12

Una noche verdaderamente infernal.

La alocución fue casi lo único que salió bien. El auditorio era más reducido de lo que Rosemary esperaba —unos treinta asistentes, jóvenes de ambos sexos, o sea, los actores que interpretaban la obra y sus amigos— pero no pudieron mostrarse más receptivos ni más comprensivos; dieron la impresión de ser algo así como socios suyos en alguna clase de lectura, ensayo o happening. El local era un edificio de cuatro plantas, con suelo de piedra rojiza y un escenario cuya plataforma era más pequeña que el anfiteatro de los Hijos de Dios. Sacarle jugo allí a un mínimo Latero iba a constituir un auténtico desafío para la nieta de la amiga de Diane (a la que estaban atendiendo en el St. Vincent por un desprendimiento de retina, según dijo Phil, el director de escena).

Rosemary arrancó diversas carcajadas facilonas al citar unos cuantos sarcasmos despectivos de los que dedicó Hutch a los purificadores fundamentalistas de biblioteca —había tenido sus más y sus menos con ellos a causa de la escena que incluyó en uno de sus libros de aventuras en la que los chicos se bañaban en cueros y luego se sentaban alrededor de la fogata del campamento y comían cecina— y gracias a la ayuda de la línea informativa de la Biblioteca Pública de Nueva York, Rosemary también pudo citar con precisión a Tom Paine y Tom Jefferson. Sermoneó eficazmente al converso, quien realmente le echó una mano y luego estuvo a la altura de las circunstancias cuando se formó el grupo de los que pedían autógrafos y la felicitaban diciéndole que era fantástica y que siguiese por ese camino y cosas por el estilo. Andy se sentó en un rincón del fondo de la sala, en una de las sillas de plástico del montón que había allí, estiradas las piernas, cruzadas a la altura de los tobillos, doblados los brazos, baja la cabeza. Junto a él, Joe dirigía a Rosemary una sonrisa radiante, la animó moviendo los pulgares hacia arriba, a la vez que daba un codazo a Andy.

Lo catastrófico se produjo antes y después.

Primero fue el incendio de unas manzanas de edificios al este de la calle Carmine…, lo bastante considerable como para atraer sobre la zona todas las unidades móviles disponibles en la zona.

Después, a las ocho y media, cuando Phil dijo que no esperarían más y la emprendió con el metraje de las videocámaras en el auditorio, en el momento en que todos volvían a sentarse y él alzaba la mano para pedir silencio… llegaron los coches de la policía.

Y la brigada antiexplosivos. Con el camión y los perros.

Se había recibido el aviso de alguien que hablaba en nombre de un grupo denominado Luteranos contra Lutero…, la obra, no el hombre, había especificado la mujer. Reivindicaban la responsabilidad de haber colocado una bomba que iba a estallar a las nueve. Existía un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que se tratara de una falsa amenaza, pero de inmediato tuvo que evacuarse por completo el edificio y registrarlo de arriba abajo. Lo siento, muchachos.

Joe estaba listo para ir en busca del coche, pero Rosemary se mostró más molesta que nunca ante el increíble egoísmo de algunas personas que afirmaban creer en Jesucristo, y además, al estar mentalizada y tener un auditorio comprensivo y predispuesto, se daba cuenta de que podía ser una buena receta de animación o una buena prueba para discursos más largos con público más duro o difícil.

Andy se encogió de hombros.

Joe manifestó:

—Tú eres el jefe…

Se lo dijo a ella, no a él.

Rosemary tomó el teléfono de Phil —el chico era joven y alegre, con ojos azules, muy separados, como los de Leah Fountain, y también tenía el mismo mentón débil— y retrocedió entre la multitud que bloqueaba la calle, hasta colocarse al abrigo del escaparate de una chacinería, donde se ciñó el abrigo alrededor del cuerpo. Todos los demás —Andy, Joe, Phil, los actores, la mitad de la calle Carmine— comprobaban la salida de los hombres y mujeres que descendían de los dos pisos superiores del edificio, la Mazmorra de Dominique.

Niveles de calidad flexibles, esa rata soplona de casero. Rosemary sacudió la cabeza, a la espera de que acabase el mensaje saliente del contestador de Judy.

