6
LA CRISIS. RESPONSABILIDAD GLOBAL.
RESPONSABILIDAD INDIVIDUAL

MI AMIGO EL BANQUERO. LA CRISPACIÓN

Tengo un amigo banquero. En contra de lo que la gente piensa, los banqueros también tienen amigos. La banca es otra cosa. Esa tiene pocos. El otro día me lo encontré por la calle. Había leído mi informe sobre la crisis y me dijo que si no era el más acertado, sí era el más divertido que había leído. Como consecuencia de eso, no sé si me estaba diciendo que soy un «graciosete», pero que no rasco ni una. Yo cuando me dicen estas cosas, sonrío y pienso que tienen toda la razón y que acto seguido sacarán su informe sobre la crisis, menos gracioso pero más preciso. Pero nunca ocurre.

Después, sonriendo, añadió: «Ahora, lo que tendrías que hacer es sacar otro informe diciendo lo que hay que hacer para salir de la crisis».

Me picó un poco. Y pensé tres cosas:

Ya veis que en cuanto a uno le tocan el amor propio se le ocurren tonterías. Y eso me llevó a pensar sobre algo que para mí es importante: que habría que procurar no dar a la gente motivos para picarse (sea en el amor propio o en cualquier otro sitio). Las personas vivirían mejor. Menos crispadas.

Porque cuando la gente está crispada, a menudo dice cosas de las que se arrepiente. Digo que «dice cosas» y no «piensa cosas» porque muchas veces conseguimos callarnos y otras muchas las que decimos no las hemos pensado antes. Y todo eso que decimos siempre deja una herida. Siempre. Y esas heridas a veces se curan y a veces no. Aunque se curen, toda herida deja una cicatriz. Y no digo que todas las cosas que se dicen sin pensar o pensando no se perdonen y hasta que se olviden, pero desde luego la crispación no facilita el entendimiento.

Yo creo que todos tenemos que hacer un esfuerzo para entendernos. Y que ese esfuerzo, que es bueno que hagamos desde cualquier posición de la vida, es imprescindible cuando se tienen responsabilidades de mando o dirección, y mucho más cuando esa responsabilidad es política. Porque, en contra de lo que a veces se oye, todos esos «leñazos» que se arrean los políticos no son un juego, porque son empleados nuestros y, a mí por lo menos, no me gusta que mis empleados se peleen entre ellos. Porque se despistan y no hacen bien su trabajo.

Los políticos tienen que ponerse de acuerdo en pocas cosas muy fundamentales. Y discrepar en todas aquellas que, siendo importantes, no son básicas para que el país vaya adelante. Y esas cosas en las que discrepan son las propias de sus ideologías y allí, libertad, que significa que cada uno puede pensar lo que le dé la gana, respetando la vida, el país, las familias y la propiedad. Si no respetas nada de eso, estaríamos en un régimen injusto, y ahí habitualmente uno habla y el resto obedece aterrorizado. Pero bueno, en España, hoy, a mí me parece que cosas fundamentales hay poquicas. Por eso, cuando les veo pelearse agriamente por asuntos que nos pueden afectar gravemente, pienso que están haciéndolo mal. Mal equivale a frivolidad irresponsable o, si os gusta más, a irresponsabilidad frívola. Y la frivolidad es algo que los que tienen responsabilidades políticas no se pueden permitir.

Por eso, la figura del perro de presa, faltón y «maleducadete», «graciosete» o no, dedicado a insultar al prójimo (sea a la oposición, sea al Gobierno, sea a los curas, sea a los del gremio de los fontaneros, sea a quien sea) me ha parecido siempre una mala idea.

Por ejemplo, ante la situación de crisis económica global, severa, profunda, cuyas causas parecen estar claras pero cuyos efectos son difícilmente medibles, se han reunido gente muy importante para sentarse y ver qué pueden hacer los grandes países del mundo. Hablaban de que iban a redefinir el modelo económico capitalista (que es mucho redefinir).

Es una tarea difícil porque el modelo capitalista se sustenta en la capacidad de iniciativa del individuo, y para redefinir eso habría que redefinir al individuo, y eso parece más complicado, aunque al ritmo que vamos, nunca se sabe.

