Decidió aplazar la visita a Omaha hasta pasado el día de Año Nuevo. De sus cinco hermanos, todos mayores que ella, tres continuaban vivos, una hembra y dos varones. Había hablado por teléfono dos veces con cada uno de ellos, una vez como Rip van Rosie y otra como madre de Andy… Probablemente esas ocasiones representaban mucho más tiempo del que había hablado con ellos en todo el año que precedió al día en que los miembros del aquelarre la apartaron de la circulación. Brian, el hermano al que más apreciaba, que se había unido a Alcohólicos Anónimos, gracias a Dios, y estaba seco desde el 82, iba a partir el lunes junto a su esposa Dodie, con motivo de su treinta y cinco aniversario, para emprender un crucero alrededor del mundo —encenderían sus velas en Auckland (Nueva Zelanda)— y Eddie, el menos santo de su devoción, no parecía haber cambiado nada con el tiempo.
—Dile a Andy que su tío Ed habla en nombre de treinta mil miembros del gremio de carniceros cuando dice, con todos los respetos, que debería dejar de ser tan blandengue con los ateos paranoides. Van Burén tiene razón; deberíamos obligarles a encender velas, a punta de pistola si es preciso.
* * *
Judy fue Vassar ’93 y naturalmente era muy bonita, con su luminosa cabellera negra recogida en recatado moño, su piel color canela, sus ojos espléndidamente orillados de negro y su lunar rojizo, del tamaño de una moneda de diez centavos, por encima del puente de la nariz. Llevaba la chapa de IANDY prendida en un sari de tono pastel. Su apellido era Kharyat. El lunes por la mañana, envuelta en seda color lima, llevó a Rosemary un desglose efectuado en impresora de ordenador de los miles de mensajes recibidos desde las seis de la tarde anterior, junto con los modelos que se sugerían para responder a la mayor parte de ellos.
Se sorbía la nariz y se secaba los ojos continuamente, mientras Rosemary y ella trabajaban en la mesa colocada junto a la ventana del salón. A ese paso, el rímel no le iba a durar hasta la hora del almuerzo. Rosemary le tocó una mano y le preguntó:
—¿Ocurre algo malo, Judy?
Judy suspiró, sus ojos castaños miraron tristemente a través del negro chafarrinón del lápiz de ojos que quedaba allí.
—Un chico —dijo, y levantó la vista—. ¡Oye, no puedo creerlo!
Sollozó y se aplicó el pañuelo de papel a los ojos. Rosemary suspiró y asintió con la cabeza; recordaba a su Guy.
—Seguro que le pueden hacer polvo a una —declaró. Palmeó la mano de Judy. Animó—: Si quieres contármelo, soy una buena oyente.
Se perecía por oírlo.
—Gracias —articuló Judy, y se las arregló para esbozar una sonrisa, mientras se enjugaba los ojos—. Sobrevivo.
Cuando se disponían a marchar, Rosemary vislumbró en el maletín de Judy unas cuadrículas de crucigrama, rellenas con letra cuidadosamente caligrafiada.
—¿Juegas al Scrabble? —le preguntó.
A la preciosa india se le iluminó el rostro.
—¡Apuesta a que sí! ¿Dos minutos de límite…?
—Hummm… Una noche, dentro de poco —pospuso Rosemary.
* * *
La división de TV ocupaba la cuarta parte de la planta décima, en el noroeste. Al acercarse al despacho de Craig, Rosemary pasó por delante de unos cuantos miles de palmos cuadrados de compartimentos desiertos con escritorios vacíos: ordenadores y teléfonos, pero ni un alma. Cuadros y papeles clavados con chinchetas en las mamparas…
Ataviados con pantalones vaqueros y camisetas de manga corta de los Hijos de Dios, apoltronados en sus sillones y apoyadas las zapatillas deportivas que calzaban en la mesita de café, Craig y Kevin veían la televisión: Edward G. Robinson en una película en blanco y negro. Ellos también eran personas en blanco y negro (aunque se suponía que usar la voz negro estaba fuera de lugar, por no decir proscrito). Craig parecía Adam Clayton Powell y Kevin hubiera parecido un muchacho de diecinueve años llamado Kevin… de no ser porque hoy en día bastantes Kevin de diecinueve años son probablemente bajos y además chinos.
—¡Rosemary! ¡Hola! —saludaron y se pusieron en pie de golpe.
Kevin volcó su Coca-Cola.
—Sentaos, sentaos —dijo Rosemary—. ¡Caray, qué vista más maravillosa!
Se llegó a la ventana y su mirada dejó atrás los edificios del West Side para llegar al río Hudson y recorrer de punta a cabo, en toda su longitud, el puente de George Washington.
