El día de Navidad, por la mañana, Rosemary llamó a Joe y le dijo que se había pasado la noche en blanco y que tenía un dolor de cabeza de mil pares de diablos; ¿podían encontrarse a última hora del día?
Joe se mostró decepcionado, pero comprensivo. También había pasado mala noche. El tren de regreso sufrió un retraso de horas; no había llegado a casa hasta después de las tres.
—Ahhh —articuló Rosemary—, qué lástima. ¿Cómo fue la reunión? Un suspiro.
—No lo sé… Ella va de simpática y amable, pero tengo la sensación de que es una manipuladora, al margen de su orientación, y sigo creyendo que es demasiado vieja. ¿Se desarrolló todo bien en San Patricio?
—Sí —respondió Rosemary—. Te llamaré luego, ¿vale? Telefoneó a Andy. Le atendió el contestador automático. Llamada al número, monólogo dirigido al circuito integrado.
Sorbos de café en la mesa de café, vistazo a la primera plana del Times: el desastre de Quebec, sesenta y dos muertos, ocupando la mitad superior; debajo del pliegue, encajonados unos junto a otros, noticias y artículos sobre los preparativos de las fiestas del Encendido que iban a celebrarse en la Casa Blanca y Gracie Mansión.
Repicó el teléfono; Rosemary descolgó.
—Antes de que digas nada…
—No —replicó ella—, antes de que tú digas nada. Preséntate aquí abajo. Tienes diez minutos. Y no te molestes en traer regalos de Navidad. Colgó.
* * *
Bajó en menos de nueve. Timbrazo. Pero tenía que ser él, puesto que del pomo de la puerta colgaba el aviso de «No molestar».
—¡Adelante! —ordenó Rosemary.
Estaba de pie ante la mesa del Scrabble y los brillantes visillos de la ventana, cruzada de brazos y vestida con el caftán de terciopelo azul cobalto que llevaba la noche en que Andy fue a verla a la suite del Waldorf, pero no se había puesto la chapa de IANDY. Un director competente fue su consejero en la CBS-TV.
Andy la miró y meneó la cabeza; dejó escapar el aliento mientras cerraba la puerta tras de sí. Cruzó el recibidor… y sus ojos cayeron sobre el prospecto y la placa de Della Robbia que estaba encima de la mesa; su color azul casi hacía juego, aunque el de la placa era un pelo más obscuro.
—Hola, buenas —saludó, y fue hacia ellos.
Don Limpio con vaqueros nuevos y sudadera blanca como la nieve, ¿se podía creer tal descaro? Recién salido de la ducha, su pelo aún tenía la humedad obscura del agua, sin tiempo para el secador.
—¿No crees que estás exagerando un poco? —preguntó, al ponerse de cara a Rosemary, con el blanco de sus ojos avellana tan blanco como la sudadera. Una enorme fuerza de voluntad; como su padre; de tal palo, tal astilla, sin duda—. Vamos —instó—. Quiero decir que nos paraste los pies ante la figura, ¿verdad? Y me refiero a nosotros no sólo a mí… vamos a dejarnos de jueguecitos… —Exhaló el aire de los pulmones, le sonrió—. Mira, los dos aspiramos tanis, los dos bebimos ponche de huevo…
Andy alargó las manos con las palmas hacia arriba, se encogió de hombros.
—De las copas de Tiffany —precisó Rosemary.
Andy puso cara de desconcierto. Bastante convincente.
Rosemary señaló el prospecto.
Andy continuó haciéndose el tonto, le echó una ojeada, levantó la vista hacia Rosemary…, exactamente igual que un perplejo doble de Jesús.
—Andy —dijo Rosemary—, aquí arriba hay otra joyería. La ponchera, las copas, brazaletes, relojes, encendedores…
Él se sujetó la frente, cerrados los ojos. Susurró:
—¡Oh, por todos los excrementos…!
Persuasivo. Una casi hubiera podido creer que Andy no tenía idea de todo aquello.
Rosemary se le acercó y plantó ambas manos en los hombros blancos como la nieve… los agarró con toda la fuerza que pudo, con la fuerza suficiente como para obligarle a manifestar una sorpresa que era decididamente auténtica; aferró las muñecas de Rosemary y contempló fijamente a su madre.
