16

Estaba de pie, cogida de la mano de Andy, junto a la pared del lado del escenario, con la mirada atravesando la obscuridad, rebasando la penumbra aligerada por las llamas de las velas, para llegar a la luz pastel de los focos y a los velados tonos rojos de los indicadores de las salidas. A unos tres metros y medio, vestiduras con capucha, manga contra manga, marcaban pasos de baile lentos, atrás y adelante; un corro cuyo círculo giraba despaciosa y lateralmente en sentido contrario al de las agujas del reloj. Las voces desplazaban por el aire el canto ondulante del coro, el tambor llevaba el ritmo, un pífano o una flauta acompañaba; el conjunto era una mezcla de ecos reverberantes. Batas color orín, batas de color pardo, obscuras como la sombra del bosque, balanceo, paso lateral… la única identidad que se conocía con certeza era la de la persona que llevaba la vestidura violeta.

Y la de quien llevaba la vestidura más corta, Jay.

Y la de quien llevaba la vestidura más larga, Kevin. Uuupa. Lanzó una ojeada, más allá de las mangas encadenadas, la atracción de una silla obscura. Se inclinó, acercándose a Andy, y susurró:

—¿Ese asiento del centro es el de Hank?

—No —bisbiseó Andy—. Ahí me siento yo. Él está en el corro.

Rosemary volvió la cabeza, le soltó la mano y apartó un lado de la capucha para mirarle.

Envuelta en negrura su barbada faz, Andy asintió.

—Es el único momento en que puede estar en pie más de unos minutos —dijo—. Le di una charla de ánimo antes. —Sonrió a su madre—. Quédate hasta el final, ¿de acuerdo? Diez minutos, máximo. No dejarán el corro.

La besó, dio media vuelta y se alejó, con el borde inferior de la vestidura agitándose en torno a sus talones desnudos, sus tendones de Aquiles.

Rosemary vio separarse las mangas obscuras que, al elevarse, dejaron al descubierto la bata negra; las mangas descendieron por unos brazos blancos, una ancha pulsera de plata relució en el delgado antebrazo izquierdo. La capucha de la vestidura volvió a su sitio —obscuridad, rostro sombrío— y los brazos cubiertos por las mangas volvieron a encadenarse. La capucha se puso de cara a otra capucha; ésta inclinó su rostro envuelto en sombras hacia ella mientras el círculo de danzantes se alejaba más, girando en sentido opuesto a las agujas del reloj.

Andy estaba ahora sentado, centro del escenario, de cara, todo vestidura negra, lustrosa con los tonos pastel de los puntos de las alturas, completamente negro salvo la punta de la barba y la mano izquierda apoyada en el brazo del sillón. El ropaje violeta descendía hasta el asiento de delante. Capucha frente a capucha, enlazadas las mangas, mientras los cantantes se marcaban los pasos laterales al ritmo del tambor. Las capuchas permanecieron encaradas, violeta y negra, luego se unían y se separaban. La vestidura violeta subió, ayudada por la mano de Andy. Hizo una seña al frente. Un ropaje obscuro, pardo, abandonó el círculo; violeta y pardo intercambiaron sus puestos. Los cantantes se movieron lateralmente, el tambor redobló.

Rosemary se balanceó a la cadencia del tambor, separados los brazos de los costados de forma que la seda flexible podía rozarle la piel, increíblemente sensible en su totalidad. Quizás a causa de la píldora… ¿o acaso pudiera ser del tanis? O del combo; confió en que no hubiese allí peligro.

Pero se sentía súper, tan fresca y suelta como si estuviera en alguna discoteca con Guy, el hijo de tal, durante los buenos tiempos. Las capuchas volvieron sus rostros en sombras hacia ella; Rosemary les sonrió, sabedora de que su semblante era tan anónimo como el de ellas, si no más, al margen del resplandor de los focos, con las velas más próximas a su lado.

