¿DÓNDE ESTÁ EL DINERO?
En Barcelona me encuentro al director de mi agencia de la caja de ahorros de San Quirico. Cuando no está en el pueblo, es el de siempre. En San Quirico, ahora, anda como agazapado. Escondido. Ha pasado de ser un personaje con prestigio a uno con desprestigio. Y eso no lo lleva nada bien, como no puede resultar de otra manera. Como dice él: «Si San Quirico fuese como Nueva York, me iría de la Quinta Avenida a la Tercera, pero en San Quirico solo hay una calle. Así que no tengo más alternativa que pasear por Barcelona si quiero que no me vean».
Y me comenta: «Llevo tiempo haciéndome una pregunta. Solo me atrevo a hacérsela a usted porque sé que me comprende».
¡Claro que lo comprendo! Ha sido, en parte, «una víctima del sistema». Digo en parte porque, aunque realmente ha sido una de las víctimas (mucho menos que los inversores de San Quirico, que han perdido todo), también tiene su cuota de responsabilidad: algo podía haber hecho para enterarse de que lo que vendía era una «filfa», sobre todo unas cosas que vendía de los hermanos Lemán, como llama él a Lehman Brothers, esos que se han hundido en América. En el fondo piensa que si todos esos brillantes brokers están en la calle, él, que es un simple director de agencia de una caja de ahorros local en la que entró de conserje, puede acabar también en la única calle de San Quirico.
Pero un poco culpable o no, es una buena persona. Le animo a que me suelte la pregunta: «Oiga, todo ese dinero que se ha volatilizado, ¿dónde está? ¿Quién lo tiene? ¿Se habrá quedado algo el presidente de mi caja? Es que le vi el otro día con coche nuevo. ¡Y qué coche! Porque no me creo que ese dinero haya desaparecido. O no quiero creérmelo.
El dinero no se disuelve en el aire… creo. Y a mí, de pequeño, me enseñaron que la materia no se crea ni se destruye, se transforma. Y el dinero es materia. O era».
A pesar de que estamos al aire libre, paseando por la Diagonal, sigue señalando hacia arriba cada vez que habla del presidente de su caja. Tiene un sentido jerárquico-militar que muchos lo quisieran (en sus subordinados). A lo mejor, pienso, con menos espíritu jerárquico y más sentido común y de negocio, esto de la crisis hubiese sido de otra manera. El otro día me enviaron un mail donde explicaban los planes de bonus de los máximos responsables de los bancos y cómo este sistema bajaba en cascada hasta los vendedores de hipotecas… Demasiada jerarquía y dinero. Demasiada irresponsabilidad y ambición.
Pero puestos a pensar sobre dónde está el dinero, opino que lo mejor es ir discurriendo con él. Así, si en algún momento me quedo enganchado, él continúa, y al revés.
Y empezamos a seguir el rastro del dinero:
El domingo siguiente me lo encontré en misa de ocho de la tarde, en San Quirico. Había vuelto al pueblo. Me di cuenta de que cuando llegó el momento de dar la paz no miró a nadie a los ojos. A mí, sí, pero con una mirada que partía el alma.
MIRADAS QUE PARTEN EL ALMA: MI CRISIS.
ILLINOIS ME HA DEJADO EN EL PARO
Es una cara que he visto más de una vez últimamente. Debe de tener que ver con la crisis o más bien con el desconcierto que provoca la crisis. Y me acuerdo de un amigo mío de Barcelona, de esos que iban muy rápido y de agenda sobreocupada y multitud de viajes y que ahora le han frenado en seco. Porque mi amigo, a sus cincuenta años, se ha quedado sin empleo. Digo sin empleo y no sin trabajo porque ahora tiene un trabajo importantísimo: buscar trabajo.
