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La nevada del 99, que duró dos días y medio y tendió una alfombra blanca de sesenta centímetros a metro y medio, según los lugares, a lo largo de la costa oriental desde Cabo Hatteras hasta Cabo Cod, fue con mucho la cima, el pináculo, el Everest de las tormentas de nieve del siglo, y el quebradero de cabeza supremo de cuanto proporcionaron ellas.

La ciudad de Nueva York tuvo suerte, sólo cayó allí una capa de sesenta centímetros y medio. Había que dar las gracias a Dios por eso —Boston, se dijo, nunca emergería de debajo de la nieve— y la «Madre Naturaleza» cargó con la culpa de las consecuencias posteriores: los trenes de cercanías enterrados o bloqueados, los techos de supermercados que se derrumbaron, la desertización de cines y teatros, los viajeros encallados, la inmovilización en que quedó todo el mundo, salvo los niños que poseían trineos y esquíes para campo a través.

Descendieron los últimos copos y volvió a salir el sol a primera hora de la mañana del viernes, como si obedeciera religiosamente la belicosa e irreverente orden de sólo uno de los tabloides: CÓLMALO, BING. La periferia del centro urbano de Manhattan era un mosaico de tundras irregulares donde la gente deambulaba, pateaba, esquiaba, arrojaba bolas de nieve, retozaba con perros, empujaba niños montados en conchas de plástico… mientras los encargados de grandes almacenes observaban, sonrientes, desde la puerta de sus establecimientos.

Únicamente Tiffany’s rebosaba compradores que agitaban sus tarjetas de crédito, no sólo en la joyería de la Quinta Avenida y sus tiendas satélite, sino también en las sucursales de White Plains y Short Hill… una prueba más de que si el nombre se deletrea bien, no existe mala publicidad.

* * *

—Hola. Vamos a echar una mirada al árbol.

No se habían visto ni dirigido la palabra desde el martes por la mañana, cuando el espantoso estado de agotamiento de Rosemary le proporcionó una excusa legítima para despedirle, a él y a Joe, tras dar un beso en la mejilla a cada uno de ellos. Joe se marchó con las rosquillas que quedaban y los periódicos, gracias. Andy había dicho que iba a su retiro, pero que estaría de regreso para el almuerzo de la mañana de Navidad.

A Rosemary le alegró la marcha de Andy —lo de la irradiación no había sido exactamente una ironía—, pero no dejó de preguntarse si de lo que se retiraba era del dolor, del sentimiento de culpa o de una mezcla de ambos. Y en compañía de quién se retiraba, caso de haber alguien. Se lo imaginó, a él o a ellos, en una casa de adobe y decoración ganadera, propia de Playboy, rodeada de desierto. Había otro asunto que no se citaba; un retiro es un retiro.

—¿Estás ahí?

—Sí —respondió Rosemary, y se trasladó con el auricular hasta la ventana del dormitorio—. ¿Y tú dónde estás?

—Cuarenta y cinco plantas por encima. Acabo de llegar.

—¿Cómo? —preguntó ella, al tiempo que su mirada descendía hacia la ondulante colcha blanca extendida sobre el parque.

—Avión, helicóptero y metro. ¿Te seduce un poco de ejercicio? La nieve ha cuajado más o menos en mitad de las calles y las máquinas la están quitando. Es auténticamente navideño.

Rosemary suspiró.

—Recuerdo que las últimas Navidades tuvimos árbol propio. Tú contabas cinco años y medio, lo adornamos juntos. ¿Te acuerdas?

—Lo he olvidado completamente. Por eso estoy aún en Arizona. ¿Tienes botas? Las zapaterías deben de haber agotado sus existencias.

—Las tengo —dijo Rosemary.

* * *

Todo el mundo tenía… botas pardas, negras, rojas, amarillas. Guantes, mitones, bufandas, pañuelos, gorros, orejeras, mejillas enrojecidas (las que normalmente eran rosadas), chapas de Iimg2.pngANDY y Iimg2.pngROSEMARY, amplias sonrisas, brillantes gafas u ojos que le sonreían a uno.

