Pasó el viernes con los nervios como tirabuzones, pensando en que al día siguiente por la tarde Andy estaría en el aire, a diez mil metros de altitud.
Y que aterrizaría al día siguiente por la noche…
Hacia media tarde llamó a Joe con el fin de ponerse de acuerdo con él para acompañarle al aeropuerto.
—El gimnasio, centro de ejercicios físicos o lo que sea —dijo Rosemary—, es mixto a todas horas, ¿verdad?
—Unisex. Claro. ¿Cuándo piensas ir?
—Ahora —manifestó ella—. Quiero soltarme un poco. Estoy algo tensa con eso de que Andy llega mañana.
—Dame veinte minutos. Me dejaré caer por allí para presentarte a los muchachos y garantizar el que nadie se meta contigo.
—No quiero que se eche a nadie por mi culpa, Joe —dijo Rosemary.
—Sólo es cuestión de enseñar a la gente el modo en que debe comportarse, nada más. No te preocupes.
—Estupendo —dijo Rosemary—. Gracias. Cuando estés a punto. Sin prisas.
Pedalearon uno junto al otro en bicicletas estáticas. Joe le habló de Verónica, su ex después de veinte años, que trabajaba ahora en el sector inmobiliario en Little Neck, y de Mary Elizabeth, su hija, que iba a hacer un master en económicas en Loyola. Rosemary le habló del mensaje publicitario propuesto y de lo que le complacía colaborar activamente con los Hijos de Dios. Ambas ideas le parecieron de perlas a Joe.
Rosemary saltó a la comba, fatal, fatal, mientras Joe golpeaba y golpeaba con los puños, impresionantemente, el saco de tierra.
—Solía boxear —explicó, sin dejar de practicar el juego de piernas, dale que te pego, simultáneamente, al saco—. Guantes de oro. Peso medio.
—Yo solía saltar a la comba —repuso ella, mientras soltaba aquella maldita cuerda, que se le había enroscado en los tobillos—. En el equipo juvenil del instituto de Omaha, dos años en el campeonato escolar.
—Se ve por tu forma —dijo Joe, martilleando el saco.
Caminaron uno junto al otro en las cintas deslizantes.
—Un lugar formidable, ¿eh?
—Oh, tremendo —convino Rosemary—. Un verdadero elevador de la moral.
Los fogonazos de una sesión fotográfica se disparaban al otro lado de la sala. Muchachas inmensas con trajes de baño minúsculos.
Joe adoptó un aire despectivo y desvió la vista, mientras seguía andando.
—No es mi estilo —dijo—. Ronnie era modelo de alta costura cuando empezamos a salir juntos. La primera vez que me dio de lado llamé a Personas Desaparecidas. —Sonrió a Rosemary—. Mi madre era alta y delgada, un palo de escoba. Ya sabes lo que nos pasa a los chicos: «Quiero una chavala, justo como la chica, esa que se casó con mi querido papá».
Sin interrumpir las zancadas, Rosemary asintió.
—Sí, sé cómo es eso —dijo—. Lo sé.
* * *
Seguía con los nervios de punta cuando volvió a la suite. Llamó a Judy, que se encontraba en casa y parecía estar en plan lacrimógeno. Más que aceptar la invitación, se precipitó sobre ella.
Llegó a las ocho en punto, con un pañuelo, un abrigo de paño con los hombros mojados y una bolsa de Bloomingdale, de color castaño. Bajo el abrigo, el sari era de color melocotón; de la bolsa salió un tablero de plástico del juego de Scrabble con un plato giratorio incorporado y recipientes moldeados para las fichas de las letras, una bolsa con cordón, dos plantillas negras, un reloj de arena en miniatura en una caja plateada y, naturalmente, un marcador.
Dispusieron todos los elementos del juego encima de la mesa situada junto a la ventana. Caía una nevada ligera, que espolvoreaba de blanco las copas de los árboles del parque y tendía una capa de neblina sobre los acantilados de luces de la Quinta Avenida a lo largo de ochocientos metros. Rosemary ganó la primera jugada.
A través de los cristales de las gafas observó las letras de JETTY IR de la plantilla, mientras se esforzaba en no pensar en hielo acumulándose sobre alas de avión, y en el maldito reloj puesto en un lado de la mesa (la arena se terminaba). Cogió las letras por grupos. Las colocó en los cuadros del tablero para formar la palabra JITTERY[1].
—Doble sobre la J —dijo—, doble palabra, cincuenta puntos de bonificación.
Judy golpeó el artilugio… no con una uña especial, sólo con un juego de perlas ovaladas.
—Cien —declaró—. Buen principio.
—Gracias —repuso Rosemary; lanzó a Judy una mirada por encima de las gafas, al tiempo que extraía nuevas letras de la bolsa.
Judy le dio la vuelta al reloj de arena, miró el tablero a través del rímel, parpadeó y procedió a colocar letras bajo la J, hasta formar JINXED[2].