¿Habían sospechado quién era ella? ¿O acaso pensaban que Andy había encontrado ya una nueva chavala…? Presteza para eso perfectamente comprensible en alguien que tenía que proyectar tanta bondad convencional. Se balanceó con mayor libertad con el canto y el ritmo del tambor… Una visitante extranjera que Andy había pescado en el vestíbulo. Italiana. No, griega. Melina Mercouri. Oscilando, seda acariciándole la piel…

Desde el círculo, los dedos de las manos de dos o tres mangas le hicieron señas. Ella denegó con la cabeza encapuchada, sonriente, al tiempo que se balanceaba cadenciosamente. Nunca en Navidad…

La danza era sencilla: dos pasos adelante y uno hacia atrás, con una variación cada cuarto redoble. Un movimiento lento, de danza folklórica, regular, pausada. Difícilmente un reto para Ginger Rogers. De todas formas, Rosemary intentó los pasos, suave la moqueta bajo las suelas de sus zapatos.

¿Qué pensaría Joe de la escena? ¿Un caso para la Brigada Antivicio? Tal vez… pero tal vez no. También podía verlo buscando una vestidura. Joe tenía un espíritu aventurero que a ella realmente le gustaba, y del que ella carecía. El Alfa Romeo, por ejemplo.

Oh, qué diablos.

Se ajustó el ropaje, se apretó el cordón de la cintura, se caló la capucha para que le cubriese al máximo. Respiró hondo… y echó a andar despacio, muy lentamente, al ritmo del tambor, hacia el corro de bailarines envueltos en las vestiduras, hacia las mangas que se separaban y las manos que tocaron sus manos afectuosamente.

Bailó con los demás integrantes del corro, compartió su ritmo, marcó sus pasos, observó a Andy, ataviado con su vestidura negra, y a una mujer de ropaje color óxido, habló con ellos, cogidas las manos. Se desplazó en círculo, lateralmente, dejando atrás el hombro de Andy, retuvo la mano de Vanessa, cuyo color cacao teñía de tono verdoso la luz de bosque y cuyas uñas que normalmente eran claras estaban pintadas de negro o casi negro. Cuando sus brazos se entrelazaron, una pulsera de cadena descendió y asomó bajo la manga de Vanessa: grandes y redondos eslabones de plata.

La vestidura parda contigua a Rosemary era alta: William o Craig. Rosemary mantuvo apretada con fuerza la mano de aquella figura, por si acaso se trataba de la de William Manoslargas. Cerró los ojos y se puso a tararear a tono con el cántico, sin importarle repetir las sílabas; bailaba sin dificultad, respondiendo a alguna especie de instinto de mamífero gregario, alertas todos sus sentidos…

—¡Pssst! —La mano de Vanessa apretó y luego soltó la de Rosemary—. ¡Andy te llama!

Le estaba haciendo señas; Rosemary estaba casi enfrente de él; se alzaba una vestidura parda.

Rosemary retrocedió al ritmo del toque del tambor hacia una silla negra situada en la parte de atrás; se ciñó el ropaje alrededor del cuerpo y se acomodó sobre un asiento cálido.

Con las rodillas tocándose, Rosemary le dio las manos y le miró; él también la miró, sonriente desde el interior de su negra caperuza.

—Estaba esperando —dijo.

—Lo sabías condenadamente bien, so bicho —respondió ella.

—¿Mi propia madre? Vergüenza…

—¿Qué dices cuando ellos se sientan aquí?

Andy la miró y su sonrisa fue desvaneciéndose.

—Les doy las gracias —repuso—. Por todo lo que hacen por los Hijos de Dios y por mí. Y les digo lo que alegra al resto de nosotros el que formen parte del círculo. Y ellos dicen lo que sienten, exponen sus quejas, reconocen algún error o se limitan a contestar: «Gracias, a la recíproca». En el aquelarre, se arrodillaban ante Román, prometían solemnemente lealtad imperecedera a Satanás y a él, y Román se pinchaba el dedo con una daga y ellos bebían una gota de su sangre. Puedes comprender por qué no me atrapó eso.

Permaneció sentada en silencio, retuvo las manos de Andy y le miró. Él volvió a sonreír.

—Aquí nos besamos en la boca —dijo—. Castamente. Ahora es cosa tuya.

—Castamente es fácil —dijo Rosemary. Se inclinó, aplicó sus labios a los de él, como un picotazo, se levantó y liberó las manos antes de que Andy pudiera impedírselo.