—La ciudad nunca está mejor que después de una gran nevada —dijo Rosemary, despidiendo nubéculas de vapor al respirar, caminando cogida del brazo de Andy por el medio de Central Park South entre docenas de otros orgullosos Reivindicadores de la Tierra contra los Vehículos—. La verdad es que impulsa a las personas a dar lo mejor de sí mismas.

—Supongo que sí —concedió Andy, en el momento en que hacían un alto en la Séptima Avenida para observar a unos cuantos hombres, mujeres y niños que ayudaban a una brigada de empleados del servicio de recogida de basuras a poner en el buen camino a un esparcidor de sal que se había atascado. Un poco más allá, otro grupo realizaba una tarea similar con otra máquina aún mayor y de color naranja.

Avanzaron pisoteando la nieve por Central Park South entre los demás pioneros, sosteniéndose mutuamente de vez en cuando, cuando resbalaban; los sesenta centímetros y medio de nieve aún no se habían endurecido.

Rosemary llevaba su completo atavío Greta Garbo: gafas obscuras nuevas, más grandes, un pañuelo cubriéndole la cabeza, el sombrero de ala flexible y un chaquetón tipo Ninotchka, que tal vez había llevado algún coronel ruso. Una vez ella estuvo en un tris de regalárselo a un botones.

El disfraz sencillo que Andy utilizaba para salir a la calle nunca le había fallado: gafas obscuras y una chapa gigante de Iimg2.pngANDY le transformaban instantáneamente en uno más de los incondicionales émulos caracterizados de Andy que poblaban la ciudad, miembros de las legiones de ellos existentes en el planeta.

Uno de los mejores. Un agente con gafas obscuras se acercó a Andy y Rosemary y su enguantada mano se movió hacia arriba con el pulgar extendido.

—¡Tú, Andy! —sonrió—. ¡Formidable! ¡Número uno!

Le devolvieron la sonrisa.

—¡Gracias! —dijo Andy, al cruzarse con él—. ¡Te quiero!

—¡Y la voz también perfecta! —gritó el agente, señaló con el dedo y retrocedió unos pasos—. ¡Di algo más!

—¡Vete a hacer gárgaras!

El agente se echó a reír y agitó la mano.

Rosemary dio un codazo a su hijo.

—¡Andy! —recriminó.

—Es parte del disfraz —repuso él—. ¿Acaso Andy diría una cosa así? ¡Nunca!

—¡Ahhhh…!

—Di «¡mierda!» y ayudará.

Soltaron una carcajada —¡Mierda!— y torcieron a la derecha, por un paseo de nieve endurecida que desembocaba en la Sexta Avenida. Allí la Tierra había sido ya reivindicada en todo lo que alcanzaba la vista… blanca tundra salpicada de puntos que eran personas y bordeada por iglús con forma de automóviles.

—¿Cuándo renunciaron a la «Avenida de las Américas»? —preguntó Rosemary, al tiempo que miraba un rótulo callejero.

—Oficialmente, hace unos meses —respondió Andy.

—Hutch solía decir que algún día contarían las sílabas —sonrió Rosemary.

La mención de aquel nombre empañó el ambiente.

Rosemary ya le había hablado de Hutch, el amigo suyo al que el aquelarre de Román ocasionó la muerte.

Avanzaron pesadamente por la tundra de la Sexta Avenida, cogidas las manos enguantadas, escudriñando el paisaje tras las gafas obscuras, con la sonrisa en los labios.

Hicieron una pausa en mitad de la avenida y contemplaron los esfuerzos de un grupo de personas que accionaban las palas para quitar la nieve acumulada en torno a una limusina con las ventanillas parcialmente descubiertas.

Andy les echó una mano. Rosemary también. Cuando dejaron al descubierto la cerradura de una portezuela, que no tenía echada la llave, y la abrieron, resultó que no había nadie dentro.

