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LA GLOBALIZACIÓN Y LOS CONSPIRADORES.
LA LIBERTAD

LA SEMANA SIGUIENTE. EL INFORME SOBRE LA CRISIS (II): ¿HASTA CUÁNDO?

Mi amigo de San Quirico se quedó extasiado con lo del embajador, lo del modelo y lo de explicar las cosas para que se entiendan, y dijo: «Hay que seguir hablando. Mientras tanto, si vas escribiendo más cosas, envíamelas, por favor».

Y se las mando con la seguridad de que en cuanto las reciba me llamará una (o varias) veces por teléfono.

Para que mi amigo no se pierda, sigo con la numeración original del informe Ninja, que empieza con una pregunta que estoy seguro de que todos nos estamos haciendo:

¿Hasta cuándo va a durar esto?

16. Pues muy buena pregunta, también. Muy difícil de contestar, por varias razones:

a. Porque se sigue sin conocer la dimensión del problema (las cifras varían entre 100.000, 1 billón y 5,3 trillones de dólares).

b. Porque no se sabe quiénes son los afectados. No se sabe si la caja de San Quirico, mi caja de toda la vida, caja seria y con tradición en la zona, tiene mucha porquería en el activo. Lo malo es que mi caja tampoco lo sabe.

c. Cuando en América las hipotecas no pagadas por los ninjas se vayan ejecutando, o sea, los bancos puedan vender las casas hipotecadas por el precio que sea, algo valdrán los MBS, CDO, CDS y hasta los Synthetic.

d. Mientras tanto, nadie se fía de nadie.

  1. Alguien ha calificado este asunto como «la gran estafa».
  2. Otros han dicho que el crash del 29, comparado con esto, es un juego de niñas en el patio de recreo de un convento de monjas. (Yo, en ese punto, pienso que en el 29 nadie de San Quirico tenía acciones de la Bolsa de Nueva York, y que ahora todos tienen hipoteca. De ahí he deducido que esta crisis es peor que la del 29. Pero hay quien dice que estoy equivocado. Por ahora lo dejo así, porque mi argumento me convence).
  3. Bastantes, quizá muchos, se han enriquecido con los bonus que han ido cobrando. Ahora se quedarán sin empleo, pero tendrán el bonus guardado en algún lugar, quizá en un armario blindado, que es posible que sea donde esté más seguro y protegido de otras innovaciones financieras que se le pueden ocurrir a alguien.
    Mi mujer dice que los bancos deberían vincular la remuneración de los directivos a objetivos a largo plazo. (O sea, usted ha inventado una cosa buenísima, increíble. Usted cobrará un incentivo dentro de diez años, cuando se demuestre que es verdad, que los que se lo creyeron han ganado dinero, que aquello que usted ha inventado es fenomenal. Quizá diez años son muchos. Pongamos cinco).
    Y resulta que Trichet, el presidente del Banco Central Europeo, dijo lo mismo que mi mujer en el viaje que hizo a España en octubre de 2008. Lo que pasa es que él habla más complicado, porque recomendó que hay que evitar los «objetivos cortoplacistas» (si alguien no sabe lo que es el «cortoplacismo», que vea el párrafo anterior y lo entenderá).
    Otra idea de mi mujer, que me gusta más todavía (la idea, y también mi mujer), sería pagarles el bonus a los inventores de los instrumentos estructurados (MBS, CDO, etc.) con instrumentos estructurados que ellos mismos hayan inventado. «Como lo ha hecho usted muy bien, le voy a dar 1.000 MBS, 250 CDO y hasta un Synthetic CDO». Suena bien.
  4. Las autoridades financieras tienen una gran responsabilidad sobre lo que ha ocurrido. Las Normas de Basilea, teóricamente diseñadas para controlar el sistema, han estimulado la titulización hasta extremos capaces de oscurecer y complicar enormemente los mercados a los que se pretendía proteger.
  5. Los consejos de administración de las entidades financieras involucradas en este gran fiasco tienen una gran responsabilidad, porque no se han enterado de nada. Y ahí incluyo el consejo de administración de la caja de ahorros de San Quirico.
  6. Algunas agencias de rating han sido incompetentes o no independientes respecto a sus clientes, lo cual es muy serio.