* * *

Los «sabrosos yantares» —que dispusieron las vestiduras color orín a lo largo de la primera grada curva del anfiteatro— no pasaban de medianos: platos vulgares recalentados en la cocina de la planta baja y pates viscosos. Aunque también había un terrorífico ponche de huevo, con un toque picante y una pizca de tanis, servido en el estrado central, en una hermosa ponchera de plata —no era del servicio de mesa chapado en plata del hotel sino algo inequívocamente auténtico, sencillo, brillante, de plata de verdad—, acuchillada por seis o siete rayos de luz pastel, sobre una mesa cubierta por un tapete color verde bosque, a la que se había sentado Andy.

La ataviada de violeta Diane se encargó de servir, con la capucha echada detrás de su cabellera adornada y obscurecida últimamente. Tenía un aspecto magnífico, arrebolada como consecuencia de la danza y a todas luces recuperada totalmente de su ataque de ciática. Con el cucharón plateado fue llenando de cremosa nata las copas de plata mientras las vestiduras, entremezcladas, levantadas las capuchas, charlaban. En su asiento, rojo el semblante, Hank acogía con risas algo que William le estaba contando, cada uno de ellos con la copa de plata en la mano.

Sentada casi rozando la zona obscura, en la grada superior, junto al espacio verdoso de la curva, Rosemary conservaba puesta la capucha, aunque probablemente no tenía necesidad de ello. Nadie había mostrado el menor interés en lanzarle una sola mirada desde que Andy, una vez concluido el baile, la acompañó a las alturas. Los dos comieron allí, en platos que Andy bajó a buscar, junto con las copas de aquel espantoso ponche de huevo. Devoraron vorazmente, ya que durante toda la jornada no habían comido más que los emparedados de pastrami.

Andy subió las gradas como una cabra, cargado con provisiones de repuesto, una copa en cada mano, negra toda su figura contra la luz del escenario. De cualquier modo, Rosemary miraba hacia otro lado.

Las faldas de los ropajes tenían tendencia a abrirse, cosa que se puso de manifiesto poco después de que todos se hubieran sentado y hablado con él.

Andy le entregó una de las copas de plata, ocupó un asiento a cosa de un metro de ella, más cerca del centro de la curva, y se ciñó la vestidura en torno al cuerpo.

—Puedes levantarte la capucha si quieres —dijo—. Eres casi invisible y, sea como fuere, todos te conocen. A nadie se le ocurrió que pudiera traer tan pronto un nuevo ligue, así, ¿qué otra podía ser? Vanessa estaba segura.

Tomó un sorbo de su copa.

Rosemary se echó la capucha hacia atrás, se arregló el pelo.

—¿Cuál fue su reacción? —preguntó.

—Se alegran de que estés aquí —afirmó Andy— y comprenden que no desees mezclarte con los demás. Esperan que te integres en la próxima danza, pero tampoco se sentirán dolidos si no lo haces.

Rosemary bebió un traguito de la copa.

—¿Eso significa que habrá otra fiesta o que la siguiente pieza es esta noche?

—Esta noche —dijo Andy—. Habrá otras dos o tres danzas. Más rápidas, diferentes.

Se regaló con otro sorbo de su copa de plata.

—¡Oh! —articuló ella, y también le dio a la copa.

—Si estás cansada, tómate unas píldoras.

—No, no, estoy bien —dijo Rosemary.

—Son inofensivas —aclaró Andy—. Me las proporcionó Al, abajo.

—No, me encuentro perfectamente —insistió ella—. Renovada.

—¡Andy! —Sandy miraba hacia ellos, de pie en el borde del escenario—. ¿Puedo hablar contigo un momento?

Parecía malhumorada.

Andy emitió un gruñido, posó la copa y se levantó.

—Vuelvo enseguida, espero.

Bajó corriendo las gradas, sosteniéndose la vestidura.

Rosemary se incorporó, dio un tirón de la seda, se revolvió, adoptó una postura más cómoda contra la moqueta que tenía a la espalda y por debajo, se ajustó la vestidura. Cogió la copa y tomó un sorbo, mientras observaba a Andy que, en el escenario suavemente iluminado, escuchaba un altercado entre Sandy y Diane. Dio unos pasos con ellas, con las manos sobre los hombros de las mujeres, hasta el otro extremo del escenario, luego las siguió a través de la puerta, hacia los despachos y almacenes.