Andy y Rosemary se despidieron agitando la mano y reanudaron la marcha, mientras se quitaban la nieve de la frente.

En la tundra de la calle Cincuenta y una Oeste, pasaron por delante de la marquesina posterior, con sus luces de neón rojas, del Radio City Music Hall.

—¿Para cuándo tu próxima actuación en directo? —preguntó Rosemary—. Estoy impaciente por presenciarla.

Andy respiró; el aliento surgido por las ventanas de su nariz formó nubéculas de vapor.

—No creo que vaya a hacer ningún programa más —dijo—, al menos durante una temporada.

—¿Por qué no? —se extrañó Rosemary—. Son terroríficamente efectivos. La mujer del sanatorio que me habló de ti, te vio allí y se refirió a ello como si… hubiese vivido una experiencia religiosa.

Las gafas de Andy dejaron de enfocar a Rosemary.

—No sé —articuló—, tengo la impresión de que después del Encendido debería tomarme cierto tiempo de descanso… para evaluar con calma lo que me gustaría hacer a continuación.

—He estado trabajando en un esbozo para la presentación de un programa de tertulia y entrevistas. No me seduce lo más mínimo presentarme sin más y decir: «Aquí estoy, soy la mamá de Andy, tomadme». Tengo un título estupendo para ese espacio. «Ojos nuevos». ¿No es un buen título para un programa que trate de las diferencias entre el hoy y el ayer?

—Sí, lo es —reconoció Andy.

—Quiero tratar asuntos importantes, como el error de emplear el lenguaje de los terroristas, y temas triviales, como el de los monopatines… hablando con persones relacionadas de un modo u otro con el sector correspondiente.

—No olvides que vamos a estar ausentes una temporada —dijo Andy.

Rosemary exhaló una prolongada nubécula de vapor.

—No —dijo—. No, la verdad es que no creo que eso sea una buena idea. En estos momentos, no.

Andy respiró y apretó los labios.

Siguieron adelante, apisonando la nieve, con las gafas obscuras puestas y las enguantadas manos juntas.

Irrumpieron en Rockefeller Plaza, y se detuvieron, helados de pronto, encogidos.

—¡Caray! —exclamó Andy; alzó la mano libre.

Rosemary silbó. La gente se movía a su alrededor, se cruzaban con ellos en ambas direcciones.

Fueron acercándose al estratosférico cono de luces multicolores.

—Te diré una cosa que los ojos nuevos pueden ver de inmediato: ¡demasiado! Solía ocurrir que lo que vieses allí fuera un árbol con todo lo que debe tener un árbol; y eso no es más que un cono de luces y chucherías. Podría ser que en su interior no hubiese más que espuma de poliestireno.

—Lo cierto es que lo han podado bastante desde el año pasado —observó Andy—. La gente empezó a quejarse.

Siguieron acercándose…, ya casi sobre asfalto limpio, entre el gentío, con muros de nieve amontonada a ambos lados.

—Pero —dijo Rosemary, cuando se encontraron en una atalaya ventajosa, desde la que se veían perfectamente el árbol y los patinadores que circulaban por la pista tendida delante—, si vas a hacerlo por el oropel…

Andy asintió y levantó la vista hacia el árbol.

Rosemary le miró, a las luces que se reflejaban en los cristales de sus gafas, a la parte de las mejillas situada encima de la barba.

—Saluda a Andy de mi parte —pidió un hombre frente a ellos, un hombre que tiraba de la manopla de un rapaz de unos siete años. El chiquillo se mordisqueaba la otra manopla, con la cabeza levantada para mirar a Andy. El hombre les dedicó un guiño.

—Pórtate bien… —aconsejó Rosemary.

Andy se agachó, sonrió al muchacho, se quitó las gafas y dijo:

—Hola.

El chaval se puso la manopla debajo de la barbilla y dudó: —¿De verdad eres Andy?