Yo me conformaría con que pusiesen controles, entre férreos y muy férreos, para evitar que agencias de ratingy banqueros sin escrúpulos no nos la volvieran a jugar otra vez. Pero no tengo mucha fe. Supongo que intentarán cambiar algunas cosas y, de paso, enterarse de cómo y a qué plazo va a afectar a la economía planetaria todo lo que ha pasado. Y saldrán con algún acuerdo, que espero que incluyan medidas que ayuden, no solo al sistema financiero, sino a las empresas, o sea, a las personas.

Pues bien, imaginemos que el día antes de la reunión el mandatario británico insulta gravemente al estadounidense, el alemán se mete con España y el indonesio falta al respeto a la mujer del mandatario francés. Y luego se sientan a resolver el sistema capitalista. No digo que no pudieran hacerlo, pero el «ambientillo» no sería el más adecuado para ponerse de acuerdo.

Pues bien, a nivel de país y en la situación actual, el Gobierno y la oposición, sean del color que sean, tienen la obligación de ponerse de acuerdo. Y si cuando se van a reunir aparece un señor insultando a una de las dos partes, cosa que ocurre con muchísima frecuencia, introduce un elemento que dificulta esa reunión, y que probablemente hará que resulte más difícil hablar.

Ante una reunión planteada por el Gobierno a la oposición sobre un tema muy grave, el portavoz del Gobierno dijo días antes de la reunión que «daba igual, porque la reunión no iba a servir de nada». En fin, a mí que me expliquen para qué ese señor tiene que abrir su bocaza de perro de presa.

Esos perros de presa pueden ser muy graciosos, como lo era aquel que llamó a Adolfo Suárez «tahúr del Mississippi con chaleco floreado». Pero, aunque tenía mucha gracia, en aquel momento era, sin más, una irresponsabilidad. Dicen que los políticos desayunan todos los días «tragándose un sapo». Me parece que eso entra dentro del sueldo. Pero ante situaciones difíciles tienen que hablar con el menor ruido previo (y posterior) posible. Sin crispación.

Porque la crispación crispa no solo a los protagonistas, sino al resto de la gente. La crispación en el matrimonio crispa a los hijos. La crispación en la empresa crispa a los trabajadores. La crispación entre políticos crispa a todo quisqui.

Y creo haberlo dicho ya en alguna disquisición: si de vez en cuando nuestros políticos se fueran a tomar un vino con un bocadillo de jamón ibérico en el bar del pueblo de al lado de San Quirico, además de darle un susto de muerte al camarero, estoy seguro de que se pondrían más rápidamente de acuerdo. O a lo mejor no, pero se lo iban a pasar estupendamente. Y a lo mejor, incluso se hacían amiguetes.

Y entre amigos, todo es más fácil.

LA SALIDA DE LA CRISIS. LOS CRITERIOS

Me encuentro con el director de la caja de ahorros de San Quirico. Está preocupado. Tiene un recado para mí, de sus jefes. Siempre que habla de los de arriba dice «mis jefes». De este modo, nunca sé si el mensaje viene del presidente de la caja, del director regional o de algún otro.

Me dice: «Mis jefes dicen que me hagas recomendaciones para salir de esta». Entiendo que «esta» es la que está cayendo y quizá, también la que va a caer, aunque deseo que no caiga mucho más.

Le contesto que lo pensaré, que no crea que tengo la receta, porque, como dice un amigo mío, «si la tuviera, aquí iba a estar». Pero que le daré vueltas y lo discutiré con gente que entiende. Le digo que no me pida urgencia, pero que le iré contestando a medida que se me ocurran cosas, si es que se me ocurren. Se va más tranquilo, tranquilidad que le desaparecería inmediatamente si supiera a quién le llamo «gente que entiende».

Monto rápidamente un desayuno con mi amigo de San Quirico. Le explico la entrevista con el director de la caja.

Suelta un par de imprecaciones gordas y dice: «O sea, que después de lo que nos han hecho, ¿ahora quieren sopitas?». Le convenzo de dedicar algún desayuno que otro a apuntar ideas en el mantel, porque con una servilleta no tendremos bastante. Quedamos en decirlas desordenadamente, pero intentando poner sentido común. No le hablo de hacer brainstorming, porque, respetando las opiniones en contra, siempre me ha parecido algo así como James Bond, pero, en lugar de «licencia para matar», «licencia para decir bobadas, con la cara muy seria y sin peligro de que te echen a patadas». (Definición que, como se ve, no es admisible en ningún diccionario de management).

Mi amigo dice que para él España es como su familia. No por razones patrióticas, que quizá también, sino para dejar claro que lo que él haría en España es lo que pondría en práctica en su familia si estuviese pasándolo mal o en vísperas de pasarlo.

