4

La multitud congregada a la entrada del estudio parecía aumentar en progresión geométrica y proporcionaba excusa suficiente para proceder a una huida rápida. Rosemary repitió la promesa de que ella y Andy volverían a comparecer juntos en el programa, promesa formulada en antena, y, en compañía de los hombres de seguridad, abandonó el estudio, por una puerta lateral, para atravesar primero la cocina de un restaurante griego y después un garaje, hasta llegar a la limusina que la esperaba en la Novena Avenida: la vía de escape prevista originalmente para la sencilla Rip van Rosie.

El conductor, un campeón, la tuvo de vuelta en el Waldorf poco después de las diez. Los guardaespaldas la guiaron a través de un vestíbulo saturado de murmullos, la pusieron en el ascensor adecuado y la subieron al piso adecuado, el treinta y uno. Un conserje corrió a introducir la tarjeta en la cerradura de la puerta mientras ella firmaba trozos de papel salidos de las carteras de los hombres de seguridad.

El contador de mensajes registrados en el teléfono del recibidor indicaba 37. Rosemary pulsó el botón de SUSPENSO y SIN LLAMADAS.

A las once menos veinte se había duchado, había arreglado su bien caracterizado y envejecido rostro —aún le ponía enferma— y, de pie ante el espejo del dormitorio, abrochaba su chapa de Iimg2.pngANDY en la prenda de estar por casa menos extraña de la montaña de ropa que habían enviado los grandes almacenes, una especie de túnica, un caftán de velvetón azul cobalto. Algo así.

Una llamada a la puerta dejó en suspenso los latidos del corazón de Rosemary.

—¡Servicio de habitaciones!

El corazón reanudó los latidos. Había pedido unas fuentes de langostinos y queso. Un camarero de pelo blanco empujó el carrito a través de la puerta; su rostro era casi tan rojo como su chaquetilla de botones dorados, en la que tampoco faltaba la chapa de Iimg2.pngANDY.

—¿Lo dejo en el salón, señora? —preguntó.

—Sí, por favor —dijo ella, y siguió al camarero y a su mesita rodante en la que había una docena de platos con tapa en forma de cúpula—. Sólo he pedido langostinos y queso.

—Cortesía de la dirección, señora. ¿Debo abrir el mueble bar?

—Por favor…

Rosemary encendió el televisor gigante mientras el camarero desplegaba las alas de la mesita y disponía de nuevo los platos, los cubiertos, las servilletas. El telediario se andaba ya por las noticias deportivas, así que Rosemary apagó el televisor.

—¿No hay una nota que firmar? —preguntó—. Por la propina…

—No, señora, desde luego que no. —El camarero desplegó las puertas de madera de teca de un pequeño bar con fondo de espejos—. Sin embargo, sería para mí un honor…

Rosemary le firmó una servilleta de cóctel.

De pie en la ventana, separó las cortinas y contempló las líneas rojas y blancas que trazaban los automóviles abajo, muy abajo, líneas que llegaban hasta Park Avenue por separado, para después fundirse y alejarse en bloque. ¿Qué podría decir tras los abrazos y los besos? ¿Cómo encuadraría las preguntas que tenía que hacer? Y, lo más importante, ¿cómo podría tener la certeza de que las respuestas de Andy eran verídicas?

Fue estupendo llamarle ángel mío, expresaba sus sentimientos y era bueno para su autoestima. Lo había hecho a menudo y Andy se había portado angélicamente a menudo. Pero también era medio diablo, ella no debería permitirse olvidarlo, en especial aquella noche.

Andy le había mentido antes, verosímilmente, y más de una vez. Sólo unos meses atrás —digamos casi veintiocho años antes— había roto un trozo pequeño del mármol de la repisa de la chimenea de Minnie y Román y convenció de modo absoluto a los tres no sólo de que él…

Una llamada a la puerta.

Rosemary volvió la cabeza y echó a andar hacia el recibidor, pero…

—¡Servicio de habitaciones!