Rosemary paladeó el cremoso ponche, agridulce y sazonado con tanis; degustó la música nueva-antigua que caracoleaba a su alrededor, el druídico sabor de bosque primitivo del escenario iluminado por las velas; los focos estaban tan apagados como los ropajes obscuros de Kevin y Craig, que en aquel momento levantaban la mesa con la ponchera encima —la hermosa ponchera de plata, ¿propiedad de Diane o de los Hijos de Dios?— y la trasladaban al rincón del otro lado de la puerta del cuarto de descanso. Despejaban el escenario para la danza siguiente… Más rápida, diferente…

Jimmy Durante lo había expresado de maravilla: «¿No has tenido nunca la sensación de que deseabas irte y sin embargo no te abandonaba la sensación de que querías quedarte?». Rosemary rió entre dientes, al recordarlo. Colocada. Estás muy colocada. Ligeramente colocada, de cualquier modo. El ron, el vodka o lo que llevase el ponche. O quizás era tanis… allí, dentro del ponche, y en el aire. A duras penas percibía ahora el olor, pero los pebeteros ardían sin llama en las esquinas del escenario y el humo ascendía en espirales hasta las columnas de tono pastel. Precioso…

Como aquella vez en que fumó marihuana con Guy y funcionó, así es como se sentía —la música tan ultraclara, la piel tan ultrahormigueante, notando el tacto de la seda contra ella, la moqueta a través de la seda—, pero en este caso con las facultades mentales absolutamente libres de neblina, agudas como la punta de una tachuela. Tomó un sorbo de la copa de plata. ¿Tendrían alguna relación el tanis y el cannabis? Un escalador obscuro se detuvo dos gradas por debajo de ella. Hizo una reverencia.

—Perdonamos, por favor, Rosemary —se disculpó Yuriko—. Me produce tal felicidad verte aquí. ¿Puedo hablar un momento contigo mientras Andy está ausente?

Sentada muy derecha, Rosemary depositó a un lado la copa, sonrió y dijo:

—¡Naturalmente, Yuriko, ten la bondad de sentarte!

Se ajustó un poco más la vestidura.

—Confiaba en que se presentara otra oportunidad de hablar contigo.

—Gracias, a mí me ocurría lo mismo —dijo Yuriko; se acomodó en la grada de debajo de la de Rosemary, a unos palmos a su izquierda y los planos angulosos de su mejilla y pómulo relucieron a la claridad del escenario.

Extraordinariamente guapo. Cuarenta y nueve, divorciado, dos hijos casados. Rosemary lo había verificado con Judy al día siguiente de la fiesta improvisada en la oficina de Andy.

Rosemary había visto Hiroshima, mon amour no hacía tanto tiempo, o así se lo parecía; el hombre que había sido también arquitecto. Yuriko era miembro de los Hijos de Dios de Nueva York, el diseñador de su anfiteatro; supervisaba los planos de los proyectos de los Hijos de Dios en todo el mundo y dirigía también su propia empresa, una de las más prestigiosas de su profesión.

—¿Cómo van las lecciones de informática? —acompañó la pregunta con una sonrisa.

—Es una de mis firmes determinaciones para el Año Nuevo —dijo Rosemary—. La primera de la lista.

—Yo sólo tengo una —repuso él—. Reducir el ritmo. El año que viene cumpliré los cincuenta; eso le hace a uno recapacitar. Los Hijos de Dios no tienen proyectos en perspectiva para mí, por suerte estoy rodeado de socios y colaboradores competentes, así que he decidido tomarme una temporada de vacaciones y «oler las rosas».

—Voto por todo eso —dijo Rosemary; volvió a sonreírle y se inclinó hacia adelante, entrelazadas las manos sobre las rodillas.

—He visto esta noche parte del «Especial de todas las fiestas» —explicó Yuriko, alzada la vista hacia ella—. La parte de Andy. Lo veo siempre, incluso aunque lo tengo todo en cinta; pero, sea como fuera, no es lo mismo, ¿verdad? Salgo de ello, como siempre, como de todo lo que él hace… Hablo como si yo fuese único —sonrió—, salgo de ello con la renovada impresión de que es un ser celestial, al margen de sus esfuerzos por pretender que se trata de un mero ser humano. Y naturalmente sentarme con él esta noche ha reforzado esa sensación. No hay nada que no hiciese por él. —Suspiró—. Estoy realmente convencido de que figurará entre los inmortales —dijo—. El Encendido, creo, va a ser un acontecimiento determinante en la historia de la humanidad, y al mismo tiempo una magnífica obra de arte, aún mayor a causa de su naturaleza transitoria.