Me gusta el enfoque, porque si el sentido común sirve para lo pequeño, ¿por qué no ha de servir para lo grande?

Mi amigo va y me dice que lo primero es establecer los criterios de actuación.

Y que como su madre le enseñó que lo inteligente siempre es sencillo, de donde él deduce que lo complicado es propio de gente no inteligente, afirma que los criterios son dos.

Me quedo atónito. Porque si un personaje público que debe de tener unos sesenta años ha dicho que esta es la crisis más compleja que nos ha tocado vivir y mi amigo cuenta que su madre decía que los complejos solo los tienen los simplejos, a mí solo me queda callarme, escuchar respetuosamente y tomar notas en el mantel.

Me atrevo a preguntar: «¿Dos?». Y él me contesta, muy serio: «Dos. Primero: no distraerse. Segundo: ser prudente».

Mientras pienso que mi amigo está en otra guerra, continúa: «En segundo lugar, hay que tener en cuenta las cosas sobre las que podemos actuar y las demás. O sea, para que lo entiendas: podemos actuar sobre lo de nuestra familia, sobre San Quirico, sobre Barcelona, sobre España, algo sobre la Unión Europea, nada sobre Estados Unidos. O dicho de otra manera: puedo comprar en el súper de San Quirico o en el del pueblo de al lado, puedo alargar la vida de un pantalón, pero puedo hacer muy poco sobre el precio mundial de los alimentos o del petróleo. ¿Queda claro?».

Mi amigo está inaguantable y dice lo que más me molesta: «Pero a ti, ¿qué te han enseñado en el IESE?». Y suelta el discurso de siempre: «A ver si va a resultar que yo, que solo sé leer, escribir y las cuatro reglas, que me puse a trabajar a los catorce años, y que me he pasado la vida llevando camiones, voy a saber más que tú, con tanto diploma y tanto Harvard». Me molesta especialmente porque el muy bruto pronuncia Harvard como un amigo mío que es de lo más sofisticado que hay en Europa: Arvard, sin «H».

Ya he escuchado los dos criterios de mi amigo para salir de esta. Y como me veo en la necesidad de aportar algo, aunque no sea muy original, añado uno más: el Optimismo. No para resolver toda la crisis, pero, por lo menos, para aclararme mis ideas, y de paso ayudar a los que lo lean a aclarárselas también.

Por eso, cuando hablamos de crisis, podemos pensar sobre estos criterios para sobrevivir y, si somos capaces, salir de la crisis:

  1. El Optimismo.
  2. No distraerse.
  3. La prudencia.

Son tres principios generales que han de servir para las personas, para las empresas y para los gobiernos. Vamos a explicar un poco qué es lo que queremos decir.

EL OPTIMISMO

Hablar de Optimismo en la situación actual tiene un riesgo, que es el de que la gente te diga: «Te podías callar y cambiar de tema». Pero creo que es importante.

Hace muchos años, yo iba con frecuencia a un país en el que el terrorismo golpeaba fuerte. Tenía muchos amigos empresarios y directivos. Todos habían recibido una carta amenazadora.

Alguien me invitó a una conferencia que se daba en una universidad. No me acuerdo del título ni del nombre del conferenciante. Lo que sí recuerdo es que, ante mi asombro, empezó a hablar del Optimismo.

Pensé que no era el tema más adecuado para aquel público. El conferenciante empezó diciendo que Optimismo no consiste en decir que aquí no pasa nada. Y añadió: «Porque aquí pasan muchas cosas y muy graves». Y el público asentía. Todos ellos habían dejado a sus guardaespaldas en la puerta.

Y, animado por el asentimiento, el conferenciante dijo: «El Optimismo consiste en sacar el mejor partido posible de cualquier situación concreta». Y aquella y esta de ahora eran y son situaciones concretas.

Me impresionó mucho y, desde entonces, siempre que hablo del Optimismo lo pongo con mayúscula. Porque con esa definición hay que ser optimistas siempre: cuando las cosas van bien y cuando van menos bien. Cuando la tasa de interés está al 2% y cuando está al 13%. Cuando el negocio triunfa o cuando triunfa menos. Cuando un hijo va bien y cuando se tuerce. Porque todo eso son situaciones concretas. Y en todas ellas cabe la posibilidad de ser optimista.

