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En Manhattan, la clara y vigorizante mañana del martes 9 de noviembre de 1999, el doctor Stanley Shand, dentista jubilado y con dos divorcios en su curriculum matrimonial, abandona el piso de la avenida Amsterdam, donde reside, y se dispone a dar su paseo cotidiano. Pese a sus ochenta y nueve años, camina con paso enérgico, lleva erguida la cabeza, tocada con gorra de cuadros, y la vivacidad brilla en sus ojos. Disfruta de una salud de hierro y de un secreto, un magnífico secreto que alienta todos sus instantes conscientes. Participa desde hace treinta y tres años —a decir verdad, se ha convertido recientemente en el último participante vivo— en un acontecimiento cósmico cuya fructificación definitiva se va a cumplir en el plazo máximo de dos meses.

En la confluencia de Broadway y la calle Setenta y cuatro, un taxi sin control se precipita a toda velocidad sobre la acera y aplasta al doctor Shand contra la pared del teatro Beacon. El hombre fallece instantáneamente.

En el mismo instante —pocos segundos después de las 11.03 de la mañana—, en el sanatorio Halsey-Bodein, de Upper Montclair (Nueva Jersey), se abren los ojos de la paciente de la habitación 215. Unos ojos que han permanecido cerrados durante todos los años que la mujer lleva ingresada en el establecimiento: desde mil novecientos setenta y algo, más tiempo del que recuerda cualquier persona del Sanatorio Halsey-Bodein.

La apergaminada enfermera negra que aplica un masaje al brazo derecho de la mujer hace gala entonces de una extraordinaria presencia de ánimo. Traga saliva, respira hondo y sigue con el masaje.

—Hola, nena —saluda en tono cordial—. Nos alegra la mar tenerte ya con nosotros.

El nombre que figura en la placa de su uniforme es CLARISE; por encima del mismo cuelga una chapa en la que reza Iimg2.pngANDY. Separa una mano, la alarga hacia la mesita de noche y busca a tientas el pulsador del timbre.

La paciente mira hacia el techo y pestañea. Frunce los labios, en los que brilla la saliva. Ha entrado en la cincuentena, tiene tez pálida y bonita figura. La cabeza, con el bien peinado cabello castaño rojizo cuajado de hebras grises, se inclina a un lado, implorantes las pupilas azules.

—Vas a recuperarte —le tranquiliza Clarise, al tiempo que aprieta el pulsador, dos veces—. No te preocupes, enseguida vas a sentirte mejor. —Baja el brazo de la mujer y lo deja apoyado en la superficie de la cama. Dice—: Voy a buscar al médico. No te preocupes. Todo se arreglará.

La mujer la ve salir de la habitación.

—¡Tiffany! ¡Quítate esos malditos auriculares! ¡Avisa a Atkinson! ¡La doscientos quince ha abierto los ojos! ¡Está despierta! ¡La doscientos quince está despierta!

* * *

¿Qué diantres había ocurrido?

Estaba sentada ante el escritorio, junto a la ventana de la alcoba, hacia las siete de la tarde, mientras Andy miraba la televisión tendido en el suelo, más o menos a un metro de distancia. Ella escribía a casa una carta en la que hablaba del traslado a San Francisco, a la vez que se esforzaba en no oír a Kukla y Ollie, ni el maldito aquelarre que se desarrollaba tempestuosamente en el piso de al lado, el de Minnie y Román… y allí se encontraba ella ahora, en una soleada habitación de hospital, con la intravenosa de un gota a gota en un brazo y una enfermera dándole masaje en el otro. ¿Andy también estaba herido? ¡Oh, Dios, no, por favor! ¿Se había desencadenado alguna clase de desastre? ¿Cómo es que ella no se acordaba de nada?

Sacó la punta de la lengua, se humedeció los labios, notó que los cubría una capa de ungüento mentolado. ¿Cuánto tiempo había permanecido dormida? ¿Un día? ¿Dos? No le dolía nada y, sin embargo, no podía moverse. Se esforzó de nuevo en aclararse la garganta.

Entró corriendo la enfermera.

—Ya viene el médico —anunció—. Tranquila.

—¿Está… aquí mi hijo? —susurró Rosemary.

—No, sólo usted. ¡Habla! ¡Alabado sea el Señor! —La enfermera bajó la manga del brazo de Rosemary, le apretó la mano y se desplazó a los pies de la cama—. ¡Jesús bendito!

—¿Qué… ha pasado? —preguntó Rosemary.

—Nadie lo sabe, nena. Estabas inconsciente como una luz apagada.

—¿Cuánto tiempo?

Clarise echó una manta sobre los hombros de Rosemary y enarcó las cejas.

—Con exactitud, no lo sé. No trabajaba aquí cuando te ingresaron. Tienes al doctor en ascuas.