—Esa misma impresión es la que tengo yo, Yuriko —declaró Rosemary, inclinándose para acercarse a él—. Se lo he dicho así a Andy; no sabes lo que me alegro de que coincidas conmigo.

—Verte aquí esta noche —le dijo Yuriko— me hace estar más seguro que nunca de que Andy —y también tú— es una verdadera divinidad. Lo digo con toda la sinceridad de mi corazón. ¿Qué mortal ordinario podría compartir esto con su madre? —Hizo un ademán circular en torno a ellos—. ¿Qué madre corriente podría compartirlo? —Le dedicó una sonrisa deslumbrante—. Las leyendas crecerán a vuestro alrededor. ¿No es lógico?

La sonrisa que le devolvió Rosemary era aún más deslumbrante.

—No —dijo.

—Supongo que habla el tanis —repuso él, sin dejar de sonreír.

—¿El tanis? —se extrañó Rosemary.

—El incienso. —Yuriko lo señaló—. Se deriva de las hojas de una planta egipcia de la familia del cáñamo indio, la fuente del cannabis.

—Imaginaba que me estaba colocando un poco —comentó Rosemary.

—Todos están ya bastante colocados —repuso él—, pero aunque yo no lo estoy, te veo como un ser celestial…, de modo que tomo asiento por debajo de ti. A tus pies.

Dobló su cabeza de pelo azabache.

Rosemary se quedó boquiabierta. Le besaron, por sorpresa, los dedos de los pies… por primera vez, y no era una mala experiencia.

Yuriko se levantó y le ofreció la mano, sonriente.

—Ven a bailar otra vez —invitó—. Éste es divertido.

Las vestiduras formaban un corro en la penumbra con pilares pastel que no lograban iluminar las candilejas… Vestiduras negras y violetas subían al escenario. Andy la miró mientras Rosemary se levantaba.

Ella se contempló los pies y se sostuvo el ropaje en el brazo mientras Yuriko la ayudaba a descender por los empinados peldaños. La música aumentó su volumen, un sinuoso rumor sibilante de viento de foresta, un redoble torrencial de tambor más acelerado que antes.

Cuando llegaron a la esquina del escenario y se situaron cara a cara, él ligeramente más alto que ella, Rosemary dijo: —Es una tentación dolorosa, Yuriko, pero estoy muy, muy cansada, he tenido un día increíblemente largo.

Yuriko se inclinó sobre la mano de Rosemary y se la besó, un tenue roce en el dorso de los dedos.

—¡Qué colgante tan bonito! —comentó Rosemary, muy derecha.

—¿Verdad que sí? —repuso Yuriko; lo adelantó separándolo de la V de su vestidura: un círculo de plata, una lágrima doblada sobre sí misma, suspendida de un cordón negro.

Rosemary se inclinó hacia el colgante en la sombra del bosque.

—¿Tiene algún significado especial? —preguntó.

—Ignoro lo que pretendía el que lo diseñó —repuso Turiko—; a mí me sugiere la continuidad de la vida, la continuidad de todas las cosas.

Soltó el medallón, que cayó sobre su pecho.

—Es una preciosidad —dijo Rosemary.

Yuriko sonrió.

—Me prendé de él —dijo—. Ahora tengo otra determinación en la cabeza: invitarte a cenar en el año nuevo.

—Decido aceptar —sonrió Rosemary.

Intercambiaron una sonrisa y Yuriko se retiró hacia el círculo, repitiendo reverencias. Rosemary buscó con la mirada la vestidura negra de Andy. No llevaban capuchas en aquel baile, sostenían en ambas manos un tallo de enredadera color verde claro.

No estaba Andy, ninguna vestidura negra. Aunque sí violeta, entre los ropajes obscuros. El tambor saltó a un volumen más intenso; el corro enlazado por la enredadera inició los pasos a su redoble y empezó a girar en el sentido de las agujas del reloj.