—Mírame a los ojos —conminó ella—, con tus verdaderos ojos, por favor, y asegúrame que tu aquelarre o tu banda o tu círculo interior no mató a Judy.
Se sujetaron mutuamente, por las muñecas y por los hombros; a Andy empezaron a asomarle los ojos de tigre.
Miró a través de las negras rendijas de sus pupilas.
—Continúa —dijo—. Nada de «mamá, ellos no lo hicieron, fueron otras cinco personas». Adelante, ese es el texto de tu papel. Interprétalo.
Los ojos de tigre siguieron mirando fijamente, curvados los labios.
—Vamos —insistió Rosemary; le apretó los hombros todavía más, se inclinó sobre él—. Pronuncia esas palabras y nos daremos la gran fiesta acto seguido.
Movió la cabeza en dirección al dormitorio.
Andy apartó de sus hombros las manos de Rosemary.
—¡Sí, lo hicieron ellos! —dio media vuelta y se separó de ella—. ¡Pero no fue idea mía! ¡No soy un agente libre! —Se volvió—. Tengo patrocinadores. Ya lo sabes. ¿Te has parado a pensar cuánto dinero han volcado en el Encendido? Olvidas las fábricas, los distribuidores, piensa en los anuncios publicitarios y en los programas especiales realizados para conseguir que los vean en todo el mundo. ¡Todo el mundo! —Se acercó a Rosemary, aún con los ojos de tigre—. ¡Estamos hablando de los individuos de las tribus bantú del Serengeti! ¡De campesinos de la Mongolia Exterior! ¡Lugares en los que tuvimos que construir carreteras para llevar generadores que nos permitieran mostrarles la primera televisión que veían en toda su existencia! ¡Miles de millones de dólares! ¡Miles de millones! —Tomó aliento—. Mis patrocinadores no querían… que eso se pusiera en peligro.
—Andy —repuso Rosemary—, las cosas han cambiado una barbaridad, ¿pero desde cuándo dirigen el espectáculo esos ángeles? ¡Tú eres el productor, tú eres la estrella, tú eres…!
Andy soltó una carcajada estentórea.
—¡Mis ángeles no son ángeles, mamá! —dijo. Tragó saliva—. Son personas de negocios, altruistas, sí, pero prácticas a la hora de proteger sus inversiones. —Se acercó más a Rosemary, aún atigrados los ojos; ella se cruzó de brazos—. ¿Qué puedo hacer? —preguntó Andy—. En realidad soy el chico que se marea en el coche, eso no he tratado nunca de disimularlo. Y nadie les dijo que hicieran algo así… ¡fue cosa de Diane! ¡Está como una cabra! Treinta y cinco años en la Asociación de Teatro y para ella el mundo entero es un escenario. Maneja a Craig a su antojo, él ladra y todos obedecen.
—Pero tú eres el que les dijo que lo hicieran —acusó Rosemary—. Tú les pusiste en condiciones de hacerlo, del mismo modo que capacitas a Hank para andar.
Andy respiró. Asintió con la cabeza.
—No es lo mismo —dijo—, aunque sí parecido. Sí. Yo soy el responsable. Sí. No tenía elección.
Se llegó a la mesa de café, aspiró profundamente y, de pie allí, bajó la mirada sobre el prospecto y la placa. Hundió las manos en los bolsillos.
Rosemary le observó, cruzada de brazos.
—Voy a volver al Waldorf —anunció.
Andy se volvió, todavía con ojos de tigre.
—¡Oh, mamá…! —articuló.
—No voy a seguir aquí —dijo—, solicitaré a un banco un préstamo por la cantidad que necesito hasta que consiga montar y poner en marcha Ojos Nuevos. Estoy segura de que mi clasificación de crédito es tremenda.
—Entonces pide el préstamo y quédate aquí.
—No —se mantuvo Rosemary en sus trece—. No sé qué va a ocurrir una vez empiece la investigación, ni siquiera se me ocurre ni por asomo lo que voy a declarar cuando rae interroguen, pero quiero establecer una distancia entre nosotros a partir de ahora mismo, Andy.
