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OTOÑO EN SAN QUIRICO. EL PETIRROJO

En San Quirico en otoño estamos cuatro gatos mal contados. Al principio del otoño se está muy bien, pero a medida que se acerca diciembre empieza a hacer bastante frío. Y los «veraneantes» empezamos a espaciar nuestras «subidas» —fines de semana, los puentes que convertimos en acueductos— y los «del pueblo» respiran y trabajan con más tranquilidad y viven a ese ritmo que tienen los pueblos. Ese que cuando lo ves desearías tenerlo para ti. Pero que, por extrañísimas razones, no lo tenemos. Cuando se acaba el fin de semana, que en nuestro caso a veces incluye el viernes y el lunes, nos volvemos a Barcelona, a vivir otra vez enloquecidos.

Ya os he dicho que en San Quirico tenemos perro y petirrojo. El perro vive en nuestra casa. El petirrojo, en la suya, pero, como algunos amigos de nuestros hijos cuando eran jóvenes, se pasa el día entero en la nuestra.

Entra en casa y se pasea por allí como si fuese el dueño. En San Quirico tenemos muchas habitaciones, así que, cuando no lo vemos, suponemos que debe de estar investigando un nuevo territorio dentro de casa. Como en mitad de la puerta, que siempre está abierta, se tira Helmut, lo suele saltar hábilmente y, muchas veces, entra por la puerta como los señores. Las primeras veces Helmut amagaba un ladrido y el petirrojo evitaba la puerta y se metía por alguna de las veinte ventanas de la casa. Siempre hay varias abiertas.

Leo en un papel que me dieron en un avión que de las quinientas catorce especies de aves que habitan en Europa, el petirrojo es la más conocida y querida, por su mansedumbre y confianza, asentándose en los jardines como si fuera un animal de compañía. Bueno, se asienta en los jardines y dentro de la casa como si fuese hermano de Helmut. También leí que tienen territorios propios marcados y que los defienden incluso violentamente ante la amenaza de otros petirrojos. Esto no me hace tanta gracia, no vaya a ser que el petirrojo considere mi casa su territorio y me arree un día un picotazo. Pero no creo. No lo veo yo como punta de lanza de una invasión de petirrojos.

Ya sabéis que de vez en cuando me da por pensar cosas raras que se me ocurren a veces viendo cosas pequeñas. De la vida. Detalles poco importantes. Y empecé a pensar en el petirrojo como modelo. Ya se ve que cuando uno piensa en un pájaro como modelo, es que o le gusta mucho la naturaleza o desconfía mucho de otros modelos y modos de hacer las cosas.

Y pensé que «nuestro petirrojo» es un modelo de mentalidad abierta, de —a su modo— ganas de comerse el mundo. De actuar globalmente.

Porque casi es de la familia. Y se ha integrado en un país —mi casa— que no es el suyo. Y vuelve todas las noches a su país —supongo que resume la experiencia o lo que hagan los petirrojos para aprender— y vuelve al día siguiente. Y eso lo hace:

  1. Saliendo fuera del nido y buscando sitios donde poder conseguir comida. Va con su propia naturaleza, aunque sea una animal territorial. Igual que con la nuestra está salir de nuestros nidos para conquistar otras tierras, otros mundos. Para ampliar nuestra visión, hay que salir del nido.
  2. Teniendo un nido desde el que salir. Ese nido debe servir de base para salir a conocer, y para volver.
    Igual que nos sucede a nosotros, que tenemos nuestra familia, nuestro pueblo, nuestros amigos, nuestra empresa. El nido es el soporte para iniciar viajes largos de conocimiento. Por eso hay que cuidarlo. El nido nos ayuda a recordar que tenemos nuestras raíces. Que está muy bien ser ciudadano del mundo, pero que hay que volver a San Quirico, aunque sea con el corazón, todos los días.
  3. Invirtiendo tiempo en conocer. Supongo que en el mundo petirrojo el tiempo no tiene exactamente el mismo valor que para el hombre, pero estoy seguro de que nuestro petirrojo tiene otras cosas que hacer, que no sé cuáles son, quizá estar con sus hijos o irse de fiesta con otros petirrojos. El caso es que dedica ocho horas al día a conocer. Como nosotros cuando queremos saber de algo. Antes de invertir un euro intentamos conocer dónde lo vamos a invertir. Enterarnos.
  4. Busca y encuentra oportunidades. Puedo decir que encuentra oportunidades porque a veces picotea la comida de Helmut, y a veces la guarda y se la lleva.
    Y sospecho que ha encontrado la manera de entrar en la despensa grande, lo que no es fácil (en casa tenemos dos pequeñitas y una grande por aquello de que nuestros hijos y nietos son pozos sin fondo). Y eso requiere constancia. Conocimiento y constancia.
  5. Procura integrarse en el sitio en el que está. O por lo menos, ser disimulado. Para lo que intenta saber qué peligros hay (la primera vez que vio a Helmut salió volando) y, visto lo que hay, acomodarse a la casa, cosa que hace a las mil maravillas. Con prudencia. Con la misma con la que nosotros tenemos que ir a otros lugares. Prudencia para integrarnos.
    Para no resultar agresivos. Para no fracasar.
  6. Vuelve al nido, con su familia. Y supongo que cuenta a su petirroja (lo de pájara puede no quedar bien del todo) y a sus petirrojitos lo raros que somos en nuestra familia, lo bien que tenemos la despensa, y la cantidad de cosas que le quedan por descubrir.
    Y que ha encontrado un sitio nuevo por el que puede entrar en la despensa grande.
  7. Y les escucha y les ayuda y les resuelve sus problemas.
    En un trozo de periódico que encontró en nuestra casa leyó que ahora se habla mucho de conciliar la vida de trabajo fuera de casa con la vida familiar. El petirrojo se ríe para sus adentros: «¡Qué atrasados son los hombres! ¡Pues no hace años que yo concilio!».

«Mentalidad de petirrojo» puede sonar un poco extraño. Pero sí. Mucho de lo dicho en capítulos precedentes está relacionado con tener un modo de vivir la vida diferente «y del aburguesamiento. Que es una tentación muy humana. Saquemos la nariz. Hay casas que ver donde somos bienvenidos. Hay despensas que descubrir. Hay mundo, Y vida. A pesar de la crisis.

Y en esta ficción me gusta el Optimismo del petirrojo. Y la confianza instintiva en esos paseos. Una confianza optimista, intentando sacar el mejor resultado de una situación concreta. Este petirrojo confía en que en casa no le pasará nada. No solo eso, sino que:

  1. Sabe que será bienvenido. O, por lo menos, no agredido. Supongo que tiene algún amigo petirrojo muerto en acto de servicio por algún gato llamado, por ejemplo, Fitzgerald. Y supongo que algún perro un poco más activo que Helmut le habrá perseguido otras veces. Como en nuestra vida. Y no por eso deja de intentarlo. Porque siempre hay sitios donde uno es bienvenido. Y todos suelen estar lejos del sofá de nuestra casa, donde tenemos seguridad.
  2. Vuelve, a pesar de que hay días que no consigue nada. Porque sabe que al día siguiente puede tener más suerte. Encontrar un recoveco (en nuestra casa hay muchos) en el que entrar y conseguir algún botín. Persevera. Y gana, como dice el refrán. Como nosotros, disparando a puerta con fe en cada ocasión que tengamos. Con Optimismo. Porque un día entra la pelota por la escuadra y metemos un golazo que pasa a los anales. Y eso se hace sin desfallecer en los intentos.
  3. Da ejemplo. En su casa y en la comunidad donde vive. No en su territorio, porque ahí no entra otro so pena de ser atacado. Pero en la comunidad interterritorial de petirrojos es un miembro valorado. Y hay quien dice que hace eso porque no se entera. Y le cuentan historias de fracasos. Pero no hace caso. Porque, como nosotros, sabe que tras una oportunidad puede haber un peligro. Pero que si ves en todo un peligro, te quedas quieto. Y así no se conoce, no se viaja, no se explora, no se crece.
  4. Y anima. A todos aquellos que le rodean. A ver su vida de petirrojo con esperanza, o como se llame la esperanza en el mundo de los pájaros. No tengo amigos ornitólogos, pero si los tuviera, casi seguro no sabrían cómo llamar a eso. Y esa esperanza arrastra a otros. El Optimismo ayuda a otros. A veces cambia vidas. También el pesimismo cambia vidas. Pero a peor. El pesimismo nunca ayuda a los demás. Los ahuyenta.
  5. Y sabe que hay dificultades, que no desprecia. Y alguna vez vuelve al nido sin nada y mira a sus pajaritos y piensa (o lo que haga) que no tiene derecho a no ser optimista. Por ellos y luego por él. Y sale de nuevo (a veces con los primeros rayos de sol) para entrar por una ventana nueva y, aprovechando que dormimos, investigar más a fondo en aquel hueco que vio el otro día, donde intuye que puede haber algo de valor para él.
  6. Y hay días que le duelen las alas. Ya no es un pajarito. Y le cuesta arrancar. Estaría más cómodo en su nido. Pero también sabe que cuando lleve un rato volando se olvidará del dolor. Y que ese dolor, por ahora, tiene que aguantárselo. Ya llegará el día en que no pueda levantar vuelo. A todos les llega. Por eso tiene cierta prisa. Hasta urgencia, a veces. Porque sabe, como nosotros, que el tiempo no es infinito. Y es en esos momentos en los que tiene que ser muy optimista.

