Pura coincidencia, se dijo, mientras caminaba con la cabeza baja y las manos hundidas en los bolsillos, por las aceras recién barridas de Central Park South. Las coincidencias se dan, incluso en San Patricio la víspera de Navidad. Era una estúpida al tomar el ataque epiléptico de aquella pobre criatura como una señal que Él le enviaba.
No sólo estúpida, también arrogante por adjudicarse la condición de agente de Dios sobre la Tierra. Y por pensar, incluso aunque fuera tan sólo por un segundo, que entre los centenares de millones de plegarias que se elevaban hacia Él aquella noche, había seleccionado la de Rosemary para atenderla de inmediato y contestarla fulgurantemente.
Pasó por delante de hoteles y edificios de apartamentos, personas que salían y personas que llegaban, regalos navideños y navideñas sonrisas. Su paso la llevó de la ráfaga de aire caliente que descendía de una amplia marquesina al frío viento de costado de la Sexta Avenida.
La Torre, cuando se acercaba a ella, relucía como si estuviesen en plena mañana, y la nieve del parque y de las calles aumentaba el resplandor de la noche. Había confiado en distinguir el indicador de una ventana iluminada en alguna de las plantas de los Hijos de Dios, había dejado una señal en la ventana de su dormitorio —un pañuelo azul prendido, estirado, entre las cortinas, con una lámpara sin pantalla detrás de él— para localizar los pisos de encima. Pero ni siquiera logró descubrir la ventana azul en la fachada de cristal dorado.
Cuando hubo atravesado Central Park South en el Columbus Circle, se apartó a un lado de la avenida cubierta de nieve pisoteada, se quitó las gafas y miró hacia arriba. En toda su impresionante altura, el rascacielos mantuvo todas sus sombras en el lugar correspondiente; no había forma de distinguir en su cara de cielo luminoso qué ventanas tenían luz o estaban a obscuras, ni cuáles tenían reflejo azul o reflejo púrpura.
Rosemary rodeó el círculo y prosiguió hacia el corte a través del banco de nieve que estaba enfrente de la marquesina.
* * *
Se cambió de ropa, se puso pantalones negros, blusa verde, jersey negro y zapatos planos también negros. Sacó la delgada linterna negra de su funda de cartulina plastificada, colocó las pilas, encajó la tapa y accionó el interruptor dé la parte delantera para comprobar el encendido y apagado. Luz brillante, foco bien definido. Buen objeto nuevo.
Se guardó la linterna en el bolsillo izquierdo, y la funda en el derecho.
No necesitaría ninguna otra cosa. Sólo estaría allí un par de minutos; ellos también estarían allí, preparándose para llevar a cabo la blasfema ceremonia, cualquiera que fuese el rito infernal que cumpliesen, o el piso estaría a obscuras. No era como si ella tuviera intención de merodear por allí y espiar.
Le había pedido a Al la píldora —Al le dio dos aunque ella sólo había pedido una— sólo por si el paseo la dejaba fuera de combate. No había ocurrido así; Rosemary se sentía completamente despierta, rebosante de vitalidad… probablemente, la adrenalina sacudiendo patadones a todo meter.
O quizá se trataba nada más de que sólo eran las nueve y cuarto. Es decir, que podía ser demasiado temprano para que se encontrasen allí más de uno o dos de ellos, concebiblemente por algún motivo.
Se preparó una taza de café instantáneo y encendió el televisor, para encontrarse con el locutor de un noticiario que se llevaba la mano a la oreja y escuchaba.
—Nos enteramos ahora —le dijo a Rosemary— de que la cifra de muertos asciende ya a cincuenta y siete. —Suspiró, sacudió la cabeza—. Recapitulando…
Otro Hamburgo. Reducido. Esta vez, Quebec.
En Nochebuena…
Se sentó, consternada, y meneó la cabeza.
La mitad de los canales daban la noticia.
Un presentador dijo:
—Nadie ha reivindicado el hecho.
—Imbécil —calificó Rosemary.