Andy aspiró aire, lo exhaló y asintió. Agachó la cabeza.
—Tampoco quiero poner en peligro el Encendido, aunque no estoy tan loca respecto a ese asunto como tus ángeles que no son ángeles. No deseo que tengamos que hacer frente esta semana a un montón de preguntas violentas, no cuando lo de Irlanda funcionó tan estupendamente y los números son tan buenos.
Andy levantó la cabeza, la miró y sus ojos empezaron a recobrar el tono avellana.
—De modo que aguardaré hasta el sábado que viene —expuso Rosemary—. El uno de enero. Pero lo cierto es que no quiero verte, hasta que… las cosas se solucionen por sí misma en algún punto del proceso.
Inmóvil, Andy la contempló con sus ojos color avellana; Rosemary se volvió hacia la mesa y la ventana.
—¿Encenderemos… encenderemos juntos las velas? —preguntó él.
Rosemary guardó silencio unos instantes.
—¿En el parque? —inquirió luego.
—No —repuso Andy—. Si estamos allí, no estaremos en el Madison Square Garden ni en la Iglesia Baptista Abisinia ni en ningún otro sitio. Y no quiero hacer nada de tipo político… Creo que lo mejor será quedarnos en el piso, en mi casa. También Joe; no creo que quieras ir a otro sitio. Contemplaremos todo el espectáculo que se desarrolle abajo, en el Prado del Cordero, a vista de pájaro, y dispongo de ese gran espacio mediático —tienes que haber visto las imágenes—, de forma que podremos contemplarlo todo en las diversas cadenas. Realmente es la mejor manera de disfrutar de una vista de conjunto del acontecimiento en pleno.
Rosemary se puso de cara a él. Respiró hondo.
—Ya te diré algo —se abstuvo de comprometerse.
Andy asintió. Dio media vuelta y echó a andar hacia el recibidor.
—Llévate la Della Robbia —formuló Rosemary.
—Oh, ma… —se volvió él.
—Cógelo, Andy —dijo la madre—. Lo compraron ellos, no tú. Y desde luego no quiero nada que proceda de ellos, ni tampoco de ti.
Andy se acercó a la mesa de café, agarró la placa con una mano y la barrió hacia la otra; la balanceó en el costado como si se tratara de un libro de bolsillo y anduvo hacia el vestíbulo. Salió y cerró la puerta.
Rosemary dejó escapar el aire de los pulmones y desplegó los brazos.
* * *
Se dispuso a apurar el café directamente; tenía ya inclinado el pitorro de la cafetera imitación de plata a punto de verter el líquido…, cuando cambió de idea, tomó la taza limpia que tenía en la bandeja y sirvió allí la infusión; la taza se llenó cosa de tres cuartos. Dejó el café solo, negro, sin azucararlo.
Empezó a dar paseos entre el vestíbulo y la mesa del Scrabble…
Despacio, sostenida la taza con ambas manos.
Fruncido el entrecejo, tomando sorbos de café…
Extraño, extrañamente peculiar el modo en que se había reído al decir que sus ángeles no eran ángeles. Desde luego, no lo eran aquellos plutócratas que optaban por el asesinato en una causa noble. Si bien difícilmente eso podía considerarse algo nuevo en la historia de la humanidad.
¿Dónde encontraron los Hijos de Dios suficientes filántropos prácticos que invirtiesen miles de millones? ¿Dónde había miles de contribuyentes millonarios? ¿Centenares que entregasen muchos millones? A ella nunca se le ocurrió calcular el coste total de la realización del Encendido, nunca se preocupó lo más mínimo de los demás proyectos de los Hijos de Dios.
Andy había hablado como si el Encendido fuese el proyecto único y exclusivo, el fin y el principio de todo. Naturalmente, él lo consideraba así ahora, a ocho días vista…
Tomó otro sorbo, paseó…
¿Por qué no había conocido ella a ninguno de aquellos patrocinadores importantes? Le presentaron a personas que daban anualmente miles de dólares… en operaciones de Nueva York e Irlanda, y el día de Acción de Gracias de Mike van Burén. Sabía que el Consorcio Cristiano de Rob Patterson era un contribuyente significativo, ¿pero muchos millones? A ella no le había dado esa impresión. Unos cuantos millones quizás, en el curso de los últimos tres años.
