En la mañana del lunes, 20 de diciembre, al día siguiente de su regreso de Irlanda, Judy se arremangó la falda del sari y se excusó:
—Perdón, tengo que salir disparada.
Pasó por delante de la silla de ruedas de Hank y echó a correr por el pasillo central de la planta décima, en pos de Rosemary.
La alcanzó en la entrada de los servicios de señoras y tiró de ella hacia el interior.
—Tengo que hablar contigo, Rosemary —dijo, tras cerrar la puerta a su espalda.
Se agachó para mirar por la parte inferior de las hojas de madera de los excusados individuales, se enderezó, recobró el aliento y se alisó el sari.
—¡Dios mío, Judy! —exclamó Rosemary, mientras se frotaba el brazo—. ¿De Walked with a Zombie a esto? Me alegro de que te hayas recuperado.
—Lo siento —se excusó Judy—. Por el modo en que me comporté (era todo lo que podía hacer para soportar el viaje) y por haberte lastimado. Tengo unos deseos enormes de verme fuera de aquí. Abandono. Por favor, ¿podemos reunimos esta noche? ¡Debemos vernos!
—¿Que abandonas? —preguntó Rosemary. Judy asintió.
—Abandono los Hijos de Dios, abandono Nueva York.
—¡Oh, Judy, ya sé que Andy y tú tenéis problemas…!
—Teníamos —corrigió Judy—. Todo ha terminado. Lo supe la segunda noche en Dublín. ¿Te acuerdas? Fue la noche en que Andy tenía fiebre, después de que a él y a ti os pescara aquel diluvio en… ¿dónde fue, en el parque?
Rosemary asintió.
Judy exhaló un suspiro.
—A él le gustaba cuando yo tenía que hacer de enfermera o de mamá, a todos los hombres les gusta, según he oído, pero esa noche… Oh, te lo diré luego. Por favor, tienes que darte prisa. He de contarte una barbaridad de cosas, y tengo que contártelas antes de irme. Y también quiero que me aconsejes acerca de ciertos asuntos.
—Judy —repuso Rosemary—, en mi cultura, que es básicamente la cultura de Omaha con un delgado barniz de la de Nueva York, a las mujeres en realidad no les gusta escuchar detalles acerca de los asuntos privados de sus hijos.
—No se trata de nada de eso —dijo Judy—. No en el sentido que le das. Representa cuestiones acerca de las cuales te enterarás, de todas formas, en abril o mayo, si no antes.
Rosemary la miró.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
—Te lo contaré todo después —eludió Judy—. Y te suplico que no le digas a Andy que me voy. Le llamaré mañana o esta noche, de madrugada, pero si tengo que hacerlo cara a cara con él no podré romper. Me dirige una de esas miradas que te escrutan hasta el fondo del alma, empieza a desgranar palabras románticas y siempre me hace descarrilar; es algo por lo que me desprecio a mí misma cada vez.
Rosemary dejó escapar el aire de sus pulmones.
—De acuerdo. Esta noche. ¿A las ocho?
—Gracias —Judy le cogió las manos, se las apretó con fuerza—. Gracias.
Salieron al pasillo. Hank esperaba sentado en su silla, a unos metros de distancia, resplandeciente su cara de luna, titilantes los ojos tras los cristales de las gafas.
—Vale, Rosemary —dijo—, ¡tengamos la exclusiva sobre ti y él rey!
—¡Oh, sí, por favor! ¡Mi intención era abordar el tema!
—No hay ninguna exclusiva en absoluto —replicó Rosemary—. Ya conoces a esos reporteros británicos, presuntos.
Me besó la mano, ¿qué se supone que tenía que hacer? ¿Abofetearme?
—Oh, bueno —dijo Hank—, aquí tenemos noticias divertidas. Me han llegado los resultados de los sondeos del fin de semana.
—¿Son buenos? —preguntó Rosemary.
Judy le tocó en el hombro y manifestó:
—Son fantásticos. Te veré luego. —Besó a Rosemary en la mejilla—. Hank…
—Cuídate —recomendó Rosemary y se acercó a la silla de Hank.
—El anuncio se ha difundido por primera vez durante toda la semana —dijo Hank—. «Hazles encender velas» ha descendido de un promedio del veintidós por ciento al trece por ciento. Mira.
