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EMPRESARIOS DE NUESTRA VIDA

EN HARVARD

Cambridge, Massachusetts, 12 de octubre de 1963. Cuatro «profesorcetes» del recién nacido IESE estábamos en Estados Unidos. Habíamos ido a hacer un programa, el International Teachers Program, en la Harvard Business School.

Los primeros quince días habían sido apasionantes. Teníamos muy poco trabajo, Harvard nos consideraba como faculty associates, algo así como profesores asociados, y recibíamos invitaciones a diario para ir a cenar a casa de los profesores, que nos atendían fenomenalmente bien.

Los «profesorcetes» éramos jóvenes, estábamos allí con nuestras familias, y como en aquella época en las casas había servicio, nosotros nos llevamos a la Sofi, una chica aragonesa que no había salido nunca de su pueblo y que, de repente, se encontró en Boston, donde dominó la situación desde el momento en que el avión aterrizó. Porque las aragonesas son así, universales.

Ya el primer día, en el apartamento que ocupamos provisionalmente, pidió una aspiradora. Yo, que no sabía cómo se decía «aspiradora» en inglés, intenté detenerla, pero se me escapó. La Sofi no sabía decir ni una sola palabra en inglés. Al cabo de un rato subió muy satisfecha, diciendo que la negrita del piso de abajo le había dicho que estaba ella utilizando la aspiradora y que luego se la traería. La aspiradora, por supuesto, no llegó, lo que provocó el enfado de la Sofi, que no podía pensar que quizá la negrita no la había entendido. No debía de hablar inglés…

El 11 de octubre se nos torció la suerte. Llegó el director del IESE con dos profesores más. Estos ya no eran «profesorcetes». Nos citaron en Elmbrook, una residencia de estudiantes de Cambridge donde entonces, y supongo que ahora, estaban la mayoría de facultades de Harvard. Al otro lado del río Charles se encontraba la escuela de negocios. Cada bloque, cuando hablaba del otro, decía que eran «los del otro lado del río».

Les recibimos muy bien. Llevábamos poco tiempo fuera de España y nos hacía ilusión que vinieran nuestros colegas a pasar unos días con nosotros. La alegría desapareció inmediatamente, porque el director del IESE nos dijo que se iba a lanzar un nuevo programa en el mes de septiembre de 1964, que se iba a llamar máster.

Aunque no os lo creáis, en España no había ningún máster, ni de negocios, ni de técnicas de marketing, ni de asistentes técnicos sanitarios, ni de nada. Para colmo, os puedo asegurar que nadie en España, excepto unos pocos elegidos, había oído la palabra «máster». Es como si os dijera que nadie sabía lo que quería decir «teléfono móvil». ¿Os lo imagináis?

Como prueba palpable de nuestra absoluta ignorancia, uno de nosotros dijo: «¿Máster? ¿Por qué le habéis puesto ese nombre?».

El director del IESE, que tenía salida para todo, contestó, como sin darle importancia: «Por su honda raigambre académica». Ante tamaño argumento, los «profesorcetes» nos callamos, para evitar que las cosas fueran a peor.

Fueron a peor. Mucho a peor. Porque nos dieron el encargo de que preparásemos, clase a clase, documento a documento, todo el primer curso del futuro programa máster. No contentos con el encargo, nos dijeron que tenía que estar todo en Barcelona el 31 de diciembre. Aquel día se acabó nuestra tranquilidad. Nos dedicamos a correr por Harvard, a hablar con los profesores, a reunimos nosotros para no meternos unos en el terreno de otros y a enviar material a Barcelona para que lo fueran traduciendo.

Por supuesto, después del 31 de diciembre siguieron dándonos encargos. Menos mal que no había correo electrónico y que nos comunicábamos por carta, con lo que nuestro «espacio vital», el que te permite respirar, aumentó ligeramente.

Ya veis que mi capacidad de irme por las ramas es alta. Lo que pasa es que todo lo anterior pretendía acabar en una cosa que nos dijo el director: «Del máster saldrán dos tipos de personas: los leaders y los practitioners».

Y explicó la diferencia:

 

EMPRESARIOS Y DIRECTIVOS

Me acuerdo muchas veces de aquello. Cuando veo empresarios que salen en los periódicos, pienso si son empresarios de verdad o son directivos, que tampoco es una vergüenza. Veo señores que salen día sí y día también y otros que no salen nunca y a quienes conozco. Y con alguna frecuencia veo que los primeros son directivos, y los otros empresarios.

