10

Se despertó temprano y lúcida, con la sensación de estar como nueva, completamente recargada a pesar de los besuqueos y arrumacos, prolongados hasta la medianoche.

O, lo que era más probable, gracias a ellos. Había estado condenadamente cerca de olvidar por completo lo excitante que podía llegar a ser una fiesta sexual de pareja, incluso con las razonables y admirables limitaciones de Joe. Para Rosemary había sido el primer contacto real con un hombre en… casi siete años de su tiempo, a los que había que añadir los veintisiete más de la realidad. ¡Dioses!

Los besos no contaban, naturalmente.

Se perecía de ganas de que llegase la Nochevieja para pasarla con Joe.

¿A qué día estaban…? Era jueves, nueve. Tenía que hablar con él. ¿Cuánto se tardaba en comprobarlo? ¿Y exactamente qué cantidad de romanticismo tenían que manifestar, a la hora de la verdad?

Su moción de Año Nuevo tendría que esperar el momento oportuno; antes había que atender asuntos más importantes, como colaborar en la tarea de asegurarse de que todo el mundo efectuase el Encendido adecuadamente, llegada la hora.

De nuevo, como siempre que concedía al acontecimiento algo más que una consideración fugaz, el evento en sí, su belleza y poder simbólico la emocionaba. Hasta el martes anterior, durante la charla y el pase de cintas, no había tenido noticia de las imágenes de alta resolución que, enviadas por satélite, llegarían a la Tierra en el momento de prender las velas, ni del concierto —los Boston Pops, el Coro del Tabernáculo Mormón— que se retransmitiría en directo y en estéreo a todo el mundo. Quizás Andy no fuese un ángel, pero desde luego era un artista, porque el Encendido era nada menos que una obra formidable de arte conceptual, significativa y accesible a la humanidad en pleno.

Era un chiflado, naturalmente —¿no lo eran tantos como él?—, que se restregaba contra ella lo mismo que los bailarines, una docena de personas debía de haber… ¡En todas partes! No, no debería haberlo hecho en todas partes. Desde luego, se imponía mantener otra charla con Andy.

Al descorrer las cortinas, recibió una deslumbrante bofetada de sol dorado y levantó un brazo para protegerse los ojos de la brillantez que fulguraba sobre el acantilado de la Quinta Avenida. Un sol que rutilaba como nunca se había visto, tal como decía la canción.

Tampoco se habían visto nunca tantos practicantes del trote atlético. Entornó los párpados para mirar por debajo de los antebrazos hacia los dos carriles por los que hileras de pantalones cortos y chándales corrían en ambos sentidos, más allá de los automóviles y taxis que rodaban en dirección sur por Park Drive. ¿Quién hubiera imaginado que pudiese haber tantos majaretas locos por la salutífera forma física dispuestos a trotar a primera hora de la mañana, en pleno mes de diciembre, bajo un cielo azul, para después irse a cumplir una jornada laboral completa…?

Canturreó aquello de que las cosas salían como nunca. Con leotardos y chándal, bufanda alrededor del cuello, sombrero de ala flexible y un par de gafas obscuras —gafas de sol hasta aquella misma mañana— corrió junto a los chalados de la forma física, una colección increíblemente atractiva de neoyorquinos de aspecto decidido, la mayoría de los cuales ostentaban la chapa de Iimg2.pngANDY, unos cuantos embutidos en camisetas decoradas con Iimg2.pngANDY, mientras que otros declaraban su Iimg2.pngMOZART, el chocolate y la ISLA DE FUEGO.

Siguió con su tarareo, sobre lo aprisa que pasaba el tiempo cuando se estaba enamorado.

Y vio, con sorpresa —al otro lado de la calzada y más allá del parque, sobre Central Park West—, la casa Bram. Su tejado picudo y las torrecillas superiores, semiocultas por las ramas de los árboles. ¿Era la Bram? Lo poco que podía ver le pareció distinto en algún sentido. Más liviana.

Aguardó hasta que el semáforo situado al norte controló la circulación de taxis y turismos, y entonces atravesó la calzada.

Continuó por un camino en ligero ascenso, que se curvaba hacia la derecha; caminó por el borde, mientras los vehículos pasaban junto a ella, por su izquierda. Cerca de Central Park West, la carretera torcía a la izquierda y apareció a la vista el gótico edificio de ladrillos. La Bramford, sí señor.

La habían limpiado, mediante el baño de arena, el vapor o el sistema que utilizasen ahora. Las gárgolas habían desaparecido; las barras y estrellas ondeaban encima del pináculo del tejado.

El hogar de la infancia de Andy.