¿No hubiera deseado conocerla alguno de aquellos filántropos de alto nivel? ¿No habría querido Andy obligarlo a ello?
Sólo aquel francés de edad, Rene, en el aeropuerto, y acaso el hombre que le acompañaba; el apretón de manos y unas cuantas palabras había sido todo el contacto que tuvo ella con los nada angélicos ángeles de los Hijos de Dios. Ciertamente, Rene había proporcionado a Andy un rato de todos los demonios al teléfono la mañana en que ella entró en la oficina de su hijo; Andy pareció estar acostumbrado a aplacar, o a intentar aplacar, al viejo…
Se detuvo en el centro de la estancia.
Permaneció inmóvil un instante. Tragó saliva.
Cerró los ojos, se llevó una mano a la frente.
Respiró hondo y abrió los ojos. Se volvió hacia la mesa de café. Anduvo hasta ella, se inclinó, depositó la temblorosa taza, dio media vuelta al Times para ponérselo de cara.
De pie, contempló la primera página.
Se volvió, se frotó la frente. Con paso lento, se llegó a la mesa del Scrabble. Las campanas de las iglesias empezaron a repicar.
Pestañeó frente a la claridad del día, brillante de nieve, que rutilaba a través de la gasa del visillo. Bajó la mirada sobre las fichas de la mesa.
El diez no.
El resto del rebaño, las otras noventa y dos, estaban allí extendidas, la mayor parte boca arriba, dispuestas para que los proscritos las cazasen.
Apoyó la punta del dedo índice en una ficha, la separó del resto deslizándola entre las otras hasta el margen de la superficie pulimentada de la mesa. La dejó allí: una B. Como el bing bong de los tañidos de Campanas de Belén…
Clavó la yema del dedo en otra ficha, la separó también y proporcionó a la B la compañía de una I. Y luego una O…
Dame una C…
Dame una H…
Dame una E, M, I…
No veía la otra C. Tampoco siguió buscándola.
Regresó a la mesa de café, descolgó el auricular, marcó un número.
—Joe al habla…
—Un poco mejor —dijo Rosemary—. Reunámonos ahora, ¿vale? En algún sitio donde podamos hablar, que no sea aquí, estoy hasta el gorro de esta torre… Iré allí; he visto auténticas pocilgas, no vomitaré.
Rosemary suspiró.
—¿Dónde está ese restaurante chino? Hoy estará vacío.
—Eso me tiene sin cuidado —respondió ella—. La comida es buena, ¿verdad? ¿Dónde está?
* * *
«Es un vertedero».
Así lo había calificado él. En las proximidades de la Novena Avenida; un deslucido restaurante de doce mesas, con ventanales de gruesas lunas e inmóviles ventiladores colgando del techo, decorado por Edward Hopper.
En un reservado lateral, con una de las dos mesas ocupada, celebraron la festividad brindando con cerveza china y empezaron por sacar primero los regalos. El de Joe era un libro de gran tamaño espléndidamente encuadernado y con hermosa sobrecubierta, un volumen que Rosemary descubrió en la tienda Rizzoli del hotel: fotografías y cianotipos de automóviles clásicos italianos, incluido su Alfa-Romeo.
—¡Oh, es sencillamente precioso! —exclamó Joe, al tiempo que pasaba sus gruesas páginas—. ¡Ni siquiera sabía que existiese un libro así! ¡Bello! ¡Bellísimo!
Se inclinó por encima de la mesa y la besó.
El regalo de Rosemary era un pequeño alfiler de oro IANDY con el corazón de rubí. Van Cleef & Arpéis.
—No deberías… —Rosemary suspiró. Le dio un beso, también por encima de la mesa—. Me encanta, Joe, muchas gracias.
Se lo prendió en el suéter mientras Joe y el camarero recogían los envoltorios y Joe pedía la cena para ambos, sin mirar la carta.
—¿En qué estás pensando? —preguntó Joe cuando el camarero se hubo retirado.
—En algo realmente preocupante —repuso ella—, y no deseo inquietar a Andy con ello.
—¿Una amenaza?