Y esto no tiene nada que ver —o muy poco— con su formación académica. No se me olvidará nunca una clase en el Programa de Alta Dirección del IESE, en la que participaba como alumno un empresario de los de verdad, con una trayectoria fenomenal. Tenía los estudios básicos y poco más. Pero tenía el olfato del negocio (me parece que los listos a eso le llaman el knack) y sabía dónde se ganaba el dinero y dónde se perdía. Hablaba poco, no sé si estudiaba mucho, pero estoy convencido de que aprovechaba cada minuto.

Un día un profesor llenó la pizarra con un organigrama enorme. Como no se había inventado todavía el power point ni el flash, se puso de tiza hasta las cejas. Cuadritos y cuadritos, líneas continuas para enlazar unos y otros, líneas discontinuas, tizas de distintos colores…

Uno de los participantes dijo: «Para dirigir esa organización hace falta tener carisma».

En aquel momento, el empresario al que antes me refería, soltó: «¡¡Carisma, carisma es esa organización con tanta gente y tantos sueldos!!».

Y uno, que es un poco simplón, piensa que lo importante para un país es que haya muchos empresarios: grandes, medianos y pequeños, que sepan dónde está el negocio y que se la jueguen. Que no tiene ninguna importancia que no sepan lo que es carisma, pero que sepan que los gastos fijos te pueden llevar a la ruina. Que, como dicen en Cataluña, «vayan a por la pela» y tengan beneficios y creen puestos de trabajo (los justos, ni uno más ni uno menos). Y cuando se dice que España ha crecido el equis por ciento quiere decir que la riqueza de España ha crecido porque los empresarios han sabido crear riqueza.

Ya sé que me diréis que algunos no lo hacen bien, desde el punto de vista ético. Ya hemos hablado de eso antes, y como me vuelva a meter otra vez por ese camino, la hemos liado.

Y eso me pasa mucho cuando veo los premios a empresarios del año y pienso si a esa persona a la que le dan el premio es un empresario de los de verdad, o es un directivo listo y bien pagado que con el dinero conseguido (honradamente) ha comprado acciones de la empresa, esa que un día, cuando la pusieron en marcha, tuvo a un empresario al frente. Porque comprar acciones lo podemos hacer todos. Pero poner en marcha empresas que creen riqueza para el país, eso, pudiéndolo hacerlo todos, no todo el mundo lo hace.

Porque, en el fondo, lo que diferencia a un empresario de un directivo no solo es que se juegue su dinero, sino que lo haga de una forma sostenida en el tiempo. No solo hay que poner en marcha empresas, sino que hay que no dejar de hacerlo.

Yo me admiro por muchas cosas. A pesar de ser «mayor», como dice un amigo mío, creo que no he perdido la capacidad de asombrarme. Y pido a Dios todos los días que me la mantenga.

Y de entre las muchas cosas que me asombran, está la de ver a tantos y tantos empresarios que pudiendo estar en las Bahamas disfrutando del dinero que han ganado honradamente y con mucho trabajo, deciden seguir jugándose el tipo (tipo = su patrimonio, sus horas de sueño y de ocio, y sus horas con la familia) para hacer crecer esas empresas que, para bien o para mal, forman parte importante de sus vidas y contribuyen a que miles de familias puedan salir adelante. Porque ahí también todo forma parte de un todo. Y el bienestar familiar depende de cómo gestione su artritis ese empresario, de cómo la supere y de cómo vaya a trabajar para que pueda seguir tirando adelante toda esa gente que depende de él.

Mi amigo de San Quirico, sentado delante de la botella semivacía de vino, me dice que sí, que tengo toda la razón. Que de vez en cuando le duelen los dedos, sobre todo cuando hace frío, y que, aunque ahora ya no conduce los camiones para llevar los ladrillos, no le importaría hacerlo si fuera necesario.

No sé si le he convencido de que es un empresario. Pero lo es. Como la copa de un pino. Así que, tras pagar, se levanta y, mirándome, me dice: «Todos tenemos que ser empresarios. Incluso los que no tienen empresas». Y claro, me desmonta la teoría por elevación. Esto me pasa muy a menudo: yo digo una idea que considero buena y me devuelven otra que lo es de verdad. Y luego dice que el listo soy yo. Como tiene más razón que un santo, le respondo que sí. Y me pongo a pensar sobre eso que me ha dicho.