—¿No es formidable? —comentó la voz profunda de Craig, a espaldas de Rosemary.
—¡Fantástico! —Rosemary se volvió, movió la cabeza en dirección a la puerta y quiso saber—: ¿Dónde está la gente?
—Vacaciones desde Acción de Gracias hasta Año Nuevo —explicó Craig—. Todo el personal.
—Eso es generosidad —dijo Rosemary.
—Andy es así —sonrió Craig—. No hay mucho que hacer; el espectáculo de Año Nuevo está listo.
—¿Qué me dices de lo que hay en rodaje?
—No gran cosa —repuso Craig—. Estamos reduciendo la producción para el año próximo. Casi todo serán reposiciones.
Kevin limpió la mesa con toallas de papel.
—¿Qué estabais viendo? —preguntó Rosemary, con los ojos puestos en Edward G. Robinson, que le suplicaba a Hedy Lamarr, no, a una dama que se parecía a ella.
—La mujer del cuadro —dijo Craig—. Fritz Lang, 1944.
—No creo haberla visto —dijo Rosemary.
—Es buena. Cine negro.
Se sentaron y miraron la película durante unos minutos.
—¿Me querías ver por algún motivo en particular? —preguntó Craig.
—Sí —dijo Rosemary.
—Perdón, tenía que habértelo preguntado en cuanto llegaste. —Se puso en pie. Se dirigió a Kevin—. Tú sigue mirando la película. Vamos adentro.
Le mostró a Rosemary el despacho contiguo. Allí todo daba la impresión de que no quedaba nada por hacer; encima de dos mesas escritorio había pilas de documentos, impresos de ordenador y revistas, a lo largo de una pared había monitores, altavoces y un equipo de audio; en las otras, estantes con casetes y discos. Craig separó dos sillones giratorios móviles.
Cuando Rosemary tomó asiento, Craig la imitó, hizo rodar su sillón para acercarlo al de ella y se inclinó hacia adelante, apoyados los codos en los brazos del sillón, entrelazadas las manos, ladeada la cabeza, listo para escuchar.
—Lamento que, incluso aunque Andy haya bajado la temperatura en términos generales, quede todavía un punto caliente, el que se refiere a los ateos paranoides y la forma en que reaccionan. Ignoro qué tenéis en marcha…
—Casi nada —dijo Craig.
—… y tampoco deseo meter baza allí donde no hago falta…
—Rosemary —declaró Craig—, aceptaremos de mil amores cualquier sugerencia que desees brindarnos.
—Sé que Andy quiere que se respeten los derechos de esa gente —manifestó ella—, ¿pero no parece que dista bastante de haber hecho lo suficiente sobre eso? Me gustaría ver un mensaje publicitario en el que enfocara el asunto frontalmente, y quiero decir frontalmente, un anuncio en el que hable sin tapujos a mi hermano Eddie, el coleccionista de armas, mientras aún hay tiempo de enfriar las cosas antes de Año Nuevo. De modo que tendría que hacerse enseguida. Y creo que de manera sencilla sería mejor que complicada.
Craig bajó la vista, y golpeó rítmicamente el suelo con las zapatillas deportivas que calzaba.
—Eso tiene mucha lógica, Rosemary —opinó—. ¿Lo has comentado con Andy?
—No —dijo la mujer—. Deseaba comprobar primero si había en marcha alguna cosa, y consultarte a ti.
—Gracias, es un detalle que aprecio —repuso Craig—. ¡Eh, tengo una idea! ¿Por qué no damos un repaso a lo que hemos hecho? —los especiales, las cuñas publicitarias, todo el cotarro— y luego, cuando Andy esté aquí de vuelta, que será… ¿cuándo?, ¿el lunes?, tú lo preparas a toda velocidad y nosotros podemos montar una reunión para tratar no sólo esto, sino también la manera de evitar tanto recorte de la nueva producción. Eso fue idea de Jay… ya sabes, el genio de los números. —Meneó la cabeza y se dio unos toquecitos en la sien—. Esa clase de gente, no sé de dónde salen.
Enseñó a Rosemary el modo de utilizar la reproductora de casetes y su mando a distancia, así como la forma en que, más o menos, se preparaban las cintas… la producción propia de los Hijos de Dios, la cobertura de noticias relativas a sus actividades y los documentales de todas clases sobre temas relacionados con las mismas. También las películas, algo sobre los discos de larga duración que usaban diferentes tocadiscos.
—¡Es impresionante! —exclamó Rosemary, y miró a su alrededor—. No tendréis por casualidad Lo que el viento se llevó, ¿o sí?
—Mira por dónde, sí que la tenemos —sonrió Craig—. Incluidas pruebas, tomas desechadas y un montón de material diverso.