Pero sigo con mi amigo. Después de veinte años trabajando en la misma empresa, a la que llegó con su brillante carrera de ingeniero y su brillante máster, se ha quedado en la calle. Ahora ya todo brilla menos: su carrera ya no es lo que era y su máster parece que tampoco. Y además es mayor. Trabajaba en una empresa que hace coches. Y parece que los sigue haciendo, pero vende menos. Mucho menos. Parece que el cierre del crédito ha sido devastador para la venta de coches y que esa menor venta ha hecho que, junto con mi amigo, hayan salido hacia la cola del paro más de mil personas de esa misma empresa.
Mi amigo jura en arameo sobre Illinois y los créditos dados a los ninjas. Piensa que si todo hubiese sido más ético, con menos riesgo, con más sentido común por los bancos, las agencias de rating y los gobiernos que lo permiten, él no se encontraría en esa situación. Le digo que sí, que tiene razón, pero que eso es «refocilarse en lo mal que está todo» y que lo que tenemos que hacer es pensar para encontrar alguna solución al problema (problemón, que diría mi madre) con el que nos encontramos. O sea, de nuevo, intentar sacar el mejor partido posible a una situación concreta. Y este es el mejor momento para ser heroicamente optimista. Porque ahora cuesta.
Está, por ahora, tranquilo porque veinte años dan para mucho y el acuerdo de salida no ha sido malo del todo. Pero sabe que el dinero no dura siempre, que las universidades de sus cuatro hijos no son baratas y que, cosa que él cree muy importante, tiene que trabajar para no estar sin hacer nada, porque ni sabe ni quiere. No hace más que decir que el hombre fue hecho para trabajar. A veces se pone más profundo y dice que el Génesis afirma que fue creado ut operaretur, para que trabajara. Cuando dice eso, me deja sin argumentos. Y pido a Dios que mi amigo de San Quirico no se entere, porque estudió latín de pequeño, le gusta bastante y no perdería oportunidad de decírmelo.
La mujer de mi amigo el de la fábrica de coches trabaja en una empresa de confección de Barcelona, que tampoco anda muy boyante.
Así que le invito a desayunar, no al bar de San Quirico, sino a uno al lado de casa en Barcelona. No es lo mismo. Es más fino y ni los bocadillos ni el vino son igual de contundentes que los de «nuestro» bar. Además, las servilletas son de tela, lo que de entrada supone un problema: las servilletas de tela no se pueden encuadernar. Así que pedimos algunas de papel, un par de bocadillos y un par de copas de vino y empezamos a hablar y a discurrir para ver si se nos ocurre algo que hacer para ayudarle. Y se nos ocurren una serie de cosas. No sé si esta serie de cosas le ayudarán a él o cualquier otra persona a superar ese momento, pero las pongo por si las moscas:
Días después le repito esta perorata a mi amigo de San Quirico. Me dice: «Te entiendo». Y me enseña lo que ha apuntado en la servilleta:
Y, extra servilleta, añade: «Y lo peor es que me dices que luego quieres hablar de la ética, o sea, que me temo que vas a decirme que además hay que ser honrado. Yo no me fío de nadie. Aquí ha habido una falta de ética empresarial que no se la salta un gitano. Y si no es importante para ellos, tampoco para mí. Estoy pensando no pagar impuestos», remata.
Sonrío para mí pensando que sí, que justo lo de la ética es lo más importante. Pero como no se trata de contarle todo lo que pienso sobre el tema en un desayuno, le digo que por ahí van las cosas y nos vamos cada uno a su casa: él a trabajar y yo a San Quirico, donde Helmut duerme, como casi siempre, tumbado en el jardín y el petirrojo anda por la cocina, mientras me preparo un café para poder seguir escribiendo. Aunque la realidad del jardín de San Quirico es una buena realidad, es el momento de asomarnos a lo bueno… y a lo malo. A la ética.
LA ÉTICA
Y sí, es cierto, en este tema ha habido una gran falta de ética. Pero bueno, vamos a pensar sobre la ética. ¿Cuántas éticas hay? ¿Es la misma ética la ética en la empresa, o en la política, o en la familia, o en la vida en general? ¿Se relacionan de algún modo entre sí?
