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Mike van Burén, con su corbata roja, su camisa blanca, su traje azul y su chapa áurea de Iimg2.pngANDY y con el cuchillo de trinchar en una mano y un tenedor de dos púas en la otra, se apartó de la cabecera de la mesa para hacer sitio y permitir que su hermana Brooke, directora de la campaña, con delantal blanco sobre el vestido azul, depositara un enorme y suculento pavo adornado con perejil y servido en fuente de alba porcelana. Los invitados aplaudieron, doce a cada lado de la mesa, radiantes sus rostros iluminados por los reflejos que, al recibir la luz, irradiaban el blanco damasco y la porcelana blanca, la cristalería y la cubertería de plata.

Brooke se apartó a un lado, sacudió y se sopló las manos, mientras Mike se adelantaba un paso.

—¡Sencillamente precioso, Brooke! —alabó—. ¡Enhorabuena a Dinah!

Otro aplauso para Dinah… presumiblemente en la cocina y presumiblemente acompañada.

Sentada a la izquierda de Van Burén, mientras batía palmas, Rosemary examinó al grupo que tenía enfrente. ¿Sería posible? Todos aquellos hombres, desde Andy, que estaba justo delante de ella, hasta Joe, en el extremo, así como los que ocupaban su mismo lado de la mesa —se inclinó hacia adelante para mirar más allá de Rob Patterson—, sí, hasta el último ocupante masculino de la mesa llevaba corbata roja, camisa blanca y traje azul. Todos lucían chapa de Iimg2.pngANDY, sencilla o de fantasía, salvo el propio Gran Comunicador. Al menos, el traje de éste era de raya fina. Y, claro, vestido decentemente para variar, su aspecto era elegantísimo.

—Muchachos… —empezó Van Burén. De pie ante el pavo, con los brazos a lo largo de los costados, aguardaba a que se impusiera el silencio—. Antes de seguir adelante… —Se volvió hacia su derecha y sonrió—. Andy, ¿quieres hacernos el honor de bendecir la mesa?

—No, señor —declinó Andy, al tiempo que le devolvía la sonrisa—, no, mientras Rob Patterson esté sentado a esta mesa.

Ronroneó un murmullo de aprobación. Mark Mead, director ejecutivo del Consorcio Cristiano de Patterson, se separó un poco de la mujer sentada a su izquierda y sonrió a Andy.

—Muy bien dicho, Andy —aprobó.

El propio Patterson, junto a Rosemary, se puso en pie y declaró:

—Muchas gracias, Andy. En la vida me he sentido más halagado. Si tenéis la bondad de inclinar la cabeza…

Rosemary lanzó una subrepticia ojeada a través de la mesa; Andy le envió un guiño y se frotó el ojo como si se le hubiera metido en él una mota de polvo o algo así.

Al concluir el relativamente breve sermón, Van Burén procedió a trinchar el pavo. Se le daba muy bien; no había más remedio que concedérselo. Doblado sobre el ave, operando encima de su parte exterior con el cuchillo, el tenedor y unas ocasionales tijeras, fue cortando lonchas de carne obscura, una tras otra, sin dejar de hacer comentarios.

—Como antiguo locutor de radio y televisión, Rosemary, puedo asegurarte con cierto alto grado de autoridad en la cuestión que ayer te desenvolviste magníficamente.

—Gracias —dijo Rosemary.

—Irradiaste candor y sinceridad. Que son cualidades admirables en una mujer.

—¿Y en un hombre no? —preguntó ella.

—¡Y siempre con la ocurrencia ingeniosa a punto! —Van Burén lanzó una sonrisita de duendecillo pícaro en dirección a Rosemary, en tanto seguía dándole al trinchado—. ¡Y eso es algo que valoro muy alto!

—Rosemary, querida.

Ella se volvió hacia Rob Patterson.

—Fue tan amable por parte de Andy —dijo éste—. Tan típico de su generosidad sin límites. Un momento que atesoraré durante el resto de mi vida.

Rosemary le sonrió:

—Eres demasiado amable.

—A veces, Rosemary —dijo Rob Patterson, y le rozó la muñeca—, tengo la impresión de que el mismo Andy se pasa un poco de bueno, de que es demasiado generoso, excesivamente tolerante. Pienso de modo particular en los A. P., en lo que concierne al asunto de las velas. Confío en que no compartas la postura tolerante de tu hijo. Creo que Mike tiene toda la razón en este caso; algo hay que hacer respecto a ellos, como no les cortemos las alas, ¡estropearán el acontecimiento para todos los demás, incluidos nosotros!

