Los lectores asiduos de periódicos de la ciudad de Nueva York, así como los ciudadanos que sólo echan una mirada fugaz a los quioscos de prensa, disfrutan lo suyo esos raros y deliciosos días en que los dos tabloides más importantes de la urbe publican el mismo titular. El día martes 21 de diciembre fue uno de esos días: las dos primeras planas gemelas constituyeron verdaderas piezas de coleccionista.
No sólo fueron los típicos titulares idénticos del estilo «agresivo, irreverente» que había permitido a ambos rotativos sobrevivir hasta el filo del nuevo siglo, sino que también cada una de ambas páginas proyectaban fuego y agua en un par de aquellas casillas presentándolos en el mismo orden. Los términos en que formulaban sus crónicas difería un poco en algún punto, pero ¡bueno!, uno no puede esperar milagros, ¿verdad?
Un crimen espantoso, obra de un demente, la pobre mujer destrozada salvajemente de un modo tan extrañamente teatral, y el escenario, aquel edificio, ¡aquella tienda!… El sueño dorado de todo editor de tabloide. El titular se lo habían brindado en bandeja de plata: ¡ORGÍA DE SANGRE EN TIFFANY’S!
Caracteres grandes, negros, dispuestos en tres líneas.
No, los reportajes de ambos periódicos no se diferenciaban mucho. Uno decía que los perros que olfatearon la sangre aún caliente eran weimaraners pertenecientes al propietario de uno de los pisos de la planta superior; el otro afirmaba que se trataba de perros lobos propiedad del dueño del edificio.
Ambos diarios presentaban a la víctima tendida desnuda encima del mostrador central de la tienda, con los brazos a los costados, en postura semejante, por una parte, a la de una paciente echada en la mesa de operaciones y, por otra, a la ofrenda de sacrificio destinado a un dios primitivo.
Se mostraron de acuerdo respecto a los siete cuchillos de carne y al picahielos. Uno dijo que alrededor del cuerpo se habían colocado también otras piezas de cubertería; el otro se manifestó más concreto. Uno aludió a cierto pillaje más o menos insignificante: unas cuantas pulseras y relojes, una ponchera.
Los dos rotativos publicaban la misma telefoto de agencia con los mismos colores tibios: una vista de la víctima, de costado, borrosa donde era de esperar, tendida sobre la superficie de cristal de un mostrador cuajado de maravillas de la joyería, suntuosas y rutilantes, festoneada con cintas de sangre rojiza. Los mangos de plata del picahielos y tres cuchillos se encontraban en medio de un círculo blanco; se podían ver unos cuantos tenedores y cuchillos y, en segundo plano, al fondo, ramas de acebo.
Según ambos periódicos, a la hora de cerrar la edición aún no se había identificado a la desdichada víctima. Aparentaba veintitantos años y parecía ser hindú; le habían clavado el picahielo en el circulito rojo del tamaño de una moneda de diez centavos que tenía en la frente.
Infortunada muchacha, sí.
Una chica con mala suerte, podría decirse incluso.
* * *
Sólo cuando los funcionarios a las órdenes del juez de instrucción se dispusieron a proceder al levantamiento del cadáver se le ocurrió a alguien preguntarse si cabía la posibilidad de que la víctima fuese la moza india de Andy. Uno no podía tener esa certeza, ni siquiera los botones, considerando que la joven llevaba siempre en público el rostro cubierto por el velo y que las mujeres indias con la señal en la frente no son nada insólito en la ciudad de Nueva York, especialmente en un hotel de clientela internacional. Con todo, Andy tenía un ático en el edificio y la joven la edad apropiada, entonces, ¿no se le debería haber ocurrido a alguien avisarle?
Cuando Rosemary llamó a medianoche al portero nocturno para preguntarle si habían identificado ya a la mujer, el hombre le dijo que permaneciese donde estaba, que Andy subía ya a verla.
Desdicha infernal II. ¿O era la III?
Andy, recobradas las energías, estaba hiperangustiado. Más que angustiado… encolerizado, furioso con el asesino o asesinos lunáticos.
La puso completamente al corriente de lo poco que se sabía en aquel momento. Un trabajo hecho desde dentro, más allá de toda duda. El homicida u homicidas no sólo conocían el modo de desactivar los sistemas de alarma y seguridad de la tienda, sino también la situación exacta de la caja de control de las persianas de los escaparates, situada en un lugar bastante inusitado. Incluso sabían —aunque esto fuera cuestión de suerte más que otra cosa— que el personal del establecimiento se había ido en masa unos minutos después de las ocho, tras cerrar la tienda, para asistir al velatorio de uno de sus miembros que había fallecido aquella tarde.