Pasó de largo por la cinta de Jimmy Stewart bailando con Donna Reed en una pista al aire libre junto a una piscina —una película muy bonita, pero con dos veces había más que suficiente— y miró un trozo del Especial de Días Santos de los Hijos de Dios. Cuando Andy tomó la palabra, Rosemary cambió de emisora; no tenía ganas de verle soltar su parlamento aquella noche. Volvió al telediario. El número de muertos había subido a sesenta y dos. Apagó la televisión.
Se puso a mirar por la ventana la capa de nieve que cubría el parque —formas redondeadas radiantes de luz, entrecruzadas por los senderos— mientras se preguntaba cómo le iría a Joe en Little Neck, a la mesa de Ronnie con Mary Elizabeth y su médico. ¿El errático servicio ferroviario le obligaría a quedarse? A ella no le había dado detalles acerca del matrimonio y de la subsiguiente ruptura, pero Rosemary había sobreentendido que el problema no estuvo en la cuestión física. ¿Pasaría Joe la noche en la habitación de Ronnie, la antigua modelo? La idea le dolió… como un pinchazo sorprendentemente agudo. Chirriaron unos frenos en la calle; oyó los gritos en San Patricio, golpes, timbrazos. Se estremeció, apretó los brazos alrededor del cuerpo.
Cambió AMOURLETS por LOSTMAUSER. Vagamente familiar.
A las once menos cuarto se restauró el maquillaje, se arregló el pelo —tenía a Ernie en plena inspiración, Andy había estado en lo cierto— y se tomó media píldora, sólo para estar segura.
Entreabrió unos centímetros la puerta del pasillo y lanzó un vistazo hacia la garita del conserje; una de las mujeres, no le era posible distinguir cuál, estaba allí hablando con una pareja que llevaban el abrigo puesto. Rosemary volvió a cerrar la puerta, mientras miraba el enmarcado plano del pasillo con sus salidas de emergencia en rojo. Se las arreglaría para encontrar la suya… a tres metros por delante.
Volvió a entreabrir la puerta y —al oír que unas personas salían de una estancia del otro lado del pasillo, un poco más abajo— la cerró de nuevo. Pero la abrió ligeramente una vez más, esperó hasta que los dos hombres y la mujer se encontraran cerca de la garita, interponiéndose entre ella y el conserje, y entonces salió, cerró la puerta, colgó del pomo el letrero de NO MOLESTAR, cruzó el pasillo, abrió la puerta acristalada de la SALIDA DE EMERGENCIA, pasó al rellano y cerró la puerta nuevamente.
La escalera era de bloques encalados e iluminada por tubos fluorescentes. Agarrándose a la negra barandilla de metal, Rosemary subió los tramos en zigzag hasta el descansillo de la planta octava.
Aplicó la mejilla al cristal de la puerta.
Abrió ésta y salió a un pasillo suavemente iluminado —vinilo verde bosque y paredes azul celeste— como el corredor de la diez, aunque la mitad de ancho, con sólo un par de grandes puertas en toda la longitud de las paredes, situadas enfrente de los ascensores y los aseos.
Echó a andar pasillo abajo, hasta la doble puerta de nogal con su gigantesco logotipo en bronce de los Hijos de Dios. De reojo, se vio reflejada, vestida de negro, en la pulimentada superficie.
Se agachó, apoyó una mano en el suelo; y aplicó un ojo a la rendija que había debajo del bronce.
Se enderezó, dejó escapar el aliento y se sacó de los bolsillos la linterna y la tarjeta. Alargó e introdujo la tarjeta en la ranura situada junto al marco de la puerta; si le permitía acceder al ascensor particular de Andy, también debería franquearle la puerta frontal.
Antes de que tuviera tiempo de tocar el logotipo de bronce, éste se separó en dos, ambas mitades se retiraron hacia atrás y ambas hojas de la puerta se abrieron a la obscuridad.
La linterna y el resplandor que llegaba del pasillo mostraron una gran sala de espera: mobiliario elegante, revistas ilustradas, puertas alrededor.