En los medios de comunicación de repente aparecen conceptos y expresiones que empiezan a repetirse y acaban formando parte del vocabulario normal. Se habla con naturalidad de solidaridad, de tolerancia, de la corrupción… y de la ética. Estos temas nos preocupan a todos, pero, seguramente, nunca nos hemos planteado si lo que yo entiendo por tolerancia es lo mismo que entiendes tú y si mi comprensión del asunto es algo distinto de lo que otros opinan que es.
En este marco de utilización de conceptos «nuevos», no porque sean nuevos, sino porque, por una razón u otra, se han puesto de actualidad, aparece con frecuencia la palabra «ética», que se repite bastante. Y muchas veces se le pone adjetivos. Se habla de la ética socialista, de la ética empresarial, de la ética de Occidente contrapuesta, en ocasiones, con la ética de los países de Oriente, de la ética deportiva, de un montón de éticas en función de si uno le pega patadas a un balón, es carnicero, afiliado al «Partido Colorao» o miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
Pero con menos frecuencia se habla de la ética sin aditivos. O sea, de la ética sin adjetivos. El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia define la ética como «aquella parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre». Y de la moral dice que «se refiere a las acciones de las personas desde el punto de vista de la bondad o de la malicia».
En esta definición de la Real Academia hay tres palabras en las que me quiero fijar:
Empezando por la palabra filosofía, tenemos que recordar que etimológicamente quiere decir «amor a la sabiduría», por lo que podemos pensar como primera conclusión que cuando alguien habla de «ética», está refiriéndose a cosas que tienen que ver con la sabiduría, no en el sentido de saber muchas cosas, sino en el sentido más popular: «Es un sabio», se dice de una persona que siempre da el enfoque correcto a cualquier tema que se le plantee.
Y empalmando con las palabras «bondad» y «malicia» podemos pensar que esto de la ética se preocupa de señalarnos, de acuerdo con la sabiduría, lo que hay que hacer para:
Siguiendo adelante, para saber en qué consiste la bondad o la malicia de las cosas deberíamos tener una vara de medir, algo que nos sirva para decir: «Esto es bueno o esto es malo».
¡QUÉ HORROR: UNA NORMA MORAL OBJETIVA!
Esta vara de medir es lo que podemos llamar «la norma moral objetiva», nombre que hoy no solo no está de moda, sino que provoca escalofríos y temblores con muchísima frecuencia. Escalofríos y temblores que se traducen a veces en ataques virulentos.
Pongo un ejemplo sobre lo que quiero decir. En todos los coches hay un manual de instrucciones. Mi coche va muy bien. Se pone a ciento noventa kilómetros por hora sin darme cuenta. Y a doscientos veinte sin mucho esfuerzo. Además, yo soy libre. Por tanto, cuando voy a ciento noventa, puedo poner marcha atrás. Porque me da la gana.
Lo que pasa es que en el manual de instrucciones que viene con el coche el fabricante ha puesto que, para poner marcha atrás, el coche tiene que estar parado. No depende de lo que yo opine. Es así. Aunque la familia se reúna y vote unánimemente lo contrario, si pongo marcha atrás a ciento noventa por hora, rompo el coche.
En nosotros sucede lo mismo. El manual de instrucciones, en nuestro caso, se llama ley natural, que es lo que he llamado la norma moral objetiva. Por lo que, ley natural o norma moral objetiva, lo que cabe esperar es la misma dosis de escalofríos y temblores ante las dos palabras. Ya sabéis que soy católico, y creo que esta ley natural la ha puesto Dios dentro de nosotros y nos dice: esto es acorde con tu naturaleza, esto no es acorde con tu naturaleza.
Esa ley natural está recogida en lo que el fabricante puso en nuestro manual de instrucciones. Por tanto, si hago caso a esa ley natural ya tengo una unidad de medir y puedo decir: «Esto está de acuerdo con mi manual de instrucciones y esto no está». La ley natural es algo aceptado universalmente.