Con una sonrisa en los labios, Rosemary meneó la cabeza. Lo más probable era que en el patio se vendieran camisetas: una serie formada por una de Andy, otra de Theodore Dreiser y otra de Isadora Duncan. ¿Tendrían camisas con imágenes de Adrián Marcato y sus recuerdos de Satanás? ¿De las hermanas Trench pasando por la sartén a la dulce Daphne? ¿De Pearl Ames y sus animalitos de compañía?

Sollozó una mujer a espaldas de Rosemary.

Volvió la cabeza y vio, al otro lado de una nevada tapia de pizarra y de un espacio cubierto de matorrales, un claro en el que había unas cuantas personas formando un círculo. A la mujer que sollozaba, una joven vestida de negro, la apartaba del grupo otra de más edad.

Rosemary cerró los ojos. Se pasó la punta de los dedos por debajo de los cristales de las gafas y se apretó, frotándoselos, los globos oculares.

El Inconcebible, el que pensaba que ella había dejado incluso de pensar, de pensar en aquello, desde el preciso instante en que viera a Andy en televisión —exactamente se cumplía un mes de ello aquel día…—, el Inconcebible le dio una palmadita en el hombro.

Rosemary alzó la cabeza, se quitó las gafas y apartó la mano del Inconcebible. Se caló el sombrero, se cubrió la boca con la bufanda y siguió buscando un camino hacia el claro.

Descubrió uno que se desviaba del paseo por el que ella había avanzado, un camino de asfalto que trazaba una curva tras dejar atrás un letrero de Campos de Fresas y conducía a un punto donde seis o siete personas estaban reunidas formando un círculo alrededor de un disco de amplio diámetro, decorado en blanco y negro, dispuesto en el suelo y con unas cuantas flores y pliegues de papel encima. Algunos hombres y mujeres tenían la vista baja, como si estuvieran rezando, otros miraban al frente con expresión afligida. Varias personas, a cierta distancia, con las cámaras dirigidas sobre los reunidos, se acercaron, enfocaron el disco con los objetivos y empezaron a rodar.

Una mujer de majestuoso aspecto mediterráneo lanzó sobre el disco una brazada de rosas rojas, con los ojos cerrados y los labios escarlata en movimiento. Iba vestida de negro lo mismo que la joven, que todavía sollozando y con su madre, o quienquiera que fuese al lado, estaba sentada en uno de los bancos circundantes.

Rosemary se esforzó en mantener la calma, convencida de que experimentaba alguna clase de visión, cuando el Inconcebible se cinceló dentro de su cabeza: ANDY TIENE 33 AÑOS… LA EDAD QUE TENÍA JESUCRISTO CUANDO LE CRUCIFICARON.

Aquellas personas situadas frente al hogar de la infancia de Andy estaban reunidas en torno a un santuario que aún no existía. Pero que algún día iba a existir.

Respiró hondo y se acercó más al grupo, con los puños apretados a los costados.

El disco era un mosaico de azulejos blancos y negros y su dibujo era una rueda con radios curiosamente dentados. En el centro aparecía encajada una palabra de cuatro letras mayúsculas, de color negro, entre la masa de rosas; se puso las gafas para asegurarse: MAGI.

Ni por asomo pudo imaginar qué significaba, a qué doctores en algo podía invocar o anunciar y por qué. ¿Pero qué importaba? Volvió a quitarse las gafas, echó a andar y pasó por delante de los desconsolados, al tiempo que se calaba otra vez el sombrero y se ceñía la bufanda; apretó el paso al descender por otro camino que llevaba al paseo, emprendió el paso ligero al avistar la parte superior de una torre de cristal dorado que se alzaba a unos ochocientos metros de distancia, tropezó con alguien y siguió corriendo. Se excusó voceando por encima del hombro.

—¡Perdone, lo siento!

Un vejestorio tocado con gorra de los Yanquis y vestido con una camiseta que lucía la leyenda YOimg2.pngLOS SÍMBOLOS agitó el puño en dirección a Rosemary.

—¡Mira por donde vas, Greta Garbo!

Redujo el ritmo al llegar al paseo, aguardó y luego trotó para entrar en el camino que discurría hacia el sur.

Continuó con su paso ligero rumbo a la torre de cegadores destellos solares dorados donde estaba Andy.

* * *

Andy le había dicho el martes que la tarjeta tenía validez para franquearle la entrada al vestíbulo del ascensor privado: Rosemary no había esperado utilizarla. Apretó el 10 y salió disparada como un cohete hacia las alturas. Aún era temprano, pero normalmente Andy estaba en su despacho a las ocho, según decían tanto él como los medios de comunicación.