Siempre hay que luchar por sacar el mejor partido posible de cualquier situación concreta. Y luchar es diferente de no asumir la realidad. Hablo de lucha porque con muchísima frecuencia te encuentras optimistas que lo son cuando la vida les es de color de rosa. Y es justamente al revés. Optimista hay que serlo, sobre todo, cuando la vida viene torcida. Y algunas veces esto no es fácil. Y algunas veces es heroico. Por eso hay que luchar, o sea, poner toda la voluntad, y algo más, para ser optimista. Hay veces en las que, cuando te muestras optimista, te encuentras con gente que te mira como si fueras un bicho raro y piensa: «Este no se ha enterado». Pues bien, precisamente porque nos hemos enterado muy bien es por lo que tenemos que ser optimistas. Y vivir el Optimismo con serenidad.

Las crisis lo son más cuando las gestionan los pesimistas. No digo que haya que tomar decisiones temerarias en momentos de crisis. Ni mucho menos. Pero tenemos multitud de ejemplos de empresas y personas que, ante una situación de crisis, han optado por seguir invirtiendo prudentemente.

Me decía un empresario amigo mío, que a pesar de estar en un momento delicado en su empresa, había optado por mantener el personal (es una empresa pequeña) y orientar a aquellos a los que iba a despedir hacia una mayor actuación comercial. «Puede ser que no me salga bien —decía—, pero creo que, por lo menos, tenemos que intentar salvar los puestos de trabajo». O sea, sacar el mejor partido posible de una situación concreta. Y eso hace.

Y hay muchos más ejemplos que nos ayudan a entender el significado del Optimismo. Leí el otro día que, en la situación en la que estamos, una constructora catalana pequeña ha comprado un terreno de trescientos mil metros cuadrados en China. Ha edificado catorce naves y las ha vendido a catorce pymes catalanas. Estas catorce empresas catalanas, en vez de estar en el Maresme quejándose de la competencia de los chinos, han dicho: «Señores, esta es una situación concreta, llevo todo el año quejándome de que los chinos me están fastidiando. Pues me hago chino y a por ellos». O sea, se han hecho chinos. Supongo que se han llevado los contramaestres catalanes y han contratado obreros chinos. No sé si les saldrá bien o mal, pero creo que esa es exactamente la actitud que hay que tener.

Y, en este caso, además, la Cámara de Comercio de su pueblo les ha ayudado. Y esto es importante no por la ayuda en sí, que también. Es importante porque, en general (y en situaciones de grave crisis, también), el Estado, los organismos y corporaciones como las cámaras deben seguir a la persona y no la persona al Estado. Porque si te quedas esperando a que el Estado haga algo, te morirás de hambre o tu empresa se hundirá. Lo mejor es fiarse de uno mismo (y, en el caso de la constructora catalana, convencer a catorce más) y, cuando lo hagas, a lo mejor llega la ayuda del Estado o de quién sea.

Y lo mismo da ir a China o quedarse, como una empresa a la que ayudo que ha decidido parar su plan de expansión previsto para el año que viene y dedicar parte de los recursos de ese plan a fortalecerse internamente, actualizando su sistema informático, pensando de forma optimista que así, cuando pase la crisis, estarán en mejor disposición interna de afrontar el crecimiento.

Y como estos, miles de ejemplos.

Ser optimista no es lo mismo que ser un ingenuo o un «dinamitero loco» que, con independencia de lo que ocurre a su alrededor, tira para adelante sin ninguna consideración a la realidad. El optimista, precisamente porque conoce de forma concreta la realidad, intenta sacar de eso lo mejor posible.

Y como colofón sobre el Optimismo hay que recordar que no es obligatorio estar hablando veinticuatro horas al día de la crisis. Hay que evitar el que llamaré «saludo de la crisis»: «Hola buenos días, ¿cómo está usted? Pues ya sabe usted, con la crisis».

Hay que hablar de la crisis para salir de la crisis.

NO DISTRAERSE

Distraerse es, en una situación determinada de mayor o menor dificultad, hacer cosas que no ayudan a resolver esa situación. O hacer como si no existiese y dedicarse a dar alpiste a los pájaros mientras no tienes comida para tu mujer o hijos. Distraerse es malo casi siempre. Excepto cuando vas paseando por el campo precisamente porque has salido para distraerte.

Distraerse es, por ejemplo, aprovechando que la crisis ha dejado en el paro a tu mujer o a tu marido y a ti, empezar a planear la reforma de la casa.

