La madre de Andy está en el Waldorf y puedes apostar algo a que Andy también está allí… anoche voló en un reactor desde Arizona, lo dijeron en las noticias.
Y va a celebrarse una conferencia de prensa a las tres de esta tarde en la sede de los Hijos de Dios de Nueva York. Concretamente en el Columbus Circle.
Residentes en la zona triestatal reunieron toda la información disponible, incluyeron una amplia H soleada que se extendía por toda la región, se concedieron un permiso adicional de cuatro días de vacaciones, a partir del día siguiente, subieron a sus automóviles, autobuses, ferrocarriles, LIRR, trenes B, trenes D, y vehículos diversos y abandonaron sus oficinas de la periferia del centro. A las once, personas de todas las proporciones y descripciones cubrieron hasta el último palmo cuadrado de acera en la ruta lógica entre el punto A y el punto B: nueve manzanas al norte de Park Avenue, y cinco manzanas al oeste, tres de ellas de doble longitud, sobre la calle Cincuenta y nueve Este y Central Park South.
De los miembros del Departamento de Policía de Nueva York, sobrecargados ya con los preparativos del desfile del día de Acción de Gracias, muy bien hubiera podido esperarse cierto grado de aspereza desabrida en el trato con la población civil mientras se afirmaban en el suelo contra las chirriantes líneas de gente…, pero prevalecieron las sonrisas y el buen humor. Todo aquello, ¿no era en honor de Andy? ¡Y de la mamá de Andy, por el amor de Cristo!
Andy y Rosemary se abrazaron en el recibidor de la suite. Andy llevaba la cazadora de cremallera de los Hijos de Dios, pantalones vaqueros y zapatillas deportivas; Rosemary, un traje chaqueta de modelo exclusivo, con su chapa de IANDY, y zapatos de tacón alto. Andy le presentó al grupo que le había acompañado: su coordinadora de prensa, Diane; su camarada y chófer, Joe; su secretaria, Judy, que se encargaría de los cuatrocientos veintinueve mensajes transferidos al ordenador de los Hijos de Dios y a los que había que asignar prioridad; y Mohamed y Kevin, que ya estaban en el dormitorio reuniendo envases de cartón ondulado para las ropas. Habían hecho el viaje en una furgoneta sin ningún letrero ni distintivo, a través del parque de la calle Sesenta y cinco, para descender luego por la Segunda Avenida, a fin de eludir a las multitudes.
—¿Has visto lo que ocurre ahí fuera? —preguntó Diane.
—No puedo creerlo —dijo Rosemary—. ¡Es como cuando vino el Papa, y como cuando vino el presidente Kennedy!
Diane asintió. Su cardada cabellera era gris, sus ojos de color violeta y se andaría por los sesenta y muchos años. Un áureo logotipo de los Hijos de Dios colgaba de la pechera de su extralargo vestido obscuro.
—¡Todas esas pacientes personas —dijo en plan de diva con voz de contralto— que esperan y rezan por una mirada de la madre de tu hijo! Lo que vi anoche me hizo comprender que no ibas a pasar de largo entre ellos, a toda velocidad, en una limusina con los cristales de las ventanillas tintados; eres una mujer gentil y bondadosa. Así que asumí toda la responsabilidad del asunto —se dio una palmada en el pecho, provocando ondulaciones de velvetón—. Andy no tuvo nada que ver con todo esto, fue idea mía por completo, pero es agradable si tú estás…
Recostados hombro con hombro sobre la tapicería de parches de imitación de cuero, entrelazadas las manos —la derecha de él, la izquierda de ella—, avanzaron por Park Avenue en un coche de caballos, acompañados por el rítmico tableteo de los cascos del tiro. Agitaban los brazos, sonreían e inclinaban la cabeza repetidamente para saludar a la multitud que les ovacionaba desde los cordones de contención, a ambos lados de la calzada, a las pancartas de fabricación casera en las que se leía YO AMO A ANDY Y YO AMO A LA MADRE DE ANDY, a las manos que ondulaban en las ventanas de los edificios de oficinas.
Encabezaba la marcha un coche de la policía; miembros del servicio de seguridad caminaban a la lenta velocidad del vehículo; otro guardaespaldas iba sentado delante, junto al conductor, tocado con sombrero de copa. En cada manzana de edificios, más o menos, Andy abrazaba a Rosemary y le daba un beso en la mejilla; la muchedumbre, entonces, prorrumpía en aclamaciones. Andy se inclinó para susurrarle al oído:
—Al cabo de un rato, esto te hace sentir como una idiota, ¿verdad?