—Para ser completamente sincero —repuso Andy—, en este momento no estoy seguro. ¿Quién eres tú?

—James —contestó el chiquillo.

—Hola, James —Andy le tendió su mano enguantada. James se la estrechó con su manopla.

—Hola… —dijo.

—Cuando la nieve lo cubre todo es divertido, ¿verdad? —preguntó Andy.

—Sí —James movió la cabeza afirmativamente—. Vamos a hacer un muñeco de nieve.

Andy le cogió el hombro, sonrió y dijo: —Disfrútalo, Jimbo. Se irguió.

—Un chico estupendo —le dijo al hombre y volvió a ponerse las gafas obscuras.

—Tú —afirmó el hombre, al tiempo que le golpeaba en el pecho con la punta del índice— eres diez veces mejor Andy que el tipo de la miniserie. Y tu voz se parece más a la del verdadero Andy.

—Años de práctica —dijo Andy. Rosemary le tiró de la manga.

—¡Felices Pascuas! —deseó el hombre. Saludó también a Rosemary, con un asentimiento de cabeza, y condujo a James hacia el árbol.

—¡Felices Pascuas! —correspondió Rosemary.

Andy agitó el brazo; James le devolvió el gesto.

* * *

Continuaron avanzando por la Séptima Avenida, tundra en la que un ejército de máquinas quitanieves abría amplios surcos. Luego ascendieron hacia el Stage Deli… medio vacío.

—Su hermano está en la esquina —dijo el camarero, de pie junto a la mesa, con cuaderno de notas y lápiz. Andy miró en la dirección indicada; otro Andy le saludó agitando la mano. Hizo lo propio. Rosemary también agitó el brazo. Lo mismo hizo la compañera de mesa del otro Andy, Marilyn Monroe. El camarero preguntó—: ¿Qué va a ser?

Emparedados de pastrami, cerveza.

Andy masticó, con las gafas enfocadas sobre la ventana.

Rosemary se quitó las suyas, le miró y dijo:

—¿Quieres hablar, Andy?

Andy permaneció en silencio durante un momento. Suspiró, se encogió de hombros.

—Es simplemente irónico, ni más ni menos —manifestó Andy; las gafas se volvieron hacia el medio emparedado del plato. Lo cogió—: Por fin he encontrado una chica inteligente, sexualmente excitante y que prefiere de veras la obscuridad total, y eso es porque le ahorra estar bronceada por completo. Me dijo que las mujeres indias nunca dejan que el hombre lo vea todo. Quién sabe, a lo mejor es cierto.

—Lo dudo —repuso Rosemary—. Son muy abiertas… creo.

—Seguro que da alas a la imaginación —observó Andy.

Rosemary volvió a ponerse las gafas obscuras y examinó el plato.

—No puedo comer todo esto, voy a decir que lo envuelvan.

Las máquinas quitanieves ya habían terminado y Central Park South empezaba a disponer de un segundo paseo; algunos taxis y turismos se desplazaban sobre una capa de treinta centímetros de espesor de nieve sucia. Rosemary avanzó detrás de Andy, en fila india, junto al brillante muro blanco de un banco de nieve.

—¿Qué haces esta noche?

—A las ocho y media dicen misa en San Patricio —contestó Rosemary—. Joe ha conseguido asientos. —Marchó en pos de Andy. Le preguntó—: ¿Y tú?

—Me acostaré temprano. El viaje me ha dejado sin ánimos. Aunque mereció la pena.

Un cartero le echó una mano, ayudándole a subir una escalinata cubierta de nieve pisoteada, y luego ambos hombres hicieron lo mismo con Rosemary. Andy y ella dieron las gracias al empleado de correos.

—Muy bien —dijo el hombre.

—Gracias, te quiero. —¡Estupendo!