—Podría llamarse así. —Le miró a los ojos—. Judy dejó caer unas cuantas observaciones —dijo— que me hacen pensar, ahora que sé quién era y ahora que estoy enterada de lo que ha pasado en Hamburgo y luego en Quebec… me hacen pensar que su banda muy bien podía haber tramado algo respecto a las velas. O una banda de Extremo Oriente con la que estaban relacionados.
Joe se echó hacia atrás en la silla. Parpadeó unas cuantas veces, la miró.
—¿Tramar algo con las velas del Encendido? —preguntó.
Rosemary asintió.
—Pueden repetirse casos como esos, en los que alguien encienda una antes de tiempo, o quizás un almacén o una casa que se incendie con velas dentro.
Joe siguió mirándola, sentado.
—Sólo ha ocurrido dos veces —dijo—. Las velas han estado dando vueltas de un lado a otro, por todo el mundo, durante meses y esas son las dos únicas ocasiones en que se encendieron o quemaron.
—Tal vez cuentan con un temporizador susceptible de ir incorporado —aventuró Rosemary—. No sé nada de bioquímica, estoy casi segura de que aquí hay bioquímica; las velas tienen dos partes, ¿verdad?, la azul y la amarilla. Quizá son más complicadas que todo eso. Quizás existe algún producto químico que las mantiene seguras, desarmadas durante cierto tiempo y después unas cuantas estallan. Tal vez determinado número de estas últimas estaban en Hamburgo y Quebec…
Intercambiaron una mirada. Tomaron un trago de sus vasos de cerveza.
Joe le dirigió una sonrisa de soslayo.
—¿Crees que éste podría ser un caso de nervios de noche de estreno? Eres la madre de Andy, quieres que todo salga de maravilla para que el cuadro sea perfecto…
—Puede ser —reconoció ella—. Así lo espero. Pero tal vez es más; tenemos que verificarlo, Joe. ¿Sabes de alguien que pudiera hacerlo? No en el laboratorio de la Policía Criminal ni en el FBI. Algún particular, algún químico forense que se dedique a trabajos de consulta. Alguien por el estilo. Con acceso a información sobre lo más avanzado.
—¿De verdad Judy te dijo algo? —preguntó Joe—. ¿O eso fue una visión?
Rosemary desvió la vista, guardó silencio unos segundos, volvió a mirarle.
—Un poco dé cada —dijo.
Permanecieron arrellanados en la silla mientras la camarera depositaba los platos encima de la mesa, les sirvió los budines de carne y les dejó un par de palillos. Comieron, él con los palillos, ella con tenedor.
—¿No están buenos? —preguntó Joe.
—Hummm —respondió Rosemary, con la boca demasiado llena para hablar.
—Ésta es la peor época del año para conseguir que se haga algo —dogmatizó Joe— y menos algo tan complicado como esto; todo el mundo está de vacaciones. La Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York está cerrada, en esa facultad es donde trabaja la primera persona que me vino a las mientes, un coleccionista de automóviles que reside en Armonk. Si él no puede hacerlo personalmente, sabrá de alguien que sí podrá. Sólo que es muy probable que mi hombre esté en Aspen o en vaya Dios a saber dónde, él, su esposa y sus chicos son todo esquí. Mira, si vas en serio en lo que a esto concierne, entonces deberíamos recurrir al FBI. Conozco a algunos funcionarios de la oficina de aquí, y en Arlington tienen todos los medios para realizar el trabajo y hacerlo rápido.
Rosemary sacudió la cabeza.
—No quiero que Andy se vea envuelto en una… en una investigación completa y a fondo —dijo.
Se cubrió el rostro con las manos, cuajados de lágrimas los ojos.
—¡Eh, eh, ah…! —Joe alargó las manos por encima de la mesa, le palmeó en el hombro, en la mejilla—. Andy no se verá complicado —dijo—, en ningún mal sentido. Estoy seguro de que él será el primero que…
—No quiero ir al FBI —dijo Rosemary—. Quizás estoy… alucinando, tienes razón, y no quiero levantar la tapa de una lata de gusanos. ¡Por favor, Joe!
Echado contra el respaldo de la silla, enarcadas las cejas, Joe la miró llevarse a los ojos una servilleta de papel.