Entró en la estancia y se dio media vuelta, para ponerse de cara al ascensor. Permaneció inmóvil y se palmeó la frente, tratando de recordar la disposición de la planta novena según la vio el día de la grabación, un par de semanas antes, y cuando la reunión en una de las salas de conferencias, un día o dos después.
Las salas de conferencias tenían vistas al parque, lo que significaba que el anfiteatro estaba detrás de los ascensores. Sí, habían salido y habían vuelto, en torno a una pared curvada, la parte posterior del escenario corría en paralelo a la parte de Broadway del edificio. Lo que quería decir que la escalera de caracol del pasillo sito entre los vestuarios y los cuartos de baño —estaría allí— se encontraría en algún punto más allá de la esquina noroeste de la sala de espera, casi todo el camino de vuelta.
Siguió su fluido disco de luz a través de una puerta, y descendió por el vinilo de color verde bosque entre paredes de puertas de despacho con números por debajo del 800. Al llegar a una bifurcación optó por el ramal izquierdo; siguió adelante entre más vinilo color verde bosque, pasando por delante de más puertas con números más altos. Justo en el punto donde pensaba que lo había, encontró, en un nicho situado a su derecha, una escalera de caracol, de hierro negro, que se elevaba hacia el techo.
Subió despacio sus peldaños triangulares, agarrada al pasamanos; hizo una pausa para aguzar el oído —silencio—, mantuvo baja la luz, llegó al pasillo de color verde bosque, suelo y paredes enmoquetados. A la derecha, dos puertas separadas unos metros, un teléfono de pago en el tabique curvado, entre una puerta y otra; a la izquierda, dos puertas juntas, puertas con los símbolos de lavabo, obscura la parte inferior. La luz se filtraba por la línea del borde inferior de las puertas de los vestuarios; la más próxima, la de señoras, estaba ligeramente entreabierta, la luz del interior vitrificaba su esmalte verde bosque. Al dejar a su espalda la escalera de caracol, de pie en el pasillo enmoquetado, Rosemary olfateó el aire.
Repitió la operación.
¿Tanis, alguien?
* * *
Echó una mirada furtiva al vestuario.
Ningún movimiento, ningún sonido.
Abrió la puerta un poco más. Las cabinas, una frente a la otra, de tres en tres, estaban abiertas, con las cortinas recogidas a los lados. En la cabina de su derecha, los quinientos visones muertos de Diane colgaban de una percha de la pared junto a una de sus tiendas de terciopelo. El reloj enjoyado y los anillos estaban en un estante, el negro bolso de piel, encima del banco; las botas, también negras, debajo. En el otro extremo del banco, pantis negros, enredados, tendidos.
Se oyó la voz profunda de Craig en el cuarto de descanso; la puerta de entrada al mismo, más allá de las sillas vacías ante las mesas de maquillaje, sólo estaba cerrada parcialmente. La voz de Craig sonó como si estuviese preguntando algo. Rosemary se asomó al vestuario, con una mano en el pomo y la otra en la jamba, al tiempo que aguzaba el oído. No logró distinguir las palabras que pronunció Craig ni la respuesta a las mismas, pero captó un clic procedente del pasillo; entró y cerró la puerta, quedándose a un lado, mientras se abría la del vestuario de los hombres. De espaldas, se metió en la cabina de Diane y permaneció allí, con el corazón rebotándole en el pecho.
Respiró hondo.
En el camerino de enfrente, un vestido de volantes, castores, muertos, botas de color, una bolsa Gucci. Polly. Ropa interior con estampado de piel de leopardo…
El silencio llegaba del cuarto de descanso.
Rosemary aguardó.
Venteó. El olor a tanis parecía más intenso, ondulaba a través de la jungla de perfumería… o quizá la píldora, cualquiera que fuese, había agudizado su sentido del olfato. Los colores también parecían más claros.
Se inclinó en torno y examinó la cabina contigua. Vanessa: trenca azul eléctrica, vaqueros, jersey fucsia, botas castañas de motorista, pantis negros.