Y entró otro camarero de chaquetilla roja, con una bandeja apoyada en el hombro; en la bandeja había una cubeta enfriadora de vino y unas copas.

—Champán, con los saludos de la dirección.

Rosemary se quedó quieta, suspiró y dijo:

—Gracias, es un detalle precioso. ¿Le importaría dejarlo en el bar?

Regresó a la ventana.

Con sus cinco años y medio de edad, Andy había convencido por completo a los tres no sólo de que él…

—¿Se me va a dar por lo menos un abrazo antes de abrirla?

Rosemary giró en redondo.

De pie, junto al bar, Andy le dirigía una sonrisa radiante.

—¡Andy! —Dios bendito… Se peinaba el negro pelo hacia atrás con ambas manos, sonrojado el barbudo semblante, brillantes las pupilas.

—No quería llamar la atención —dijo, y se acercó a ella, embutido en su chaquetilla roja de botones dorados y chapa de Iimg2.pngANDY, al tiempo que echaba a un lado la corbata de lazo, se desabrochaba el cuello de la camisa y luego abría los brazos.

Tras los besos y abrazos, los suspiros y las caricias, las lágrimas y los pañuelos de papel, Andy envolvió con una servilleta el cuerpo de la botella de champán, hizo girar ligeramente el corcho y provocó el estampido del tapón al dispararse… todo ello con el gracioso donaire de un estudiante.

Riendo entre dientes, Rosemary le preguntó:

—¿Dónde te agenciaste ese vestuario y todo lo demás?

—Abajo, en el bar —repuso él, y se sumó a las risas de Rosemary—. Juré a un camarero mantener el secreto. ¡No tienes idea de cómo le encanta a la gente ayudarme!

Dio unos golpecitos a la botella envuelta en la servilleta y vertió espuma en la copa de cristal de Rosemary. La llenó hasta el borde…

Hizo lo propio con la suya…

Se miraron el uno al otro por encima del borde de las copas, él más alto que ella, mientras la espuma bajaba y se confundía, burbujeante, con el vino de color oro claro. Andy meneó la cabeza.

—Las palabras no pueden expresarlo —le dijo.

Mirándose fijamente a los ojos, entrechocaron las copas, tomaron un sorbo.

—¿Contactos? —preguntó Rosemary.

—Anticuada magia negra —respondió Andy.

—Son hermosos —dijo ella—. Es una auténtica mejora.

Entre risitas, Andy se inclinó y le dio un beso en la mejilla.

—Y pensé que eras sincera —dijo él—. Sentémonos, mamá. Tengo un montón de cosas que contarte.

* * *

—Los Hijos de Dios —explicó Andy— iban a ser una trampa, una trampa mortal, un modo de exterminar toda vida humana. Al final, él iba a ganar. Armagedón instantáneo. —Le fulguraron las pupilas, de un modo tan intenso que Rosemary casi vio de nuevo sus ojos de tigre—. Ahora bien —continuó Andy—, al enterarme de esto, ¡de lo que él permitió que te hicieran, sin insinuarme nunca el menor INDICIO acerca de ello…! —Aspiró una larga y profunda bocanada de aire—. Ahora, más que nunca, ¡me alegro de haberle jodido! Perdona el lenguaje, pero eso es lo que hice, mamá. Me cargué su Plan Maestro, una obra cuya preparación y montaje le llevó treinta y tres años.

Se sentaron uno junto al otro, de cara, con las manos cogidas, sobre un mullido sofá obscuro, ambos con una pierna debajo del cuerpo.

—Por eso apareció en el momento en que lo hizo —dijo Andy—. En los aquelarres siempre se le «convoca»… lo emplazan las brujas falsas, las verdaderas, las falsas que se creen brujas de verdad, todo el gremio en peso. Él se ríe. Pero necesitaba un niño que tuviese la edad apropiada en el año 2000. Así que cuando el conciliábulo de adoradores suyos de la Bramford le llamó en el sesenta y cinco, contigo en el altar, él respondió. —Rosemary desvió la mirada—. Lo siento —dijo Andy, agachó la cabeza y besó las manos de su madre—. Eso fue realmente genial por mi parte. Lo siento. Debió de ser una experiencia terrible.