—De acuerdo —dijo él—. Esta tarde iré a buscar a ese individuo. Está metido en algo relacionado con la bioquímica, el doctor Stamos. Una de sus ayudantes de laboratorio diseñaba drogas, allí, en el laboratorio. Hasta que su novio le pegó un tiro. En el 94. George tiene dos Alfas, pero no tienen ni punto de comparación con el mío.
* * *
La llamó hacia las cinco de la tarde. La familia Stamos se había ausentado, pero su contestador automático comunicaba que estarían de regreso el lunes por la mañana.
—No expliqué el motivo de mi llamada; creerá que estoy dispuesto a venderle el coche y se apresurará a ser el primero en devolverme el telefonazo. De todas formas, no puedes esperar realmente que se pueda llevar a cabo alguna acción antes del lunes. Pero, Rosie, cuanto más pienso en ello… Si Hamburgo fue una muestra, entonces estás hablando de algo que quizá pueda borrar del planeta a toda la raza humana. Nadie está lo bastante loco como para querer hacer semejante cosa.
Rosemary respiró.
—Espero que tengas razón, Joe —dijo—. Gracias por escucharme hasta el final.
—Tranquila. Pronto mejorará todo.
Rosemary reanudó la lectura de un libro en rústica que había comprado aquella tarde en el Doubleday’s de la Quinta Avenida: Bioquímica: la espada de dos filos. Estaba en el capítulo dedicado a los gases nerviosos y los virus carnívoros.
La familia Stamos regresó de sus vacaciones de esquí el lunes por la mañana, todos excepto George, que se quedó en un hospital de Zurich, sometido a tratamiento de tracción. Joe consiguió que Helen Stamos le diera el número de teléfono del hospital, después de explicarle que se trataba de hacer un favor a Rosemary, no de automóviles, pero no podía efectuar la llamada telefónica hasta el martes por la mañana, a causa de la diferencia de horario.
Ésa fue la mala noticia que transmitió por teléfono a Rosemary el martes por la tarde. La buena fue que George le había proporcionado enseguida un hombre que se encargaría de la tarea, un colega que era socio de un laboratorio de Syosset (Long Island) y que como colaborador independiente realizaba trabajos forenses en casos criminales. Joe había hablado con el hombre, al que dijo que él, como colaborador de los Hijos de Dios, captó rumores en el sentido de que se habían manipulado las velas y deseaba comprobarlo para su propia tranquilidad de espíritu; tenía la certeza casi absoluta de que no había nada de cierto en los rumores, pero por si acaso…
—Ese hombre va a comprobar unas cuantas. Para mañana por la mañana sabrá si están o no limpias.
—¿Le dijiste «bioquímicos»? —preguntó Rosemary.
—Sí. Dice que no es imposible, pero que constituiría toda una señora hazaña para una banda de ateos paranoides llevarlo a cabo.
Rosemary miró la tele, pasando de uno a otro de los múltiples canales… mientras se informaba, mediante su propia persona y a través de Andy, en cuñas de diez y de treinta y dos segundos, de lo emocionante y sugerente que iba a ser el Encendido, y lo formidable que resultaría que todos los miembros de la raza humana participasen en un acontecimiento tan glorioso, simbólico y artístico, y que la hora en que iban a desenvolverse y encenderse las velas en aquella zona sería las siete de la tarde del próximo viernes, lo que se haría ante las cámaras de la televisión, de todos los canales, no se pierdan el preludio, el programa empezará a las seis, y recuerden que han de mantenerlo fuera del alcance de los niños. Andy le dirigió un guiño.
—Ya estás hasta las narices de esto, ¿verdad? —Rió entre dientes, ella no—. De acuerdo, pero es muy importante —dijo Andy—. Te ruego que, por favor, te asegures de que todos enciendan la vela en el momento justo; ¿harás eso por mí? Gracias. Te quiero.
Rosemary se preguntó si habría algo que Andy hiciera, algo que proyectase, a lo que ella fuese inmune, a causa de su parentesco. Eso parecía no menos imposible que ciertos gases pudieran convertir en jalea a una persona en cuestión de quince minutos.