Estiró el cuerpo un poco más; la cabina siguiente a la de Polly era la de Sandy: coyotes muertos, botas de cuero blanco, vestido pistacho. Nada de lencería.
Ya podía marcharse. ¿Qué más daba que Andy estuviese o no allí? No se habían desnudado para debatir el programa de salud pública de los Hijos de Dios para el año 2000… no importaba que al menos dos hombres estuviesen allí. Y el olor a tanis era olor a tanis, desde luego, no cabía la menor duda.
Decididamente era tanis…
Silencio en el cuarto de descanso.
Rosemary salió y comprobó las dos últimas cabinas; una vacía al lado de la de Sandy, otra vacía más allá de la de Vanessa, salvo por una bata de color orín que colgaba contra la pared junto a la que Rosemary pasaba.
Se detuvo, entró en la cabina, examinó la prenda teñida espléndidamente. Seda cruda, flexible, dúctil entre las yemas de sus dedos. Tiró hacia sí de una manga amplia; detrás colgaba una capucha, un cinto de cordón color orín.
Era como un hábito de monje, ligero, bien cortado, dobladillo con doble costura. Lo levantó de la percha para ver la etiqueta, entornó los párpados: MADAME DELPHINE. VESTUARIO TEATRAL.
Cogió con los dedos un cabello pegado a la etiqueta, tiró de él hasta soltarlo.
Lo levantó para observar con sus ojos nuevos y ultraclaros el brillo de aquel filamento negro, de unos treinta centímetros de longitud…
Entre las sillas y las mesas de maquillaje con sus espejos rodeados de bombillas, Rosemary se encaminó hacia la puerta entrecerrada; se situó detrás de la hoja de madera y, con la mano en el pomo, echó una mirada por la rendija de la bisagra.
A unos cuatro metros y medio de distancia, directamente frente a ella, aunque un poco a la izquierda, sentada en el centro de un sofá, vestida con una vestidura color óxido, Sandy estudiaba las cartas de una baraja que iba posando sobre la superficie de un antiguo baúl guardarropa; cartas de tarot, seguramente. Movió una, examinó la figura, suspiró. Malas noticias del más allá.
El tanis se filtraba por la hendidura, probablemente lo estaban quemando como incienso, bien allí, bien en el escenario. Otra bata de aquellas de color orín pasó cerca de Rosemary, de izquierda a derecha.
—¡Son más de las diez y media! Le pedí específicamente que se empezara con puntualidad. —Polly—. Me fastidia tener que estar aquí hasta la madrugada; mis relojes interiores se ponen todos a sonar como locos.
Sandy recogió las cartas, las barajó con rápidos movimientos y procedió a irlas poniendo otra vez boca arriba. Volvió Polly, se sentó en el brazo del sofá mientras mordisqueaba una galleta. Cruzó sus largas piernas desnudas, fuera de la bata, unas piernas estupendas para su edad. Agitó las uñas de los pies lacadas en rojo. Inclinó sus rizos rubios sobre el baúl, se mordió el labio. Tsk, tska…
Sandy suspiró:
—Siempre caos, caos carente de sentido…
Salió la tercera bruja, a la izquierda.
—¿Ha visto alguien a Andy? Estaba aquí, pero se ha largado ya.
—Son más de las diez y media —dijo Polly.
—Ya lo sé —dijo Diane, que llegaba por el otro lado de Sandy—. Los chicos empiezan a ponerse nerviosos. —Su vestidura era violeta, teñida sin duda a juego con sus ojos. Miró las cartas cambiantes. Preguntó—: ¿Qué es «lousetrasm»?
—Nada —contestó Sandy—. Caos. Un rompecabezas que me dio Judy.
—Alice, quieres decir —intervino Polly.
—Aún no puedo creerlo —dijo Sandy, desplazando las cartas.
—Los juegos de letras me aburren hasta el vómito —dijo Diane. Se apartó de ellas, para alejarse por la derecha.