Rosemary sabía que los A. P. eran los ateos paranoides y que una de las cuñas publicitarias de los Hijos de Dios estaba relacionada con las velas, pero no tenía la más remota idea de lo que estaba hablando Rob Patterson. Lanzó una mirada en busca de ayuda, pero el Gran Comunicador estaba en comunicación con el Gran Rebanador.

La rescató la mujer que ocupaba el asiento contiguo al hombre, por el otro lado, y que le palmeó en el brazo con entusiasmo.

—¡Venga, Rob, no vuelvas a empezar de nuevo con tus vociferaciones contra los ateos paranoides! Hoy es el día que nosotros dedicamos a las bendiciones, no a las maldiciones, ¿verdad, Rosemary? Andy dice que unas cuantas velas más o menos no tienen importancia, ¡y eso es suficientemente bueno para mí! ¡Debes de estar rebosante de orgullo! ¡Merle y yo nos ponemos a tirar cohetes si el chico permanece dos años en el mismo colegio!

—Andy —dijo Mark Mead, que, sonriente, se inclinó hacia el otro lado de la mujer situada a su izquierda—, ¿te importaría pasarme el apio?

En el extremo de la mesa, Joe captó la mirada de Rosemary y la saludó agitando los dedos.

Rosemary le devolvió el gesto.

Joe presentaba todo el aspecto del buen republicano, allí sentado, con la cabeza apoyada en la mano y dedicado a escuchar a la señora Lush Rambeau.

—¡Ay! ¡Jesús! —Van Burén dejó caer el cuchillo y se agarró la mano; goteó la roja sangre sobre la pechuga blanca del pavo.

Con un grito sofocado, Rosemary le lanzó su servilleta.

* * *

En cuanto Andy subió a la parte posterior de la limusina, tras Rosemary, ésta se apoyó en el hombro de su hijo, entre gemidos.

—¡Dioses! ¡Qué… rollo! ¡Uauuuu!

Andy la abrazó mientras el cubículo negro arrancaba.

—¡Ah, pobre criatura! —dijo, y proyectó una lluvia de besos sobre la cabeza de Rosemary—. Gracias, gracias. Los buñuelos de maíz estaban buenos, ¿verdad?

Ella murmuró algo sobre el cuello del abrigo de Andy y volvió la cabeza para mirarle.

—¿Estoy loca —le preguntó— o distribuyeron la mesa copiando la distribución del cuadro de Norman Rockwell?

Andy se dio una palmada en la frente.

—¡Sí! —exclamó—. ¡Eso es! ¡Por algo no me abandonaba la sensación de deja vu!

¡Era eso! Todos los objetos blancos, y las copas sencillas.

—Y el vestido y el delantal de Brooke, eso creo que también estaba en la pintura.

Exhalaron un suspiro. Andy retiró el brazo y se enderezaron en el asiento, a la vez que meneaban la cabeza. Se alisaron los abrigos, se arreglaron el pelo.

Las luces sacudían sus tenues fulgores, una sucesión de latigazos azulados.

—¿Eh, qué era eso de las velas? —preguntó Rosemary—. Capté algo sobre ellas al principio, pero luego…

—Una cosa que llevamos entre manos —repuso Andy—. Ya te lo explicaré después. ¿Crees que Mark Mead es homosexual?

—Tal posibilidad cruzó por mi mente —contestó Rosemary.

—Me parece que andaba tirándome los tejos.

—Van Burén hacía lo mismo conmigo —dijo Rosemary—. Irradio candor y sinceridad.

—Bueno, pues así es —confirmó Andy y le dio un golpecito en el pelo.

—Sí —articuló ella—. En especial cuando le miento al mundo entero a través de la televisión.

—Dijimos, no más entrevistas. A menos que tú lo desees.

—¿Qué hay de conversaciones con la gente?

Miraron por la ventanilla. Empezó una serie más lenta de azotes luminosos, luces ámbar.

—Sabes por qué lo hacía, ¿verdad?

—¿Por qué quién hacía qué? —preguntó Rosemary, y volvió la cabeza.

—Por qué Van Burén te tiraba los tejos.