Joe se las arregló para conseguir localidades para la sesión de la tarde del primer estreno importante de la temporada de Broadway, la reposición de un musical que agotó sus posibilidades en 1965 y en cuyas representaciones, lo que no dejaba de ser irónico, Guy había intervenido allá por aquella época feliz anterior a su traslado a la Bram, cuando aún vivían en el apartamento de una habitación de aquel edificio sin ascensor, en la Tercera Avenida. El espectáculo era un encanto, tal como Rosemary había supuesto, pero durante el primer acto le costó trabajo concentrarse en él; Joe no había recibido noticias del laboratorio de Syosset.
En el entreacto, Joe fue a consultar su contestador automático. Rosemary sonrió y firmó autógrafos a personas que ocupaban las butacas próximas y luego leyó el abierto programa de la función.
Joe no regresó hasta después de que se apagaran las luces del patio de butacas y hubiese empezado la obertura del segundo acto.
—Limpias —susurró, tras sentarse en la butaca contigua. Ella le miró con ojos muy abiertos. Joe asintió—: Absolutamente limpias. Nada de bioquímica. Ni siquiera perfume.
—¡Chissst! —siseó alguien detrás de ellos.
A Rosemary le costó un buen rato poder concentrarse también en la acción del segundo acto, pero aplaudió con entusiasmo al final y se unió a Joe en la prolongada ovación.
Entraron a base de codazos en el bar abierto junto al teatro y encontraron una mesa de dos metros y medio cuadrados en un rincón obscuro.
—Lo ha analizado todo —explicó Joe—, la cera, los pabilos, los vasos. Cuatro velas: dos de aquí, una del estado y una del país. Limpias al ciento por ciento.
—¿Hablaste con él? —preguntó Rosemary.
—El mensaje estaba en el contestador —repuso Joe—. Enviará a continuación un informe por escrito.
—¡Vaya! —exclamó Rosemary—. Esto sí que es un gran alivio.
—Verás —expuso Joe—. Me molesta mencionarlo, pero esto no es concluyente. No olvides que los envíos proceden de catorce fábricas. Es posible que manipularan la producción de una, o de varias, y estas velas fueran de otra.
—No —replicó Rosemary—, mi… impresión era la de que todas las velas estaban afectadas.
—¿Todas? ¿Las de las catorce fábricas? ¿De verdad has pensado eso?
Rosemary sonrió, se encogió de hombros.
—Nervios de noche de estreno —se justificó.
El camarero sirvió la Gibson de Rosemary y el Glenlivet de Joe.
—¡Salud! —brindaron, entrechocaron los vasos y tomaron un sorbo.
—Gracias por todo, Joe, que ha sido mucho —dijo ella—. ¡Te estoy tan agradecida!
Le besó.
—¿Dónde vamos a encender las nuestras? —quiso saber Joe.
—En casa de Andy —informó Rosemary—. Creo. Nosotros tres. ¿Te va bien?
—¿Por qué no me iba a ir bien? Claro que sí, no hay otro sitio mejor. —Dedicó una sonrisa a Rosemary—. Para encender nuestras primeras velas, quiero decir.
—Exacto —articuló ella, y le devolvió la sonrisa.
—¿Te recojo a las seis y subimos juntos?
—Ésa era precisamente mi idea —aceptó Rosemary.
—Feliz Año Nuevo —dijo Joe. Se dieron el pico. Él confesó—: Tíldame de romántico, pero me alegra que esperemos juntos. Va a ser una Nochevieja magnífica.
* * *
¡Qué preocupación se había quitado de la cabeza! Andy podía haberse dejado instigar por los obsesionados patrocinadores de los Hijos de Dios al asesinato de Judy —por lo que nunca habría perdón ni olvido, decididamente no—, pero al menos eran eso, patrocinadores ofuscados cuyo objetivo era hacer el bien, no su «viejo» utilizándole para lograr la victoria en un inmediato Armagedón.
Rosemary tomó una larga ducha caliente. Por fin iba a disfrutar de una buena noche de sueño. Habían transcurrido semanas desde la última, con el viaje y luego Judy…
Pidió chocolate y bollos al servicio de habitaciones; masticó y bebió entre las almohadas de raso, mientras contemplaba las operaciones de preparación del Encendido en un aula de Argentina, en la Academia de las Fuerzas Aéreas, en el Muro de las Lamentaciones, en una plataforma petrolífera del mar del Norte.