Distraerse es obviar o negar directamente la crisis y en vez de centrarse en los asuntos críticos, dedicarse a la demagogia poniendo ministerios de relleno a los que se les da una publicidad extraordinaria para después dotarlos con cuatro duros. O sea, para declararlos oficialmente vacíos de contenido. Es decir, además de distraerse, contradecirse ante la opinión pública.

O abrir una embajada de una comunidad autónoma en los Estados Unidos de América en medio de la crisis económica.

O que una ciudad que pertenece a esa comunidad autónoma abra un consulado, no se sabe para qué.

O aprovechar una rotonda nueva, con un césped muy bonito, para poner un monumento que no viene a cuento, y que habrá costado un pastoncillo.

Eso es distraerse. Y esas distracciones cuestan mucho dinero. Y en estos casos molestan e indignan a los ciudadanos.

Pues bien, en los momentos en los que hay problemas, hay que concentrar todas las fuerzas (fuerzas = trabajo, esfuerzo, dinero, planes, acciones, etc.) en lo fundamental para sacar adelante la familia, en centrarse en el corazón del negocio en la empresa, en los servicios esenciales en los ayuntamientos y comunidades autónomas, en los gastos obligados e inversiones necesarias en el Estado. Y eso implica mirar con esos «ojos de recorte» del ministro todo aquello que sea superfluo. Y mirar con esos mismos ojos algunas cosas que, por mucho que nos apetezcan, quizá tranquilamente se puedan posponer, esperando tiempos mejores.

Las empresas que pasan momentos difíciles lo entienden maravillosamente. Se centran en su negocio, revisan costes y gastos, rehacen planes, y toman todo tipo de medidas para concentrarse en lo esencial.

Esencial, porque en momentos de crisis es obligatorio. Y esto supone establecer con talento nuestras prioridades:

las personales, las familiares, las empresariales y las políticas.

Y esto puede no resultar fácil, porque en una situación complicada existen ciertas tentaciones de huir en vez de afrontarlas. Pero es exactamente lo que hay que hacer. Dedicarse a los flecos cuando tenemos un problema central es una mala estrategia.

A no ser que se quiera, conscientemente, distraer al personal, partiendo de la base, naturalmente, de que el personal es bobo. Y de bobos no tenemos ni un pelo.

LA PRUDENCIA

La prudencia es una virtud que hay que ejercitar siempre. La prudencia requiere conocer y medir las consecuencias de las acciones y, una vez evaluadas, decidir hacerlas o no atemperando muchas cosas. Es una virtud muy discreta. De poco ruido. No es una virtud fácil (casi ninguna lo es), pero es básica y está muy relacionada con el «no distraerse», porque las dos deben centrarse en el corazón de las cosas.

Y tiene mucho que ver con lo que ha pasado, y tiene que ver con cómo hay que salir de esta crisis.

Las crisis siempre convierten de repente en prudentes a personas que han tenido actitudes enloquecidas. Resulta curioso ver a banqueros que tienen otros bancos que han vendido millones de euros de productos estructurados «tóxicos» como les llaman ahora («porquería», en lenguaje ninja) de los que no tenían ni idea, sentados con el presidente de un gobierno en una determinada nación, para ver cómo resuelven la crisis creada por ellos mismos, hablando como si estuviesen en el club de golf, mientras esos clientes que han perdido fortunas se manifiestan en la calle. Es una imagen vergonzosa. De repente, a esos mismos que han vendido frívolamente esos productos de los que ignoraban casi todo a cambio de una comisión más alta, les entra un ataque de prudencia y empiezan a hablar de volver al corazón del negocio bancario…

Se han convertido en prudentes, dicen que no hay que distraerse, y da la impresión de que ven las cosas desde lejos y que les deja más bien fríos lo que pasa en la calle. No sé si tener vergüenza es un criterio válido. Pero debería serlo.

Aunque me vaya por las ramas, quiero deciros que no entiendo, ni quiero entender, eso de la economía financiera y la economía real. Si hay una economía real, es que la otra es irreal. Lo que pasa es que cuando te das cuenta de que la irreal se ha cargado la real, empiezas a pensar que de irreal, poco. Que la llamada economía financiera no ha sido más que La gran estafa.

Pues bien, hay que ser prudente, que es distinto de timorato o paralizado. Y hay que ser prudente en todas las situaciones. Había que haberlo sido y hay que volver a serlo.

Pero ya puestos a ser prudentes, hay que ir con cuidado. Y esto significa medir y prever las consecuencias de nuestros actos.