Rosemary se retiró de la rendija, desorbitados los ojos. ¿Sandy también estaba enganchada? Dio media vuelta. Andy tenía el índice cruzado sobre los labios.
—Chissst.
Rosemary jadeó; se cubrió con la mano la abierta boca. Susurró:
—Estaba empezando a creer que no me incluías.
Andy le sonrió y le dio un beso en la nariz.
* * *
Le quitó los dedos de encima de la boca, mantuvo alzada la mano en solicitud de silencio, le dedicó un guiño, abrió la puerta, apretándola contra Rosemary, y cruzó el umbral.
—Damas, ¿os importaría…? Necesito el cuarto unos minutos.
—¿Para qué? —preguntó Diane, desde la parte derecha.
—Meditación profunda, ¿vale? Fuera. Muchas gracias a todas.
Una vestidura negra para él, del mismo diseño que las otras, tomada de detrás, caída la capucha, el cordón a la cintura. El ropaje Sulka, envuelto para regalo en el piso de abajo, resultaría un tanto redundante; razón de más para no dársela a él, el descarado hijo de… Satanás.
—¿Qué estabas haciendo ahí? —quiso saber Sandy, mientras recogía la baraja.
—Me probaba botas. Polly…
—Dijiste que empezaríamos a…
—Empezar sin mí. Ya está dicho, adelante. ¡Tú, Kevin! ¡En serio! Díselo.
Cerraba la puerta que daba al escenario cuando Rosemary entró en el cuarto de descanso y sala de espera, agachó la cabeza, levantó la mirada para contemplarse y bajó la vista sobre sí misma.
Una sala de espera de teatro o de televisión, lo que llaman cuarto verde, que sea realmente de ese color, es toda una rareza. Una en la que todo sea verde, verde bosque, en un teatro absolutamente verde bosque, es una paradoja o contradicción visual. O algo así. El techo bajo con espejo duplicaba el extraño ambiente de la estancia. Habían engalanado el espacio entre bastidores; la sala de control de los sistemas de iluminación y sonido estaba cerrada por encima de sus cabezas… junto el reflejo invertido de las figuras que caminaran, permaneciesen sentadas, se entretuvieran o hicieran cualquier otra cosa en aquella verde sala de espera color verde bosque.
Rosemary eligió una butaca cerca del sofá; se sentó muy derecha, con los codos apoyados en los brazos del mueble, las manos dobladas ante sí, entrelazados los dedos, pegadas una a otra las piernas embutidas en medias negras, juntos los zapatos planos sobre la moqueta del suelo.
Andy atravesó la estancia —el reflejo de su persona anduvo también por encima de él—, ceñida la tela de su vestidura, apretados los cintos de cordón, rumbo a las máquinas de té y café y la gigantesca roja de Coca-Cola.
—¿Quieres café?
Rosemary guardó silencio unos instantes.
—Solo, por favor —dijo luego.
Llenó una taza de café; pulsó el botón de la máquina; resonó el golpe de una lata al caer.
Le llevó a Rosemary su taza de los Hijos de Dios con el café negro, acompañada de la cucharilla y la bolsita de edulcorante; tomó asiento en el extremo del sofá próximo a ella y abrió la roja lata. Tomó un sorbo de Coca-Cola.
Rosemary removió el café con la taza puesta encima del baúl, al tiempo que miraba las «cartas» de Sandy, trozos de papel de unos seis y medio por doce bajo un esférico pisapapeles de plata.
—¿Quieres la respuesta a eso?
Rosemary alzó la cabeza.
—¿A Roast Mules? —preguntó.
Andy asintió.
—La tengo en cuestión de una semana.
—¡Ni se te ocurra decírmela! —prohibió Rosemary—. ¡La descubriré por mi cuenta!
Andy emitió una risita.
—Ah, vamos —dijo—, ahora te tengo a mi merced. Ándate con ojo, si no quieres que lo suelte.
Rosemary dejó la cucharilla, mantuvo erguido el cuerpo, cogida la taza con las dos manos; respiró y tomó un sorbo, mientras miraba al frente.