Rosemary aspiró aire. Le miró.

—Continúa —dijo—. ¿Cómo se suponía que iba a funcionar el plan?

No apartó los ojos de Andy mientras tomaba un sorbo de champán.

—Bueno —Andy se humedeció los labios y dejó la copa sobre la mesita de café—, en primer lugar, surgiría un líder carismático, un gran comunicador. —Sonrió a Rosemary—. Con ojos de aspecto humano normal. Tendría la edad de Jesucristo durante su ministerio; incluso podría dársele un toquecito para que se le pareciera un poco. —Levantó el mentón y se pasó los dedos por debajo de la barba—. Lo suficiente para atraer a los cristianos —sonrió—, pero no lo bastante para asustar a los musulmanes, los budistas y los judíos. Al ser quien era, tenía que disponer de las conexiones y fondos precisos para lanzar la mejor y más importante campaña mediática de toda la historia mundial.

Dejó de sonreír. Desvió la vista. Exhaló el aire de los pulmones, inquieto.

Rosemary le observó.

Andy volvió a centrar en ella su mirada.

—Cuando el plan alcanzara su apogeo —dijo—, cuando confiasen en él todos los habitantes de la Tierra, salvo un puñado de A. P. —ateos paranoides—, los traicionaría. La peor y mayor traición de la historia mundial. Química biológica. No quieras saberlo.

Rosemary se estremeció. Química biológica sonaba a algo mortífero, fuera lo que fuese.

Andy se le acercó más y le apretó las manos.

—Con ese objetivo me criaron, madre —dijo—. Él y los integrantes del aquelarre. Pero cuando murieron los miembros fuertes del conciliábulo de adoradores del diablo —Minnie, Román y Abe— empecé a hacer preguntas. Por entonces era un adolescente. Un montón de aquellos ritos y ceremonias eran risibles y otro montón eran… repulsivos. Me caen bien los humanos, al margen de quién los creara; soy medio humano, ¿no? La mitad tuya. Más de la mitad, ¡mírame!

Rosemary dijo que sí con la cabeza, al tiempo que se mordía el labio.

—De modo que me rebelé —dijo Andy—. Tu mitad era más fuerte que la suya. Esos pocos años que convivimos tú y yo —meneó la cabeza, húmedos los ojos—, me esforcé cuanto pude en conservar el recuerdo de ellos, tu calor y dulzura, tu bondad…

Se frotó un ojo con los nudillos y trató de sonreírle.

Rosemary le acarició la mejilla.

—Ah, mi Andy… —articuló.

Se acercaron más el uno al otro, se besaron.

Rosemary se pasó el dorso de la mano por la mejilla, parpadeó, sonrió a Andy.

El muchacho se revolvió y se desabrochó los botones dorados de la cintura.

—De forma que, como he dicho, me rebelé. Mientras yo permanezca donde estoy, él no tiene ningún control sobre mí —lo que demuestra con más solidez que mi lado humano es más fuerte—, así que tomé la decisión de convertir realmente los Hijos de Dios en lo que él sólo pretendía que pareciesen, algo beneficioso para la humanidad. El mensaje de Andy es sencillo y verídico y no excluye a nadie, salvo a los ateos paranoides y, ¿sabes una cosa, mamá? Resulta. La temperatura ha descendido unos cuantos grados. Todo el mundo se manifiesta un poco menos irascible. Profesores y alumnos, patronos y empleados, maridos y esposas, amigos, países… Las cosas se desarrollan de un modo más sencillo y amable entre el personal. En cierto modo, es un tributo a ti, mamá. No sólo en un sentido, es lo que es: un tributo a cuanto me diste durante aquellos primeros años.