Recortar puestos de trabajo para salvar la empresa puede ser una medida necesaria. Pero hay que «ser prudente», sobre todo en la ejecución de esas cosas que nos parece que es lo que hay que hacer. Hace poco hablé con un empresario prudente de una mediana empresa que tiene algunas tiendas y me decía que este año todavía iba en ventas por encima del año pasado excepto en tres tiendas. Habían diseñado un plan de recorte de personal en cuanto empezaron a ver una cierta ralentización de las ventas y dejado a los responsables de las tiendas su ejecución concreta. Como lo de las tres tiendas le preocupaba, se fue a ver qué pasaba, con los datos correspondientes.

La medida prudente había sido ejecutada con criterios erróneos, despidiendo a personal de atención al cliente en la tienda, por lo que, sin entrar en más detalles, el servicio se resintió, la afluencia se resintió, la venta se resintió y lo que era un plan para garantizar la solidez y continuidad de la empresa, ha tenido los efectos exactamente contrarios.

Un ejemplo de prudencia es decir: el año que viene creceremos el 1%. Y pensar que si los que saben (o dicen que saben) empiezan a decir que eso del 1% es una quimera, que si no decrecemos el 1 % ya nos podemos ir dando con un canto en los dientes, revisar ese crecimiento, no vaya a ser que el ministro se equivoque y el otro (por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional) tenga razón. Y esto va por los Presupuestos Generales del Estado, en los que no podemos empezar a gastar partiendo de que los ingresos subirán. Porque NO subirán.

PERO HAY QUE TRABAJAR

O sea, que tenemos que ser optimistas, no distraernos y ser prudentes en lo que hagamos. Y todo eso con mucho esfuerzo, que es lo que toca.

Sí, a todo lo anterior hay que sumar trabajo y sacrificio: esfuerzo. El otro día, hablando un poco de eso que han empezado a llamar «la cultura del esfuerzo», mi mujer me dijo una cosa que puede sonar un poco mal: «Mira, Leopoldo, desengáñate, aquí lo que hace falta es una posguerra».

Le contesté: «Mamá, para que haya una posguerra tiene que haber primero una guerra». Y como me pasa siempre, me ganó: «Yo ya me entiendo y tú ya me entiendes». Y aunque no estoy seguro, creo que se refería a que nos hemos reblandecido un poco, o bastante, o mucho.

Que esa «cultura del esfuerzo», que puede sonar un poco cursi, es lo que es y significa lo que significa: que hay que trabajar, y eso cansa siempre, a veces es incómodo y a veces requiere mucho sacrificio personal. Nuestro amigo el constructor «optimista» se ha tenido que ir a China. De Barcelona a China hay una distancia apreciable. Y seguro que es cansado el viaje. Igual resulta que a su mujer la verá un poco menos. Y en los periódicos tendrá que saltarse la parte que dice «Conciliación del trabajo y la vida de familia» para que no le remuerda la conciencia.

Hemos llevado una vida buena muy cara. Y ahora tenemos que llevar otra vida, la normalita, menos cara. Y más molesta, porque uno ha de trabajar y se cansa. Pues eso es lo que toca.

Y para trabajar es necesario no quedarse parado, o sea, no quedarse inmóvil, paralizado, esperando a que haya algún milagro y nos resuelva todo y podamos seguir yéndonos de fin de semana a Nueva York, porque «está todo tan barato…».

SALIENDO DE LA CRISIS. ¿DÓNDE ESTAMOS?

Yo creo que estamos en un momento de desconcierto. A la pregunta: «¿Cuánto durará esto?», se pueden leer multitud de respuestas que se resumen en una: «No lo sé». Lo que pasa es que decir que no se sabe algo no da mucho prestigio. Y creo que tampoco se sabe en detalle la situación actual. Y como no se conoce en detalle, nos encontramos con sorpresas diarias de dimensiones «increíbles e inimaginables» hace muy poco tiempo: monstruos empresariales valorados por otros monstruos empresariales en «0», quiebras de grandes multinacionales, problemas gravísimos en bancos enormes, miles de despidos, etc.

Gente tradicionalmente liberal está pensando en la intervención del Estado. Pasamos del que «cada palo aguante su vela» a la intervención inmediata y violenta del Estado (se habla sobre nacionalización y se nacionaliza, que es una medida, que podemos llamar de violenta intervención).