Se encaminaron a la marquesina de la entrada a la Torre, saludaron al portero con una inclinación de cabeza, que les dedicó un guiño y, primero Rosemary y después Andy, pasaron por la puerta giratoria al atestado vestíbulo del gran hotel, con sus mármoles adornados con ramas verdes y hojas doradas, «Greensleeves» tintineando por encima del personal, colgadas de cadenetas medievales. Maniobraron entre botones que trasladaban maletas, pasaron por delante de la recepción, donde se entretenían ociosamente un jeque y su séquito, atravesaron un barullo de estudiantes francesas de uniforme y un tambaleante camarero que iba derramando las naranjas del frutero que llevaba en las manos, y llegaron a la hilera de ascensores.

—Tengo que recoger unas cosas en la galería comercial —dijo Rosemary—. ¿Seguro que no lo quieres?

Mantuvo levantada la bolsa de fiambres.

—Positivo —repuso Andy, y apartó una naranja mediante una patada—. ¿Alrededor de las once mañana?

—Perfecto —aceptó Rosemary.

—Te llamaré.

Chasquearon las gafas al chocar cuando se besaron en la mejilla.

—¡Felices Pascuas! —se desearon recíprocamente, sonrientes los labios.

Andy se alejó en dirección a la esquina de más allá de los ascensores.

Rosemary entró en la galería comercial. Las colegialas francesas parloteaban delante de los estantes de revistas ilustradas y las vitrinas donde se exponían perfumes y bisutería.

Seleccionó un tubo de pasta dentífrica y una linterna, lo cargó a la cuenta de la suite, luego regresó y dirigió la palabra al sonriente farmacéutico. El hombre se retiró del mostrador.

Rosemary escudriñó el establecimiento tras las gafas, se las quitó y sonrió al dependiente, que le devolvió la sonrisa. El dependiente le barrenó la oreja con el índice y esbozó una mueca de dolor, mientras las estudiantes se apresuraban camino de la puerta.

Regresó el farmacéutico y alargó la mano por encima del mostrador.

—¿Misa del gallo?

—Acertaste, Al. Gracias. ¡Felices Pascuas!

—Media te mantendrá despierta y con los ojos de par en par durante tres o cuatro horas. Feliz Navidad, Rosemary.

* * *

—Hola, Rosemary. Soy Joe. Dame un telefonazo cuando llegues, ¿querrás? Tengo un problema.

El problema, se lo dijo cuando le llamó, implicaba a Mary Elizabeth, la hija de veintitrés años de Joe, que había resultado ser lesbiana y se había ido a vivir con su amante, una mujer de cuarenta y tantos años.

—Ronnie tuvo un detalle repentino y las invitó a cenar, estaba animada por el espíritu navideño en su más amorosa expresión, y ellas se encuentran ya en camino. Los trenes se acercan y me temo que si no voy, es muy probable que Mary Elizabeth crea que estoy cerrando la…

—¡Oh, ve, Joe! —le interrumpió Rosemary—. ¡Ve, no te preocupes! Me alegro de que os sentéis todos juntos.

—Yo también quiero encontrarme con ella. Quiero decir que, si vive con esa mujer, al menos deseo tener una especie de…

—Te diré la verdad, Joe —le interrumpió Rosemary—. Por mi parte, no me importa nada ir sola. Sinceramente. Hace mucho tiempo que no aparezco por la iglesia, incluso llevaba una buena temporada antes del coma, y tal vez será mejor para mí si es más… privado. Ve, no te preocupes. Debes hacerlo, quiero que vayas.

—Gracias, Rosie. Entra por la puerta de la Cincuenta y una, la que está cerca de Madison. Alguien estará allí con una lista, no tienes más que dar mi nombre. ¿A qué hora mañana?

—Hacia las once —dijo Rosemary.

—Te veré entonces. Gracias otra vez.

Rosemary se sintió doblemente agradecida: porque todos estarían sentados juntos y porque realmente ella deseaba ir sola. En el interior también iría de Greta Garbo.