Y el gentío acentuaba el volumen decibélico de sus vítores.
Resonaba en el cielo el zumbido de los helicópteros de los medios de comunicación. Cuando la pausada comitiva —coche de la policía, carruaje tirado por caballos, coche de la policía— que se deslizaba por debajo de los aparatos dobló hacia el oeste en la calle Cincuenta y nueve, los automóviles empedraron de inmediato los carriles de la izquierda de Park Avenue a través de las Sesenta y Setenta.
Tuvieron que esperar unos minutos en la Quinta Avenida hasta que las cámaras dejaron de rodar frente al hotel Plaza, resplandeciente bajo la iluminación de los focos.
Andy le dijo al oído:
—Películas, mensajes publicitarios, tomas de modelos, uno no puede ir a ninguna parte en esta ciudad.
La multitud estalló en aclamaciones.
Siguieron a lo largo de Central Park South; continuaron agitando los brazos, sonriendo, inclinando la cabeza a las multitudes cada vez más numerosas, a las pancartas —YO AMO A ANDY, YO AMO A ROSEMARY— desplegadas en el parque y que se extendían en las ramas de los árboles.
Frente a ellos, donde concluía el parque, fulguraba una inmensa torre de cristal dorado que parecía clavarse en las alturas azules del cielo.
Rosemary se volvió hacia Andy, al tiempo que sacudía la cabeza.
—Estoy soñando —dijo; le abrazó y le besó en la mejilla. La muchedumbre elevó en el aire su clamor.
* * *
Con el índice señalando hacia adelante por encima del estilizado micrófono, determinó:
—Usted.
—Gracias. ¿Cómo prefiere que le llamen: Reilly, Woodhouse o Castevet?
—Bueno… —contestó Rosemary—, parece que todo el mundo se inclina ahora por el nombre de pila… no sé si eso es influencia de Andy o si hubiera ocurrido así de todas formas —una pequeña risa general, que la sorprendió—, de modo que simplemente Rosemary será estupendo —dijo ella—. Legalmente, soy Rosemary Eileen Reilly. En realidad, la denominación que más me gusta es la que he visto hoy en algunas pancartas: «Madre de Andy».
Más risas, una breve salva de aplausos y chisporroteo de cámaras. Entre los espectadores, Diane batió palmas estruendosamente, a la vez que sonreía e inclinaba la cabeza.
En una encarnación anterior, la Torre había sido un inmueble de oficinas, la sede de una compañía cinematográfica, y la altura extraordinaria de sus techos permitió al arquitecto de los Hijos de Dios de Nueva York diseñar su auditorio, en la novena planta, en forma de anfiteatro semicircular, una idea de Andy. Cinco gradas altas, con el suelo cubierto por una moqueta de color verde bosque como la totalidad de los centímetros cuadrados del lugar, proporcionaban asiento a unas sesenta personas, otras veinte permanecían de pie a los lados. En la media luna que configuraba el estrado, Andy y Rosemary se sentaron a una mesa revestida de azul celeste y de la que pendía el logotipo dorado de los Hijos de Dios. Colgadas de las barras del techo, tres negras cámaras de vídeo dirigían sus cabezas con visera en esta o aquella dirección, hacían una pausa, giraban. Mohamed y Kevin deambulaban de un lado para otro con los micrófonos de brazo articulado.
Sonriente, mientras los aplausos se iban desvaneciendo, Rosemary señaló a su izquierda y dijo:
—Usted. No, usted. Sí.
—Rosemary, ¿cómo se siente después de haberse perdido todo el desarrollo de la infancia y juventud de Andy?
—Espantosamente —confesó Rosemary—. Desde luego, esa es, sin el menor asomo de duda, la peor parte de la experiencia. Pero me alegra comprobar —sonrió a Andy y le apretó la mano— que se las ha arreglado tan perfectamente sin mí.
Andy se inclinó hacia adelante.
—No me las arreglé tan bien —repuso—. No ha sido así, y mamá tampoco se lo ha perdido todo. Ya le dije anoche —o durante la madrugada de hoy, debería precisar— que estuvo a mi lado durante los años más importantes, del primero al sexto. Ella es la que me puso en el camino que estoy recorriendo hoy.
La besó en la mejilla.
Aplausos. Cámaras.
—¡Rosemary! ¡Rosemary!
—Usted —señaló Rosemary de nuevo.
—Rosemary, hasta ahora nadie ha sido capaz de localizar al verdadero padre de Andy ni de encontrar información alguna acerca de él, desde el verano de 1966. ¿Puede explicarnos por qué es así?