Los economistas y los políticos están totalmente despistados. Se presentan planes de «compra de activos tóxicos» retirados semanas después, se establecen planes de liquidez que no se cumplen, se establecen fondos opacos de ayuda a los bancos que siguen sin dar créditos a las empresas y a los ciudadanos, etc.

Hay que hacer cosas sabiendo para qué las hacemos.

Y con optimismo, sin distracciones y con prudencia, o sea, «con cuidado» y sin pararse, hay que hacer lo que se hace en tu casa, en tu empresa y lo que se hace en cualquier lugar del mundo:

  1. Saber lo que ha pasado. Y esto no es ninguna obviedad ni una idea que se me ocurre, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid o el río Tenas por San Quirico.
    Hemos hablado mucho del origen de la crisis. De los ninjas y de los vendedores de hipotecas «porquería». Y de la falta de regulación. Y hablaremos de la indecencia. Y hace un tiempo yo escribí una cosa que creo que es lo que ha pasado y que luego he visto que otros validan y completan.
    Y estuve hace poco con un catedrático de Economía que me decía que «los economistas andamos un poco desconcertados con todo esto». Vaya. No me lo dijo el portero del edificio de mi casa de Barcelona, que sabe mucho de muchas cosas, pero poco de economía, supongo.
    O sea, que los que poseen la información y el poder tienen que entrar en detalle, no solo para saber qué ha pasado, sino para saber quiénes han sido los responsables (y me refiero a banqueros, agencias de rating, empresas inmobiliarias, ayuntamientos, organismos de control, intermediarios de toda índole, «estrategas de productos», gobiernos, Estado, fondos soberanos, etc.), no para imputarles nada ni darles un tirón de orejas, ni siquiera para meterlos en la cárcel, sino para saber en qué niveles de decisión se ha originado este «bollo» para poder actuar en todos ellos.
    Y esto es lo que en mi pueblo se llama «saber dónde estamos» y en las empresas «tener un diagnóstico suficiente de la situación actual». Porque creo que no se tiene y que se va actuando a bandazos.
  2. Saber cómo estamos, que ya sabemos todos que mal. Pero eso no es suficiente.
    Y en el fondo yo creo lo mismo que un economista muy bueno, cuyo nombre no digo, porque no he podido confirmar que ha sido él: lo que tiene menos importancia en esta crisis es lo económico.
    Esta es una crisis de ambición. Es una crisis de falta de controles efectivos. Y global, porque global es el mundo en el que nos movemos. Si decimos que ha habido una «crisis de ambición y falta de control que ha desembocado en una crisis de desconfianza brutal y global que va a provocar un periodo largo de recesión económica», estaremos mucho más cerca de acertar cuando se planteen soluciones. Ocultar la crisis para ganar unas elecciones y después salir corriendo con medidas que no se aplican es una solución de «avestruz ciega».
  3. Soluciones que han empezado a intentar generar confianza a base de dinero. De muchísimo dinero. Sin querer ser demagogo, se ha inyectado el suficiente dinero para acabar con el hambre en el universo. «De inyectar liquidez en el sistema», como dicen los que saben. Para que los bancos confíen unos en otros y se dejen dinero, avalando sus operaciones entre ellos y abran el grifo. Lo que resulta increíble, pero cierto. Los protagonistas de la crisis siguen profundizando en ella.
    Algo está cambiando. Lo que hemos dicho de la nacionalización de la banca en la cuna del capitalismo y en otros países de Europa es una medida —amén de impensable— que no sé si es buena o mala, pero desde luego orientada a mantener en pie el sistema financiero del país y del mundo. Yo he tenido la oportunidad durante un tiempo de vivir en un país con un marco financiero muy inestable y entiendo perfectamente la medida. La solidez bancaria no es solo una cosa que se han inventado para que los propietarios de los bancos vivan bien. Un país en el que no funciona el sistema financiero se paraliza. La desconfianza lleva al miedo y este a la parálisis. Y eso se llama recesión.
    Y esas medidas son de urgencia y todas van dirigidas a intentar que el prójimo se fíe del prójimo y vuelva el dinero a la calle, a las personas, a las empresas para que se active la economía.
