricular, miró hacia adelante.

—Necesita alguien que lo ocupe durante por lo menos un año, tal vez más. Vuelve a casa para trabajar en una película de David Lean. Está buscando desesperadamente alguien que se responsabilice del cuidado de la flora y la fauna. Se supone que ha de emprender viaje pasado mañana; tenía un primo dispuesto a mudarse allí, pero justamente ayer le atropello un taxi y se va a pasar en el hospital un mínimo de seis meses.

Guy asomó la cabeza por el hueco de la puerta del cuarto de baño, con la mitad de la cara cubierta por la espuma del afeitado. Articuló:

—¿Un piso?

Rosemary le dijo que sí con la cabeza.

—¿Sigues ahí?

—Desde luego —respondió Rosemary, desplazó las manos sobre el teléfono cuando Guy fue a sentarse junto a ella; con la cuchilla en la mano, Guy se agachó para escuchar al mismo tiempo que Rosemary.

—¡Alquiler gratis, ángel mío! ¡Cuatro habitaciones en el Dakota, con vistas al parque! Estarás rodeada de celebridades: ¡Leonard Bernstein! ¡Lauren Bacall! ¡Uno de los Beatles está regateando, en negociaciones para quedarse con el piso contiguo de la derecha!

Guy y Rosemary se miraron.

Ella desvió la vista al frente, y se agarró el pelo con la mano libre.

—¿Quieres discutirlo con Guy? Aunque no logro imaginar qué podéis discutir. Aprovecha la ocasión ya mismo; aquí hay otro tipo que está esperando para llamar a alguien sobre el asunto. Retendré el teléfono, aún me queda una moneda, pero el sujeto me está fulminando con los ojos. Ah, antes de que se me olvide, ¿Roast Mules? Exactamente tres minutos y doce segundos por mi reloj.

Rosemary bajó el teléfono unos centímetros. Ella y Guy intercambiaron una mirada.

—Ro —dijo Hutch—, no es posible que estéis pensando en dejar escapar una ocasión de ensueño que se os brinda así, por las buenas. ¡Nadie lo haría! ¡Alquiler gratis! ¡El Dakota!

Rosemary miró adelante.