17. Fin de la historia (por ahora): los principales bancos centrales (el Banco Central Europeo, la Reserva Federal norteamericana) han ido inyectando liquidez monetaria para que los bancos puedan tener dinero.

18. Hay expertos que dicen que sí que hay dinero, pero que lo que no hay es confianza. O sea, que la crisis de liquidez es una auténtica crisis de no fiarse del prójimo.

19. Mientras tanto, los fondos soberanos, o sea, los fondos de inversión creados por Estados con recursos procedentes del superávit en sus cuentas (procedentes principalmente del petróleo y del gas), como los fondos de los Emiratos Árabes, países asiáticos, etc., están comprando participaciones importantes en bancos americanos para sacarles del atasco en que se han metido.

LA TEORÍA DE LA CONSPIRACIÓN

«Esta gente nos ha manejado a su antojo. Con el conocimiento o sin el conocimiento de los que tenían que saberlo. Si lo sabían, mal; si no lo sabían, peor. Pero esos lo sabían. Y esos catorce o esos catorce mil nos han engañado. Esto es una conspiración», clama mi amigo, media botella de vino después. La segunda parte de La Crisis Ninja no le ha gustado ni un pelo. «Son cuatro en el sistema aprovechándose del sistema. Y contra nosotros», finaliza. Miro al camarero tras la barra y a los tres parroquianos hablando tranquilamente en las mesas y pienso que, haya conspiración global o no, ese anciano que apura un carajillo, manipulado o no, sigue siendo un ser libre y dueño de su destino. A pesar de la conspiración global (lo cual me tranquiliza bastante).

A lo mejor es que no me doy mucha cuenta de eso. Pero me preocupa, porque mi amigo de San Quirico coincide peligrosamente con otro amigo mío de Barcelona.

Porque además de mis amigos de San Quirico tengo, gracias a Dios, muchos amigos en otros sitios. Lo que pasa es que hablo con ellos con menos tranquilidad que con los de mi pueblo. Porque la gente en Barcelona siempre está corriendo, y a veces hay que cogerlos en marcha, como hacíamos en Zaragoza de chavales con aquellos tranvías bastante cochambrosos.

Uno de estos amigos me lleva por la calle de la amargura. El sí tiene un modelo, pero no sé si se ha pasado. Como tenemos mucha confianza, me río de él cuando me cuenta sus teorías.

Aprovechando que mi amigo el de San Quirico «baja» a Barcelona, como decimos en el pueblo, monto un desayuno a tres bandas y le dejamos hablar, cosa que no es difícil porque suele soltar unos rollos impresionantes.

Ahora anda liado con el precio del petróleo, su imparable subida y su brusco descenso. De las causas que lo provocan y la influencia a nivel estratosférico del asunto. Y del poder de los países productores y la dependencia norteamericana. (Mi amigo de San Quirico, más modesto, se limita a angustiarse con el alza brusca del petróleo, ve cómo se encarece el precio de la gasolina y el del dinero, con lo que le sube la hipoteca y el precio de la gasolina que necesita para poder ir a la caja a pagar la hipoteca).

A mi amigo de Barcelona le preocupa también el alza de precio de los alimentos, la naturaleza de los biocombustibles, los terribles problemas del hambre en el mundo, las gravísimas injusticias que se producen en muchas partes del globo, y pretende convencerme de que todo está ligado y que forma parte de una conspiración a nivel cósmico.

Cuando sucede algo, lo que sea, recibo un correo suyo: «¿Lo ves? ¡Ya te lo decía yo!». Porque tiene un modelo donde cabe todo, y todo alimenta su teoría.

Hace poco me recomendó un libro, el primero de una trilogía en la que se habla de una organización supranacional que pretende gobernar el mundo y que, según él, lo gobierna ya. Empecé a leerlo, pero me desmoralicé. Pensé: «¡No puede ser verdad! ¡Sería para volverse loco!». Y lo dejé.