—Doble palabra —dijo.
Rosemary cogió un puñado de letras, alargó la mano sin darle la vuelta al tablero y formó la palabra FOXY[3], aprovechando la X y valiéndose del espacio libre que quedaba al lado de ésta.
Judy gimió, lloró y se mesó el pelo.
—¡Ahora ha destrozado también mi Scrabble! ¡Mira lo que hice! ¡Una X junto a un espacio libre! ¡Has ganado! ¡Me ha fundido el cerebro! ¡Él ha convertido mi vida en una MIERDA! ¡Me ha gafado! ¡Me ha gafado! ¡Por eso vi la palabra!
Se arrojó encima del tablero, sollozó y empezó a pegar puñetazos en la mesa.
—Oh, querida —dijo Rosemary, al tiempo que cogía el reloj de arena. Lo puso vertical y se levantó. Rodeó la mesa, se inclinó sobre Judy, le acarició el pelo y se lo echó hacia atrás—. ¡Ah, Judy, ah Judy…! Ningún hombre merece que nos disgustemos por él, ni siquiera…, oh, Dios, es Andy… ¿verdad? ¿Verdad que es Andy? Es él, ¿verdad?
Síes gimoteados entre sollozos, síes y Andys.
Rosemary asintió y dejó escapar un suspiro. Sus reflejos perdían rapidez. Era la edad provecta.
Judy se levantó de encima del tablero, sin dejar de llorar, con las fichas de las letras desprendiéndosele de las mejillas y el rímel aguantando sorprendentemente bien.
—¡Odio a Andy! —alzó la voz, rasgó la seda del vestido al arrancarse bruscamente la chapa, que arrojó contra la ventana—. ¡Sólo la llevaba porque no quería que tú sospechases! ¡Le odio! ¡Me fabricaré mi propia chapa para proclamar mis verdaderos sentimientos! ¡Oh, Rosemary, si conocieses toda la historia, si supieses lo que va a pasar en el noveno…!
—Chissst, chissst. —Rosemary la abrazó y trató de consolarla—. Chissst. Cálmate, querida —dijo—. Chisst. Respira hondo, lo que se dice profundamente. Eso es… Así, buena chica… Vamos… Eso está ya un poco mejor. Y ahora, ¿por qué no te das en la cara unos toquecitos de agua iría y luego charlamos tú y yo largo y tendido? ¿Te gustaría beber algo? Hay servicio de habitaciones, de modo que si te apetece algo de comer, no tienes más que decirlo.
* * *
Se acomodaron en el sofá.
—Habló en un acto organizado a beneficio de los damnificados indios por las inundaciones —explicó Judy, mientras se enjugaba los ojos—. El verano pasado, en el Madison Square Garden. Yo presenté una propuesta que había redactado para la mejora de los sistemas de distribución de alimentos y conseguí entregársela personalmente. En aquel mismo instante surgió el chispazo entre nosotros.
Rosemary asintió, a la escucha.
—Al cabo de unos días —prosiguió Judy—, me convocó aquí, en su despacho, y me invitó a unirme a los Hijos de Dios, al principio en calidad de secretaria, pero con la perspectiva, la promesa, de subir más alto. Iniciamos una relación —en plan de igualdad—, pero en cuestión de días, mejor dicho, de noches, se hizo dueño y señor de mí. No puedes imaginar, ni por lo más remoto, lo increíblemente buen amante que es.
—No —respondió Rosemary—, no, claro que no, dado que soy su madre. No, desde luego, me es imposible. No.
—Quiero decir en sentido general —dijo Judy. Se acercó más a Rosemary—. En mi cultura, las mujeres estamos siempre dispuestas a confiar en las demás en lo que se refiere a cuestiones íntimas. Tengo dos hermanas casadas y a mis compañeras de cuarto en Vassar nada les gustaba más que hablar de sus actividades sexuales. Así que aunque sólo he conocido a otro hombre más —un tipo llamado Nathan del que lo mejor que puedo decir es que era un canalla—, sé que todos los hombres, y no sólo éste, se interesan más por su propia satisfacción que por la de su pareja. Y la verdad es que, cuando el orgasmo se acerca, las mujeres también hacen lo mismo, n’est-ce pas? ¿No nos entregamos todas en última instancia exclusivamente a nuestra propia excitación cuando empieza a elevarse?
Rosemary asintió.
—Andy no —dijo Judy, y suspiró—. Mantener siempre el dominio de sí parece formar parte de su naturaleza, siempre estaba pendiente de mí, de mis necesidades y de mis sentimientos. ¡Y de lo que está pendiente ahora es de las necesidades de ELLA, de sus malditos sentimientos! ¡No puedo soportarlo!
Se mesó el cabello.
Rosemary le cogió las muñecas.
—¿De quién? —preguntó—. ¿A quién te refieres?