—No, no puedo —contestó Rosemary—. Guy se fue entonces a California, nos divorciamos y perdimos todo contacto.
—¿Podría contarnos algo más sobre él?
Rosemary permaneció en silencio un momento. Luego se aclaró la garganta y dijo:
—Era un buen actor, como ya dije anoche. Actuó en Broadway en tres obras: Lutero, Nadie quiere a un albatros y A punta de pistola. Tuvimos nuestras diferencias, evidentemente, pero era, o es, una buena persona… muy amable y; considerado, nada egoísta…
—Hay algunas zonas —intervino Andy, apoyada la mano; en el brazo de Rosemary— en las que la memoria de mamá aún no ha regresado. Por favor, ¿podríamos pasar a otra cuestión? ¿John?
* * *
Rosemary deseaba hablarle a solas, pero cuando llegaron a la suite de la planta séptima, una docena de hombres y mujeres, el círculo interior de los Hijos de Dios de Nueva York, ocupaba el salón. Un camarero ofrecía hors d’oeuvres y un mozo de mostrador servía vino. Diane le presentó a William, el director del departamento jurídico, y a Sandy, el director de publicaciones, y antes de que Rosemary hubiese conseguido establecer una base de conocimiento de sus nombres y apellidos, cuando aún estaba con su primer cóctel Gibson, Andy ya la había tocado el hombro y le dirigía la mirada de «lo-siento-pero-tenemos-que-irnos» con aquellos ojos color avellana realmente bonitos. Andy se excusó ante William y Sandy y se la llevó a un aparte.
—Lo siento, mamá, tengo que irme ya —anunció—. Unos funcionarios del servicio de sanidad pública de Luisiana vienen a verme, es un encuentro concertado la semana pasada y no estoy seguro de los temas que vamos a tratar ni de lo que puede durar la entrevista. Si necesitas algo o deseas ver determinado espectáculo esta noche, habla con Diane, con Judy o con Joe. La granja de Van Burén está en Pensilvania; partiremos al mediodía e iremos en automóvil. —Movió su leonada cabeza en dirección a la ventana—. Joe te llamará.
La besó en la mejilla y se fue.
Junto a la ventana, a unos seis metros, con una copa en los labios, Joe miraba a alguien o algo del parque, o quizá sólo reflexionaba, gigantesco y sólido, con su chaqueta de pana y sus pantalones vaqueros. Los hombres parecían llevar ahora vaqueros en todas partes. Tenía el pelo canoso, pero para ser un viejo resultaba extrañamente atractivo, sexualmente atractivo en cierto aspecto. Era algo que ella no había experimentado en bastante tiempo.
Un hombre realmente viejo. La edad de ella mutiplicada por dos. Tal vez. Joe dio media vuelta y vio que Rosemary le estaba mirando. Ella sonrió.
—Rosemary… —Diane la palmeó en el hombro y la obligó a volverse—, Jay, nuestro director financiero, quiere conocerte.
—¡Es todo un honor, Rosemary! —dijo Jay—. ¡Una bendición! ¡Y qué paseo! Diane, ¡eres un genio! —Parecía un arrendajo: pequeño, de ojos brillantes tras los cristales de las gafas, con el pelo del tono más negro de toda la gama de negros—. ¡Exposición de una hora larga, exposición global! —alardeó—. ¡A un coste total de quinientos dólares! Eso si la caballeriza nos pasa la factura, ¡y existen muchas probabilidades de que no lo haga!
Rosemary se excusó y se acercó al bar para que volvieran a llenarle la copa.
—Actualmente no nos piden muchos cócteles Gibson —dijo el camarero, revolviéndose—. ¿Eres la madre de Andy?
Rosemary se volvió.
—Canapés de cangrejo —dijo Joe, que sostenía un par de palillos.
—Ah, gracias, Joe —Rosemary tomó uno. Pidió un whisky al camarero, y comieron los redondos canapés de cangrejo calientes, sonriéndose mutuamente con los ojos. Los de Joe eran de color castaño obscuro; la nariz daba la impresión de haber sobrevivido a una o dos fracturas.
—Muy bueno —apreció Rosemary.
—Humm —repuso él; se pasó una servilleta por los labios, mientras terminaba de masticar—. No tengo palabras, Rosemary —dijo—, para explicarte lo orgulloso que me siento de estar tan cerca de tu hijo y de poder ayudarle. Creía haber vivido ya mis mejores años y que éstos quedaban a mi espalda —era agente de policía en esta ciudad, placa de oro—, pero siempre estuve equivocado. Y ahora que también eres parte de este cuadro… bueno, no sé qué decir.
