La dejaron sola un momento, después de que Clarise le limpiase la cara pasándole un paño húmedo, le alisara el pelo y le sirviera un vaso de agua, del que ella bebió unos sorbos. Rosemary pidió que le levantaran un poco la cabecera de la cama. Apoyada en la almohada, miró a través de la ventana, que, al otro lado del soporte de la botella del goteo intravenoso, se abría a los otoñales árboles de noviembre, apropiadamente desprovistos ya de hojas.
También había pedido un espejo.
No fue una medida acertada.
Consideró la situación… Luego levantó el mango de plástico de encima de la manta, miró de nuevo a tía Peg y le dirigió otra mueca dolorida, mueca que tía Peg le devolvió, claro. Resultaba extraña, aquella semejanza. La diferencia principal estribaba en que la última vez que Rosemary la vio, la querida tía Peg rondaba la cincuentena, mientras que ella, Rosemary, tenía ahora cincuenta y ocho cumplidos.
Mentalmente había sumado dos veces 31 + 27 y en ambas ocasiones el resultado que obtuvo fue 58.
Y Andy tenía treinta y tres.
Se le volvieron a llenar de lágrimas los ojos. Cambió el espejo por los pañuelos húmedos y se secó los ojos. Domínate, vieja danta. Si continúa vivo, aún te necesita.
No le ocasionarían ningún daño físico, naturalmente; lo veneraban. Ése era el problema. Al haberlo criado Minnie y Román Castevet y compañía, por no citar la sucesión de asiduos visitantes adoradores procedentes de todo el planeta.
Andy debía de haber crecido tan mimado y consentido como el peor de los emperadores romanos. Y acaso tan perverso como… como el ser en el que ella odiaba pensar. Los brujos del aquelarre sin duda hicieron cuanto estuvo en su mano para despertar, fomentar y alentar la parte más siniestra de Andy.
Ella se había esforzado en combatir su influencia, con la esperanza de imbuirle amor al prójimo por el procedimiento de derrochar cariño sobre él, de inculcarle honradez y sentido de la responsabilidad mediante el buen ejemplo: el ilustrado credo de Summerhill. Incluso durante la época en que Andy era demasiado pequeño para entenderlo, ella se lo sentaba cada noche en el halda antes de…
—¿Señora Reilly?
Volvió la cabeza hacia la puerta. Asomada en el umbral aparecía una atractiva muchacha de pelo moreno, aproximadamente de su edad… de su edad antes de aquello. El traje sastre azul marino de la mujer, elegante y nada futurista, adornaba las solapas en punta de la chaqueta con un ribete blanco y en una de esas solapas lucía una chapa de IANDY.
Se presentó, sonriente:
—Soy Tara Seitz, la psicóloga del sanatorio. Si prefiere estar sola, seguiré mi camino, pero ya he hablado con otros supervivientes de coma y creo que puedo serle útil. ¿Me permite entrar?
Rosemary asintió.
—Sí —dijo—. Soy señorita, no señora. Estoy divorciada.
Tara Seitz entró en la habitación y fue a sentarse en la silla situada junto a la cama. Saturó el aire de ondulantes efluvios de Chanel n.° 5. Eso, al menos, era igual que antes; Rosemary lo aspiró a fondo.
La sonrisa de modelo de Tara Seitz dibujaba hoyuelos en sus mejillas.
—El doctor Atkinson está realmente emocionado por el modo en que estás reaccionando, Rosemary —tuteó Tara Seitz—. Él y el doctor Bandhu, nuestro jefe de servicios, quieren hacer unas pruebas un poco más tarde; si los resultados son los que el doctor Atkinson espera, estarás en condiciones de iniciar mañana por la mañana la terapia física.
Cuanto antes empieces, antes te darán el alta y antes saldrás de aquí. Contamos con un equipo terapéutico verdaderamente estupendo.
—¿Cuánto tiempo crees que…? —preguntó Rosemary.
Con las palmas hacia arriba, Tara sonrió: —Ése no es mi departamento. Mi mensaje principal, lamento decírtelo, es que por acongojada y desorientada que puedas sentirte ahora, mañana te sentirás todavía peor, tendrás una conciencia más clara del tiempo que has perdido. Eso es lo que ocurre con los períodos de coma más cortos y estoy segura de que el tuyo no fue básicamente distinto.
No cuentes con ello, Tara. Pero continuó escuchando.
—No obstante —prosiguió Tara—, pasado mañana te sentirás mejor que hoy, garantizado, y al día siguiente aún mejor, y así sucesivamente. Trata de recordar esto mañana. Habrás tocado fondo y en adelante todo será ascensión. De veras.
—Lo recordaré —dijo Rosemary, y le sonrió—. Gracias.
—¿Tienes un hijo? —preguntó Tara.
