EPÍLOGO

El bar está medio vacío. Algunos parroquianos fumando en la barra delante de cafés o copas. El enorme ventilador del techo, despejando el humo de las farias aliviando el cargado ambiente. Fuera, una lluvia intermitente alterna con tibios rayos de sol. Es un día raro. Un día de otoño en San Quirico.

Mi amigo está sentado enfrente de mí. Del ibérico y del vino apenas quedan los restos. Las servilletas están todas en su sitio. Y el mantel de papel, con algún resto de comida, pero sin una palabra escrita, ha cumplido por una vez su modesta misión. Nada más.

Hoy hemos hablado del bien y del mal. De sus cosas y de las mías. De lo que hablan normalmente los amigos. De sus hijos y de los míos. De nuestras mujeres. De problemicas de lo más cotidiano. Y de alegrías, cotidianas también. De la vida. Lo que hacen los amigos. Hoy no hemos hablado de economía ni de crisis.

«Están invitados», dice el camarero. Sonreímos. «Yo creo que está agradecido porque no hemos gastado servilletas», comenta con sorna mi amigo.

Nos levantamos. Cada mochuelo a su olivo. Antes de despedirnos, me para y me dice: «Leopoldo, no quiero estropearte el día, pero en estos meses del año he vendido menos. Mucho menos… Si no te lo digo reviento. Y ya me gusta que hayamos hablado de la vida, pero esto tiene mala pinta».

«Tienes servilletas», le digo. «Que no sé si te ayudarán a vender más. Pero a lo mejor te ayudan a discurrir para ver cómo capeas el temporal».

«Las repasaré», promete.

«Las ordenaré y escribiré para que se entiendan», le digo.

Llego a mi casa. Durante el corto trayecto me acuerdo de una cosa que me dijo, hace muchos años, mi amigo Juan Antonio: «Estamos montados en un barco navegando a toda velocidad hacia la arena».

Pues bien. Ya hemos llegado. Ya hemos roto el casco contra las rocas y estamos varados en la arena.

Si ponemos agua debajo del barco la absorberá la arena. A lo mejor remojamos el casco y conseguimos que el barco resbale y vuelva al agua. Pero mejor que vuelva al agua reparado. O se hundirá.

Es la hora de actuar con sentido de Estado y con sentido común.

Es la hora de la responsabilidad individual y la responsabilidad global. Por este orden.

Es la hora de la iniciativa.

Empieza a hacer frío. Cierro la puerta y dejo a Helmut fuera. Para él es una temperatura agradable. Llego al despacho y me pongo a pasar esas servilletas a limpio. Hace días que no veo al petirrojo. Debe de estar en su casa con su familia a resguardo del frío.

Cuando voy a empezar a escribir, los veo. En la puerta del despacho. Como si pidieran permiso para entrar. El «nuestro», inconfundible, rechoncho, con esa mancha naranja viva y sin parar de dar saltos. Como si fuera su casa. Supongo que el otro es «la petirroja». Más prudente, guarda una cierta distancia. Me levanto con cuidado y les abro la ventana. No para que se vayan. Para que se sientan más libres.

Revolotean un rato y se suben a la barandilla de la terraza. Algo se dicen. Probablemente estén hablando de mí. Les veo optimistas, sin distracciones, prudentes.

El petirrojo me mira durante unos segundos. Se vuelve, cuchichea algo y tras dar un par de saltitos, se van volando.

Como flechas, hacia las alturas.

San Quirico, diciembre de 2008.