TODOS, EMPRESARIOS

Todos tenemos que ser empresarios: de nuestra empresa grande o pequeña, de nuestra familia y siempre de nuestra vida, responsabilizándonos de que las cosas nos vayan bien y de que nos vayan mal, sin esperar a que alguien nos eche una mano. Si luego te la echan, fenomenal. Siempre hay gente buena dispuesta a ayudar. Aunque a veces no la encuentres. Pero es nuestra vida y tenemos que gestionarla nosotros. Esto es como los bancos, que nunca te echan una mano cuando lo necesitas, pero que si no los necesitas los tienes detrás intentando venderte, por ejemplo, productos estructurados del banco de Illinois. Pues tenemos que ser empresarios de nuestra vida como si nuestra vida dependiese de nosotros. O sea, como es en realidad.

La responsabilidad, aunque nuestros actos tengan mucha influencia en otras personas, siempre es individual. El juez más severo de lo que hacemos es nuestra propia conciencia. Por eso ser empresarios de nuestra vida es una tarea que no resulta fácil.

Pero no tenemos más alternativa. No podemos ser directivos de nuestra vida, porque, al fin y a la postre, las decisiones que tomamos, las buenas y las malas, las asumimos nosotros. Por eso, porque no hay nadie más allá de nuestra responsabilidad, debemos tomar las riendas como haría un buen empresario.

Tomar las riendas en algunas cosas muy importantes (esas cosas importantes lo son para mí, y creo firmemente que también lo son para el resto de las personas):

  1. En nuestra familia.
  2. En nuestros amigos.
  3. En nuestro trabajo.
  4. En nuestra vida interior, que es la base de lo anterior y lo más importante.

Y esa empresa, la de nuestra vida, la tenemos que montar con ilusión y ganas. Y de forma equilibrada. Es decir, si la empresa tiene como objetivo ganar dinero de forma honrada (o, como dicen los que saben, «crear valor añadido de forma socialmente responsable y ética»), nuestra empresa —nuestra vida— también tiene que crear valor añadido en todas esas cosas que son lo más importante que tenemos que hacer.

Hace algún tiempo me puse a pensar qué significaba eso de vivir ese partido con ilusión, es decir, tomar las riendas de todo eso, y se me ocurrieron una serie de cosas que os pongo a continuación:

  1. Tomar las riendas con nuestra familia: vivir con ilusión la familia.
    La familia es una de las parcelas importantes donde ser empresarios de nuestra vida. He dicho que es importante cuando debería haber dicho que es la más importante de nuestra vida porque, habitualmente, es el soporte de todo lo demás, y su influencia en los otros ámbitos es fundamental. A veces, definitiva.
    Y ser empresarios de la familia supone tener claro lo que la familia es. En este punto conviene remarcar cosas obvias, como que una familia se crea cuando un chico y una chica se casan. Luego vendrán los hijos, se adoptarán o se tendrán en acogida. O no se tendrán.
    El hecho fundamental es que en un momento dado, el chico y la chica se comprometen en ese proyecto de futuro, asintiendo cuando se pregunta si uno está dispuesto a pasar el resto de su vida con la otra persona. A eso lo podemos llamar voluntad fundacional de la familia, que está basada en el amor. Y es lo que hay que mantener vivo, porque al cabo de unos años el chico es un poco más viejo, la chica empieza a tener arrugas y alguna vez se sorprenden diciéndose el uno al otro: «¡Cómo pasa el tiempo!».
    En ese momento es cuando hay que ser realmente empresarios de nuestra vida, porque, efectivamente, ha pasado el tiempo y han pasado muchas cosas que han ido dejando cierto rastro: mucho trabajo, problemas económicos, problemas de salud, cosas que han salido bien y cosas que han salido menos bien. Y quizá aquella ilusión que se reflejaba en los ojos de la chica y del chico cuando salían de la iglesia después de casarse se ha desvanecido un poco, y en su lugar hay un cierto aire de aburrimiento nostálgico.
    Aburrimiento, porque, al cabo del tiempo, el ex chico le ha dicho a la ex chica prácticamente todo su repertorio, y la ex chica, que cuando era chica lo miraba arrobada, pensando: «¡Qué bien habla! ¡Se nota que es abogado!», ahora piensa: «¡Otra vez el mismo rollo!». Y lo mismo sucede al revés. Y como el ex chico sabe lo que le va a contestar la ex chica y lo que, a su vez, responderá él, se calla. Y a la ex chica le pasa lo mismo. Y corren el riesgo de ser un par de viejos de la peor especie, que es aquella en la que la vejez se lleva dentro del alma.
    Nostalgia, porque aquel chico y aquella chica corren hoy el peligro de pensar que las cosas eran buenas en sus tiempos, que aquellos sí que eran gobernantes, aquello sí que era música y aquello sí que era fútbol. Y con lamentable frecuencia empiezan a hablar de «nuestros tiempos», causando la huida precipitada de sus hijos, nueras, yernos y todo el mundo que se acerca a ellos.
    Pues bien, lo que tenemos que hacer es tener claro que «nuestros tiempos» son estos: los de la Crisis Ninja, el banco de Illinois, Lehman Brothers, Zapatero y Pepe Blanco, los del G-20 y el escudo de misiles, los del cambio climático, los del terrorismo y las pastillas de éxtasis, los de El Canto del Loco y Amy Winehouse. Y estos tiempos son los mejores para ti y para mí, por tres razones fundamentales:
    1. Por una cuestión práctica, no tenemos otros.
    2. Por una cuestión de eficacia: constituyen nuestro campo de juego y en él tenemos que poner todas nuestras capacidades para ser felices.
    3. Y, sí, uno cree en Dios, porque hemos sido elegidos por El para que vivamos.
    Nosotros vivimos en estos tiempos y tenemos que encontrarnos de maravilla en todo lo que constituye nuestro entorno. Sobre todo el familiar. No puede ser que la mujer o el marido se hayan preparado para salir a cenar, y llegue el otro a casa diciendo: «Para salidas estoy yo, con lo que me quiere hacer ese tío (entendiendo por ese tío el ministro de Economía correspondiente, que ha dicho que la idea de subir el IVA le parece ‘conceptualmente atractiva’)». Y, viceversa, no puede ser que cuando alguno de los dos haya encontrado la manera de torear a ese tío, más felices que unas pascuas, y con ganas de salir, nos encontremos al otro u otra tirados en el sofá, con la cara hasta el suelo y pensando que para qué va a salir por ahí, para escuchar las mismas cosas de siempre.
    Tenemos una batalla valiosa y preciosa en casa. El hombre y la mujer se tienen que reconquistar mutuamente a diario y, si los tenemos, hay que ilusionar a nuestros hijos. Tenemos que decir con nuestros hechos lo que dice Joan Manuel Serrat en su canción Hoy puede ser un gran día.
    Tenemos que ver y enseñar a ver a cada miembro de nuestra familia lo positivo de cada cosa. Ver lo positivo no quiere decir ignorar inconscientemente lo negativo. Quiere decir no refocilarse en lo mal que está todo. Quiere decir hablar, sabiendo que hay crisis, de cómo podemos salir de ella. Quiere decir hablar, sabiendo que hay matrimonios que se rompen, de la cantidad de matrimonios que se quieren. Quiere decir hablar, sabiendo que hay corrupción, de la cantidad de miles de hombres honrados. Y eso no es evasión ni triunfalismo. Es enseñar con nuestro ejemplo a nuestra familia que en la vida hay hoy cosas muy bonitas. Y eso es tomar las riendas de la familia.