—No me lo creo —repuso Rosemary; se agachó para leer los datos de los listados. Silbó, leyó.
Hank sonrió, mientras la observaba. Ladeó la cabeza y dijo:
—Hola.
Rosemary se volvió, se irguió de pie y, a su vez, dijo:
—Hola.
A Sandy, que estaba en el umbral de la entrada de los servicios de señoras… rubia y serena, con su vestido beige de cuello alto, incluso más Tippi-Hedren en Los pájaros de lo normal. Debía de haber estado en uno de los retretes del fondo, seguramente demasiado lejos para poder oír lo que había dicho Judy.
Sonriente, Sandy se acercó y saludó:
—¡Hola! Bienvenida de vuelta. Confiaba en que las consecuencias del desfase horario no te hubiesen afectado hasta el punto de impedirte venir. ¡Qué viaje más emocionante ha debido de ser! Eras un sueño con tu vestido de Belfast.
—Te veré después —dijo Hank. Hizo dar media vuelta a la silla y se alejó pasillo arriba.
—Muy bien, ¡hasta luego! —se despidió Sandy de él, y dedicó a Rosemary una seña zalamera con aquel par de manos de uñas lacadas en rojo—. ¿Qué pasa con Su Majestad?
—Absolutamente nada —repuso Rosemary—. Ya conoces a esos reporteros británicos, así llamados.
Marcharon detrás de la silla de Hank, muy juntas sus cabezas.
Apareció Craig, pasillo adelante. Hank y él jugaron un poco al te bloqueo el paso y tú me empujas, luego Hank le enseñó el listado de los datos y durante un par de minutos permanecieron todos en grupo, inclinados sobre ellos.
A continuación, Rosemary agitó el brazo y entró en la división de TV, Hank continuó pasillo arriba y Craig se dirigió a los servicios de caballeros. Sandy continuó donde estaba.
—Craig —llamó—. Cuando hayas acabado, tenemos que hablar.
* * *
Una de las cosas más extrañas que observaron los ojos y los oídos de Rip van Rosie fue que, en 1999, todo el mundo escribía y hablaba de los terroristas que reivindicaban la responsabilidad, la autoría de sus atrocidades. La hermana Agnes habría partido su regla y hecho más profundas las cicatrices de su mesa escritorio.
—¡Nosotros reivindicamos lo bueno! —¡Zas!—. ¡Responsabilidad implica inteligencia y madurez! —¡Zas!— ¡Reconocen su culpabilidad! —¡Zas!— ¡Los que digan lo contrario deben avergonzarse! —¡Zas!
Aunque Andy había hecho descender el terrorismo desde la terrible cima que alcanzó el año anterior, aún se producían violentos actos de barbarie, y no sólo en el Medio Oeste. La mañana en que aterrizaron en Belfast recibieron la noticia de la muerte en Hamburgo de más de seiscientas personas víctimas de una nueva variante de un viejo gas terrorista. Nadie había «reivindicado aún la autoría» de aquel asesinato masivo. La zona afectada, una docena de manzanas de edificios próximos al puerto, aún seguía contaminada por el gas tóxico. No se facilitaban detalles.
En el avión, durante el vuelo de regreso a Estados Unidos, Rosemary había hablado con Andy acerca de la posibilidad de realizar una cuña o una alocución con el objetivo de conseguir que todo el mundo dejase de hablar con los terroristas, de modo que los que continuaran y se criaran en ello se viesen obligados a volver al pensamiento civilizado. Andy había convenido en que era una buena idea para el año siguiente, pero no pareció volverle loco de entusiasmo, así que Rosemary se dedicaba ahora a reunir unos cuantos esbozos sobre posibles enfoques que tenía almacenados en su informe electrónico, con el fin de incitarle a moverse o bien hacer ella algo por su cuenta en esa dirección.
Ocurrió que no estaba realmente concentrada en ello mientras esperaba que Andy la llamase para dejarse caer sobre el punto nueve. «Hazles que enciendan velas». ¡Eso es irradiación!
Él estaba atareado con alguien. A aquellas alturas ya debía de haber visto los listados.
Al cabo de una media hora, Rosemary le llamó… y obtuvo el mensaje que había grabado Andy.
Llamó a Hank y recibió su mensaje.
Se puso en pie y fue a hablar con Craig. Abrió la puerta y puso unos ojos como platos.