No tenía intención de ir a misa hasta la noche del martes, una vez hubiese decidido dónde pasaría los últimos momentos de la Nochebuena. En la catedral no cabría un alfiler, incluso a pesar de que se habían programado misas extraordinarias aquellas navidades de 1999, y a Rosemary no le gustaba llevar gafas obscuras en la iglesia, así que le había preguntado a Joe si le era posible proporcionarle un asiento especial. Ella le había invitado a acompañarla al considerarse obligada; e intuyó que él aceptó por similar motivo. Joe no era más devoto que ella, ambos con sus divorcios a cuestas.

Y ella había tenido que darle plantón, de todas formas… otro corte para él.

Pobre Joe. Pobres los dos. Él lo había dispuesto todo de maravilla y luego no vio motivos de verdadero peso para aplazar las cosas como ella hacía, pero cada vez que proyectaron pasar una noche a gusto o un fin de semana juntos, siempre surgió algo que se interpuso en sus planes. Primero el apagón de Dublín, después el incendio en la posada de las afueras de Belfast, luego el pinzamiento del nervio raquídeo y, finalmente, la tormenta de nieve.

Era casi como si, en algún lugar del universo, un poder espiritual malévolo tuviera como único objetivo oponerse a que lograran meterse juntos en el saco antes de Nochevieja.

* * *

Rosemary telefoneó a sus hermanos y a su hermana. Distribuyó los últimos regalos navideños del personal.

Sus regalos para el círculo interior de los Hijos de Dios, posiblemente los miembros del aquelarre de Andy —inocente hasta que se demostrara lo contrario—, aguardarían hasta el día siguiente o hasta nunca, según.

El pañuelo de Judy en su envoltorio de Hermés… Rosemary no sabía qué hacer con él. Probablemente se lo pondría ella misma. Un diseño indio. Ja.

Sentada junto a la ventana se comió la otra mitad del emparedado de pastrami, mientras pensaba en el modo de arreglar las cosas, mientras ponía sus pensamientos en orden de forma que no malgastara su tiempo, mientras asumía… Era, después de todo, una de sus noches más atareadas.

Los huesos de Hutch debían haber estado revolviéndose en el «restaurante de gusanos», como él lo llamaba.

Judy/Alice también se habría sentido molesta, desde luego, aunque es probable que lo hubiese aceptado como una clase de «centrado».

Cuando se tiene una prueba positiva, obtenida por la vía dura y difícil, de la realidad de Satanás, una tiende a recuperar su fe en Dios. Naturalmente, Él puede no creer ya en una, puede incluso sentir cierto nerviosismo si una pone pie en su casa o se atreve a tomar su sagrada comunión, así que una mantiene una respetuosa distancia…

Hasta que parece verdaderamente necesario aclarar las cosas.

Rosemary salió de la Torre a las siete, equipada por completo con el atavío tipo Garbo. El portero dijo que por allí abundaban los taxis, pero Rosemary disponía de tiempo de sobra, la noche era clara y ella era de Nebraska; echó a andar.

El mismo itinerario que había recorrido con Andy, ahora con las aceras limpias por la acción de las palas y con montañas de nieve amontonada aquí y allá, pilas blancas en las que refulgían los destellos del cromo sepultado.

Numerosos Santa Claus con sus barbas postizas tocaban la campanilla, yendo allí con Chanel número 5 y emparedados de pastrami de Stage Deli en la lista de Ojos Nuevos de Cosas Buenas Inmutables, una idea para el cuarto o quinto programa o acaso para un telefilme semanal.

Pasó por delante del Rockefeller Plaza sin lanzar más que una sola mirada al cono de brillantes luces nocturnas —no demasiado malo— y continuó hacia la Quinta Avenida, donde los montes de nieve se habían desvanecido y el tráfico, el escaso tránsito, lo desviaban. Al otro lado de la avenida, la catedral de San Patricio se erguía en toda su gótica majestad, cada detalle de su fachada de tres arcos y dos agujas gemelas glaseada pródigamente, blanca, inundada por los chorros de luz que despedían sobre ella los brillantes focos, espléndida como nunca.