Al cabo de unos días, leí en una revista que líderes de empresas importantes mundiales se reúnen anualmente, desde hace más de veinte años, para plantear temas comunes de discusión, realizando una labor al más alto nivel con el fin de influir en las decisiones políticas en defensa de la apertura del mercado, la competitividad y la liberalización económica. La noticia añadía que este grupo, a lo largo de su vida, ha abordado prácticamente todo tipo de temas, desde la apertura del comercio mundial, hasta la ampliación de la Unión Europea, el cambio climático y la política energética.

No quise pensar que mi amigo el conspirativo iba bien encaminado. Como aquella película que se llama Conspiración en la que Mel Gibson ve conspiradores y conspiraciones en todos lados, y que al final tiene razón. Pero como sigo creyendo que «piensa bien y acertarás», me resisto a pensar que todo está montado para que cuatro decidan los destinos de seis mil millones. A lo mejor es que mi modelo no da para tanto. Pero, por si las moscas, creo que es necesario tener un modelo más global. O sea, ampliar el que tengo.

Así que, de nuevo, me acordé del embajador y su modelo, y me dije; «Leopoldo, es urgente que trabajes por tener ese modelo global. Ya va siendo hora y has perdido mucho tiempo». Y continué mi soliloquio: «Además, es necesario que tengas el modelo amplio, no solo para desesperarte cuando te des cuenta de que a lo mejor tu amigo el conspirativo (me resisto a llamarle el conspirador) tiene razón, sino porque si no lo tienes, no podrás organizar en tu cabeza todas las variables que te permiten, más o menos, hacerte una idea de lo que pasa».

Este discurso, que me lancé a mí mismo, me llevó a discurrir sobre la globalización, que, como primera aproximación, podríamos definir como que «Todo forma parte de un todo».

DISCURRIR

Y aunque volváis a pensar que me voy por las ramas, quiero hacer hincapié en la palabra «discurrir», que no es lo mismo que estudiar, leer libros, recoger documentación o aumentar la erudición. No. Discurrir, según el Diccionario de la Real Academia Española, significa «reflexionar, pensar, aplicar la inteligencia».

Lo que pasa es que, para la misma voz, el diccionario da otra acepción: «Andar, caminar, correr por diversas partes y lugares».

Y yo lo que quiero hacer es lo primero, porque tengo una tendencia innata hacia lo segundo. Seguramente, esta tendencia innata es fruto de la naturaleza caída, que hace que me apetezca más lo que cuesta menos esfuerzo, y al revés. O sea, que, ante un problema, me resulte más cómodo meterme en Internet para ver qué dice el último autoproclamado gurú, norteamericano a ser posible.

Si en vez de eso te pones a discurrir, quizá no pases de ser gurú en tu pueblo, pero el ejercicio de discurrir siempre da resultados. Algunos pueden ser espectaculares, otros humildes. Pero el esfuerzo de discurrir ya es un logro.

En mi vida profesional he visto personas de renombre que cuando escribían algo siempre se referían a lo que habían dicho fulanito, menganito o zutanito. Y yo me quedaba con ganas de preguntarles: «Y tú, ¿qué dices? ¿Qué piensas de todo esto?». Y también con ganas de recomendarles: «Lee menos y discurre más».

Como podéis comprender, no digo que no leamos. Digo que, como todo en la vida, debe tener su justa medida. Y que, en algún momento, hay que pararse a discurrir, con una hoja en blanco y un bolígrafo.

Si al cabo de un rato resulta que no se nos ocurre nada, tenemos que seguir discurriendo, porque, en la vida, todo, pero todo, cuesta esfuerzo. Y el que diga que no, o quiere presentarnos la vida como un jardín de dulces delicias en el que todos seremos guapos, felices y no pegaremos ni golpe, o no se ha enterado de que el paraíso terrenal se cerró el día que Eva se comió la manzana e invitó a Adán. Y si se ha enterado, miente como un bellaco.