Dedicó una sonrisa a Rosemary. Era una enfermera llamada Clarise, que lucía una chapa de Iimg2.pngANDY.

—Mi hijo se llama Andy —dijo Rosemary, al tiempo que le devolvía la sonrisa—. ¿Ese corazón significa amor?

—Exacto —respondió Clarise. Tocó con el dedo la redonda insignia de fondo blanco—. «Yo amo a Andy». Ahora hacen estas chapas dedicadas… dedicadas a todo. A toda clase de cosas. Como «Yo amo Nueva York»; en fin, a cualquier cosa.

—Es una monada —calificó Rosemary—. No lo había visto nunca.

Un hombre de bata blanca pidió excusas al pasar entre el grupo de personas de edad que miraban desde el umbral; un hombre alto y corpulento, pelirrojo, de barba espesa y también roja. Clarise volvió la cabeza, se apartó y fue a cerrar la puerta.

—Está hablando y puede mover la cabeza.

—¡Hola, señorita Fountain! —saludó el médico, mientras se acercaba a la cama y sonreía a través de la frondosidad rojiza de su barba. Dejó el maletín y una carpeta de cartulina encima de la silla situada junto al lecho—. Soy el doctor Atkinson —se presentó, a la vez que bajaba el embozo de la sábana—. Ésta es una gran noticia.

Sus dedos cálidos tomaron la muñeca de Rosemary y, levantada la muñeca, observó el segundero de su reloj de pulsera.

—¿Qué me ha ocurrido? —preguntó Rosemary—. ¿Cuánto tiempo llevo aquí?

—Poco a poco, aguarde un momento —dijo el médico, sin apartar la vista del reloj. Bajo aquella barba, no parecía ser mucho más viejo que ella, se andaría alrededor de los treinta y cinco. Un estetoscopio ultramoderno le colgaba del cuello, como una delgadísima corbata cromada sobre el fondo de la chaqueta. En un lado de ésta llevaba una placa con el nombre de DR. ATKINSON y en el otro una chapa de Iimg2.pngANDY… Rosemary supuso que Andy sería algún miembro del personal o el paciente favorito del sanatorio. Trataría de hacerse con una de aquellas chapas antes de abandonar el establecimiento hospitalario.

El doctor Atkinson le soltó la muñeca y le dedicó una sonrisa.

—Hasta ahora, estupendo —diagnosticó—. Sorprendentemente. Por favor, tenga paciencia conmigo durante unos minutos más. Quiero asegurarme de que no nos va a dejar otra vez. En cuanto tenga esa certeza, le contaré todo lo que sabemos. ¿Le duele algo?

—No —respondió Rosemary.

—Bueno. Procure relajarse, sé que no le va a ser fácil.

No lo era. Que sepamos…

Eso significaba que había cosas que ignoraban…

Y el nombre por el que le había llamado: señorita Fountain…

Un helado vacío empezó a ampliársele en el estómago, mientras el médico le exploraba el corazón, le examinaba los ojos y los oídos, le tomaba la presión sanguínea.

Ella llevaba allí más de dos días, tuvo esa certeza. ¿Dos semanas?

La habían hechizado. Minnie, Román y el resto de los miembros del aquelarre. Ése era el objeto de la cantinela. Descubrieron que iba a llevarse a Andy a cinco mil kilómetros de distancia de ellos, que ya había comprado los billetes de avión.

Recordó que también echaron un maleficio sobre su viejo amigo Hutch, tiempo atrás, cuando ella estaba embarazada, temerosos de que Hutch supiera demasiado sobre brujería, sobre la auténtica brujería, de que adivinase lo que le habían hecho a ella y al hijo que llevaba en su seno. El pobre Hutch pasó tres o cuatro meses sumido en un coma inexplicable y luego murió. Ella tenía suerte al estar viva, pero ¿qué había sido de Andy? El niño se encontraba totalmente en poder de los adoradores del diablo mientras ella permanecía acostada allí; trató de no pensar en que ellos habían estado alimentándole y educándole, siempre a su lado.

—¡Malditos sean! —exclamó.

—Lo siento, no la he entendido bien —dijo el médico, y se sentó junto a la cama. Acercó más la silla e inclinó su pelirroja cabeza hacia Rosemary.

—¿Cuánto tiempo? —le preguntó ella—. ¿Semanas? ¿Meses?

—Señorita Fountain…

—Reilly —le corrigió—. Rosemary Reilly.

El médico se echó hacia atrás, abrió la carpeta que descansaba en su regazo y bajó la vista para escudriñarla.

—¡Verá usted! —dijo Rosemary—. Tengo un hijo de seis años que está… que está con personas de las que no me fío absolutamente nada.

—A usted la ingresaron aquí —explicó el doctor Atkinson, baja la mirada— el señor y la señora Clarence Fountain, quienes dijeron que era nieta suya y que se llamaba Rosemary Fountain.