—Irradio candor y sinceridad —le informó—. Y siempre tengo a punto una ocurrencia ingeniosa.

—Y posees una encantadora inocencia —adujo Andy—. También irradias signaturas. A petición. Una salida contigo y le votarán en todos los estados.

Rosemary se apartó y se puso a escudriñarle.

—Sigamos contigo —dijo.

Andy le sonrió.

—¡Has impuesto tu cansina, mamá! —dijo—. La gente adora a la madre de Andy más de lo que quiere a Andy.

—Oh, venga ya.

Rosemary le dio un metido.

Andy rió entre dientes.

Rosemary se acurrucó en el asiento. Se apoyó en el hombro de su hijo.

Luces rosadas, lentas y uniformes.

—¿Qué tal fueron las cosas en la Casa Blanca el sábado por la noche?

Andy se lo explicó durante unos veinticinco kilómetros o así.

—¡Vaya! —exclamó Rosemary.

Andy suspiró.

—Los demócratas son más divertidos —dijo—. Eso no tiene vuelta de hoja.

* * *

—Las únicas salidas —dijo— están en las plantas del garaje, en el vestíbulo, en los pisos ocho, nueve y diez y en mi apartamento. El ascensor es el de más alta velocidad que permite la ley; en toda la ciudad sólo hay seis como él. Seiscientos metros por minuto. Lo que viene a ser…

—Ahórrame los detalles —le cortó ella.

Estaban frente al barbado mentón en una cámara cilíndrica no mucho más amplia que una cabina telefónica, disparados hacia arriba cada vez más deprisa, mucho más rápido de lo que a ella le gustaba. Aquello era como un tubo de lápiz labial puesto del revés, cuero rojo hasta la altura del hombro, de sus hombros, y bronce u oro macizo, que ella supiese, desde allí hasta el reluciente techo.

—¿Montó esto sólo para ti?

—Me lo debe.

Movieron las mandíbulas hasta que los oídos saltaron.

—He marcado unas cuantas veces aquí.

—Ahórrame también esos detalles, Andy.

—Ya llegamos. Prepárate para la madre de todas las vistas, madre de todas las madres.

Un número 52 en rojo se encendió y silbó por encima de sus cabezas mientras disminuía la velocidad de ascenso.

La cabina se abrió dividiéndose a espaldas de Andy; éste retrocedió a través del espacio recién ampliado, la tomó de la mano y la condujo afuera —al tiempo que golpeaba la pared con la otra mano—, a una especie de casa-salón-sala cinematográfica-galería de arte suavemente iluminada, con suelo de color negro, sobria pero elegantemente amueblada en negro con adornos dorados, y la pared del fondo convertida en un Cinerama de ciudad y estrellas y una luna en cuarto creciente, sobre la que se movían luces de aeroplanos.

—¡Oh, Andy! —jadeó Rosemary, boquiabierta. Se mordió el labio.

Andy la hizo adentrarse en el piso, le quitó el abrigo, lo dejó caer, y se despojó del suyo mientras avanzaban entre sofás. Rosemary se balanceó, ante la puerta abierta de un avión al que faltaban escasos minutos para aterrizar. Abajo, el parque era una alfombra obscura; el East Side y varios kilómetros, una rutilante exposición de feria mundial. Por encima, la blancura selenita bañaba las estrellas de un cielo color azul cobalto.

—Una noche perfecta —comentó Andy, encuadrando entre los codos el cuerpo de Rosemary, por detrás, para subir los brazos y apoyarlos por delante en los hombros de su madre.

Ella se echó hacia atrás, contra el cuerpo de Andy, y suspiró.

—Pedí luna llena —dijo él, con la mejilla sobre la sien de Rosemary—, y me han enviado eso. ¿Qué le vas a hacer?

Rosemary sonrió, mientras contemplaba el rutilante diorama y acariciaba la mano de Andy, apoyada en su hombro. Él alargó el otro brazo, para señalar:

—Ése es el puente Whitestone… Y ahí está Queens, todo el tinglado…

—Es increíble —dijo Rosemary.

Descendió el brazo de Andy, que la retenía por la cintura y el hombro, al tiempo que la besaba en la oreja.

—También yo tuve un agujero de veintisiete años —dijo, cálido el aliento—, con la diferencia de que lo pasé despierto.