Rosemary lo observó durante unos segundos, después dio media vuelta y entró en la sala de espera; parpadeó ante la rociada de luz al tiempo que cerraba la puerta. La música se contrajo en el altavoz situado a su derecha.

Andy la estaba mirando, sentado en el sofá, con su vestidura negra y una galleta en la mano.

—Creí que Yuriko y tú…

Rosemary sacudió negativamente la cabeza y pestañeó. Alzó la vista y miró a través de la sala, hacia la mesa del refrigerio.

—¿Por qué no estás tú?

Andy se encogió de hombros.

—Ese baile puede resultar lascivo —contestó— y el ron debe de haber calentado a Diane más de la cuenta. Iba a pedirte que fueses tú mi pareja, pero entonces te vi bajar con él, y pensé… —Se encogió de hombros. Dijo—: Me figuré que podía esperar.

Rosemary fue a coger un puñado de galletas y regresó hacia el sofá.

Andy cambió de posición.

Ella se sentó, puso las galletas encima del baúl, formando un montoncito entre ellos. Se sentó y mordisqueó una galleta.

—¿Sabes que el tanis está relacionado con el cannabis? —preguntó.

—Bromeas —dijo Andy—. Me dejas helado. Lo que se dice helado.

Rosemary le lanzó una ojeada.

—No me extraña que te engancharas a todo este asunto —dijo—. Nunca debí dejarte con ellos la primera vez, con Minnie y Román.

—No estoy enganchado a nada —denegó Andy; se volvió hacia ella—, y no tienes nada que reprocharte; no te quedó ninguna otra elección. —La observó un momento, mientras Rosemary respiraba. Andy le tocó el hombro—. Un montón de mujeres se habrían limitado a marcharse y dejarme allí con ellos, punto.

Rosemary suspiró.

—Algunas, supongo —convino.

—Muchas —afirmó Andy.

La besó en la sien. Rosemary le tocó la mano que Andy le apoyaba en el hombro; se sonrieron.

Andy se volvió, cogió una Coca-Cola y bebió.

Rosemary alargó la mano. Él le pasó la lata; Rosemary se la llevó a los labios y tomó un trago. Le devolvió la lata. Andy se la puso en los labios y bebió.

Sentada, Rosemary contempló el redondo pisapapeles de Sandy que relucía sobre los rectángulos de papel. Sacudió la cabeza como si tratara de aclarársela.

—¿Estás satisfecha ya? —preguntó Andy; dejó la lata, se echó hacia atrás en el asiento y tomó la mano de Rosemary entre las suyas—. ¿Has descubierto un mínimo de satanismo aquí? ¿Algo de brujería? ¿Ha tratado alguien de obligarte a hacer algo horrendo?

—No… —reconoció ella, y se arrellanó en el sofá. Desde el altavoz, a través de la puerta, llegaba el batir del tambor, que aumentaba la velocidad de su ritmo y el fragor de su volumen—. ¿Esto también es de Hank?

—No —respondió Andy—, es de un grupo francés, creo.

Escucharon, acomodados en el sofá.

Andy cogió con la suya la otra mano de Rosemary, le pasó el brazo por los hombros. Ella se arrebujó contra él y exhaló un suspiro. Cerrados los ojos, Andy la besó en la sien. En la mejilla. En la comisura de la boca.

—Andy…

—Un beso casto…

* * *

El redoble del tambor se elevó sobre una ola de maravilla, Rosemary abrió los ojos para verse a sí misma en el sofá, con los brazos aferrados a la espalda de la vestidura negra, una mano acariciando la cabellera masculina y un nudo en la garganta. Cerró los ojos… Le abrazó con fuerza, mientras él la apretaba contra sí, piel contra piel, las rodillas de Andy le separaban los muslos. Un pájaro de la jungla emitió su chillido; Rosemary dirigió la mirada hacia el altavoz y vio un letrero. Se inmovilizó al verlo.

Lo vio claramente a través del reflejo del techo: el único trozo de azul cielo azul en todo el verde bosque, un rectángulo con letras que cruzaban su parte central.

Bajo una lata roja estrujada.