—¿Qué te parecen las aclamaciones? —sugirió ella, sonriente.
—Buena idea —opinó Joe.
—Por las aclamaciones —dijeron a dúo, entrechocaron sus copas y tomaron sendos sorbos.
—Si alguien te plantea algún problema —le dijo Joe—, yo soy el hombre con el que necesitas hablar. Chalados o plastas —y ten la seguridad de que los tendrás a barullo—, cualquier clase de contratiempo que se te presente, no tienes más que informarme de ello.
—Lo haré —afirmó Rosemary.
—Cuando Andy se confina en su retiro —manifestó Joe— o simplemente anda atareado por ahí en alguna parte y no me necesita, yo suelo pasar el rato en el gimnasio de la planta decimocuarta. Además, vivo ahí mismo, en la Quinta Avenida. Así que no vaciles en recurrir a mí.
—No vacilaré —dijo Rosemary—. ¿Cuál es tu apellido, Joe?
El hombre suspiró.
—Maffia. —Alzó dos dedos—. Con dos efes. No, no pertenezco a ella y sí, he conseguido que se me tenga cantidad de respeto.
Rosemary le sonrió.
—Estoy segura de que lo tendrías si te llamases Joe Smith —dijo.
—Rosemary —Diane le cogió por el hombro y la obligó a volverse—, Craig está especialmente deseoso de conocerte. Es nuestro director de producciones televisivas.
Mientras Rosemary conversaba con Craig, Joe le dio un toquecito en el hombro con la punta del dedo.
—No lo olvides —recomendó—. Andy dijo a las doce del mediodía.
* * *
No deseaba ofender a Joe Maffia —porque el hombre le caía bien, no porque imaginase la existencia de razones más vulgares—, de modo que durante los primeros quince minutos, más o menos, la conversación se desarrolló a tres bandas. Él explicó, hablando por encima del hombro, por qué los Vikingos tenían una buena posibilidad de derrotar a los Vaqueros, y ella les contó a Joe y a Andy que siempre le asaltaba la tentación de dejar caer objetos afilados cuando veía los globos de Macy desde un piso superior; y también les habló de sus deseos de que la gritasen y agitasen los brazos y de vivir o así un poco, desde la ventana de la alcoba, el episodio de la Princesa-Gracia-en-el-balcón.
Aunque, cuando salieron del túnel de Lincoln, hizo una seña a Andy y, en el siguiente lapso de silencio, él puso un dedo en el apoyabrazos de su derecha. Un ancho revestimiento protector se desplazó hacia arriba en la parte posterior del asiento delantero, con lo que quedó bloqueada la calva nuca de Joe y suprimió también la mitad de la claridad diurna; asimismo, los dejó aislados en un rumoroso cubículo de cuero negro iluminado por la claridad azul que filtraban los cristales tintados.
—Andy —susurró Rosemary—, me siento de lo más incómoda al tener que andar con cien ojos respecto a lo que digo acerca de Guy, y el divorcio, y…
—Te las has arreglado estupendamente —repuso Andy—. No fue más que una pregunta.
—¿Y las referentes a Minnie y Román?
Andy se encogió de hombros.
—No habrá más entrevistas. Si no disfrutas con ellas, no hay razón para celebrarlas. Pero la verdad es que estuviste formidable. Aquí lo tienes, míralo otra vez. Lee. —Llevaba consigo dos periódicos. Las primeras páginas de ambos tabloides las llenaba la misma fotografía a toda plana, una imagen en la que Andy besaba a Rosemary en la mejilla, tomada durante la conferencia de prensa, y sombreimpresos en blanco los epígrafes-titulares de ¡AGRADECIMIENTO! en uno y ¡ACCIÓN DE GRACIAS! en el otro—. Y no tienes por qué hablar en susurros —dijo, al tiempo que movía la cabeza en dirección a la parte delantera del vehículo—. Está escuchando casetes o deportes. No puede oír nada de lo que decimos aquí; créeme, lo sé.
Frunció las cejas estilo Groucho Marx.
—¿Qué hay de los otros? —preguntó Rosemary—. Ignoro lo que saben los demás: Diane, William…
—¡Nadie sabe nada! —replicó Andy.
—¿No están implicados en…?
—¿En qué? ¿En brujería? ¿En satanismo?
Ella asintió con la cabeza. Andy se echó a reír.