Por ejemplo. En cuestiones de fútbol, yo soy del Zaragoza. Por tanto, no me importa nada lo que pase en el Barcelona o en el Madrid. A veces, si se ponen muy prepotentes, me gusta que pierdan.
Cuando hace algunos años un gran jugador del Barcelona fichó por el Real Madrid, el entrenador del Madrid, que no sé quién era, tuvo la brillante idea de llevarlo a jugar al campo del Barça.
Pues bien, allí hubo ciento veinte mil personas gritando a un señor por considerar que había sido desleal. (No sé si lo había sido, pero como ejemplo, me va bien).
Todos ellos gritaban porque consideraban que la deslealtad es algo malo. Ahí habría católicos, agnósticos, hinduistas… Y todos miraban internamente su «manual de instrucciones» que dice que, si eres leal, funcionas mejor.
Lo mismo pasa cuando, por ejemplo, y salvando las infinitas distancias —ese jugador no era un delincuente—, un banquero estafa a sus clientes, detienen a uno que había robado cinco motos, hay una matanza suicida en Arkansas, hay tanta violencia en una ciudad que el 51 % de los habitantes se iría de ella, un ayuntamiento es corrupto, etc. Todos decimos: eso está mal.
Pero puede ocurrir, y de hecho ocurre, que yo diga: «La ley natural no existe. La norma moral objetiva no existe. Existen solo normas morales subjetivas».
¿Qué pasa entonces?
Pues lo primero que pasa es que la norma moral objetiva sigue existiendo. Pasa, en segundo lugar, que hay unos cuantos coches que van por la calle haciendo caso omiso del manual de instrucciones. Pasa, como consecuencia, que hay coches que no funcionan, que tienen accidentes, que chocan con otros y que se quedan tirados por las carreteras.
Pasa lo que pasa, lo que leemos en los periódicos o lo que vemos en la televisión o lo que nos ha ocurrido en el recibo de la hipoteca. Que hay gente que ha decidido funcionar como si no existiese un fabricante, como si la norma moral objetiva debiese ser sustituida por normas morales subjetivas.
De igual manera, hay muchas personas que dicen: «Yo actúo según mi conciencia». Hay que aclarar que esto es fundamental, pero que no es suficiente. Porque actuar en conciencia puede ser muy malo si no tengo la conciencia bien formada o si descuido formarla constantemente, intentando conocer a fondo la norma moral objetiva e intentando adecuar mi actuación a esa norma moral objetiva. Para que mi normal moral subjetiva sea coherente con la norma moral objetiva. A eso le llaman tener la conciencia bien formada.
He dicho formar constantemente porque las cosas se complican y porque muchas cosas que hace algunos años estaban claras, hoy están menos claras, porque la ciencia ha avanzado o porque las situaciones se han vuelto más complejas con la revolución que se ha producido en las comunicaciones. La globalización tiene esas consecuencias. Alguno de vosotros, al llegar a casa, puede enviarle un mail a una prima suya que vive en Dakota del Norte. De lo que dice y hace una persona en Dakota del Norte me entero yo inmediatamente en San Quirico. Y yo, en San Quirico, ese día tengo que formar mi opinión sobre lo que ha dicho el de Dakota. Y si se me ocurriese escribirlo, habría una señora en Chechenia que se enteraría mañana por la tarde. Si yo tengo las ideas claras, le habría hecho un favor a la señora de Chechenia, y si no, le habría hecho una faena. Faena que será completa cuando la señora de Chechenia, aprovechando la «paz» que hay ahora allí, reúna a sus nietos después de comer y se lo cuente.
¿Y cómo se forma constantemente la conciencia? Porque si me creo lo que acabo de decir, me puede entrar un mareo y decidir no leer nunca más un periódico ni ver la televisión y llegar a la conclusión de solo haré «lo que me diga el Papa».