Y allí estaba aquella mañana. Cuando había recorrido la mitad de la cuarta parte de aquella planta de vacíos cubículos con mesas inútiles, Rosemary le oyó dirigirse a alguien en tono empecinado, tratando de meter baza. Al acercarse a la puerta de la antesala, que estaba abierta, le oyó claramente decir:

—¿Me dejas hablar? ¿Por favor? Quieres… ¡Eh! ¡Por favor! ¡Déjame terminar! ¿Vale? La mitad de las vallas publicitarias aún no están a punto, nos faltan más de la mitad en China y América del Sur, pero todo funciona al ritmo debido para que el viernes, lo más tarde, estén dispuestas, en todas partes.

Rosemary entró en la antesala —Judy aún no había ocupado su mesa— y la cruzó en dirección a la abierta entrada al despacho de Andy.

—Estamos saturando de un modo absoluto la televisión desde el lunes trece, y continuaremos haciéndolo hasta finales de mes, con los dos anuncios que tú mismo dijiste que daban en la diana con la máxima claridad, el del chaval y su abuelo… ¡Lo dijiste! ¡Justo el otro día! ¡Oh, mierda…!

Rosemary vio los dedos de Andy echar hacia atrás la leonada cabellera; los vio por encima del respaldo de la silla ya que Andy estaba sentado tras su escritorio, de cara a la ventana. Sostuvo el sombrero y las gafas con una mano, levantó la otra hacia la puerta… e hizo una pausa, al no desear interrumpir. Olía a café.

—Los números van a mejorar, te lo prometo; sinceramente, no creo que eso sea necesario ni práctico, y tampoco me parece lo más apropiado que… Bueno, naturalmente que ella querrá hacerlo, lo sé.

La silla giratoria dio media vuelta y Andy se quedó mirando a Rosemary.

Ella entró en el despacho y extendió las manos con las palmas hacia arriba en gesto de disculpa.

Andy le sonrió y le hizo señas para que entrase.

—Rene —dijo por el micro del teléfono, al tiempo que se ponía en pie, vestido con camiseta de los Hijos de Dios y pantalones vaqueros—. Perdona. Dispénsame. Acaba de llegar mi madre, Rene; ¿podemos dejarlo ahora mismo, por favor? —Rodeó el escritorio mientras Rosemary se adentraba en el despacho—. Sí, lo haré —dijo. Se dirigió a Rosemary—: Te desea bonjour. El aeropuerto.

—Ah —articuló Rosemary. Recordaba al francés de edad al que había estrechado la mano. Agitó los dedos.

—Mi madre también te desea bonjour —dijo Andy. Sonrió a Rosemary con los ojos—. Hablaremos cuando estés en casa, ¿de acuerdo? Que tengas un buen vuelo. Y hazme el favor de dar las gracias a Simone por su generosa oferta y dile que deseo disponer de un poco de tiempo para programar una docena más de conciertos. Ciao a tus encantadoras nietas. —Colgó el teléfono— ¡Uf! —exclamó y, al tiempo que iba hacia Rosemary, se secó las manos pasándoselas por la frente y el pelo—. Gracias por rescatarme. Es uno de nuestros principales patrocinadores y un muchacho estupendo, ¡pero qué aprensivo! —Se pasó las manos por las perneras de los vaqueros—. Y su esposa es la peor soprano del mundo.

Cogió a Rosemary por los hombros y la besó en la mejilla.

Ella se arrimó a Andy, apoyó la cara en su hombro, le retuvo; escuchó los latidos de su corazón cuando los brazos de Andy se cerraron en torno a ella.

—Estás fría, ¿anduviste corriendo por la calle? —preguntó Andy.

—Hummmm —afirmó Rosemary, pegada a él.

—¿Con Joe?

—Sola.

—¿Y nadie se ha metido contigo?

Rosemary levantó la mano que sostenía el sombrero y las gafas.

Andy se echó hacia atrás y la contempló de pies a cabeza.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—He estado preocupándome por ti —dijo Rosemary. Alzó la mirada hacia él—. Temo… que pueda sucederte algo terrible…

Tras emitir un suspiro, Andy asintió.

—Puede —concedió—. Cosas terribles les suceden continuamente a las personas terribles. Mira a Stan Shand. A Kersplat.

—¡Oh, no! —le golpeó en el brazo.

—¿Tienes alguna idea particular en la cabeza? —preguntó Andy.

—No —repuso ella—. Sólo es que estoy asustada. Allá arriba, enfrente de la Bram…

Le miró.

—¿Has visto lo que le hicieron a la casa? —preguntó Andy.

Rosemary dijo que sí con la cabeza.

—De ello me siento un poco culpable —confesó Andy—. Pero eso no es lo que te asustó; ¿qué fue? Veo que estás alterada…

La palmeó en la espalda.

—He visto… —silabeó Rosemary.

—¿Qué? —preguntó Andy; la acarició, bajó la mirada sobre ella.