El interrogatorio del personal del edificio y de la tienda, huéspedes del hotel, administrativos, propietarios de apartamentos e invitados de los mismos se iniciaría por la mañana. Se entrevistaría a miles de personas.
Rosemary lloró la muerte de Judy, tan joven, tan inteligente, tan segura de sí —salvo en lo concerniente a Andy—, y lloró también por la desgarradora circunstancia de que en el alba del año 2000, a pesar de la Navidad, a pesar de Andy, a pesar del advenimiento del Encendido, una mujer sola no estuviese segura en el corazón de lo que teóricamente era una capital del mundo civilizado.
La indignación de Andy se basaba naturalmente en un nivel más intenso y personal. Cuando Rosemary se quedó por fin adormilada, hacia las tres, mientras se preguntaba si Andy quizá sabía lo que quiso decir Judy acerca de que ella, Rosemary, iba a enterarse de algo importante en abril o mayo, le oyó hablar por teléfono en el salón; describía a alguien la escena del asesinato, utilizando frases como «locura grotesca» y «espectáculo de horror de Gran Guiñol»… Su voz tenía un tono tan furibundo como si realmente tuviera agarrados por el cuello al asesino o asesinos y estuviera dando rienda suelta a toda su rabia y dolor. Dios, eso le ayudaría… ¡una producción de la jodida Asociación del Teatro!
* * *
Joe llegó a las nueve con los periódicos y una caja de rosquillas, para hacer compañía a Rosemary mientras Andy, acompañado de William y Polly, se dirigía al Ayuntamiento para mantener una reunión con el alcalde, el jefe de la policía y representantes de los medios de comunicación social. Andy pidió a Mohamed que se pusiera al volante a fin de que Joe quedase libre.
Evidentemente, Andy se había pasado toda la noche pegado al teléfono, hablando con los principales patrocinadores de los Hijos de Dios; existía preocupación por la posibilidad de que se filtrase el rumor de que Judy, la Judy de Andy, era la desafortunada víctima del crimen que —gracias a su extraña, lunática y estrafalaria teatralidad— se difundía con el amanecer por todo el universo de la televisión y la prensa amarillas, con el resultado de que los focos mediáticos se concentraban sobre Andy y el círculo interior de los Hijos de Dios en un contexto tan desagradable, precisamente en la semana anterior al Encendido, que podía provocar la pérdida del apoyo de algunas personas. Por ejemplo, el ala derecha de los musulmanes. Los amish. El Encendido se vería mellado e incompleto, en vez de ser una comunión unificada y trascendente como era el propósito que se pretendía conseguir.
Andy confiaba en ser capaz de persuadir al alcalde y a los demás para que mantuviesen en secreto la identidad de Judy, bajo la manta, hasta el uno de enero. También deseaban un Encendido impecable, perfecto, y unas vacaciones navideñas tal como se habían planeado y preparado. William había encontrado un argumento legal defendible, por si acaso se hacía necesario endulzar las cosas. Polly, la coqueta viuda de un senador estatal y de un juez del Tribunal de Sucesiones, había ensuciado el nombre de todos.
Tornando sorbos de negro café en una taza del hotel, Rosemary se irguió, embutida en su jersey de lana irlandesa, un jersey cálido, pero no lo bastante, y contempló las diez malditas fichas de letras segregadas del rebaño. Apartadas merecidamente, aquellas asquerosas hijas de su madre. Formó con ellas el término LOUSETRASM[4].
De él pasó a LOSTMAUSER. Problema del soldado alemán.
OUTSLAREMS.
—¿Por qué siete cuchillos? —se extrañó.
—Cuando den con él, se lo preguntarán —repuso Joe que, sentado en el sofá, con el tabloide extendido sobre una pierna cruzada sobre la otra, leía a través de los cristales de media luna de las gafas. Apoyaba un brazo en el respaldo del sofá y la cara de Andy sonreía desde la pechera del chándal.
Rosemary dio media vuelta y anduvo lentamente hacia el vestíbulo; sostenía la taza con ambas manos y arqueaba las cejas sobre el café.
Por encima de los cristales de las gafas, Joe observó sus andares.
—Siéntate un poco —aconsejó.
Rosemary se detuvo, bajó la mirada sobre el otro periódico sensacionalista, que estaba encima de la mesita de café. Meneó la cabeza.