—¡A la mujer que está en Roma con él! —gritó Judy—. ¡Y con la que se va a ir a Madrid! ¡Su nuevo amor! ¡La mujer con la que estuvo después de vuestra cena el día de Acción de Gracias, mientras yo me pasaba toda la noche esperando su llamada! ¡La que se llevó a su retiro el fin de semana, en vez de llevarme a mí! ¡Tiene que haber alguien! ¿Por qué otra razón iba a estar una semana sin dirigirme palabra, Rosemary, ni una sola PALABRA en ocho días con sus ocho noches? ¿Qué otra razón puede haber?
Rosemary guardó silencio durante un momento. Se encogió de hombros.
—No lo sé… —dijo.
—Y si eso fuera lo peor… —Judy respiró hondo, meneó la cabeza y lanzó una mirada de soslayo a Rosemary—. Me enseñó a practicar… unos numeritos que yo ni siquiera sabía que existiesen…
—Basta ya, no sigas —ordenó Rosemary, y su mano se cerró con fuerza en torno al brazo de Judy—. Desde luego, no quiero oír detalles. Pero te preocupas sin motivo. Andy no ha ido a Madrid, interrumpió ese viaje porque hay aquí alguien a quien él echa mucho de menos. Me lo dijo ayer por la mañana.
—¿Ah sí? —Judy se la quedó mirando.
Rosemary asintió.
—Sí —confirmó—. Vuelve mañana. Tengo la absoluta certeza de que te llamará. Me apuesto algo. Y estoy segura de que ha tenido alguna buena razón para no llamarte. También me apuesto algo.
—¡Oh, Rosemary! ¿Lo dices en serio? —preguntó Judy—. ¿De verdad no dices eso exclusivamente para que me sienta mejor?
Rosemary le sonrió.
—Judy —dijo—, soy la mamá de Andy. ¿Crees que te mentiría?
Judy sacudió la cabeza, sonriente.
—No —reconoció—, no. ¡Gracias, Rosemary! ¡Muchas gracias! —Se secó los ojos, suspiró, volvió a sacudir la cabeza—. Mírame, yo era una mujer inteligente y capacitada, con un trabajo importante que desarrollar… y él me ha hecho descarrilar por completo, me ha convertido en una pánfila llorica que pone una X junto a un espacio rosa.
Rosemary le dio unas palmaditas en la mano, se levantó del sofá y dijo:
—Vamos, empezaremos otra vez la partida desde el principio.
—¡No! —protestó Judy, al tiempo que se ponía en pie—. No sería justo. ¡Ya tenías cien! Es fácil volver a ponerla como estaba: tú tenías «jittery», yo formé «jinxed» y tú «foxy».
Sentada a la mesa, Rosemary denegó con la cabeza.
—No, cariño, empezaremos una nueva partida. Insisto.
—Vale, pero tú sales.
Mientras recogían las fichas de las letras, Judy preguntó:
—¿También los anagramas se te dan tan estupendamente?
Rosemary recordó aquel día, semanas antes de dar a luz, en que estuvo trasponiendo las letras del juego de las palabras, ordenándolas de modo que formasen alternativamente los nombres de STEVEN MARCATO y ROMÁN CASTEVET, mientras se daba cuenta de que el vecino que había trabado amistad con ella y con Guy era el hijo de Adrián Marcato, el satanista del siglo XIX que había vivido en la casa Bramford.
—Sí, se me dan muy bien —reconoció.
—La noche de Acción de Gracias —dijo Judy—, mientras esperaba a que Andy llamase, acabé por resolver el anagrama del asesino nunca visto, después de pasarme más de un año rompiéndome la cabeza tratando de solucionarlo mientras viajaba en tren o autobús o aguardaba en salas de espera. —Suspiró, se alisó el pelo—. Una compensación realmente ínfima, en verdad.
—Suena criminal —dijo Rosemary, al tiempo que sacaba letras de la bolsa.
—Fue una observación —dijo Judy—. El anagrama es «Roast Mules».
—¿«Roast Mules»?
—R, O, A, S, T —deletreó Judy, a la vez que le daba la vuelta al reloj de arena— M, U, L, E, S. Podían haberlo hecho como una palabra inglesa corriente de diez letras, tan corriente que la usaran los niños de cinco o seis años.
Tras revolver las fichas sobre el tablero, Rosemary dijo:
—Me encargaré de ello luego.
—No me vengas a implorar la solución —repuso Judy. Sacó letras de la bolsa—. Gastarás saliva en balde; soy inflexible. Y no vale utilizar el ordenador.
—No sé utilizarlo —dijo Rosemary—, pero la verdad es que tengo que aprender a dominarlo. ¡Qué magnífica herramienta! ¿Quién hubiera dicho que llegarían a ser tan pequeños y son baratos? ¡Antes llenaban habitaciones enteras! Doble en la Y, doble palabra.
A partir del espacio rosa central, fue colocando las letras de DANDY.