¡Nada de Sociedad Fílmica!
Ni Craig, ni Kevin, ni nadie…
Ni asomo de los tres encargados del departamento de televisión; ¡aquello sí que era extraño!
Salió y empezó a recorrer los cubículos vacíos, donde, si aguzaba el oído y entornaba los párpados, podía detectar señales de vida en el pasillo central y en la división jurídica del otro lado: una línea de luz, el rumor de una pisada, la distante artillería de un juego de ordenador…
Hoy no.
Quietud ininterrumpida.
Volvió al despacho.
Llamada a Sandy, recepción de su mensaje.
Miró la fecha del Times: Lunes, 20 de diciembre de 1999 (AUMENTA EL NÚMERO DE MUERTOS EN HAMBUGO…) y comprendió, por último, que todo el mundo se había marchado misteriosamente.
También comprendió por qué debía marcharse ella también. De inmediato.
Sólo cinco días más para efectuar las compras de Navidad.
* * *
Con gafas obscuras, pañuelo, suéter obscuro y pantalones, se dedicaba a echar un vistazo a los escaparates con decoración navideña de las tiendas del vestíbulo. Los botones saludaban moviendo los dedos de sus manos embutidas en guantes blancos; ella correspondió al saludo, hizo un alto para emitir una breve risita y una palabra.
«Ya conoces a esos reporteros británicos…».
Desde Dublín había enviado jerséis a toda su caterva de hermanos, cuñados, sobrinos y sobrinas…, pero aún tenía que encontrar regalos para todas las personas de allí: los integrantes del equipo de los Hijos de Dios (siete hombres, cinco mujeres), unos cuantos miembros del personal del hotel que se habían ganado algo más que dinero en un sobre (dos hombres, dos mujeres), Andy y Joe.
Andy, naturalmente, representaba un problema.
La Navidad anterior fue pan comido: un triciclo, rompecabezas y un par de libros del doctor Seuss. Ésta, poco más de seis meses después, era distinta en cierto modo, ya que el muchacho era casi veintiocho años mayor y sabía quién era su verdadero padre. No era un problema de qué, sino de si…
¡Hazle un regalo en su cumpleaños!
Sí, ella lo había decidido. En cierto modo era como el asunto de no hablar de terroristas: mantenerle consciente de la alternativa.
Valoró los guantes en la tienda de Gucci, bisutería en Lord & Taylor, colonia en Chanel.
En la tienda de Hermés eligió media docena de pañuelos y una bufanda. Regalaría la bufanda a Judy aquella noche…, sí no conseguía hacerla cambiar de idea respecto a su marcha. ¿Acaso no les era posible a ella y a Andy seguir siendo amigos? (¿Y qué quiso decir la joven con aquello de las pendientes «cuestiones de las que de todas formas ya te enterarás más adelante, en abril o mayo»?).
Pagó con su tarjeta de crédito, mientras se recordaba que al margen de quién hubiese proyectado y fundado los Hijos de Dios —y no pensemos en él en esta época del año— los fondos para su financiación procedían hoy principalmente de plutócratas como Rene Como-se-Llame, que también contribuía con otras aportaciones dinerarias independientes destinadas de manera específica a gastos personales de Andy; el propio Andy se lo había comentado cuando le dio la tarjeta, antes de que partieran rumbo a Irlanda. Nadie en su sano juicio esperaba hoy que una persona se identificase y se dejara guiar por alguien a quien no conociera bien. Ponte al día, mamá. En cuanto a centavos, dólares, pesos y etcétera que entran en las oficinas de los Hijos de Dios, ese dinero se destina íntegramente a programas sociales locales y a afrontar los gastos; Hacienda y sus primos del extranjero se encargan de verificarlo.
Conforme. Pero ella tenía el propósito de hacer las compras de Navidad con su propio dinero el año siguiente.
En la tienda de Sulka examinó un estupendo traje de seda, negro, con adornos y forro de azul real, que a Andy le sentaría de maravilla. Desaforadamente caro, lógicamente, y tal vez un poco demasiado atrevido, de alcoba, pero no dejaba de ser una posibilidad…
Regresó a la suite poco después de las cuatro, tras haber cumplido una cita a las dos y media para un retoque al peinado y unas preguntas acerca del rey. Apenas se había quitado las gafas de sol cuando empezó a dar pitidos el teléfono privado; Andy había estado tratando de localizarla.