—Sí —afirmó Rosemary. Sacudió la cabeza y exhaló un suspiro—. Un hijo de treinta y tres años. Puede estar en cualquier parte. No temamos familia en Nueva York, sólo… vecinos.
—Eso no es problema —repuso Tara—. Estamos abonados a un servicio de localización. —De un bolsillo lateral se sacó lo que parecía un compacto cuadrado, de color negro. Levantó la tapa—. ¿Me das el nombre completo?
Sorprendida, Rosemary contestó: —Andrew John Woodhouse…
Las obscuras pupilas de Tara se clavaron en ella.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rosemary.
—Has dicho Reilly —recordó Tara.
—Ése es mi apellido de soltera —aclaró Rosemary—. El de casada era Woodhouse.
—Ah. —El artilugio compacto parecía incluir una agenda de 1999; con la punta de una uña roja que semejaba una aguja, Tara tatuó datos en el interior, al tiempo que silabeaba—: Andrew, John, Woodhouse. ¿Deletreado tal como suena?
—Sí —repuso Rosemary.
A la uña parecían haberla afilado ex profeso para cumplir aquella tarea; llevaba las demás muy cortas. Muy extraño.
—¿Fecha de nacimiento? —preguntó Tara.
Rosemary estuvo a punto de decir 6/66, tal como lo expresaban siempre los Castevet.
—Veinticinco de junio de mil novecientos sesenta y seis —precisó.
Tara marcó el dato, cerró el artilugio y dedicó a Rosemary la sonrisa flanqueada de hoyuelos.
—Transmitiré enseguida la petición —dijo—. A las cinco ya lo tendremos localizado.
—¿A las cinco de hoy? —se asombró Rosemary.
Tara se encogió de hombros mientras se guardaba el aparatito.
—Tarjetas de crédito, matrículas escolares y de automóviles, alquiler de vídeos, clubes de libros —dijo—, todo figura ahora en los ordenadores y todas las computadoras están conectadas o pueden conectarse entre sí de una u otra forma.
—¡Eso es maravilloso! —exclamó Rosemary.
—Tiene su lado negativo —advirtió Tara, al tiempo que se levantaba—. Todo el mundo se queja de la pérdida de intimidad. ¿Te gustaría ver la tele? Es el mejor sistema que se me ocurre para que te pongas al corriente acerca de cómo funcionan ahora las cosas. Vas a encontrar cambios enormes. —Abrió el cajón de la mesita de noche—. Por ejemplo, ha terminado la guerra fría. Ganamos, ellos cedieron. —Sacó una especie de pequeña paleta delgada, de color marrón, y apuntó uno de los extremos hacia el fondo de la habitación—. Oh, esa pantalla de mala muerte. Te trasladaron aquí el mes pasado; ahora sé por qué.
Asegurada a la pared, encima de una cómoda, una pantalla gigante de televisión se encendió en un estallido de música y color.
—Me encargaré de que los de mantenimiento te proporcionen uno grande enseguida —dijo Tara—. Esto es el mando a distancia. ¿Utilizaste uno alguna vez?
—Uno parecido —Rosemary tomó aquella especie de paleta llena de botones—. Más sencillo.
Al inclinarse, Tara impregnó el aire de Chanel.
—Es fácil —dijo, en tanto señalaba con la uña en forma de aguja—. Por aquí se aumenta o disminuye el volumen, este botón sirve para seleccionar el canal. Estos otros son para el color.
Rosemary fue pulsando botones, para cambiar la imagen del televisor y pasar de una mujer feliz que sostenía una lata de alubias a un niño no menos dichoso con su desayuno de cereales y a un presentador de piel obscura con una chapa de IANDY en la chaqueta. Inmovilizó el pulgar. El bigotudo presentador negro hablaba de incendios incontrolados en California.
—Éste es un canal de información continua —le susurró Tara al oído—. Es uno de los que merece la pena que mires.
Rosemary volvió la cabeza para preguntar:
—¿Quién es Andy?
De pie, Tara se mantuvo muy erguida, aspiró hondo y luego exhaló el aire, muy abiertos los ojos.
—¿Por dónde empezar? —dudó, mientras miraba con cara de luna a Rosemary—. Andy —dijo— sólo es el hombre más hermoso, el hombre más carismático que existe sobre la faz de la Tierra. Surgió de la nada hace unos años —bueno, apareció en Nueva York, pero nadie lo conocía anteriormente— y ha estimulado y unido al mundo entero. No pretendo decir que lo haya unido políticamente, sino que lo ha hecho en lo que se refiere a… compañerismo, solidaridad, predisposición para colaborar y respetarnos mutuamente; es sensacional. Nos encontrábamos en una situación realmente abominable, con todas esas chaladuras para el año dos mil saliendo de quién sabe dónde, los tiroteos por las calles y todo lo demás. Andy nos hizo comprender que tanto si a Él le llamábamos Dios, Alá o Buda, todos nosotros éramos hijos del mismo Dios único. Nos guía rumbo al año dos mil —Andy, me refiero— como raza humana, revitalizada y renovada.