Lo único que la desasosegaba, mientras iba de un programa de televisión a otro y se acurrucaba en aquel capullo de raso, era la sensación de que Andy la estaba llamando…, como aquella vez en que el niño encajó la cabeza entre las tablillas de la cuna y la llamaba sin que de su garganta pudiera salir sonido alguno.
Deslizó un brazo fuera de la ropa de la cama y levantó el auricular del teléfono…, funcionaba y emitía su zumbido de tono, así que volvió a dejarlo en la horquilla. Se hizo un ovillo entre la seda.
Sabía condenadamente bien que era ella la que llamaba a Andy.
Debió haber tomado una ducha fría, en vez de caliente.
«¡Mamá!». La voz de Andy, dolorida, la despertó. La luz del día trazaba una franja de claridad en los bordes de las cortinas corridas.
Aguzó el oído, tendida en la cama.
Le sentía, con menos intensidad, pero desde luego no había vuelto a oírle.
Se negó a dejarse engañar a sí misma, a inducirse a telefonearle. Fue al gimnasio, después de desayunarse, y pedaleó en la bicicleta, saltó a la comba, nadó… el chapoteo del agua contra la pared de cristal de la piscina enmascaraba todo otro sonido.
La fastidiosa sensación fue desapareciendo mientras comía un emparedado sentada en el salón del club y veía cómo iba cobrando realidad el Encendido… y mucho más esplendorosamente de lo que había llegado a imaginar.
Se había suspendido toda programación regular. En todos los canales, música del Encendido, el logotipo del Encendido, la cuenta atrás del Encendido en un ángulo o en otro: 30.44.27, los segundos corrían, los minutos se fundían. En todos los canales, velas para el Encendido en paquetes envueltos con papel dorado y azul celeste y colocados encima de mesas y mostradores, se enarbolaban banderas doradas y azul celeste.
En el campus de Princeton. En una cárcel de mujeres de Hong Kong. En un casino de Connecticut, en un hospital del Chad, a bordo del QE2. En unos grandes almacenes de Oslo, en un parvulario de Salt Lake City.
Las cabezas hablaban con otras cabezas sobre la belleza y el significado del Encendido y sobre la discordia, dolor y sufrimiento que hubiera obscurecido el planeta en aquel hito cósmico de no ser, gracias a Dios, por Andy, Hijo de Rosemary, que nos guiaría al año 2000 como Humanidad Única, Revitalizada y Renovada.
Los reporteros ponían los micrófonos ante la boca de las personas y formulaban preguntas directas: en una fábrica de calzado de Bolivia, en una comunidad hasídica de la parte septentrional del estado de Nueva York, en un parque de bomberos de Queensland (Australia). En la plaza de San Pedro, en una estación del metro de Pekín; en Disneylandia, Mickey y Minnie agitaban paquetes de velas.
Probablemente, Andy también lo estaría viendo, en el piso de arriba. Rosemary suspiró; a pesar de todo, debían verlo juntos. Al día siguiente por la noche, contemplaría el auténtico acontecimiento con él, sería la experiencia cumbre de su vida.
Se deslizó por los canales, entre sorbos de Coca-Cola, usando el libro de bioquímica como buque de cabotaje. Mombasa, Irak, Tibet, Yucatán…
¡La totalidad de los habitantes del mundo entero encenderían velas de los Hijos de Dios limpias, seguras!
A los amish les gustaba la televisión, ante el micrófono hablaban con gran desenvoltura de Andy, Rosemary, el Encendido y la satisfacción de los tractores.
Hasta los majaderos que esperaban que de un momento a otro llegasen los extraterrestres y se los llevaran en un objeto volador no identificado encenderían sus velas antes de abandonar el planeta Tierra. Tendrían el tiempo justo, explicó una mujer que capitaneaba un contingente de California constituido por trescientos individuos; Nostradamus había profetizado que los recogerían en el segundo minuto del año 2000, no en el primero. Dos casa con dos, ¿comprendes?