Rosemary le examinó.

—¿Cómo se…?

—… ¿Se siente él? —Andy exhaló un suspiro; sonrió—. ¿Cómo puedo expresarlo? Imagínate a un padre conservador cuyo hijo ingresa en el Cuerpo de Paz, y luego multiplícalo por diez.

Rosemary también le sonrió y dijo:

—Sabes pulsar las teclas de una persona liberal.

—Soy un gran comunicador —repuso Andy, devolviéndole la sonrisa—. Está furioso. Nosotros nos encontramos en la oposición. Pero mientras yo siga aquí, él no puede hacer nada para pararme los pies. Si pudiera, a estas horas ya lo habría hecho. —Consultó su reloj, de múltiples esferas, negro y oro. Se puso en pie y dijo—: Tengo que marcharme.

—¿Tan pronto? —protestó Rosemary; se levantó también y con el codo le rozó la mano.

—Tengo que visitar a unas personalidades —dijo.

—¡No has comido nada! ¡Con todos esos platos de ahí!

Andy se puso la chaquetilla y rió entre dientes.

—Madre —dijo—, a partir de mañana no te voy a dejar en paz un minuto. —Puso una tarjeta encima de la mesita de café—. A través del número que figura ahí se llega a mí en cuestión de minutos. —La rodeó con un brazo y se encaminaron a la puerta—. Hay un hotel de primera en las plantas inferiores del edificio que ocupo. Nos mudaremos allí mañana por la mañana. Yo estoy en el ático, en el piso cincuenta y dos, desde donde se domina el parque. No puedes imaginar qué vistas tiene. Los Hijos de Dios de Nueva York cuentan con tres plantas, la octava, la novena y la décima. —En el recibidor se abotonó el cuello de la camisa—. ¿Crees que estarás preparada para la conferencia de prensa de mañana por la tarde? Si supiese ahora que no es así, podría suspenderse.

—Claro que lo estoy —respondió ella, al tiempo que le ajustaba el broche de la corbata de lazo—. Será divertido.

Andy alzó el barbado mentón y dijo:

—Necesito la bandeja y el enfriador de botellas. Si no, me van a descubrir.

Rosemary mantuvo entreabierta la puerta unos centímetros, sosteniéndola con el pie, mientras le observaba acercarse al bar; le sonrió cuando volvió.

—¡Qué magnífico día de Acción de Gracias va a ser! —comentó.

—¡Ah, mierda, lo había olvidado! —exclamó Andy—. Tengo un compromiso. He de ir a casa de Mike van Burén. ¿Querrás ser mi pareja? Por favor. —Estaba frente a ella, con la bandeja al hombro. Dijo—: No tengo más remedio que ir. Va a estar allí la mitad del ala derecha republicana. El sábado por la noche dormí en la Casa Blanca y es importante que me mantenga imparcial, ya que precisamente ahora empiezan las primarias.

—Bueno, no es precisamente mi círculo de amistades —dijo Rosemary, mientras le abotonaba la chaquetilla—, pero claro que te acompañaré, cariño.

—Van a volverte del revés —le sonrió Andy.

Ella se le acercó todavía más y le miró a los ojos. Con la mano aún en torno a uno de los botones dorados, le preguntó:

—¿Has sido completamente sincero conmigo, Andy?

Los ojos color avellana —qué bonitos eran, ahora que se había acostumbrado a verlos— se clavaron en los suyos, inmutables, serios.

—Te lo juro, mamá —afirmó—. Sé que cuando era pequeño solía mentir. Y ahora también lo hago… mucho. Pero a ti nunca, mamá. Te debo demasiado, te quiero demasiado. Créeme.

Rosemary le acarició la mejilla.

—Y yo, mi… niño —dijo.

—¡Oh, por favor!

Se besaron y Rosemary le vio alejarse con la bandeja sobre el hombro.

Cerró la puerta, enarcadas las cejas.