—Soy Rosemary —dijo luego—. ¿Estás ahí? —Debía de estar, su piso de la avenida de West End se encontraba a dos pasos de la Torre—. Me va a ser imposible estar de vuelta ahí a las nueve y media —se excusó Rosemary; estiró el cuello para ver quién lanzaba vítores entre la muchedumbre—. Ha habido una amenaza de bomba. Lo más probable es que hasta las diez no pueda estar ahí. Llamaré al despacho y les diré a quienesquiera estén hasta las siete que te dejen entrar, en el caso de que yo no pueda estar de vuelta para entonces.

Así fue.

Eran bastante más de las nueve y media cuando por fin se vio frente a aquel auditorio comprensivo, receptivo y decidido a apoyar.

Lo catastrófico se reanudó cuando Andy, a punto de plegarse en el asiento de atrás del clásico dos/tres plazas Alfa-Romeo negro de Joe, descubrió un flamante y brillante arañazo de ocho centímetros de longitud en la zona inferior del guardabarros izquierdo. Silencioso, fruncido el ceño, al volante del coche, Joe dobló la esquina y se dirigió al garaje donde había estado aparcado el vehículo, se apeó, se presentó al empleado, un individuo gigantesco, de cabeza afeitada y pendiente de oro en la oreja, y le invitó a echar un vistazo al rasguño. El hombre dijo que lo veía por primera vez, cosa que a Joe le resultaba difícil de creer. Eran más de las diez cuando Rosemary logró convencerle de que ella verdaderamente quería volver a casa, y que los abogados, no las amenazas, eran la siguiente medida lógica que había que adoptar, si realmente aquello tenía importancia.

—¿Si tiene importancia? —silabeó Joe—. ¿Si…?

Fue aproximadamente entonces cuando reventó la cañería de agua en la intersección de la Octava Avenida y la calle Treinta y nueve.

—Te lo aseguro, Rosie, no pudiste haber estado mejor —afirmó Joe, mientras permanecían inmóviles por culpa del atasco de tráfico entre las calles Treinta y dos y Treinta y tres—. De principio a fin, los tuviste en la palma de la mano.

—¡Vamos, por favor! —recurrió Rosemary a la modestia—. Era el auditorio más cordial al que cualquiera podía dirigir la palabra. Lo mismo podía haberles recitado —meneó la cabeza y agitó la mano en su dirección— la guía telefónica.

—Venga, estuviste formidable. —Le sacó brillo al salpicadero con el canto de la mano—. ¿No es verdad, Andy?

—Lo estuvo.

Rosemary se revolvió, le miró con los ojos entrecerrados, acurrucada allí, tras ellos. Destellos fugaces de luz acariciaban sucesivamente el pelo, los pómulos y la barba de Andy.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó ella.

Andy la miró en silencio durante unos momentos, antes de reconocer:

—No, en realidad, no. Debo de haber comido algo…

Se señaló el vientre con un movimiento de la mano.

—Ahhhh —dijo Rosemary, alargó el brazo por encima del asiento y tocó la otra mano de Andy, que el muchacho tenía apoyada en la rodilla—. Espero que no haya sido el jamón con suizo.

—No, creo que no es eso —repuso Andy.

—Jamón, con el jamón tienes que andar con ojo —recomendó Joe, al tiempo que ponía un cásete en la reproductora.

Un tirón del tránsito les permitió avanzar despacio a lo largo de la calle Treinta y tres, para subir luego por la Décima Avenida, mientras Ella Fitzgerald interpretaba el Irving Berlín Songbook. La cantante había entonado ya más de la mitad del cancionero cuando, pasadas las once, llegaron por fin de vuelta a la Octava Avenida y continuaron por la Cuarenta. A Rosemary no le preocupaba excesivamente el que Judy estuviese esperándola, la joven estaría dormida en el sofá o, lo que era más probable, se entretendría formando palabras con las fichas de letras del Scrabble. ¡Roast Mules! Tendría que suplicarle la respuesta otra vez, tendría que ponerse literalmente de rodillas y suplicarle… en el caso de que Judy despegase hacia lares desconocidos. Enloquecedor, ¡el tiempo desperdiciado en torno a esas diez malditas fichas de letras!

—Buen viaje de aquí en adelante —dijo Joe.

—Muérdete la lengua.

—No, tú. —Miró por el retrovisor, se desvió a la derecha y redujo la velocidad. Un ululante coche de la policía, con las luces roja y blanca lanzadas al aire, los adelantó a toda velocidad. El aullido de las sirenas fue perdiéndose en la distancia. Ella Fitzgerald cantaba lo que le afectaba, era un día maravilloso y todo iba de perlas.

—Es una noche infernal, Ella —le contradijo Rosemary, con la vista en las luces de los automóviles policíacos, que se iban perdiendo en la distancia, por delante.