Reclinada en la almohada, con la vista sobre Tara, Rosemary comentó:
—Eso es maravilloso…
—Lo verás de un momento a otro, garantizado —suspiró Tara, sonriente—. Los H. D. tienen contratadas toneladas de anuncios, por todo el mundo y en todos los idiomas. Es su organización, su fundación… las dos cosas, me parece. Lo vi en directo el pasado mes de junio en el Radio City Music Hall. ¡Hablando de fascinar! No hace muchas apariciones directas, en público; casi siempre comparece en programas especiales de televisión. Y pasa una barbaridad de tiempo a solas, entregado a la meditación. Es una persona muy espiritual, pero también tiene su faceta humana, divertida. ¡Todo el mundo le considera el mejor, así que las chapas están ahora en todos los idiomas, incluido el braille!
Se interrumpió para tomar aliento.
—¿Cuál es… su nombre completo? —preguntó Rosemary.
—Adrián Steven Castevet —respondió Tara—, pero a él le gusta que la gente, todo el mundo, le llame Andy.
Rosemary se la quedó mirando.
Tara asintió.
—Tanto en la chabola de un vagabundo como en una sesión plenaria del Congreso —dijo—. Lo mismo da. Ésa es la clase de persona que es. La primera vez que le ves… ¡ahí está! ¡Mira!
Rosemary volvió la cabeza.
¡Santo cielo!
El mando a distancia se le escapó de entre los dedos mientras miraba.
Se parecía a Jesucristo… el Jesucristo de calendario eclesiástico, no el semita de nariz ganchuda que había visto en las diapositivas de las clases de la Universidad de Nueva York. Su larga melena y la barba recortada eran rojizas, los ojos de color avellana. La nariz era recta, la mandíbula, cuadrada.
¿Ojos de color avellana? ¿Andy?
¿Dónde estaban aquellos bonitos ojos de tigre que tan intensamente habían escudriñado los suyos?
Sin duda llevaba lentillas… o le sometieron a alguna operación ideada durante el tiempo en que ella permaneció en coma. Aunque nada podía enmascararle frente a ella, ni los ojos color avellana, ni la barba, ni los veintisiete años. Andy. Andy. Andy.
—Oh, vaya, es la versión abreviada —dijo Tara, cuando sobre el fondo azul celeste apareció un áureo símbolo solar—. ¿No es una persona majestuosa? ¿No es alguien verdaderamente especial?
Rosemary asintió.
—No dejes de mirar la pantalla —instó Tara—. Verás la versión completa. Y también otras. Son los mejores anuncios de la televisión. Los realizan directores famosos.
Rosemary volvió a coger el mando a distancia y lo observó como si se le hubiera olvidado para qué servía.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Tara.
Rosemary alzó los ojos hacia ella y le preguntó:
—¿Qué significan las siglas H. D.?
Tara le sonrió.
—Hijos de Dios —aclaró—. Vuelvo dentro de un momento. —Dio media vuelta y se encaminó a la puerta, donde hizo un alto y apuntó a Rosemary con el aguijón de la uña—. Vamos a dar con tu Andy —afirmó—. ¡Garantizado!
* * *
En el curso de los siguientes cinco minutos vio la versión completa del mismo anuncio, así como otras dos versiones abreviadas distintas.
Vio a Andy de lejos, ovacionado en Central Park por una alfombra interminable de personas.
En la cubierta de un portaviones, aclamado por ingentes formaciones de marineros.
Vio a Andy en primer plano, mirándola directamente a los ojos, cálido, afectuoso y también un poco pícaro. Dios, se había hecho todo un buen mozo, guapo y apuesto, a pesar de sus ojos corrientes. Y ella era objetiva en el juicio, no se dejaba arrastrar por la pasión de madre.
Le oyó ahora; su voz era sonora pero amable, con el mismo timbre un sí es no es áspero que se podía apreciar en ella el día anterior, cuando contaba seis años. No le pedía que hiciese algo grande, sólo deseaba que ella pensara un poco en el hecho de que todos descendíamos en realidad del mismo grupo relativamente reducido de antepasados, fueran cuales fuesen las proporciones, forma y color de cada uno, y que desde luego somos todos una misma familia. ¿Resultaba lógico que nos dedicásemos con tal asiduidad a fastidiarnos unos a otros? ¿No podíamos encendernos aunque sólo fuera un poco, y encender nuestras velas, y tal…?
Rosemary sopesaba aquello mientras Clarise y otra enfermera la colocaban en una camilla con ruedas.