—Se creen muy listos —dijo—. No son más que enfermizos chacales nauseabundos que deberían avergonzarse de sí mismos. Son el bochorno de su profesión.
—Tiffany’s está de acuerdo.
Rosemary reanudó su marcha hacia el vestíbulo.
Allí se detuvo y volvió la cabeza.
—En realidad, ¿por qué en Tiffany’s? —preguntó—. Situación destacada, en primera línea, más movimiento de gente, mayores probabilidades de que pasen los sabuesos guardianes. ¿Por qué no una de las tiendas más pequeñas del otro lado? Y en definitiva, ¿por qué en una tienda?
—Cariño —dijo Joe, al tiempo que pasaba la página del periódico—, no hagas preguntas racionales sobre esa clase de pervertido. O pervertidos.
Joe exhaló un suspiro y siguió leyendo a través de las gafas.
Rosemary anduvo despacio de vuelta hacia la mesa donde estaba el Scrabble, mientras sorbía café y enarcaba las cejas.
Se detuvo en el centro de la estancia.
Joe la miró.
Rosemary se puso de cara a él.
—¿Había allí algo más —preguntó—, aparte los cuchillos y el… punzón de picar hielo?
—Ujú —respondió Joe—. En las fotos se ven tenedores y cucharas. Espera un momento…
Hojeó hacia atrás las páginas del tabloide, se humedeció un dedo.
Ella se le acercó, observándole con ojos circundados de lápiz obscuro. Posó la taza y se pasó los dedos a guisa de peine por la cabellera.
En tono de murmullo, con la vista recorriendo una columna, Joe articuló:
—«Él también dijo que había otras piezas de cubertería colocadas allí y alrededor de la víctima».
—¿Qué otras piezas? ¿Cuántas? —preguntó Rosemary.
—No lo dice.
—Quizá lo lleve el Times…
Rosemary miró en torno.
—Ahórrate energías —sugirió Joe—. Está en Z-diecinueve: «Mujer asesinada en tienda». Eso es lo que hay.
—Comprueba ésa —pidió Rosemary.
Joe dejó el tabloide, bajó la pierna y se inclinó hacia Rosemary, apoyados los codos en las rodillas. Desde el chándal, Andy sonreía a su madre.
—Rosie —dijo Joe—, Judy está muerta. El número de cucharas que tuviera a su alrededor no significa nada. Esos tipos tienen sus objetos, sus fetiches; necesitan tener cosas dispuestas de una manera determinada. Por favor, cariño, no te obsesiones con ello. No te hará ningún bien.
—Hazme el favor de mirarlo —insistió ella—. No quiero quedarme con las ganas.
Joe exhaló un suspiro y cogió el otro ejemplar de prensa amarilla.
—Empiezo a creer que lo tuyo es contagioso —comentó, al tiempo que abría el periódico.
—Deberías —dijo Rosemary. Aguardó.
—¡Hijo de tal! —exclamó—. Hasta se hicieron con el patrón, eduardiano. Once de cada, cucharas y tenedores.
—Once —dijo Rosemary. Permaneció inmóvil unos segundos. Dio media vuelta y se encaminó a la mesa.
Joe la contempló.
Rosemary mezcló las letras de OUTSLAREMS, las revolvió durante un momento… y se puso a mirar por la ventana, golpeando con una ficha la uña del pulgar de la otra mano.
—¿Conoces por casualidad su apellido? —preguntó.
—¿El de Judy?
Rosemary dio media vuelta y dijo que sí con la cabeza.
—Ni siquiera sé si lo tenía —reconoció Joe—. ¿Y tendrías la bondad de aclararme qué puede tener eso que ver con todo lo demás?
—Hay una guía telefónica en ese cajón de ahí —dijo Rosemary—. Quizá figure en esa guía la inicial de su apellido, que es la que interesa. Kharyat… K, H, A, R, Y, A, T. Avenida del West End.
—La inicial de su apellido es importante —articuló Joe, sin dejar de mirar a Rosemary.
Ella asintió.
—De una importancia crucial.
Joe suspiró, abrió con los pies el cajón y extrajo el grueso volumen de la guía telefónica de Manhattan, encuadernada en color burdeos.
—¿Por qué me sentiré de pronto como un doctor Watson cualquiera? —comentó.
Rosemary esperó.
Joe localizó la K, pasó hojas; ella siguió observándole, mientras su pulgar frotaba la ficha de la letra.