Ella Fitzgerald contratacó preguntando si no era aquel un día encantador para verse sorprendido por la lluvia y que era cosa de seguir adelante, ya que tenía que hacerlo…

—Pon las noticias —dijo Rosemary.

—Me gusta esto.

—A mí también —terció Joe, que volvió a mirar por el espejo retrovisor y, de nuevo, redujo la velocidad al desviarse a la derecha. La mano de Rosemary se dirigió al salpicadero y empezó a pulsar botones—. ¡Ooooh! —exclamó Joe—. De acuerdo. La tecla del centro. Con calma. —Una ambulancia pasó disparada por su izquierda, con la sirena a todo volumen—. ¡Ajá! —dijo Joe; la sonrió, arqueadas las cejas—. ¡Hemos hecho levantarse a nuestro irlandés!

Rosemary exhaló el aliento y se relajó en el asiento.

Una mujer hablaba de los sótanos inundados en la Hell’s Kitchen, la Cocina del Infierno, a lo que sucedió una suspensión del servicio del metro. Vino después el incendio en la calle Wets Houston: dos muertos, diez familias sin hogar cuatro días antes de la Navidad.

Rosemary suspiró y sacudió la cabeza. Se dio media vuelta en el momento en que otro aullador coche de la policía los adelantaba a toda marcha, con las luces ondulando al aire.

—¿Qué tal te las arreglas? —preguntó.

—Así, así.

—Andy —preguntó Rosemary, con la barbilla apoyada en la mano y ésta sobre el respaldo del asiento—, ¿a quién te recuerda Phil?

Andy no pronunció palabra.

—Leah Fountain —apuntó Rosemary—. ¿Los ojos? ¿La barbilla?

—Sí, tienes razón —se mostró de acuerdo Andy.

—Ajá.

Rosemary se volvió. Se habían detenido ante un semáforo en rojo frente al Columbus Circle; por delante, a la izquierda, el resplandor de unas luces, rojo, blanco, ámbar centelleaban cegadoras en la base de la Torre.

—¡Oh, Dios! —exclamó Rosemary.

Joe le palmeó en el muslo cubierto por el faldón del abrigo.

—Puede que no sea nada —aventuró. Dejó allí la mano.

Andy soltó una carcajada.

—Una amenaza de bomba. Luteranos contra Lutero.

—Me alegro de que te encuentres mejor —dijo Rosemary, entornados los párpados frente al centelleo de las luces.

Joe levantó la mano de encima del muslo de Rosemary. Cerró el puño.

* * *

—¿Qué ocurre? —preguntó Rosemary por la ventanilla.

El agente que les había franqueado el paso en la entrada del garaje se agachó y dijo:

—Un asesinato, eso es todo lo que me han dicho. ¡Te quiero, Rosemary!

Descendieron rampa abajo, rampa abajo, rampa abajo, rampa abajo. En el nivel inferior, Joe frenó delante de un vigilante femenino uniformado. La mujer rodeó el coche a toda prisa, se inclinó y abrió la portezuela de Rosemary.

—¡Eh, Rosemary! —saludó—. ¡Pareces fresca como una rosa!

—Gracias —repuso Rosemary, y se apeó con la ayuda de la mano de la empleada del ridículamente bajo automóvil…

Localizó el nombre de la mujer, bordado en el uniforme, dijo: —Gracias, Keesha —y señaló hacia la parte alta de la escalera—: ¿Sabe algo acerca de…?

Keesha se inclinó hacia adelante, muy abiertos sus ojos castaños.

—Han asesinado a una mujer —informó—. En el vestíbulo, en una tienda. Hay sangre por todas partes.

Rosemary respiró.

—¿Dónde ha dicho? —Andy alzó la mirada, medio fuera del asiento envolvente.

Rosemary le echó una mano.

—En una tienda —dijo al unísono con Keesha.

Andy se incorporó, con el ceño fruncido. Arqueó la espalda y empezó a darse un masaje en ella.

—¿Qué pasa? —quiso saber Joe, de pie al otro lado del coche.

—Han matado a una mujer —repitió Keesha, al tiempo que pasaba por delante del capó del Alfa—. En una tienda. No sé en cuál.

—Quiero subir a la planta —dijo Rosemary—. Andy, sube tú también a tu habitación, toma algo y métete en la cama. Tu aspecto es horroroso. ¿Tienes Pepto-Bismol o algo similar?