«Actitud de petirrojo» suena todavía más extraño. La vida es un don que hay que aprovechar de una manera concreta: viviendo. A mí siempre me ha parecido que esto de vivir intentando sobrevivir es una mala manera de vivir. Y es muy común encontrar gente que, en la vida, «va tirando», «de esa manera» y que, sin cosas graves que les pasen, va pasando por la vida así, un poco sin que se note. Me da la impresión de que su vida se reduce a esperar al enterrador. A mí eso me parece que es sobrevivir, y que es algo distinto a vivir. Y que, cuando se vive de forma optimista, descubres, tengas la edad que tengas, cosas que te dejan embobado. Que te sorprenden. Que te abren caminos insospechados y maravillosos. Esta vida, bien vivida, no te permite nunca estar de vuelta. Siempre estás yendo, a poco optimismo y ganas que le eches.

Cerremos con el petirrojo. Todo eso —el petirrojo es un animal, no lo olvido— lo hace acorde con su naturaleza. Y me temo que la naturaleza de los animales no la pueden pervertir (en el mejor de los sentidos) los propios animales. Ni nadie.

Si yo hubiese estado de vuelta de todo, el primer día que entró le podía haber sacudido un sartenazo y ahí se hubiesen acabado los paseos del petirrojo. Pero es que estoy convencido de que en esta vida eres más feliz si no vas a sartenazos. Se hubiese ido el petirrojo y yo me hubiese quedado sin mi modelo.

«Sartenazo» hubiese implicado que:

  1. No admito intrusos en mi casa. Cosa que es verdad, pero tengo que matizar. No admito intrusos que quieran entrar en mi casa a, por ejemplo, llevarse la televisión. Pero admitir o no admitir al petirrojo era una cuestión de admitir o no admitir a gente de fuera.
    O sea, de enriquecer o empobrecer mi punto de vista.
  2. Y no solo eso, sino que hago lo posible para que se vayan, como hacen algunos. Mi casa es mi casa y ahí no entra nadie. Es decir, cerrados a cualquier cosa que suponga aprender. Porque eso significa el sartenazo: que no estoy dispuesto a aprender nada de nadie.

Tampoco del petirrojo, que si enseña algo es precisamente por lo que hace, no por lo que dice.

Hacer de forma optimista, con prudencia y sin distracciones.

Hacer equilibrado y con conocimiento.

Hacer. En este momento, más que nunca, hay que hablar lo necesario y empezar a trabajar de verdad. Cada uno. Desde nuestra responsabilidad.

Caen cuatro gotas. Vicente, un aragonés amigo mío que viene a pasar algunas temporadas a casa, me enseñó dónde hay que mirar para saber si serán cuatro gotas o cuatro millones… Echo un vistazo al cielo más allá de las montañas y lo veo negro como boca de lobo.

Llega la tormenta. Me meto en el despacho a escribir. Tengo que hacer muchas cosas aprovechando la tormenta.

Ya amainará.