—Andy…

—No te tuve cerca de mí cuando me tocaba aprender lo referente a las mujeres, ni durante la adolescencia y todo eso, así que ahora, en el mismo instante en que disponemos de este tremendo vínculo entre nosotros, tú eres alguien que irrumpe en mi vida…, alguien mayor, desde luego, pero mucho más hermosa que cualquier otra mujer de este planeta.

La hizo dar media vuelta y la besó en la boca, oprimió con fuerza su cabeza y su cintura, la apretó contra sí cogida del talle, acarició con su lengua la lengua de Rosemary. Ella forcejeó hasta zafarse; Andy se echó hacia atrás —sus ojos de tigre recobraron su tonalidad avellana— y retiró los brazos; respiraba entrecortadamente.

Rosemary se cubrió la boca con el dorso de la mano, le miró fijamente, estremecida, doblemente sobresaltada por lo que había visto y por lo que Andy le había hecho.

—Tus antiguos ojos… —articuló.

Andy respiró hondo, alzó la mano un momento, tragó saliva. Volvió a respirar. La contempló, con los ojos color avellana. Asintió.

—Siguen ahí —confesó—. Es una manera de… desear que parezcan distintos. Perdí un poco el control.

Ella se le quedó mirando.

—¿Un poco? —dijo—. ¿Eso fue «perder el control un poco»?

Andy se inclinó hacia ella.

—¡Tú eres la única mujer, la única persona con la que puedo estar!

Mientras hablaba, sus ojos adoptaron la condición atigrada, que enseguida se desvaneció.

Aspiró aire, permaneció erguido y sacudió la cabeza como si tratara de aclarársela.

—Con todas las demás —dijo—, temo dejarme llevar hasta el final. Incluso en la obscuridad.

Rosemary retrocedió en torno a él, al tiempo que sacudía la cabeza, alzada la mano.

—Lo siento, Andy —lamentó—. Te compadezco, te quiero, pero…

Sacudió de nuevo la cabeza, retrocedió unos pasos.

Andy levantó ambos brazos.

—Soy yo el que lo siente —dijo—. He perdido el control no un poco, sino mucho. Nunca más volverá a ocurrir. Te lo juro. Por favor. Perdóname, te lo suplico. Escucha, iba a decírtelo, mañana salgo de viaje y quizás eso sea bueno. Lo es. Puedes ir a visitar a tu familia. Yo voy a estar de retiro unos días y después viajaré a Roma y a Madrid. Estaré de regreso el seis de diciembre, lunes.

Rosemary exhaló el aire de sus pulmones. Asintió con la cabeza.

—Supongo que es buena cosa —dijo—. Quizá los dos hemos sido… nos hemos esforzado más de la cuenta tratando de recuperar el tiempo perdido.

—No te incluyas en la culpa —repuso Andy—. Fui yo, no; nosotros.

—Nunca —hizo hincapié Rosemary—, nunca permitas que vuelva a suceder algo parecido a esto.

—No lo permitiré, lo juro.

Rosemary respiró.

—Buenas noches —se despidió—. ¿A qué hora te vas?

—Temprano —dijo Andy—. Joe me llevará al aeropuerto, pero volverá enseguida, por si le necesitas. Todos los demás también están a tu servicio. Cualquier cosa que desees, no tienes más que pedirla. Y también tienes el número de teléfono que te di; funciona en todas partes.

—Gracias. —Rosemary dio media vuelta y recogió su abrigo. Volvió la cabeza para desear—: Que tengas buen viaje.

Andy esbozó una semisonrisa.

—Tú también. ¿Crees que irás?

—Probablemente. —Le miró. Dijo—: Te quiero.

—Te quiero —correspondió él—. Perdóname, por favor.

—¿Cómo se llega al ascensor normal? —preguntó Rosemary.

—Coge éste —dijo Andy—. Puedes apearte en el vestíbulo y luego torcer a la derecha. Aún estarías esperando el ascensor normal cuando con éste habrás llegado a la séptima.

Rosemary suspiró.

—Y me habré mareado para acabarlo de rematar…

Pero se dirigió a la pared de ónice, pulsó el botón situado junto al cilindro de metal y la cabina se abrió. Entró en el Revlon Express, se volvió y saludó con el brazo a Andy ante las resplandecientes y parpadeantes luces. Andy la besó.