—Hola, no tenía intención de molestarte con esto, pero luego me acordé de que ¿no era Lutero una de las obras que interpretaba en Broadway el padre de Andy?
Diane era una de esas personas que dan por supuesto que uno conoce su voz al oírla por teléfono.
—Sí —confirmó Rosemary.
—Eso tenía entendido. Puede que desees echarle una mano a esos chicos. Están preparando su reestreno en uno de esos teatros de los aledaños de Broadway, acaban de empezar los ensayos. Resulta que el propietario del local es un luterano; dice que se trata de una herejía y los está echando a patadas con una excusa técnica. El cheque llegó con dos segundos de retraso.
—Si es luterano, ¿por qué cree que es una herejía? —se extrañó Rosemary—. Es una obra pro Lutero.
—¿Sabes lo que el hombre tiene en la cabeza? Lo único que sé es que disponen de dos días antes de verse arrojados al arroyo, van a celebrar una reunión de alguna clase y la directora es nieta de un viejo amigo mío. Si pudieses concederles cinco minutos sobre la libertad de expresión, eso los pondría en las páginas de la prensa y les salvaría la jornada. Ésa es la teoría. Francamente, el propietario no va a ceder; ya ha cometido esa mierda de tropelía otras veces y siempre se ha ido de rositas.
—¿Dónde y cuándo se va a celebrar esa reunión? —preguntó Rosemary.
Llamó a Judy a su apartamento. Oyó su mensaje y mantuvo la comunicación. Tras el pitido, dijo:
—Aquí, Rosemary… Judy. ¿Podríamos…?
—Estoy en casa, Rosemary. ¿De qué se trata?
—Hola. ¿Podríamos retrasar un poco nuestro encuentro de esta noche? Unos muchachos que están preparando una representación teatral han convocado una reunión y…
Se lo explicó.
—¡Sí, faltaría más! ¡Ayúdalos! ¡Es algo terrible eso de que la gente ponga trabas a la difusión de ideas! Aunque si el cheque llegó tarde y el hombre es dueño de la propiedad…
—Según Diane, a las nueve estaré de vuelta —dijo Rosemary—, pero la reunión es en la calle Carmine, en el Village, así que, para mayor seguridad, pongamos a las nueve y media.
—Por mí, vale. Estoy haciendo el equipaje y ese tiempo me vendrá bien.
—Tampoco tienes tanta prisa —dijo Rosemary—. Charlaremos un poco.
—Ya he tomado la decisión. La comuniqué. ¿Y qué dijeron? Buena suerte.
Rosemary llamó a Diane. Sólo dijo, en tono de voz grave:
—De acuerdo.
—¡Ah, estupendo! Puede funcionar; ¿no sería eso fantástico? Encargaré un coche. ¿A las siete y media?
—Telefonearé a Joe —dijo Rosemary—. Si quiere acompañarme, tal vez prefiera que vayamos en su coche. Volveré a llamarte. ¿Has visto a Andy hoy?
—Hoy no he visto a nadie, aparte mi doncella. Estoy en la cama con ciática.
—¡Oh, lo siento, Diane!
Llamó a Joe a su piso.
—Sí, desde luego. Podemos ir en mi coche. ¿Asistirá él?
—¿Andy?
—El luterano.
—Venga, Joe.
—Quizá tengamos algún amigo común, nada más. Conozco a varios propietarios de teatros. ¿A qué hora?
Llamó a Diane y tomó nota de la dirección.
—Tu contacto es el director de escena, Phil Algo. ¡Ah, enhorabuena por la encuesta!
Zumbó el timbre de la puerta. Llamaba Andy.
—Andy acaba de llegar —dijo Rosemary—. Ya te informaré de cómo va el asunto.
—Dale recuerdos…
Colgó el auricular y corrió hacia la puerta. Llegó en el momento en que Andy pulsaba el timbre por segunda vez. Abrió y las rosas acudieron a su encuentro, rosas que olían a rosas, redondas y rojas como las rosas que rodeaban la palabra MAGI.
Andy la sonreía radiante… ¿demasiado brillantemente?
—Cuéntalas —pidió, y puso en sus manos el manojo de tallos envueltos en el papel dorado de la floristería del vestíbulo.