Otra gran atracción extra para el Nueva York de 1999, la iluminación nocturna de los gigantescos edificios.

Llegaba con más de una hora de adelanto. Tras las barreras azules de la policía, la cola serpenteaba en torno a la calle Decimoquinta, pero aún no era lo bastante larga como para llenar los bancos. Las malas condiciones para viajar probablemente mantenían en sus domicilios a un montón de personas de Long Island, Westchester y todos los suburbios.

Desde el primer momento, la idea de asientos particulares para la oración seria no le había hecho gracia, y cuando atravesó la avenida y lanzó una mirada atenta a algunas de las personas de la cola —motoristas con cazadoras de cuero, una moza con el pelo púrpura—, por el amor de san Pedro decidió entrar con la plebe; las prendas estilo Garbo no provocarían ningún arqueamiento de cejas, desde luego no el suyo.

La pareja de edad que tenía delante —habían llegado de Westchester— le dedicaron una sonrisa y se pusieron a mirar al frente.

La ventisca aún no había vuelto a desatarse cuando Rosemary cruzó el porche y el vestíbulo; ningún rayo zigzagueó en el cielo cuando ella se arrodilló y santiguó. Había espacio más que suficiente en el banco trasero de la derecha, se deslizó en él y tomó asiento.

Respiró hondo, se desabrochó el cinturón y los botones del abrigo. Reclinada en el chirriante banco, saboreó la cascada de notas armónicas que despedía el órgano y se maravilló de la belleza de la nave abovedada que tenía ante sí. Las hileras de columnas de piedra que se remontaban hacia las alturas para convertirse allí en arcos; en cada pilar colgaba una corona con cintas rojas, cada arco exterior enmarcaba una vidriera de colores que relucía como joya rutilante al recibir la luz exterior. Las llamas anaranjadas de los bancos de velas parpadeaban alineadas en los altares y nichos laterales; el altar mayor y santuario, blanco y dorado, se encontraba al fondo, desierto, a la espera, iluminado por los focos, flanqueado por masas de rojas flores de Pascua.

Carraspeó. Una mujer aguardaba junto al banco: robusta, de pelo blanco, tocada con sombrero rosa, vestida con traje chaqueta del mismo color con sendas chapas de Iimg2.pngANDY y Iimg2.pngROSEMARY, una junto a otra en un hombro. Rosemary le sonrió y se desplazó hacia el hombre situado a su derecha. La mujer titubeó, esbozó una sonrisa y se introdujo apretadamente en el banco. El banco crujió.

—Todos chirrían —bisbiseó la mujer.

—Ya lo sé —susurró Rosemary.

—Felices Pascuas —bisbiseó la mujer.

—Felices Pascuas —susurró Rosemary.

Miraron al frente.

La mujer se removió. Con el abrigo doblado sobre las rodillas, cambió de postura. Trajinó en su bolso. Se revolvió. Pobre señora, va a misa y se encuentra junto a aquella extraña criatura con gafas espaciales. Demasiado violenta o cortés para levantarse y buscar otro asiento, si hubiese alguno libre.

Rosemary se inclinó hacia ella, se tocó las patillas de las gafas y susurró:

—Cirugía ocular.

—¡Ah! —bisbiseó la mujer, y asintió con la cabeza—. Comprendo, comprendo, me extrañaba. ¿Qué ha sido, querida? Soy enfermera en el Saint Clare’s.

—Desprendimiento de retina —susurró Rosemary.

—¡Ah! —bisbiseó la enfermera, y asintió con la cabeza. Palmeó la mano de Rosemary.

Se sonrieron mutuamente, miraron hacia adelante.

Mentir en la iglesia. A una enfermera irlandesa. Un principio estupendo.

Irguió la espalda.

Intentó erguir también la cabeza.