—Los Fountain —dijo Rosemary— pertenecen a ese grupo de personas de las que hablo. Son quienes me pusieron en esta situación, quiero decir en el estado de coma. ¿No es lo que se llamaba «coma inexplicable»?

—Sí, pero un coma no es…

—Sé lo que me han hecho —le interrumpió; se incorporó, tratando de apoyarse en un codo, pero volvió a caer. Probó de nuevo a incorporarse, a pesar de las advertencias y de las manos que se extendieron hacia ella; en esa ocasión logró asentar el codo en un punto firme y sostenerse en él. Se mantuvo erguida, con los ojos al mismo nivel que los del doctor Atkinson. Insistió—: Sé lo que me han hecho, pero no voy a contárselo a usted porque también sé, por experiencia, que creería que estoy loca. No lo estoy. Le agradecería que me dijese cuánto tiempo llevo aquí, dónde me encuentro exactamente y cuándo estaré en condiciones de marcharme a casa.

El doctor Atkinson se arrellanó en el asiento y aspiró una bocanada de aire. La contempló, con aire grave.

—Está usted en un sanatorio de Upper Montclair, en Nueva Jersey.

—¿Un sanatorio? —repitió Rosemary.

El médico asintió con la cabeza.

—Halsey-Bodein. Nuestra especialización… cuidados prolongados.

Rosemary se le quedó mirando fijamente.

—¿Qué día es hoy? —preguntó.

—Martes —respondió él—. Nueve de noviembre…

—¡Noviembre! —exclamó Rosemary—. Anoche era mayo. ¡Santo Dios!

Se dejó caer sobre la almohada, con las manos en la boca y los ojos clavados en el techo, llorando. Mayo, junio, julio, agosto, septiembre, octubre… ¡Seis meses! ¡Arrebatados a su vida! ¡Y Andy en manos de aquellas personas durante los seis períodos de treinta días y treinta noches!

Observó que el médico seguía mirándola con expresión grave, manteniendo aún la distancia…

Se quitó las manos de encima de la boca y se las puso delante de los ojos. El dorso, la piel de ambas manos aparecía… jaspeada. Una mancha obscura, dos… Se tocó una mano con la yema de los dedos de la otra. Miró al médico.

—Lleva usted aquí mucho tiempo —dijo él.

Se acercó un poco más, cogió la mano de Rosemary y la estrechó. La retuvo. Clarise, en el otro lado de la cama, cogió la mano que estaba en su zona. La mirada de Rosemary fue de uno al otro, desorbitados los ojos, temblorosos los labios.

—¿Quiere que le dé un sedante? —preguntó el facultativo.

—No —Rosemary movió la cabeza negativamente—. No quiero volver a dormirme. Nunca. ¿Qué edad tengo? ¿En qué año estamos?

El doctor Atkinson tragó saliva, las lágrimas afluyeron a sus ojos.

—En… mil novecientos noventa y nueve —dijo.

Rosemary se le quedó mirando.

Él asintió. Clarise lo confirmó, se mordió el labio inferior y movió la cabeza afirmativamente.

—La trajeron aquí en septiembre de mil novecientos setenta y dos —dijo el doctor Atkinson, parpadeó—. Hace poco más de veintisiete años. Con anterioridad pasó usted cuatro meses en el hospital de Nueva York. Los Fountain, quienesquiera que sean, establecieron un depósito con cuyos fondos se han venido sufragando desde entonces los gastos de su estancia y mantenimiento en el sanatorio.

Tendida boca arriba, apretados los párpados, Rosemary sacudió la cabeza. ¡Imposible! ¡Imposible! ¡Imposible! ¡El aquelarre logró su objetivo! ¡Andy había alcanzado el estado adulto, un extraño al que educaron ellos, a su modo y para sus fines! ¡Ahora podía encontrarse en cualquier sitio… o muerto, que ella supiera!

—¡Oh, Andy, Andy! —exclamó, llorosa.

—¿Cómo es que conoce la existencia de Andy? —preguntó el doctor Atkinson, desorbitados los ojos.

—Se refiere a su hijo —terció Clarise, al tiempo que palmeaba la mano de Rosemary—. También se llama Andy.

—¡Ah! —articuló el doctor Atkinson, y aspiró una bocanada de aire. Se inclinó sobre Rosemary, le dio unas palmaditas en la mano y le acarició el pelo, mientras ella sollozaba, tendida en la cama.

—Señorita…, señora Reilly —dijo el médico—, Rosemary… Ya sé que es un consuelo muy pequeño, cuando usted ha perdido tantos años, pero, que yo sepa, hasta el momento sólo dos personas han sobrevivido tras permanecer en coma durante un período tan prolongado. El hecho de que usted haya emergido, y emergido tan… limpiamente, con sus facultades en condiciones tan relativamente buenas… en fin, es un milagro, eso es lo que es, Rosemary, un auténtico y completo milagro.