Andy dejó la lata encima de la moqueta, a cierta distancia de su pie descalzo, y se inclinó hacia Rosemary.
—No debería bromear —confesó—. Sé que estás preocupada. No tienes por qué. Sólo he mentido un poco. Lo siento. Temía que pudiera asustarte otra vez, después de tu larga ausencia. Mamá, mírame. Por favor.
Ella volvió la cabeza y le miró.
Los ojos de Andy eran color avellana claro.
—Lo que hacemos aquí no es satanismo —articuló—. No adoramos al diablo, créeme. Conocerlo es odiarlo. Vive conforme a su fama. Esto son… adornos, cosas con las que he crecido y que me gustan, nada más. Aquello sólo eran fiestas y diversiones que he conocido. Ni siquiera es brujería, no hacemos conjuros, hechizos ni nada por el estilo. Se parece menos a la vieja religión de Minnie y Román… que un oficio de fiesta navideña a lo de Rob Patterson. Escucha eso.
Movió la cabeza en dirección al otro lado de la estancia.
Habían empezado el cántico —que brotaba de un altavoz de la moqueta verde bosque situado entre los dinteles de las puertas del vestuario—, un cántico ondulante hermanado con extraños tonos trémulos.
—¿No lo reconoces?
Rosemary inclinó la cabeza en dirección al altavoz.
—¿Nunca participaste… en ninguna…?
Ella denegó con la cabeza.
—No —dijo—. Aunque sí lo oí. A través de las paredes, y en el armario, ya sabes.
Andy asintió, sonriente.
—Esto es distinto —dijo Rosemary.
—Es uno de los viejos cánticos —explicó—, pero Hank ha hecho algunos arreglos electrónicos…, ese es su entretenimiento, la música electrónica. Exactamente eso es lo que quiero decir: cánticos en cinta, realzados electrónicamente. —Sonrió—. Si se reproducen en retroceso, se oye el padrenuestro.
Rosemary sonrió y tomó un sorbo de la taza. Le observó mientras Andy cogía la lata de Coca-Cola, bebía un trago y se le movía la nuez. Ella posó la taza en el baúl, se echó hacia atrás, apoyadas las manos en los brazos de la butaca y con la vista hacia adelante. Cruzó las piernas. Olfateó el aire. Se abanicó agitando una mano por delante de la cara.
—Es realmente un oficio de fiesta navideña —aseguró Andy, al tiempo que volvía a dejar la lata en el suelo—. Hecho tal como a Andy le gusta. Lo aceptan como una interesante, aunque nada extraordinaria, chifladura de alguien que tiene que presentar continuamente una imagen pública de bondad convencional… un capricho que Andy intuía que cada uno de ellos o ellas era capaz de aceptar y soportar por su propia razón. En cierto modo está relacionado con esos tipos profesionales que salen en la noche del lunes en la Mazmorra de Dominique. Según Vanessa, al menos; ella escribió su tesis doctoral sobre ese tema.
Andy se acercó un poco más a Rosemary.
—Son personas de talento que mejoran el mundo —dijo— y alivian la tensión y la presión comportándose de manera poco convencional. No son más satanistas que tú; la mitad de ellos van a la iglesia con regularidad. Jay es dignatario de su sinagoga. —Posó las manos sobre las de su madre en el brazo de la butaca. Dijo—: Y no hay asesinos, mamá. Y no les digo que asesinen. Eso es lo que más te preocupa, ¿verdad?
Con los ojos clavados en Andy, Rosemary asintió.
—Sí —reconoció.
Andy se retrepó en el asiento, sacudió la cabeza, se pasó los dedos por la leonada cabellera.
—No lo entiendo —dijo—. ¿Por qué? Supongo que podrías decirme que Judy pretendió traicionarme el verano pasado, pero no lo hizo. No teníamos ni la más remota idea de quién era realmente.
—Vino para decirme algo —repuso Rosemary—, no para jugar al Scrabble.
Andy desvió la mirada, sacudió la cabeza y suspiró. Miró de nuevo a su madre.