Creo haberlo contado alguna vez. Cuando empecé a trabajar en el IESE tuve de jefe a Antonio, que era muy exigente. Un día me dio un encargo que a mí me parecía difícil. Lo intenté y volví a verle diciéndole que no podía hacerlo. Antonio me contestó que lo intentase otra vez. Lo hice y no lo conseguí. Me pidió que lo intentase de nuevo, hasta que le dije: «¡No sé hacerlo!». Me miró y me contestó que perfecto, que lo intentase otra vez. Pensé: «Este tío no me ha oído». Pero, por si acaso, me callé, fui a mi despacho y rumié: «Leopoldo, o se te ocurre algo, o saldrás con los pies por delante». ¡Y lo conseguí!

Fui a verle, se lo presenté y me dijo: «¿Ves cómo sabías hacerlo?». Me fui a casa más feliz que feliz y pensando en la importancia de discurrir y de no dejar de intentarlo nunca.

Yo le he tenido siempre mucho respeto a la capacidad de discurrir de la gente. Así, cuando monté la empresa de consultoría cogí chavales que, además de ser majos, me pareció que tenían ganas de trabajar y capacidad de discurrir.

Algunos hijos míos y otros amigos en los que confiaba y sigo confiando. En el despacho había un cuadro del Tío Sam cuando reclutaban soldados, que en vez de decir «We want you for the US Army», proclamaba: «Más vale que se te ocurra algo». Porque yo creo que los mayores avances del hombre los ha hecho gente que es posible que leyera bastante, pero que es seguro que discurría más, y, por supuesto, que tenía ganas de trabajar y le echaba horas. No sé qué pasa, que cuando no le echas horas al trabajo no sale, o sale una chapuza de esas con las que nos encontramos con una cierta frecuencia por ahí.

Y como me ha dado por discurrir sobre la globalización, quiero empezar pensando sobre el mundo, que para un modelo global debería ser el ámbito en el que pensar un poco.

EL TAMAÑO DEL MUNDO

Resulta que, sin darnos cuenta, el mundo se ha empequeñecido. Un autor, Herbert Marshall McLuhan, que nació en las praderas de Canadá y se educó en Manitoba y Cambridge, inventó, además de otros muchos conceptos interesantes, lo de la aldea global. (Supongo que se le ocurrió en Manitoba, que suena a sitio ideal para discurrir. Aunque yo, que he estado en Cambridge, puedo aseguraros que allí tampoco se discurre nada mal).

A mí me gustó cuando lo oí por primera vez. Me pareció que hablaba de un mundo más acogedor, más pueblerino, más cercano, donde todos nos conoceríamos, donde todos nos encontraríamos en el supermercado, charlaríamos en el bar, iríamos a misa de ocho de la tarde los sábados… O sea, San Quirico en grande.

Bueno, la idea no estaba mal, pero, como me ocurre con frecuencia, no se correspondía en casi nada con la realidad. McLuhan, que es bastante más listo que yo, lo explica con muchísima claridad: el mundo se ha hecho más pequeño, porque las comunicaciones se han hecho instantáneas.

Cuando en un par de horas recibo mensajes desde Burundi, Japón, Finlandia, Brasil y Nigeria para hablarme de mi Informe sobre la crisis, hago dos cosas: la primera, maravillarme de que a alguien en estos países le importe algo lo que yo diga sobre la crisis; la segunda, darme cuenta del instrumento que tenemos en las manos y con el que podemos hacer un bien enorme o un daño espantoso.

Cuando la vecina de arriba me explica que se ha ido con su marido unos días a la Antártida, me da la impresión de que el que no va a la Antártida es porque no quiere. Me acuerdo de que mis suegros tenían una casa a diez kilómetros de Zaragoza. En verano, cuando iban allí a pasar un mes, enviaban una furgoneta con los colchones, y hasta que no estaba todo preparado no iban. Si mi vecina hubiera tenido que mandar los colchones a la Antártida, aún no habrían llegado (los colchones).

La aldea global no nos deja posibilidad de escapatoria. Yo, en San Quirico, puedo escaparme de mi casa al bar, a la caja de ahorros, que procuro evitar, o a la iglesia. Y poco más, porque se me acaba el pueblo. Pues eso es lo que pasa ahora en el mundo.