—Sólo hay una —determinó Joe, con una mano en las gafas—. Kharyat, J. S.
Rosemary alargó el brazo por encima de las rosas y extendió los dedos de la mano; Joe cogió la ficha, la miró y luego su vista fue hacia Rosemary.
—¿Cómo lo haces? —preguntó.
—Soy adivina —repuso ella—. Tengo visiones.
Se volvió y cruzó la estancia. Se detuvo ante Andy della Robbia, apoyado en su caballete, encima del televisor… contemplado y contemplando a todos.
Rosemary giró en redondo y dijo:
—Once cucharas.
Joe alzó la mirada hacia ella, con el arco blanco de una rosquilla en la mano y la boca llena.
—Once tenedores —continuó Rosemary—. Siete cuchillos de carne. —Tomó aliento—. Un picahielo. ¿De qué son?
Joe tragó saliva.
—¿De qué son?
—En Tiffany’s —dijo ella.
—¿Sería distinto en alguna otra parte? —quiso saber Joe.
—Tal vez —repuso Rosemary—. En otra parte podían ser de acero inoxidable o de aluminio. En Tiffany’s son de plata. —Rosemary se pasó de nuevo las manos por el pelo, peinándoselo hacia atrás y luego se lo agarró—. Treinta piezas —sumó, fijos en Joe los ojos orillados de lápiz obscuro—. Treinta piezas de plata.
Al quedarse Joe boquiabierto, se escaparon migas hacia el suelo.
Rosemary se le acercó.
—Treinta piezas de plata —repitió—, alrededor y encima del cadáver… de Judith S. Kharyat.
Joe parpadeó frente a Rosemary y dejó la rosquilla.
Rosemary se le acercó aún más.
—Judith S. Kharyat. —Se inclinó por encima de las rosas y lo pronunció todo seguido—. Judithesskharyat.
—¿Judas Iscariote? —preguntó Joe.
Se quedaron mirando el uno al otro.
—Tengo la sensación —aventuró Rosemary— de que ese no es su nombre de nacimiento.
Se irguió. Cerró los ojos, se llevó una mano a la frente, dio media vuelta. Echó a andar despacio, en lento y amplio círculo…
En tanto la observaba, Joe preguntó:
—¿Es cierto? ¿Tienes visiones?
—A veces —contestó Rosemary, que seguía caminando despacio, con la mano en la frente y los ojos cerrados.
Joe la contemplaba, cubierta la boca con el dorso de la mano.
Rosemary interrumpió su paseo en círculo y, ante Joe, dejó escapar el aliento y dijo:
—Necesitaba un nombre que sonase a indio. Indio vassar… Supongo que para cuando se hiciera evidente antihindú. Era lista, Dios la bendiga. Y le gustan, le gustaban los juegos de letras, los enigmas y los crucigramas. —Permaneció inmóvil unos segundos, parpadeó, apretados los labios y unidas las manos con fuerza—. Se acercó a Andy con la intención de enfangarlo, a él y a los Hijos de Dios, con la idea de exponer el tinglado como un chanchullo inconfesable y presentar a Andy como, no sé, como un estafador, un sacamuelas. Todos nosotros sabemos qué parece, conocemos su pinta, así que ella dijo llamarse Judith S. Kharyat, Judy Kharyat. Debió de figurarse que podría dar el pego a todos, pasar por todas las esferas, cosa que hizo, y probablemente no pensaba estar aquí más de un mes o cosa así, si llegaba. Pero Andy derramó su hechizo sobre ella —Rosemary se aclaró la garganta— y la chica se enamoró de él. Se ceñía a su papel. Andy la hizo «descarrilar», dijo ella. Debí establecer entonces la relación.
—Establecer ¿qué relación? —Joe escrutó su rostro.
—Te apuesto lo que quieras —dijo Rosemary, al tiempo que se inclinaba y elegía una rosquilla—, a que esa chica era en realidad Alice Rosenbaum. Un acoplamiento perfecto. El examinador médico, o quienquiera que esté realizando la autopsia, a estas horas ya debería saberlo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Joe—. ¿Quién es Alice Rosenbaum? ¡Es la primera vez que oigo ese nombre!