Pillado dentro de un cesto, entre los mimbres entrelazados de una papelera suspendida boca abajo y flanqueada por los bordes inferiores de unas puertas vistas al revés.

Las letras del rótulo estaban invertidas y a unos seis metros largos de distancia, pero las leyó en un destello —tan definidas estaban, con tanta fuerza las habían grabado últimamente las noticias en su cerebro— y en el mismo destello vio lo que no había visto en todo el tiempo que estuvo envuelta en la neblina del tanis y los puntos pastel: el colgante de Yuriko, las pulseras, la ponchera, la copa que había sostenido en la mano y de la que bebió. El rótulo lo dejaba todo tan claro como el cristal: TIFFANY Y CÍA.

Se levantó la cabeza de Andy con los ojos de tigre, los cuernos a la vista.

—Creí que estabas dispuesta —dijo, mientras el tambor redoblaba y el pájaro chillaba.

Rosemary sacudió la cabeza.

Andy se deslizó un poco más abajo, una pierna le llegó al suelo; ella le empujó la cabeza.

—No —dijo—. Andy, quiero estar sola, sólo unos minutos. Por favor.

Andy se incorporó sobre una rodilla, con la vista fija en ella, los ojos medio color de avellana, los cuernos hundiéndose.

—Ahora —dijo.

—Por favor —repitió Rosemary.

Dejó escapar el aliento. Se levantó del sofá, cerró la abertura del ropaje.

—Lo que tú digas, señorita Garbo. —Se ciñó el cinturón, hizo un lazo, lo apretó. Lisa la frente, los ojos color avellana sonrieron a Rosemary—. No vas a huir de mí, ¿verdad?

—No —repuso ella—. Sólo es que tengo que… ordenar mis ideas. Un par de minutos. Por favor.

Andy asintió, tomó una galleta, se encaminó a la puerta del escenario; la abrió —las manos batían palmas al ritmo del tambor—, salió y cerró de nuevo la puerta.

Rosemary se sentó, corrió el vuelo de la falda para cubrirse, puso pie en la moqueta, sacudió la cabeza y se la sostuvo con las manos. Aspiró una bocanada de aire, la exhaló. Respiró a fondo otra vez. Meneó la cabeza.

Recogió la lata de Coca-Cola, la agitó, tomó un sorbo.

Dejó la lata y cogió el pisapapeles, sopesó la esfera de plata, verificó la base. Volvió a dejarlo.

Se puso en pie y fue hasta la papelera, se ajustó un poco más la vestidura, se ató el cinturón.

Cogió el prospecto atrapado entre los mimbres entretejidos.

Un tríptico publicitario de papel con la razón social TIFFANY Y CÍA cruzando la portada de color azul celeste. Dentro —la sostuvo más allá de Ojos Ciegos— se le felicitaba en cursiva por su compra de un encendedor de Tiffany, se le informaba de que el departamento de reparaciones estaba siempre dispuesto a prestarle cuantos servicios requiriese y se le mostraban fotografías de pitilleras y cigarreras de oro y de plata con el mismo diseño acanalado del encendedor.

William fumaba cigarrillos, Craig fumaba puros.

Rosemary entró en el vestuario de hombres.

William se había vestido de forma nada convencional: chaqueta deportiva azul marino con chapa de oro Iimg2.pngANDY, pantalones de franela gris. El encendedor de oro estaba en su estante, una pitillera de oro a juego la encontró en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta deportiva.

En el estante de Craig había otro encendedor de oro, junto con una pitillera de plata. Agotado el oro. Qué vergüenza.

En dos de los estantes aparecían relojes de oro con esferas llenas de diales, uno de ellos tenía el folleto de instrucciones al lado.

Salió. Por el altavoz vibraba lo que muy bien pudiera haber sido la banda sonora de King Kong. Rosemary entró en el vestuario de mujeres, aún con el prospecto publicitario en la mano.

Se quitó la vestidura y se puso sus propias prendas, esforzándose en no temblar; se guardó el prospecto en el bolsillo y sacó la linterna.

Camino de la salida examinó el reloj de oro incrustado de joyas de Diane. Cartier. No se puede ganar siempre.

Se apresuró escalera de caracol abajo, siguió por el disco de luz que iluminaba el vinilo verde bosque del pasillo…