    Los hijos, en el caso de que los tengamos, nos tienen que ver ilusionados con sus ilusiones. No podemos ser unos aguafiestas, unas personas que estén de vuelta de todo. Tenemos que estar de ida. Si nuestro hijo tiene una idea que tuvimos nosotros y nos falló, hay que animarle, explicándole lo que nos pasó y diciéndole: «¡Animo, a ver si tú lo consigues!».
    La ilusión —la felicidad— en una familia está cimentada en un montón de cosas pequeñas, aparentemente sin importancia. Ya lo dice Julio Iglesias: «Me olvidé de vivir los detalles pequeños». Porque los detalles pequeños no se tienen: se viven.
    Un día me puse a pensar sobre este tema y me salió una lista de cosas pequeñas que podemos intentar hacer en nuestra vida diaria. Porque lo normal es que hagamos muy pocas cosas grandes, famosas e importantes, pero sí podemos ser capaces de hacer muchas pequeñas, que convertiremos en grandes e importantes al ponerles toda nuestra voluntad e ilusión:
    Y este es un tema importante. Porque, como he dicho ya, es la base de otras muchas cosas. Y ser empresarios de nuestra familia requiere saber qué es la familia y pensar en todo lo que hay que hacer para sacarla adelante. Para responsabilizarnos de nuestra vida.
  2. Tomar las riendas con nuestros amigos.
    Debemos tener amigos. Esto le puede parecer a más de uno una perogrullada. Pues sí, debemos tener amigos porque no todo el mundo los tiene. Y eso es una parte igualmente importante de nuestra vida. Y en la que tenemos que tomar las riendas, porque es una parte vital del hombre. De todos nosotros.
    Con frecuencia se suele oír la famosa frase: «Yo, de casa al trabajo y del trabajo a casa». Y el que la dice pone cara seria, pensando que lo que dice está muy bien. A mí me parece que está muy mal. Yo creo que nosotros hemos de ir de casa a los amigos, de los amigos al trabajo, del trabajo a los amigos y de los amigos a casa. Quiero decir que no podemos limitarnos a estar en casa y a ir a trabajar, sin ocuparnos de tanta y tanta gente que está a nuestro alrededor y que nos necesita.
    Porque la gente nos necesita. Con frecuencia, las personas están solas. Muy solas. Y cuando una persona está sola, empieza a pensar en sí misma y acaba mareada dando vueltas sobre su propio eje. Tenemos que pensar en los demás y ayudarles a que ellos también piensen en los demás.
    Para empezar, en los demás que tenemos cerca. Porque es muy fácil querer a los países del Tercer Mundo y es más difícil aguantar a esa suegra un poco rollo que vive con nosotros. Y es fácil estar preocupado por la paz en Centroamérica y es más difícil sonreír a nuestra mujer o a nuestro marido cuando nos está contando lo mismo por enésima vez.
    Pensar en los demás significa no pensar en nosotros mismos. Significa forzarnos a poner ilusión en nuestra vida y transmitírsela a los demás. Significa decir al que está pasando una mala temporada que puede contar con nosotros. Significa escuchar a ese amigo que necesita que alguien le escuche.
    Muchas veces, cuando un amigo llama diciendo que quiere verte, llega, te cuenta muchas cosas durante una hora y cuando vas a contestarle, te dice: «Muchas gracias. Ahora sí que veo las cosas claras».
    Quizá alguien que me lea se preguntará: «Y yo, ¿de dónde saco los amigos?». Y tiene razón. La vida que llevamos, sobre todo si vivimos en las grandes ciudades, no ayuda a tener amigos. Con frecuencia, llamas a uno para quedar citado con él y después de pasar un cuarto de hora con las agendas delante, se queda citado para dentro de un mes.
    Hay que buscar amigos. No es bueno para una persona o para un matrimonio no tener amigos. La lista de posibilidades es muy grande: los compañeros de trabajo, los del colegio, los del parvulario, los vecinos, los del club de tenis o de golf, los de nuestra pandilla de chavales, los de San Quirico en mi caso, etc.Ahí hay personas a las que podemos ayudar. Ahí hay personas que nos pueden ayudar a que no pensemos en nosotros mismos. Ahí hay personas a las que podemos comunicar nuestras ilusiones, nuestras alegrías y a las que podemos ayudar a que encuentren ilusiones y descubran alegrías.
    A medida que uno se vuelve mayor, esto cuesta más. Como cuesta más todo. Porque un día nos duele la cabeza, otro el estómago, y cuando no nos duele nada resulta que le duele a nuestra mujer. Ya sabéis aquello tan viejo: «Si tienes cincuenta años, y al levantarte por la mañana no te duele nada, es que te has muerto».