—Probablemente lo oíste hace unos años y lo olvidaste —sugirió Rosemary, mientras le hincaba el diente a una rosquilla y se sostenía el codo—. Yo lo oí en un documental del Sistema de Radiotelevisión Pública que vi hace quince días. Uno de mis hermanos salía, en su época de instituto, con una moza que se llamaba Alice Rosenbaum y tuvo sus trifulcas con mi padre por ese motivo, así que el nombre se me quedó en la cabeza. La Alice Rosenbaum del SRP era el miembro femenino de la Brigada Ayn Rand, la mujer que accionaba la válvula de aquel tren que secuestraron. Supongo que los trenes eran algo significativo para ella. Me refiero a que solía usar el verbo «descarrilar».
—¿Judy es… era esa atea paranoide? —articuló Joe.
Rosemary asintió.
—Estoy segura —dijo—. Tiene que serlo. —Comió un poco más de rosquilla—. Puede que el nombre no sea el suyo verdadero y ninguna otra mujer hubiera tenido que hacer el papel de india en primer lugar.
—No acabo de captar lo que quieres decir —manifestó Joe, y se puso en pie—. ¿Tenía que ser india? ¿Por qué? ¿Por qué no hubiera bastado con que usara peluca y gafas y se llamara Alice J… Smith o Jones?
Rosemary empezó a darse golpecitos en el centro de la frente con la punta del dedo.
—Su tatuaje —dijo—. ¡Llevan tatuajes en la frente! ¿Qué iba a hacer, llevar una tirita durante un mes entero? ¿Se trataba de cubrir la marca? Necesitaba el punto para ocultar el signo del dólar.
Joe se la quedó mirando con la boca abierta.
Rosemary acabó la rosquilla, se limpió el azúcar de los labios y los dedos por el procedimiento de pasarse la lengua por ellos.
Joe se sujetó la frente y sacudió la cabeza.
—Jesús, aquí estoy en alta mar —se quejó—. De modo que quienquiera… que le diese las treinta piezas de plata —Joe bajó la mano y miró a Rosemary— ¿le estaba diciendo lo que era, un Judas? ¿Que estaba traicionando a Andy?
Rosemary se apartó.
—¿Cómo? —preguntó Joe—. Le quería, tal como has dicho. Desde luego, ya viste que la semana pasada tuvieron una pequeña pelotera a causa de no sé qué, pero no hubo forma alguna de que Andy pudiese tener algo que ver con esto —si es que pudieses imaginar tal cosa—. ¡Estuvo con nosotros en todo momento!
Rosemary dio media vuelta y proyectó la mirada de sus ojos circundados de obscuro sobre Joe.
—Los demás no estuvieron con nosotros —observó.
Zumbó el timbre. Andy llamaba a la puerta.
* * *
Permanecieron un momento mirándose el uno al otro y, al final, ella dejó escapar el aire de sus pulmones y echó a andar. Aminoró el paso cuando llegaba al vestíbulo —Andy volvió a llamar— y aún redujo más la marcha al acercarse a la puerta. Se detuvo allí unos segundos. Joe salió de detrás de la mesita de café y observó la escena.
Rosemary abrió la puerta.
Andy inclinó la cabeza.
—Misión cumplida —dijo.
—Ah, bueno —repuso ella.
Se abrazaron.
—¿Qué tal? —Andy la besó en la frente, y le alisó el pelo, echándoselo hacia atrás.
—Muy bien. —Rosemary le besó en la mejilla—. ¡Has vuelto muy pronto!
A Andy le brillaron los ojos.
—¡Espera! —dijo. Cerró la puerta a su espalda.
Cogidos del brazo entraron en la sala de estar.
—¡Joe! —exclamó Andy.
—Andy… —le miró Joe.
—Sentaos los dos —indicó, separó su brazo del de Rosemary—. Voy a comunicaros algo que os va a dejar de piedra.
Se bajó la cremallera de la cazadora.
Se miraron entre sí.
—Hablo en serio —dijo Andy, se quitó la cazadora y su mirada fue de uno a otro—. Sentaos o dejaos caer, lo que prefiráis.
Se alisó el chándal: azul marino, sin mensaje estampado.
—¿Nos vas a hablar acaso de un tatuaje? —preguntó Joe.
Andy se le quedó mirando. Tragó saliva.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó—. Tengo que saber quién lo ha filtrado.
—Tu madre lo adivinó —Joe señaló a Rosemary con la cabeza.
Andy se volvió para mirarla fijamente.
—¿Que Judy era Alice Rosenbaum?
Rosemary asintió.
—¿Cómo?
Con la vista sobre Andy, Rosemary aclaró:
—Las treinta piezas de plata y el nombre.
—¿El nombre? —dijo Andy.
—Judith S. Kharyat…
—Pronúncialo más deprisa —sugirió Joe.