Rosemary se encogió de hombros, suspiró.

—Sólo un hombre con un letrero anti-Andy.

—¿Un Hijo de la Libertad Original? —apuntó él—. Son una payasada, como la Brigada Ayn Rand. No te preocupes, estoy tan a salvo o tan en peligro como cualquier hijo de vecino. Más seguro. Todo el mundo me quiere, ¿recuerdas?

—Si la gente descubre…

Miró a su hijo.

—No lo digas —repuso Andy—. Desde luego, yo no voy a decirlo. ¿Quieres un poco de café? Acabo de prepararlo. Estupendo y reciente.

Rosemary suspiró y dijo:

—Me encantaría.

Andy la besó en la cabeza y a continuación se separaron. Rosemary se quitó la bufanda mientras Andy se dirigía a la mesa situada al lado del escritorio.

—Ve con Joe la próxima vez —le aconsejó—. O conmigo; a mí me sigue gustando correr. O con algún miembro de seguridad. De haberte reconocido alguien, es posible que una multitud se te hubiera echado encima.

—Muy bien —Rosemary se sentó en el sofá. Se frotó las manos.

Andy le llevó una taza de los Hijos de Dios llena de café, con una cucharilla y un paquete de edulcorante.

—La verdad es que iba a llamarte dentro de unos minutos —declaró, al tiempo que se sentaba en una silla, con una taza de café en la mano. Indicó el escritorio con un movimiento de cabeza—. Antes de que llamase Rene estuve hablando con Diane. Había celebrado una de sus teatrales reuniones tipo tormenta de cerebros en busca de alguna idea genial, pero no surgió nada esencial y tú no deberías sentirte presionada ni obligada a tenerlas; te lo digo en serio. Si quieres dedicarte la semana que viene a cumplir tus propios planes, puedo indicar a Judy que se encargue de concertar las citas con las emisoras o bien podrías…

—Al grano, Andy —le interrumpió.

—Vamos a ir a Irlanda —dijo él—. Estaremos allí unos días, la semana próxima. Dublín y Belfast. Por tus raíces irlandesas y porque quiero animar las cosas con el IRA. La idea es, si ellos ponen allí más carne en el asador respecto a nosotros que en cualquier otro sitio y eso proporciona la máxima cobertura a escala mundial, quizá los Hijos de Dios británicos puedan conseguir que el rey incremente sus visitas y nosotros mencionaremos la cuestión del huso horario cada cinco minutos. Ya comprendo que esto va a ser difícil de vender.

Rosemary se recostó en el sofá, pestañeó varias veces, miró a Andy con los párpados entornados y bajó la taza.

—Claro que quiero hacerlo —dijo—. Andy, no te entiendo. —Se inclinó sobre él, le cogió las manos—. Actúas como si estuvieras vendiendo cigarrillos. ¡Estamos promoviendo un acontecimiento maravilloso, un acontecimiento hermosísimo que va a agitar y entusiasmar al mundo entero! No reduzcas su importancia al mínimo; el Encendido es una obra de arte. Lo digo en serio. Teníamos montones de amigos artistas, Guy y yo, y algunos creaban happenings, espectáculos en los que el público participaba y se enriquecía, de modo que hablo con conocimiento de causa. El Encendido va a ser el mayor acontecimiento, el mayor happening jamás visto.

Andy suspiró.

—De acuerdo, mamá —concedió—, dejaré de quitarle importancia.

—Naturalmente que iremos a Irlanda —dijo Rosemary—. Siempre quise ir allí algún día. —Sacudió la cabeza—. ¡Cómo me gustaría que Brian y Dodie no estuviesen en ese crucero…!

—Sólo iremos nosotros dos, tú y yo solos —dijo Andy.

Rosemary se le quedó mirando.

Él la sonrió.

—Lo de anoche fue cosa del champán —dijo—. De no ser por el champán no me habría restregado contra ti de aquella manera. Me comportaré. De verdad.

Centelleó el tigre que llevaba dentro.

—Mi ángel Andy —articuló Rosemary, y reflexionó durante unos segundos, mientras él aguardaba, con la vista fija en su madre. Al final, ella dijo—: No, decididamente voy a necesitar una secretaria a mi lado. Preferiblemente, alguien a quien conozca y con quien me compenetre. ¿Alguna sugerencia?

Andy suspiró.

—No se me ocurre quién puede ser la persona idónea, pero trataré de pensar en alguien.

—Bueno —repuso Rosemary—. Y mi novio también viene.

Andy la miró, sorprendido.

—¿Tu novio? —preguntó.

Rosemary asintió.

—Las grandes estrellas viajan así.

Sonrió y le dedicó un aleteo de pestañas en plan primera figura cinematográfica.

A Andy no pareció hacerle gracia.