Lo cual puede ser una buenísima conclusión, a la que se llega por desesperación, o sea, por el camino equivocado. Porque las personas que tienen una mediana calidad intelectual deben estar al día con mucha lectura valiosa y mucha conferencia valiosa, obviando la basura y dejándonos aconsejar por personas decentes y de confianza (personal e intelectual) que, gracias a Dios, hay bastantes. Y esto hará que tengamos el buen olfato.
Y cuando escribía estas páginas, al llegar aquí, tuve la sensación de que me había ido fuera del título de este apartado. Pero luego me tranquilicé porque no se me había olvidado el título. Lo que pasa es que no había introducido otro concepto, que no es más que una aplicación del sentido común, y que es el concepto de unidad de vida.
La unidad de vida es la coherencia. Es la característica que tienen las personas que actúan del mismo modo en su vida personal, en sus relaciones con la familia, con sus compañeros del trabajo, con sus clientes, con sus proveedores, con sus amigos y con los empleados del supermercado.
Decía que esto no es más que sentido común. Me explicaré:
Y eso que digo de la justicia y la lealtad lo podría hacer extensible a muchas facetas de mi comportamiento en la vida.
Con este enfoque no es que no pueda actuar nunca mal en la vida. A veces lo haré, peso si sé que está mal y si es verdad que quiero ser coherente, intentaré rectificar.
Cuando un día me levante con el pie cambiado y me dé por actuar mal, si soy coherente conmigo mismo, no podré decir que estoy actuando bien. Tendré que reconocer que estoy actuando mal, porque me da la gana, que es una razón muy respetable.
Por eso, la ética en la familia, en la empresa, en el deporte, es una misma ética. Ya he dicho que no me gusta nada la ética con adjetivo. La ética es ética en la persona, que se traduce en:
Cosas concretas que serán coherentes entre sí porque todas ellas se habrán hecho de acuerdo con el manual de instrucciones.
Nuestras convicciones van con nosotros allá donde vamos. A veces las dejamos en el guardarropa junto con el abrigo, hacemos el animal y las recogemos a la salida —convicciones y abrigo—, antes de irnos a casa.
Por eso, cuando oigo que en no sé qué selva lo normal es matar al prójimo por cualquier motivo, por lo que deducen que matar al prójimo no está mal, sino que depende de las convenciones sociales, yo pienso, y a veces digo, que esa convención social es intrínsecamente mala. O sea, mala en sí misma.
Lo normal será que, hablando de justicia y de lealtad, yo intente vivir la justicia y la lealtad con mis compañeros de trabajo en el despacho de Balmes, trabajando bien, ayudándoles y no criticándoles.
Yo intente vivir la justicia y la lealtad (las mismas) con los camareros del Flash Flash, pagándoles las consumiciones y tratándoles correctamente.
Yo intente vivir la justicia y la lealtad con mi mujer y con mis hijos, no guiñándole el ojo a una señora que me encuentre en el Flash Flash y quedando con ella para tomar unas copas en el Just In, que es otro de la misma calle.
Yo intente vivir la justicia y la lealtad con los de la central nuclear de Trillo no contando por ahí las cosas que a mí me cuentan en mi trabajo profesional.
He repetido tantas veces las mismas porque son las mismas. Porque sería ridículo o esquizofrénico que le pusiera adjetivos a la palabra justicia y lealtad y que dijera que vivo la justicia y la lealtad profesional, pero no la conyugal, pero no con mis amigos, pero no con los camareros del Flash Flash. Entonces sería una persona incoherente con mis principios, por lo que viviría en permanente contradicción entre lo que creo y lo que hago. Y así no hay quien viva bien, porque la esquizofrenia siempre ha sido una enfermedad molesta, para el que la sufre y para los que sufren al que la sufre.
EL SENTIDO COMÚN. LA MEGUI
No hay que ser Einstein para haber dicho lo que he escrito en las líneas precedentes. Solo hay que discurrir un poco y, cosa muy importante y que ya he dicho, buscar lo que cada uno es, con sinceridad y como decían los que sabían, con amor a la verdad. Y con arrobas de sentido común.