Los labios de Andy se movieron. Los contempló —a él, a ella— y se palmeó la parte lateral de la cabeza.
—Hasta pensaron en eso —dijo—. ¡Un nombre que lo reafirma todo! ¡Ni se me ocurrió juntar las palabras! Ella me dijo que su apellido indio era largo… —Hizo girar una mano, miró a Rosemary. Interrumpió el movimiento de la mano. Preguntó—: ¿No ves quién lo hizo? ¿No ves quién está detrás de todo?
—No… —respondió Rosemary, mirándole.
Andy se volvió hacia Joe.
Éste denegó con la cabeza, también mirándole.
—¡El resto de la Brigada! —afirmó Andy—. Los cinco tipos. O algunos de ellos. El comisario recibió la noticia de quién era Judy en el preciso momento en que llegábamos allí. Comprendí al instante de qué iba la historia, qué significaba: la habían plantado aquí para que nos espiara, lo estaban consiguiendo incluso con ella —supongo que uno diría que se intercambiaban los equipos— y al mismo tiempo embrollaban el Encendido presentando el asunto como si a Judy la hubieran matado por traicionarme a mí de algún modo. Porque yo busco el modo de hacerlo, y las treinta piezas de plata… ¡que ese nombre no hace más que reforzar! Realmente, quién excepto alguien que pretenda conseguir el máximo absoluto de publicidad a escala mundial —me refiero a Tiffany’s, desnudez, sangre, plata—; vamos, tenía que ser un montaje.
Con un jadeo, Joe dijo:
—Uf, chaval, tengo que reconocerlo, tu madre y yo pasamos un mal rato de los nervios, por lo menos yo, no debería hablar por ti, Rosie. ¡Qué alivio! ¡Uf!
Agitó una mano y se palmeó el pecho.
—Parece lógico… —dijo Rosemary.
Andy levantó el dedo índice.
—¡Pero antes de que tuviese tiempo de pronunciar una sola palabra —manifestó—, el alcalde ya había reunido todos los datos! ¡Incluidas las treinta piezas de plata! —Se dio unos toquecitos en la sien y asintió con la cabeza—. Una vez lo expuso, todo el mundo se mostró de acuerdo fulgurantemente. A ella no se la identificará, de ninguna de sus dos personalidades, hasta después del Encendido, hasta pasadas las vacaciones, hasta el tres de enero. El FBI tienen montada plena vigilancia en Fuerte Comosellame, en Montana, y sus ordenadores ya han encontrado una conexión entre uno de los miembros de la Brigada y un abogado de la planta decimooctava.
—Es un alivio —comentó Joe, sin dejar de examinar las rosquillas.
Andy se volvió hacia Rosemary y la cogió por los hombros. A continuación suspiró, clavados los ojos en las pupilas de su madre.
—Al menos, sabemos quién lo hizo —declaró—. Confío en que eso ayude un poco.
Rosemary asintió.
—Ayuda, querido.
—Ahhh, pobrecilla… —Andy le dio un beso en la nariz y la abrazó—. Pareces lo bastante mayor para ser mi madre.
Ella le arreó un puñetazo, Andy rió entre dientes.
Aunque masticaba su rosquilla mientras los observaba, ello no le impidió a Joe sonreír.
Rosemary alzó la mirada hacia Andy.
—Ayuda de verdad, ángel mío —aseguró—. Probablemente yo hubiera comprendido que la Brigada estaba detrás del asunto, de haber dispuesto de más tiempo para reflexionar en ello. Sólo deduje quién era Judy unos minutos antes de que llegases. Me alegro de que el FBI se haya metido en esto con tanta rapidez; estoy segura de que los desenmascararán.
Le sonrió… irradiando candor y sinceridad. Y honestidad y franqueza.
* * *
La Antijudas…
Se suponía que había estado allí entre los doce antiapóstoles.
Once ahora.
Deshizo MULTAROSES, cambió de sitio las fichas de letras y formó ASTROLUMES.
Sentada a la mesa a última hora de la tarde, después de dormir la siesta y de tomar una ducha. Holgazaneando en suave pijama, con jazz suave en la radio, nieve suave descendiendo al otro lado de la ventana.
ULTRAMESSO. Como la alcoba de una adolescente. No era una palabra tan común, aunque solían usarla los críos de cinco y seis años.
¿Era posible que Judy/Alice hubiera mentido también respecto a ROAST MULES… para aliviar su obsesión? ¿Realmente no había ninguna palabra que pudiera formarse con aquellas diez letras? ¿Era un truco, como sus saris y el punto en la frente?