—Te prometo que no —dijo—. Tuve bastante de eso para toda la vida. Para diez vidas que viviera. A todos los que colaboran en las tareas de los Hijos de Dios —a los que ocupan los puestos clave, quiero decir— los seleccioné y los contraté después de haber tomado la decisión de dar un giro de ciento ochenta grados a las cosas. William estuvo desempeñando el cargo de embajador en Finlandia bajo el mandato de tres presidentes. Diane es algo así como la reina del mundillo de la prensa; permaneció treinta y cinco años en la Asociación del Teatro. No tienen idea de lo que en principio pretendían ser los Hijos de Dios, sólo saben que es… una organización que ayuda a la gente en un sinfín de modos distintos. Se enorgullecen de formar parte de ella, y lo mismo cabe decir de todos los demás.
—¿Pero de dónde creen que salió? —preguntó Rosemary.
—Del mismo sitio que todas las demás —repuso Andy—. La fundó y costeó un grupo anónimo de industriales altruistas. Todo está documentado. Y en lo que concierne a la identidad de mi padre —cogió las manos de Rosemary y se inclinó hacia ella—, hay ahora exactamente dos personas sobre la Tierra (lo que me recuerda que tengo una cosa más que decirte, no dejes que se me olvide), sólo dos personas existen ahora sobre la Tierra que saben quién es. —Señaló a Rosemary con el índice y después se señaló a sí mismo—. Nosotros. —Apretó las manos de su madre y sostuvo su mirada—. Por eso me siento tan… feliz de volver a estar contigo. No sólo porque eres mi madre. ¡También porque sabes quien soy, porque no tengo que ocultarte la verdad! ¿Y no sientes tú algo parecido hacia mí? ¿A cuántas personas has contado lo de aquella noche?
Rosemary sacudió la cabeza negativamente.
—A ninguna —dijo—. ¿Quién iba a creerme?
—Yo —respondió Andy.
Se miraron…, se abrazaron con todas sus fuerzas.
—¡Te quiero tanto! —le dijo Andy al oído.
Y ella, a su vez, le murmuró también al oído:
—¡Oh, Andy, te quiero, corazón!
Se besaron mutuamente en las sienes, en las mejillas, en las comisuras de la boca… Ella le empujó hacia atrás; se soltaron del abrazo, se volvieron.
Sentados, separados.
Respirando entrecortadamente.
Andy se echó el pelo hacia atrás, peinándoselo con los dedos, desvió la cara hacia la ventanilla, miró al exterior. Tocó el brazo del asiento y los cristales de las ventanillas de ambos lados descendieron cosa de un centímetro y cuarto.
Por aquella rendija, Rosemary vio pasar fugazmente la fachada de un centro comercial.
Colinas pardas.
—Stan Shand murió el nueve de noviembre.
Rosemary volvió la cabeza.
—En el mismo instante en que te despertaste —dijo Andy—, inmediatamente después de las once. Un taxi le atropello delante del teatro Beacon.
Rosemary se estremeció, emitió un jadeo.
—No es posible que se trate de una coincidencia —dijo Andy—. Era el último superviviente del conciliábulo satánico, el decimotercero. Román dijo que había hechizos que duraban eternamente y hechizos que finalizaban cuando moría el último de los brujos que lanzaban el conjuro. Me dejó uno de sus grabados, Stan; así fue como lo descubrí. Él fue quien me enseñó arte y música, y el modo adecuado de limpiarme los dientes con hilo dental.
Enseñó la dentadura.
Rosemary sonrió y, tras un suspiro, dijo:
—Me gustaría que hubiese muerto unos cuantos años antes.
—Tampoco te hubiera servido de gran cosa. Leah Fountain falleció hace sólo un par de meses. Había rebasado el centenar de años.
El cubículo de cuero negro efectuó un amplio giro a la derecha.
—Escucha, Andy —dijo Rosemary—. Cada vez que voy con los fisioterapeutas, en cuanto pongo la cabeza en la almohada me quedo como un tronco. El martes y ayer fueron… de locura, y anoche estuve leyendo un anuario que cogí en el puesto de periódicos, pero aún no me he puesto al día. Mike van Burén, el evangelista de la televisión, ¿es también el presidente del Consorcio Cristiano?
—No, no —repuso Andy—. Ése es Rob Patterson. Mike van Burén es el antiguo comentarista de televisión al que vetaron los republicanos y que se presenta como candidato de un tercer partido.
—Espero no hacerme un lío y mezclarlos a todos —confió Rosemary.