    Y a medida que nos hacemos mayores, tenemos más ocupaciones y tenemos peor genio. Y podemos empezar a pensar que para qué me voy a ocupar de fulano, si ya tengo bastante con ocuparme de mi reuma. Hay que ocuparse de fulano por dos razones: la primera, porque fulano nos necesita; la segunda, porque así nos olvidaremos del reuma. Y hay muchas cosas que les podemos decir a nuestros amigos:
    Y se lo diremos con nuestro ejemplo. Lo cual es mucho más eficaz que sermones largos y pesados. Y les traeremos a nuestra casa e iremos a la suya y conoceremos a sus hijos y les ayudaremos a quererse más.
    Y habremos encontrado un ámbito donde realmente «crear valor» como empresarios de nuestra vida. Aquel en el que se ayuda a mejorar a las personas fuera del círculo familiar que nos rodea. Y la de ayudar a sonreír a mucha gente, que quizá había pensado que eso ya no se llevaba.
  3. Tomar las riendas de nuestro trabajo (y ayudar a tomar las riendas a los demás).
    La gente se divide en dos categorías:
    1. Los que tienen trabajo.
    2. Los que no tienen trabajo.
    Los que tienen trabajo se dividen en dos categorías:
    1. Los que intentan trabajar mucho y hacerlo muy bien.
    2. Los que intentan no pegar ni sello, y además hacerlo muy mal.
    3. Y, en medio, todo el abanico de posibilidades, caracterizadas por una mayor o menor mediocridad en el trabajo.
    Los que no tienen trabajo se dividen en cinco categorías:
    1. Los que lo buscan en serio, dedicando ocho horas diarias a leer anuncios en diferentes periódicos, a escribir, a tener entrevistas, a buscar posibilidades de tener entrevistas, etc.
    2. Los que buscan trabajo en serio, dedicando ocho horas diarias a montar con dos amigos un «negociete» más o menos importante, más o menos sumergido, que les permita salir adelante a ellos y sus familias.
    3. Los que no lo buscan y se quejan de que los empresarios no inviertan.
    4. Los que no lo buscan y esperan que el Gobierno invierta.
    5. Los que no han trabajado de verdad nunca, han conseguido apuntarse al paro y se dedican a esperar. Digo a esperar y no a esperar tiempos mejores, porque mejores, imposible.
    Hay que conseguir que esos grupos que trabajan y buscan trabajo con ganas se llenen de personas que sepan que el trabajo no es una maldición, que es algo natural en el hombre (que no significa necesariamente trabajar cuarenta horas a la semana en algo productivo y dado de alta en la Seguridad Social), que en muchas ocasiones trabajando se pasa muy bien y que, desde luego, trabajando se saca adelante a una familia, un pueblo, una comunidad autónoma, un Estado de las autonomías y una comunidad supranacional.
    Creo que hay que devolver al trabajo su prestigio.Hay países en los que el que trabaja mucho y bien es presentado a sus conciudadanos como alguien que debe ser respetado e imitado. En otros, con frecuencia, sucede lo contrario. La búsqueda del chollo, del enriquecerse rápidamente, del amigúete de la amiga del ex ministro conectado, del pelotazo o del bonus por la venta de productos estructurados, han hecho que el ambiente no sea el más propicio para valorar el trabajo bien hecho ni la seriedad profesional.
    Hemos de vivir y debemos enseñar a vivir la ilusión por el trabajo y ayudar a entusiasmarnos por el trabajo. Y esto tiene que servir para cualquier tipo de trabajo honrado que se realice. Porque nos han contado unos cuentos y nos los hemos creído. Nos han dicho que cuanto menos trabajemos, mejor. Y no hay que creerse las bobadas que nos dicen una serie de «cantamañanas» ilustrados que ponen una carga de profundidad en todo lo que dicen. Y que tenemos que decir a las personas:
    Y eso no depende de nuestro puesto en la sociedad, sino del empuje con el que hagamos las cosas. Aunque nuestro puesto en la sociedad no tenga brillo, ni alto nivel. ¿Os imagináis una sociedad en la que cuarenta millones de personas se empeñasen en hacer las cosas bien, en empujar, en arrastrar, en sacar el país adelante? Que, en suma, recuperar o retomar las riendas en el trabajo nos hace, como en los casos anteriores, empresarios de nuestra vida, la empresa más importante que tenemos entre manos.
    A todo esto le podemos llamar de muchas maneras, pero a mí me gusta llamarlo iniciativa o empuje. La cuestión es tan importante que muchas personas de escuelas de negocios han empezado a estudiar el tema de los emprendedores, llamando «emprendedores» no solo a los que montan las empresas, sino a los que desde dentro fomentan la iniciativa y el espíritu de hacer cosas.
    Así que todos, emprendedores de nuestra vida. Empresarios de nuestra existencia. Para llevarla a lo más alto.
    Ya veis que, además de irme por las ramas, de vez en cuando me entran las ilusiones de juventud. Pero esto me lo creo. Si uno se responsabiliza con ilusión de su vida, si es empresario de su vida, es más fácil sacar adelante un país.