  4. Pero esto no servirá para solucionar la crisis si, junto con las medidas de dar dinero (porque eso es inyectar liquidez) y todas las medidas para restablecer la confianza que se tomen, no se establecen controles efectivos. Yo creo que aquí, en todo este asunto, ha habido una gran falta de decencia. Como ahora, si hablas de ética o hablas de moral la gente empieza a decir cosas, se me ha ocurrido la palabra «decencia», que todo el mundo la entiende, y nadie dice que no quiere ser decente. Yo creo que ha habido mucha gente que no ha sido decente, mucha. Cuando el FBI anuncia el inicio de investigaciones sobre mil cuatrocientas personas, pienso que debe de ser porque le falta mano de obra. Yo empezaría por catorce mil, a ver qué pasa.
  5. El otro día me preguntaba un amigo: «¿Tú crees que esto es el fin del sistema capitalista?». Me escapé diciéndole que el capitalismo es un sistema basado en la iniciativa privada. Y la iniciativa privada es una cosa que lleva dentro el ser humano, por lo que hablar de desaparición del capitalismo es una estupidez. Otros sistemas basados en el poder del Estado y el desprecio a la iniciativa privada (que ahora algunos llaman «capacidad de emprender») han resultado ser desastrosos.
  6. Incidiendo en esto, creo que, o centramos los problemas (y las soluciones) en las personas, o ya podemos inventar sistemas.
  7. Lo diré políticamente correcto: hemos perdido los valores. Sin más. En cada fase del origen de esta crisis hay una violación grave de una serie de valores relacionados con el hombre. En cada fase: imprudencia, ambición, irresponsabilidad, insolidaridad, prepotencia, desprecio, individualismo, y otros muchos comportamientos rayanos en lo delictivo y profundamente inmorales. O amorales, que es peor. Hemos inventado la ley de la jungla y ahora nos sorprendemos de que el león nos devore.
  8. Por eso, y porque sé que las medidas que se tomen no pueden cambiar eso, hay que establecer límites. No pretendo convertir a los responsables políticos y económicos a la doctrina de la «verdad y bondad universales» ni mucho menos. Pero si se reúnen y hablan, tienen que ser conscientes de que han hecho verdaderas salvajadas. Y de que hay que controlar a esos mozos para que se calmen y no hagan más burradas. Y hay que controlarlos:
    1. Con la efectividad de los organismos de control globales (FMI, Normas de Basilea, bancos centrales, comisiones de control a todos los niveles, etc.) que han fallado clamorosamente. En algunos casos, elaborando normas para después permitir que alguien se las salte. En otros, por omisión e inacción. La redefinición, poder y procesos de estos organismos deben ser revisados. Para eso hay que reunirse.
    2. Con la actuación de las agencias clasificadoras de inversión. Que han clasificado, como decían esos pobres señores, hasta «fondos estructurados por vacas» y que han dado clasificaciones AAA a «porquería».
    3. Con la actuación de muchos gobiernos que no han establecido en sus países normas (provisiones y similares) que garanticen un sistema financiero sólido.
    4. Con la actuación de muchas entidades financieras, que ha sido de una irresponsabilidad absoluta. Y lo que es peor, con profundo desconocimiento de lo que hacían. Lo que de por sí es desmoralizante para el cliente de esas entidades, que ve con estupor que el brillante ejecutivo co-responsable de la crisis se permite el lujo de dar consejos sobre cómo salir de ella.
    5. Con las remuneraciones y estructuras piramidales de bonus, que nunca es malus, que son, cuando no escandalosas, simplemente aberrantes e irreales. Irreales porque se soportan en un dinero que no existe, e irreales porque transportan a esos directivos a un mundo irreal: donde solo vive gente como ellos a los que, como ha quedado de mostrado, el resto del mundo (el 99,99999%) les deja frío. Esas estructuras de remuneración orientadas a ganar yo «caiga quien caiga» ha llevado, con la aquiescencia de todos (y el conocimiento de los gobiernos), a realizar negocios suicidas.
    6. En fin, límites a todos aquellos que se han enriquecido provocando la mayor crisis financiera global en la historia de la humanidad.
  9. No sé si lo anterior les servirá de orden del día para alguna reunión que tengan con el fin de salvar lo que queda y procurar que no se vuelva a repetir.Pero, con permiso de mi editorial, se lo dejo por si quieren empezar por aquí.

Pues bien, además de esa responsabilidad global, existe la individual. La suma de las dos hará que salgamos de la crisis. Sobre las dos hemos hablado. Pero no es lo mismo.

La global es más gestión que responsabilidad.

La individual es la verdadera responsabilidad.

Y eso, le guste a quien le guste, tiene que ver con la ética.

O con la decencia.