No… Ni siquiera una atea paranoide haría eso…
Y habían sido amigas. Aquello no fue ningún engaño.
MORTUALESS…
Hutch no pudo revelarle la verdadera identidad de Román porque se lo impidieron mediante el hechizo que lanzaron sobre él Román y los integrantes del aquelarre, el maleficio que al final acabó con su vida.
A Judy le habían impedido revelarle… ¿qué? ¿Que Andy tenía un aquelarre? ¿Era brujería y satanismo, no fraude y evasión de impuestos, lo que había descubierto Alice Rosenbaum, por lo que Andy le había hecho descarrilar? Y después de que se lo hubiese contado a ella, ¿a quién se lo habría dicho hoy la Antijudas? ¿Al Times? ¿A los tabloides? Viniendo de ella, la prensa amarilla habría retenido oculto eso cosa de dos segundos. ¿O a un editor, para que preparase un libro que se publicaría en el próximo abril o mayo? ¿Por qué otro motivo la hubieran matado de aquel modo? Debían de estar alterados por algo, como muchos de los asesinos que blanden cuchillos de la historia reciente… que son muchos menos en la actualidad, gracias a Andy.
¿Podía la Antijudas haber difundido la peor noticia, la Mala Nueva?
No. Si hubiese sabido quién era el padre de Andy, nunca se habría sincerado con su madre, ni siquiera en parte… y hubiera seguido husmeando para obtener más información. La cuestión cultura india —¡ja!— le habría proporcionado la excusa adecuada.
Lo que significaba, probablemente, que los otros once tampoco lo sabían. Los participantes en el aquelarre compartían su conocimiento secreto; ese fue uno de los reclamos de Román, cada vez que intentó inducirla a que se le uniera…
STEALORMUS…
La última Nochebuena —su última Nochebuena, seis meses atrás— había permitido por primera vez que Andy fuese solo al piso de Minnie y Román y que pasara la noche con ellos. Aquel día, Andy contaba cinco años y medio. Había ritos que tenían que celebrarse seis meses antes del próximo cumpleaños del chico, dijo Román, instrucciones que debían impartirse. Ellos estaban cumpliendo su parte del trato, ella debía hacer honor a la suya. El padre de Andy también tenía derechos. Y también ritos.
Ella necesitaba a los conjurados del aquelarre. Cuando se tiene un chiquillo con preciosos ojos de tigre, y brotes de cuernos un poco menos bonitos, además de otras partes todavía menos hermosas —era de suponer que todo eso lo tuviese hoy bajo control (Rosemary no le había hecho ninguna pregunta sobre el particular) merced a su propia fuerza de voluntad semisatánica, la misma fuerza interior que le proporcionaba aquel color avellana a sus ojos—, cuando una tiene un niño así, una no puede dejarlo en la guardería y marcharse tranquilamente al trabajo. En esas condiciones, una necesita real y desesperadamente una niñera, una no puede llamar a una agencia ni recurrir al adolescente que vive unas cuantas puertas más abajo, en la misma planta del edificio.
El conjunto de miembros del aquelarre pagaba las facturas. Las mujeres eran amantes abuelitas a las que Rosemary confiaba la criatura sólo cuando le era absolutamente necesario, bajo normas estrictas cuyo cumplimiento ella verificaba por secretos medios. Todos, hombres y mujeres —excepto Laura-Louise, la arpía—, la trataban con la misma amabilidad y respeto que todo el mundo volcaba hoy sobre ella.
Román le prometió —hizo un voto solemne que afirmó era sagrado para él— que en ningún modo se ocasionaría daño alguno a Andy, ni se le obligaría a hacer algo que él no quisiera hacer, que al chico sólo se le fortalecería mental y físicamente en diversos sentidos que le resultarían útiles durante toda su vida. La experiencia sería inspiradora y estimulante, destinada a levantarle el ánimo, como cualquier otro buen servicio religioso. Aunque ella no podía estar allí como espectadora, se la recibía bien, tanto seguramente, ella lo sabía ahora, como celebrante. Desde luego, al aquelarre le venía de perlas un poco de sangre joven —los ojos de Andy fulguraban— y había allí dos plazas libres. Lo cual permitió a Rosemary no perder de vista a Andy.
Gracias pero no, gracias.