—Me repondré —repuso Andy.

Ella le puso la mano en la frente, la mantuvo allí, con la mirada en el espacio, fruncido el entrecejo. Andy se limitó a mirarla, quieto donde estaba.

—No tienes fiebre —comprobó Rosemary. Bajó la mano y le observó—, pero de todas formas tómate un par de aspirinas. ¿Tienes té? Hazte uno, o pídelo.

—Estuviste realmente bien —dijo Andy—. Hasta un público duro habría empezado a pensar.

—Elogios del maestro —comentó Rosemary—. Merci. Haz lo que te he dicho.

Anduvo con él hacia la puerta en la que rezaba: SÓLO PERSONAL AUTORIZADO y le besó en la mejilla mientras él introducía la tarjeta en la cerradura. Se acercó Joe y mantuvo la puerta de par en par en tanto Andy pasaba la tarjeta por el dispositivo de apertura del ascensor, entraba en la cabina de color rojo y cobre y se volvía de cara a ellos.

—Gracias por el transporte, Joe, chaval —dijo. Sonrió a Rosemary al tiempo que se cerraba la cabina.

—A por él —dijo Joe. Dejó que se cerrase la puerta—. Joe Hollywood.

Sonriente, Rosemary propuso:

—Demos por concluida la jornada, ¿vale? Estoy hecha migas.

—Yo también —confesó Joe. Entrelazaron brazos y manos y echaron a andar rumbo a los ascensores—. Ir en el coche pisando huevos es verdaderamente criminal. Una palabrota.

—Me pregunto quién será esa pobre mujer.

Rosemary se estremeció.

—Ya nos enteraremos mañana. Me gustaría saber en qué tienda fue. Va a ser una publicidad de mierda.

Pulsó el botón.

Se besaron.

—Estuviste fantástica.

—Gracias —repuso Rosemary—. Y gracias por traernos. Lamento mucho el rasguño ese.

—Gracias por recordármelo.

Cuando Rosemary salió del ascensor, Luis estaba en la mesa escritorio, con un teléfono pegado al oído, los dedos apretando teclas y la cabeza yendo de derecha a izquierda y viceversa.

—Jamás vi cosa igual —le dijo a Rosemary; colgó el aparato y se puso en pie—. Están ocupadas todas las líneas. ¿Es cierto? ¿Se ha cometido un asesinato en las tiendas? ¿Se han vuelto locos los perros?

—De eso es la primera noticia que tengo —contestó Rosemary—, pero de lo otro… —Asintió con la cabeza—. Una mujer.

Luis se santiguó.

—¿Franqueaste la entrada a Judy Kharyat? —preguntó Rosemary.

—Dennis me dijo algo de eso —respondió el muchacho—, pero Judy no ha aparecido por esta garita.

Rosemary continuó allí de pie, le miró durante unos segundos, antes de decir:

—Gracias.

Dio media vuelta y se alejó pasillo abajo, a la vez que sacaba su tarjeta.

—¿Estás esperándola?

—¡Sí! —contestó Rosemary. Avivó el paso.

Entró y se fue derecha al teléfono de línea privada situado en la sala de estar.

Cero mensajes.

Descolgó el auricular y marcó el número de Judy.

Escuchó con los ojos cerrados el mensaje de salida. Los abrió para comunicar:

—Judy, aquí Rosemary. Coge el teléfono, si estás ahí… Esto es importante. ¿Judy? Por favor, contesta.

Aguardó.

Bip, bip. En el otro extremo de la línea, el teléfono dio tono.

Se despojó del abrigo, lo dejó en una silla y se quedó en pantalones vaqueros y camiseta de Iimg2.pngANDY.

¿Judy estaría allá abajo? ¿La habría cogido algún maníaco cuando entraba?

¿O de un modo u otro, vaya usted a saber cómo o por qué, se encontraba en alguno de aquellos trenes del metro atascados? ¿O tal vez —y esa era una posibilidad real— estaba en la cabina inmovilizada de un ascensor de su propio edificio? De modo que la señorita Puntualidad llegaba tarde; podía presentarse en cualquier momento con una historia de horror urbano, vulgar y corriente, en especial aquella noche.

Puso las noticias locales: encendió la radio y la televisión, las dos, con el volumen lo bastante alto para oírlas.

Apoyada en el marco de la ventana, con la vista sobre los techos de los automóviles, furgonetas y ambulancias que circulaban entre remolinos de luces blancas, rojas y ámbar.

Una noche auténticamente infernal.