—¡Oh, Dios! —exclamó Rosemary—. ¡Estoy en la GLORIA!
* * *
—Buenos días, ¿puedo preguntar quién llama? —articuló una agradable voz femenina con un pelín de L japonesa en la pronunciación.
—Aquí, la madre de Andy —dijo Rosemary—. Él me dio este número.
—Un momento, por favor. ¿Habla Rosemary E. Reilly?
—Sí —dijo Rosemary.
—Hágame el favor de colgar, Rosemary. Andy corresponderá a su llamada enseguida. Si desea usted llamar a un número distinto, pulse el uno.
Rosemary colgó, con la sospecha de que había estado hablando con un microcircuito integrado de ordenador. Habría tenido que ver El mundo está loco, loco, loco.
Levantó un poco más los almohadones sobre los que descansaba la espalda, se puso las gafas, tomó la otra mitad de la medialuna de encima del plato que estaba sobre la bandeja, qué diablos, y empezó a morderla mientras echaba un vistazo al crucigrama. Solucionó mentalmente la esquina superior izquierda y pasaba la página del periódico con una sola mano para pasar al suplemento de libros cuando sonó el teléfono. Soltó el periódico y el trozo de medialuna, se chupó la yema de los dedos para eliminar las migas, se limpió los dedos frotándoselos en el satén de la ropa de la cama y descolgó el auricular.
—¿Hola?
—Hola, mamá, ¿todo va bien?
—¡No podría ir mejor! —respondió Rosemary—. ¡Desayuno en la cama! Me siento como en una película de la MGM, la vieja Metro Goldwin Mayer. Norma Shearer, Garbo…
Se dejó caer sobre la seda.
Andy rió al oído de Rosemary.
—Creo que deberías cortar.
Sonriente, ella se quitó las gafas y preguntó:
—¿Dónde estás, ángel?
—En Roma, precisamente en el lugar más adecuado para un ángel.
—Tu voz suena como si estuvieses a la vuelta de la esquina.
—Ya me gustaría. ¿Qué ocurre?
—No pretendo ser avasalladora, pero… —empezó.
—Si se trata de Craig y del mensaje comercial, le llamé para otro asunto y me lo ha contado. Creo que es una gran idea.
—¿De verdad? —dijo Rosemary.
—Absolutamente. Hay que hablar con alguien que mire las cosas con ojos nuevos, ¿y quién puede tener ojos más nuevos que Rip van Rosie? No sólo respecto a los anuncios, sino también respecto a todo lo que está en marcha. Has puesto el dedo sobre una llaga que yo debería haber detectado hace semanas. Pondremos manos a la obra ya, tú incluida. Lo que siento es verme ahora en medio de un asunto que me impide estar allí ahora. Vuelvo el sábado.
—¡El sábado! —exclamó Rosemary.
—He cancelado la visita a Madrid. —Un segundo—. Hasta ahora, nunca había echado de menos a nadie.
* * *
Vio el lote completo de cuñas publicitarias y mensajes especiales de los Hijos de Dios —los mejores del medio, indudablemente—, magníficamente producidos, escritos y puestos en imágenes con elegancia y sensibilidad… En todos figuraba Andy. A veces, cuando hablaba con ella, acerca de la gran iluminación, de encender la vela de Rosemary, y demás, la mujer casi veía en los ojos nuevos el titilar de los antiguos. Ella entonces rebobinaba la cinta, detenía el retroceso, avanzaba las imágenes poco a poco, fotograma tras fotograma, pero no, allí no había nada… sólo los ojos color avellana y el recuerdo de Rosemary, en el que volvía a captar sus hermosos ojos de tigre como colofón al beso, aquel beso maligno, espantoso…
Pero, realmente, ¿podía alguien reprochárselo? ¡Pobre ángel solitario…!
Y no era como si ella tuviese el aspecto físico que debía de tener su vieja madre. Todo artículo que aparecía en los diarios y revistas y toda noticia de los bustos parlantes de la televisión… en fin, era inútil pensar siquiera en lo que tenían que decir sobre el particular.
Lo miró, cinco o seis veces, una cuña de diez segundos en la que Andy aparecía como el mejor Jesucristo, fuerte, bondadoso y guapísimo, ni más ni menos, mientras le encargaba a su madre que no se olvidara de recoger las velas en el supermercado, o donde las adquiriese, las pusiera en un lugar fuera del alcance de los niños, y esperase a abrir el paquete de plástico hasta el momento en que lo hiciera todo el mundo, justo antes del Encendido.
Después de eso, como descanso, miró las pruebas y las tomas desechadas de Lo que el viento se llevó.