El órgano vertió escalas descendentes por todas sus voces. Ahora, casi todos rezaban arrodillados: el viejo que tenía a la derecha, así como la enfermera, que oraba en murmullo, doblada la ancha espalda. ¡Un coro de voces que se elevaba en creciente volumen!

Rosemary dobló las rodillas sobre el acolchado reclinatorio de cuero rojo, echó hacia atrás los pies calzados con botas, entrelazó las manos sobre el reborde de roble que coronaba el respaldo del banco situado delante del suyo y agachó la cabeza.

Bajó y guardó con disimulo las gafas en un bolsillo, volvió a entrelazar las manos, cerró los ojos y exhaló el aire de sus pulmones. Había olvidado la comodidad de aquella postura. Respiró de nuevo…

Padre, perdóname por haber pecado. Como bien sabes. Pero estoy aquí por Andy y por lo que se está preparando. Gracias por permitirme participar en ello. Ya sé que esto es una impertinencia, supongo que mi actitud se debe a que todo el mundo habla tanto de mi despertar milagroso y de mi milagrosa recuperación, pero estos últimos días he empezado a pensar que tal vez tú echaste una mano para que Stan Shand muriese en el momento en que lo hizo, a fin de que yo pudiera despertarme y hacer algo que tú quieres que se haga. El problema consiste en que no estoy segura de qué es y que temo que se trate de algo que pueda contribuir a que Andy resulte herido, acaso de gravedad.

El banco sobre el que se inclinaba tembló, crujió. Rosemary aguardó, agachada la cabeza, mientras los ocupantes del banco volvían a sus respectivos sitios.

Trato de hacer las cosas de una en una. Si descubro esta noche lo que me temo voy a descubrir, Andy oficiando una misa negra, por favor, ayúdame a dar el paso siguiente. Te agradecería con toda mi alma que me lanzases alguna señal, fuese de la clase que fuera. La verdad es que la necesito desesperadamente. Todo lo que me atrevo a pedir es que recuerdes que Andy es medio humano —algo más que medio, espero— y que si las cosas se ponen mal para él, te rezaré para que le concedas al menos la mitad de tu acostumbrada misericordia. Eso es…

Como una rueda de acero lanzada a través de la catedral, un grito surcó el aire hacia la bóveda del techo, rebotó en los cruceros, volvió redoblado a la nave, seguido por otro grito esquileante, y otro chillido de rueda de acero que retumbó, tintineó y esquileo en ecos que fueron perdiéndose en la distancia. Se alzaron las cabezas, los ojos elevaron su mirada a las alturas desde todos y cada uno de los bancos de la iglesia en forma de cruz —nave, ábside, cruceros—, se mordieron los labios, se besaron los rosarios, las manos trazaron cruces.

La enfermera empujó su abrigo y bolso entre ellos, se agarró al banco de delante, se apoyó en él para levantarse, salió como pudo al pasillo y apresuró el paso. Unos cuantos bancos por delante, un hombre que se había puesto de pie se desplazó sigilosamente…

—Soy médico, dispénseme.

Fulguraron y se apagaron pequeños gritos. El silencio se extendió, colmó la catedral hasta sus muros y ventanas.

Unos sollozos por delante, al punto donde acudían la enfermera y otras personas. Un sacerdote salió a toda prisa de detrás del altar.

El órgano derramaba música; todo el mundo musitaba. Rezaban, en susurros.

Rosemary continuó sentada, inmóvil y muy derecha, con el puño en el pecho, allí donde había acabado de santiguarse.

Una señal bastante clara. ¡Ojos nuevos!

Tragó saliva, exhaló el aliento.

Se envolvió en el abrigo, empujó hacia un rincón las cosas de la enfermera; salió del banco y se encaminó al vestíbulo, mientras se ceñía el abrigo, se colocaba las gafas obscuras, se calaba el sombrero, y apretaba el paso.

—¡Ésa era Rosemary! ¡Juro que lo era!

—Sigue, venga ¿Vestida así? ¿Marchándose ahora? ¿Sola? Sí, seguro que era Rosemary.