Rosemary apretó la V y cuando la cabina se cerraba en torno suyo, pulsó APERTURA.

Andy estaba de cara a la ventana; la luz le hizo volverse. La miró, enarcadas las cejas.

—Las velas —recordó Rosemary—. Ibas a contármelo.

—Ah. —Andy sonrió y se encogió de hombros—. Es sólo un proyecto que tenemos en marcha, velas encendidas para saludar al año 2000. Una idea bastante cursi, pero la gente la ha acogido bien, a excepción de los ateos paranoides. Incluso la mayoría de los ateos están dispuestos a encenderlas —¡toma ya!—, pero queda ese puñado que se niega, a causa de nuestro nombre, los Hijos de Dios.

Rosemary salió del ascensor y le examinó a través del salón.

—¿Quieres decir que todos encenderán su vela? —preguntó—. ¿Todos en todo el país?

—En todo el mundo —confirmó Andy—. Excepto unos pocos bosquimanos, quizá. En calles y parques, en casas, tiendas, escuelas, iglesias, mezquitas, sinagogas, burdeles…, en todas partes. En el primer minuto del año 2000, hora del meridiano de Greenwich. A las siete de la tarde aquí, a medianoche en Londres, por la mañana en Moscú… Se supone que simbolizará… ya sabes, «una raza humana revitalizada y renovada».

Rosemary continuó mirándole a través de la estancia, de pie allí, ante la luna, las estrellas y la ciudad.

—Andy —articuló—, eso no es cursi, es una idea preciosa… —Dio unos pasos hacia él—. ¡Serán un billón de puntos de luz!

El cilindro metálico se cerró a su espalda.

Andy sonrió.

—Algo así como más de ocho billones —calculó—. Las velas son nítidas: azul celeste por la parte exterior, con núcleo central amarillo. De forma que cuando las miras desde lo alto, de arriba abajo, son como el logotipo.

—¿Hay velas especiales? —dijo Rosemary.

—En tubos de cristal. —Asintió Andy. Con el pulgar y el índice indicó la altura de un vaso largo—. Llevamos ya más de un año fabricándolos. Es uno de nuestros proyectos más importantes. Catorce fábricas en Japón y Corea. Trabajan día y noche, siete días a la semana.

—¡Oh, Andy! —exclamó Rosemary; dejó caer el abrigo y se le acercó—. ¡Es una idea hermosa! ¿A quién se le ocurrió?

Andy se removió un poco, como abrumado, sonrió y dijo:

—A ver si lo adivinas. Da tres nombres.

Ella le abrazó.

—¡Oh, ángel mío! —Le besó en la mejilla—. ¡Es maravilloso! ¡Hará del Fin de Año un acontecimiento realmente importante para toda la humanidad!

—En términos generales, esa es la idea —le sonrió Andy.

—¡Es fantástico! —Volvió a abrazarle y a besarle—. ¡Me siento tan orgullosa de ti!

Repitió el abrazo y los besos.

—Si pretendes que me comporte…

—¡Huy!

Con los brazos levantados, Rosemary retrocedió. Le besó y recogió el abrigo.

—Que tengas un viaje maravilloso, maravilloso —deseó—. ¡Vuelve a casa cuanto antes, cariño! ¡Te echaré tanto de menos!

—Lo mismo digo, mamá —repuso Andy; le dedicó una sonrisa rutilante frente a su universo de luces.

Rosemary apretó el botón de apertura de la puerta del ascensor, subió a la cabina, se volvió, agitó el brazo y pulsó la V.

Dejó escapar un suspiro al quedar encerrada dentro de la cabina.

¡Qué hermosa, qué hermosísima idea! ¡Todo el mundo, en todas partes, toda la humanidad civilizada encendiendo las velas amarillas y azul cielo de los Hijos de Dios, en el primer minuto del año 2000, hora del meridiano de Greenwich!

Lástima que unos cuantos excéntricos deslucieran algo el proyecto, pero desde luego tenían sus derechos, como Andy sabía perfectamente.

¡Qué ángel! ¡No era de extrañar que le adorase el mundo entero!

Verdaderamente: ¿Hubo alguna vez, alguna madre, en alguna parte que tuviese tanta razón para sentirse orgullosa de su hijo?

Sólo María, se respondió —mientras bajaba hacia el centro de la tierra a la velocidad de seiscientos metros por minuto—, sólo María.