Había pasado la mitad de aquella Nochebuena sentada en una banqueta, dentro de un armario sin estantes cuya parte posterior se abría, cuando no tenía echada la llave por el otro lado, sobre el mismo pasillo por el que la transportaron aquella noche de octubre del 65. Sentada allí, con el oído pegado al fondo de un vaso comprimido contra el contrachapado blanco, percibía débilmente de vez en cuando los ecos de la música que producía aquella noche el tubo de la flauta, de los cánticos, del batir del tambor. El penetrante olor de la raíz de tanis se filtraba por los resquicios de la madera, acre pero no desagradable… Un tufillo de sulfuro, sin embargo, la mareaba. ¿Él había subido, había salido, se había materializado procedente del espacio exterior o de vaya una a saber de que punto del infierno?
Entonces lloró por Andy. Debería haber cogido a Andy y emprendido la huida. Hubiera tenido que marcharse, antes de que el niño naciese, lejos, a San Francisco o Seattle. De una manera o de otra, como hubiese podido, debió agenciarse un billete de avión y encontrar una institución o un hospital infantil, un hospital regido por la Iglesia, que le hubiera ayudado.
Al cabo de un rato, la emanación de sulfuro se volatilizó y de nuevo sólo se apreció el olor del tanis, que enseguida se hizo más fuerte dentro del armario, y Rosemary se sintió mejor. Recordó el sabor a tanis de las bebidas que Minnie le había preparado durante el embarazo, bebidas que habían alimentado a Andy. Minnie y Román le querían, se habían cuidado de él.
Posteriormente se sirvió un vaso de ponche de huevo, añadió una rociada de whisky escocés y miró It’s a Wonderful Life («Es una vida maravillosa»)… tradición navideña según la televisión. Una película empalagosa. Rosemary la veía por segunda vez.
Cuando a la mañana siguiente llegó Andy a través de los armarios, se sentía estupendamente, feliz, contento de verla, de abrazarla, de besarla y de irrumpir en el salón. ¿Lo había pasado bien? Asintió, alzó la vista hacia el árbol.
—¿Qué estuviste haciendo? —le preguntó Rosemary; se arrodilló junto a él y sonrió a la luminosidad que brillaba en sus ojos, en sus mejillas.
—Me comprometí a no decirlo —manifestó Andy—. ¿Debería?
Con la mano apoyada en la espalda de la camisa de franela, Rosemary dijo:
—Si realmente no quieres decirlo, sí. Si has cambiado de idea y quieres contármelo a pesar de todo… Los chicos pueden hacer eso. Si no quieres, no. Te di permiso, te dije que podías ir.
Él optó por callar.
La última Navidad de ella. Él había vivido veintisiete más, desde entonces, o ésta sería su vigesimoséptima. Las que disfrutó durante la infancia y durante la adolescencia, por lo menos, debieron de ser como aquella, aromatizadas con tanis, entre cánticos navideños acompañados por la música gemebunda de la flauta. Navidades negras…
TREMULOSSA…
Andy le dijo que había acabado con el satanismo… tras mirarla a los ojos y afirmar que no volvería a mentirle nunca más. Si le había mentido… El viernes por la noche sería el momento de averiguarlo.
Había dicho en el avión que Judy y él tenían planes para la Nochebuena, que intercambiarían regalos con Joe y con ella, con Rosemary, el día de Navidad por la mañana. Y la primera vez que jugaron al Scrabble, Judy había empezado a decir algo acerca de los tejemanejes que se desarrollaban en la planta novena…
No era un mal espacio… el anfiteatro y sus camerinos y entre bastidores, las salas de conferencias, todas alfombradas, insonorizadas por pisos de despachos vacíos por encima y por abajo. No era un mal espacio, en absoluto, para celebrar misas negras. Sin ninguna duda, mucho mejor que el salón de Minnie y Román.
¿Cinco personas para mantenerlo impecable? ¿No eran nueve las que integraban el equipo de limpieza? ¿Ultramesso?
SOULMASTER…
La nieve arañaba la ventana, cayendo ahora más deprisa, ramalazos blancos que sacudía el viento, lanzados como latigazos de un cielo cada vez más tenebroso. Un tanto para loe meteorólogos; hacia la medianoche, una capa de diez centímetros, pronosticaron; para por la mañana, de cinco a diez centímetros más. Las ráfagas de viento alcanzarían los sesenta y cinco kilómetros por hora.
La nieve también caería probablemente en la emisora de radio; Bing Crosby había empezado a soñar con unas Navidades blancas.
Precisamente como las que solía conocer.