Y aunque sea arriesgado en un libro como este, me gustaría hablar un poco del sentido común. Yo no sé qué es el sentido común, pero lo que sí creo saber es cuándo actúo con sentido común.
Nosotros teníamos, en San Quirico y en Barcelona, una chica de servicio de las de antes. De las de antes significa de esas que entraron a servir en casa de mis abuelos a los catorce años y murió en mi casa setenta y dos (sí, setenta y dos) años después. Por lo que me cuentan mis hijos, eso ya no es así. Un hijo mío con siete hijos ha visto pasar a diecinueve chicas de servicio en trece años. O sea, que parece que ahora es más difícil.
Se llamaba Margarita y no sé por qué razón, le internacionalizamos el nombre y le llamábamos «la Megui». La Megui era de un pueblo de Huesca. No sabía leer ni escribir. Pero tenía mucho sentido común. Daba siempre opiniones acertadas ante los problemas que se le planteaban, poniendo toda la experiencia y ninguna formación académica, porque no la tenía.
Y rizando el rizo diré que lo que tenía la Megui era una mezcla de experiencia y concepción clara de lo que está bien y lo que está mal, de acuerdo con la naturaleza de las cosas.
Y a eso, que ya sé que puede ser muy discutible, le llamo sentido común. Y eso, que a veces se perfecciona con la formación, a veces se distorsiona con la formación. Por que es independiente de ella. Así, tú puedes conocer gente con mucho sentido común, como la Megui, y gente con muchas carreras universitarias y máster por Nuevo México y nada de sentido común. Y a poco que hablas con gente te das cuenta de ese hecho.
Y aquí quiero exagerar un poco. Porque el sentido común sirve para muchas cosas: para entender situaciones y dar soluciones a problemas que tienen que ver con el hombre y sus relaciones. Desde luego, no sirve para resolver logaritmos neperianos, que nunca he sabido qué son ni para qué sirven y que no he utilizado en los setenta y cinco años que llevo en este mundo. Fijaos que no digo que no se puedan resolver logaritmos neperianos con el sentido común, pero sí, por ejemplo, darse cuenta de que un problema de empresa, como es prestar dinero a quien no lo puede devolver (por ejemplo, a un ninja), se puede resolver con mucho sentido común.
Vaya, si yo voy a la Megui y le digo: «Megui, ¿dejamos dinero a un hombre que no gana nada, que no tiene nada ni va a tener y que no tiene trabajo?». Estoy seguro de que se hubiese puesto en funcionamiento su sentido común y en treinta segundos (cuando era mayor ya no era tan rápida, hubiera necesitado cuarenta) habría contestado: «¡Anda a freír espárragos!». Y estoy seguro de que muchas decisiones supuestamente técnicas y vestidas de gran parafernalia jurídico-estratégico-financiera han sido tomadas por no sé qué criterios, pero despreciando el sentido común y el más básico sentido de los negocios.
Hace poco leí que, en la investigación que está haciendo el Congreso de los Estados Unidos de América sobre una de estas agencias de calificación de riesgos (agencias de rating), han utilizado la transcripción de una conversación mantenida por dos personas de las que se supone que tienen formación.
No me resisto a ponerla aquí porque es muy significativa de en qué manos han estado nuestros dineros:
Ser humano 1: «Esta operación es ridícula».
Ser humano 2: «Estoy de acuerdo. El modelo definitivamente no captura ni la mitad de los riesgos».
Ser humano 1: «No deberíamos darle un rating».
Ser humano 2: «Le ponemos rating a todas las operaciones».
Ser humano 1: «Podrían haber sido estructuradas por unas vacas y tendríamos que ponerle rating».
Y para ver esto no hay que ser un experto. Hay que tener sentido común. No digo estos pobres hombres que al final son víctimas de la falta de sentido de común de las alturas. Bueno, de la falta de sentido común, de la ambición y de la estupidez. Que de eso va, al final, toda esta crisis.