—Son preciosas —Rosemary tomó el ramo—, gracias —le miró a la cara mientras Andy entraba y cerraba la puerta—. ¿Ocurre algo? —le preguntó.
—¿Bromeas? —respondió él—. Cuéntalas.
Nueve.
—Por la caída del punto nueve —explicó Andy—. ¡Eso es irradiación!
—¡Justo lo que yo pensaba! —Unieron sus mejillas, se las besaron mutuamente. Rosemary dijo—: ¡Oh, gracias, cariño! ¡Son realmente preciosas!
Hundió su rostro entre las rosas.
—Tu pelo parece haber cambiado —observó Andy, al tiempo que se bajaba la cremallera de la cazadora.
—¿Te gusta? Ernie estaba inspirado.
Le mostró ambos lados.
Entrecerrados los párpados, ladeada la cabeza, Andy emitió un:
—Hummm… se va a necesitar un pequeñísimo esfuerzo para acostumbrarse a él.
—Me encanta —aseguró Rosemary, y abrió la puerta de la cocina mientras Andy se quitaba la cazadora y la colgaba—. ¿Dónde has estado todo el día?
Rosemary abrió un armario.
—El alcalde nos llevó a unos cuantos de nosotros a Albany, en un vuelo —explicó—, para presentar al gobernador una petición acerca de la cuenta del hospital.
Rosemary sacó un jarrón de cristal tallado.
—¿Y fuiste vestido así?
—Sí. —Andy asintió—. Y, ¡rayos!, el gobernador se encabronó. —Se sonrieron mutuamente. Andy se apoyó en el mostrador y contempló el espectáculo de Rosemary disponiendo las rosas en el jarrón. Dijo—: El asunto que tenía programado para esta noche se canceló. ¿Quieres que vayamos al cine?
—No puedo —declinó Rosemary; se echó hacia atrás y entornó los párpados—. Tengo que soltar un discursito, aunque sea breve.
Se explicó, al tiempo que arreglaba las rosas.
—Me gustaría escucharte —dijo Andy.
—Ven si quieres —invitó ella—, pero Joe me va a llevar en su coche. Es un dos plazas, ¿no?
—Tres —corrigió él.
En tanto echaba agua en el jarrón con la manguera del pulverizador, Rosemary le miró y dijo:
—Con una condición.
—¿Cuál?
—Nada de «viejo», «colega» o «tronco» —impuso—. Ni uno solo en toda la noche.
—¿De qué estás hablando? —preguntó—. Yo no…
—¡Oh, Andy —secaba el jarrón mientras hablaba—, sinceramente! La verdad es que esperaba de ti más sutileza. Sabes perfectamente bien lo que quiero decir.
—Está bien —dijo. Se dirigió al televisor—, está bien, está bien.
—Me voy adentro —declaró Rosemary y puso el jarrón encima de la mesita de café—. Quiero descansar y tomar unas notas. Si te quedas, hay medio «jamón con suizo» en el frigorífico. O llévatelo contigo, sí quieres. Pienso pedir algo hacia las seis. Joe vendrá a buscarme a las siete y media.
—Aquí tenemos a Van Burén. —Andy estaba de pie ante el televisor, con el mando a distancia en la mano—. ¿Has oído? Suelta lo peor de su oratoria de charlatán callejero.
—¿A causa del anuncio? —preguntó Rosemary.
—Lee las encuestas.
Mike van Burén, tocado con sombrero vaquero, perfilado contra el cielo azul, con el aliento formando nubecillas de vapor, manifestaba por encima de varios micrófonos que los periodistas sostenían con la mano:
—… pueden enfriarse un poco, ¿no? Los Hijos de la Libertad Original dicen ahora que, si no se les presiona, reconsiderarán el Encendido, de modo que en realidad parece que, gracias a la consideración de Rosemary, el mensaje sincero, y el de Andy también, naturalmente, vamos a avanzar juntos como nación.
Andy se dio una palmada en el pecho.
—¡Mi carrera ha terminado! —exclamó. Rosemary se echó a reír.
—¡Oh, Dios —dijo—, se desplaza hacia el centro; será el próximo presidente antes que nosotros!
Riendo entre dientes, Andy cambió de canal y dijo:
—De eso, nada, te lo prometo.
—No entiendes de política —dijo ella.
—En este caso, confía en mí —repuso Andy.