—Probablemente que iba a poner fin a nuestras relaciones —aventuró Andy—. Las cosas se vinieron abajo en Dublín. Imagino en qué noche.
Cogió la lata y bebió.
—Eso ya me lo había dicho —le informó Rosemary, sin dejar de mirarle—. Creo que intentaba hablarme de esto.
—Mamá, no es nada —insistió él—. Compruébalo con tus propios ojos, observa unos minutos. Su vestidura está ahí; póntela, cálate la capucha, nadie sabrá que eres tú. Creerán que he traído a alguien, cosa que ya he hecho otras veces. Verás, es sólo una reunión con unos cánticos de druida, danzas antiguas y buenos manjares. Velas negras en vez de rojas y verdes, tanis en lugar de acebo… Algo por todo lo alto.
Rosemary le miró.
—Gracias, pero no, gracias.
—Nadie te obligará a hacer nada —expresó Andy.
—He dicho que no —se mantuvo ella en sus trece—. Incluso aunque sea tan inocente como…
—Yo no dije que fuera inocente —sonrió Andy—. Dije que no se trata de satanismo y que no se ejercerá ninguna presión. Existen altas probabilidades de que William trate de sobarte, pero si le sacudes en la mano no volverá a repetir el intento. Mohamed es más tenaz.
—¿Y si Judy hubiese acudido a los medios de comunicación sólo con eso? —preguntó Rosemary—. Nada más que oficios festivos druídicos en el centro de los Hijos de Dios de Nueva York.
Andy permaneció sentado un momento más, después se levantó y se dirigió a las puertas del vestuario, mientras apuraba el contenido de la lata, bajo el reflejo de su persona, vista al revés.
Estrujó la lata, la arrojó a una papelera y se dio media vuelta para ponerse de cara a Rosemary.
—Hubiera sido muy embarazoso, sí —convino—, pero créeme, mamá, nunca le habría lastimado un dedo meñique para impedírselo. La quería de verdad… incluso después de la Acción de Gracias.
Rosemary miró a otro lado. El batir de un tambor se unió al canto, lento y uniforme…
—Y no creo que lo hubiese hecho —manifestó Andy, mientras regresaba hacia Rosemary—. Disfrutaba de todo esto tanto como los demás. Aportó ideas del yoga que incluimos en lo nuestro. —Se puso en cuclillas junto a la butaca—. Venga. —Su mano apretó la de Rosemary, encima del brazo del mueble—. Sólo unos minutos. Por nosotros, por ti y por mí. ¿Cómo quieres que nos divirtamos juntos, como hoy, si no te quitas de la cabeza la sospecha de que tal vez te esté mintiendo y se dediquen ahí fuera a cortarle la cabeza a unos pollos?
Rosemary suspiró.
—No pensaba eso.
—¿Pues qué pensabas?
Rosemary le miró, parpadeó, se encogió de hombros.
—No lo sé —confesó—. En una misa negra, supongo. Lo cierto es que no lo sé.
—¿Qué eres tú —le preguntó Andy, sonriente—, un cardenal que condena películas que no ha visto? Y libros que no ha leído.
—¡Ah, por Dios, Andy! —exclamó Rosemary—. Está bien, tú ganas.
Se levantó de la butaca, mientras él se mantenía de pie allí, sonriente. La cogió por los hombros con ambas manos.
—Me alegro de que la cosa funcione así —dijo Andy—. Es como cuando me enseñaste cosas en Irlanda. Aquellas son mis raíces, algo así, algunas de mis raíces. Nunca pensé que sería capaz de hacértelo comprender.
La besó en la mejilla; Rosemary besó la de él, en el punto donde nacía la barba.
—Me quedaré dos minutos —dijo Rosemary—. Ha sido un día largo y estoy muy cansada.
Con la sonrisa en los labios, mientras se alisaba la vestidura y se apretaba el cordón del cinto, Andy la observó dirigirse a la puerta del vestidor de mujeres, con su reflejo, al revés, por encima de ellas, sincronizado el paso con el redoble del tambor.