Mientras la trasladaban a una sala de reconocimiento.
Mientras los doctores Bandhu y Atkinson le extraían sangre de un brazo y aplicaban sensores electrónicos a sus extremidades.
O ella había realizado una labor soberbia de verdad en la educación de Andy durante los primeros años de la vida del chico… o los miembros del aquelarre encontraron un superdisfraz para el hijo de Satanás.
Eso es lo que era, había que olvidarse de tratar de considerarlo de otra forma. También era hijo de Belcebú, no sólo era hijo de ella.
Pero el aquelarre, sus trece miembros, ¿no habrían muerto ya? Incluso los más jóvenes, Helen Wees y Stan Shand, se andarían en aquellas fechas por los sesenta y tantos años.
Cualquier cosa que Andy estuviese haciendo con una fundación llamada Hijos de Dios y su riada de anuncios, era obra suya y no de los integrantes del aquelarre. Le gustaba que le llamasen Andy; ¿no era eso una buena señal? Desde el primer momento, Román quiso imponerle el nombre de Adrián Steven —era el de su padre y el suyo verdadero—, pero ella lo vetó.
Habían dispuesto de veintisiete años para llamarle Adrián Steven o cualquier otro nombre que quisieran. Pero él eligió el de Andy.
Quizá Summerhill había funcionado.
* * *
Sentada en la cama, liberada ya del gota a gota intravenoso, se tomaba una sopa y, en el momento en que hacía una pausa en una de las docenas de canales —un empalagoso presentador entrevistaba a la esposa de un asesino convicto—, Tara irrumpió en la habitación con los brazos alrededor de un estallido de rosas rojas y amarillas y crisantemos de color castaño.
—¡Hola, mírate! —dijo; llevó los ramos de flores a la cómoda y los dejó allí—. Lamento comunicarte que aún no tenemos ninguna noticia acerca de tu hijo. Han encontrado cuarenta y dos Andrews Johns Woodhouse, pero sólo uno, que reside en Aberdeen (Escocia), tiene la edad adecuada. Es un trillizo. Pero estoy segura de que darán con el tuyo.
No cuentes con ello, Tara.
—Todos estos programas de entrevistas —dijo Rosemary—, cuando esté en una forma decente, ¿crees que podría aparecer en uno?
Tara volvió la cabeza; la miró con ojos como platos.
—¿Bromeas? —dijo—. ¡Éstas… son de ellos! Este ramo que ves ahora, las rosas, y sus archienemigos los crisantemos. Alguien llamó a alguien, el cual llamó a alguien, quien llamó a alguien, etcétera, etcétera. Incluso mientras mantenemos esta conversación, el Canal Cinco está montando sus bártulos al otro lado de la avenida.
Rosemary la contempló fijamente.
—¡Eres famosa! —anunció Tara—. ¿No has pescado las noticias? ¡Eres la mujer que esta mañana ha despertado de un coma que ha durado veintisiete años y medio y que ahora está sentada viendo la televisión! Y tomando sopa. Vas a entrar en el libro Guinness de los récords. ¿Existía eso allá en tu época?
Rosemary asintió con la cabeza.
—Cuando estés lista —dijo Tara—, puedes aparecer en cualquier programa que te apetezca.
—Muy bien —repuso Rosemary—. Y tengo hermanos y hermanas que aún deben de vivir, probablemente en Omaha; ¿podría buscarlos tu servicio de localización?
—Tal vez ellos conozcan el paradero de tu hijo —apuntó Tara, y se acercó a la cama con su artilugio agenda en la mano.
—Lo dudo —opinó Rosemary.
—¿Qué hay de su padre?
Rosemary permaneció en silencio unos instantes y luego preguntó:
—¿Existe un actor famoso llamado Guy Woodhouse? Un actor teatral y cinematográfico.
Tara sacudió la cabeza.
—No —dijo.
—¿Oíste alguna vez el nombre de un tal Guy Woodhouse?
—Nunca —respondió Tara—, y lo veo todo.
—Entonces, lo más probable es que haya muerto —dijo Rosemary.
Tara se la quedó mirando.
Rosemary le dio primero el nombre y la fecha de nacimiento de Brian y después los de los demás.
Guy debió de haber muerto pronto durante los veintisiete años.
O Satanás era galés… ¿y por qué no? Parafraseando a Oscar Wilde o a quienquiera que fuese: una vez se perpetra una violación, de lo que uno se entera luego es de que ha dejado de pagar sus deudas.
Por la razón que fuera, Guy no había logrado cobrar el precio convenido por los nueve meses de utilización del cuerpo de Rosemary. No consiguió convertirse en el sucesor de Olivier o Brando.
Pobre Guy.
Perdón, más lágrimas, no.