Con miles de consecuencias: en primer lugar, con la necesidad absoluta de cambiar de mentalidad, los viejos y los jóvenes, pensando que aquello que querían nuestros padres y también nosotros, un empleo estable en nuestra ciudad, a ser posible en la calle en que vivimos y a ser posible, en nuestra propia acera, ha cambiado. Hoy hay millones de oportunidades. Sí, hoy, con la «crisis que nos azota», como tituló alguien de una manera un poco cursi mi informe, hay muchísimas posibilidades. Lo que pasa es que los hombres necesitaremos convencer a nuestra mujer, o ella a nosotros, de que en Cincinatti se puede vivir muy bien, aunque su mamá, o la nuestra, diga: «¿Cómo os vais tan lejos? ¿Habrá buenos colegios para los niños allí?».

Ha pasado siempre: cuando mi mujer y yo nos casamos en Zaragoza, fuimos a vivir a un piso que estaba a diez minutos andando de la casa de mi madre, que, con lágrimas en los ojos, me dijo: «Es como si te fueras a vivir a otra ciudad». (En descargo de mi madre, que era un sol, tengo que deciros que yo era hijo único).

No podemos afrontar un mundo global con una mentalidad provinciana, de poco riesgo o de «apalancamiento». El mundo global requiere ciudadanos globales.

Ahora todos vivimos en el mismo pueblo. Y esto tiene grandes ventajas y algunos inconvenientes. Para que estéis tranquilos mientras leéis estas cosas, os anuncio que más adelante he puesto unas recetas sobre lo que tenemos que hacer, no para sobrevivir en la globalización, sino para triunfar en ella por goleada. Porque si yo antes estaba decidido a triunfar en San Quirico, ¿por qué no puedo ahora luchar por triunfar en el globo terráqueo, que de ahí viene lo de la globalización?

TODO FORMA PARTE DE UN TODO

El mundo está interrelacionado. Eso ha quedado demostrado. Y puestos a discurrir, empecé a pensar qué significa eso de que está interrelacionado y de que todo forma parte de un todo. Y después de varios minutos, y de ver al petirrojo paseando esta vez por la mesa de mi despacho de San Quirico, se me ocurrió que el mundo está interrelacionado a nivel económico, político y sociocultural.

Y ahí lo iba a dejar, pero me pareció que me tenía que explayar un poco, más que nada para demostrar lo que se puede hacer discurriendo. Seguramente fui un poco imprudente, porque igual pensáis que para lo que se me ha ocurrido no valía la pena discurrir mucho.

  1. Empecemos por lo económico, que es lo que tenemos todos más claro, sobre todo después de que las fantasías de los banqueros de Illinois, Dakota, Idaho y otros lugares hayan repercutido en nuestras hipotecas, y después de que el director de la caja de ahorros de San Quirico nos haya dicho que de aquellos fondos garantizados (no se sabe por quién) no quedaba más que la mitad y que la otra mitad, bueno, que quizá contratando a un buen abogado con contactos en Estados Unidos, se podría pensar en recuperar algo.
    Mi amigo de San Quirico está un poco mosca porque se ha enterado de que una empresa india que se dedica a lo mismo que él ha comprado un terreno al lado del suyo y quiere vender suministros en esta zona («¡en mi zona!», dice él).
    Mi amigo de San Quirico comenta que, si pudiera, mañana compraba un terreno en la India para fastidiar a ese tipo, pero que como no sabe inglés, ni sabe en qué pueblo de la India tiene su empresa el indio, que tiene que aguantarse. Que había pensado apuntarse a unas clases de inglés que dan en el Ayuntamiento, pero que nunca ha tenido facilidad para los idiomas y que no le va a servir de nada.
    Dice además que sospecha que al indio le ayuda el Gobierno de la India y que a él le parece que no le ayuda nadie. Que ha ido a la Cámara de Comercio de San Quirico y que no le han resuelto nada.
    Como es natural, se enfada con el Gobierno y con la Cámara de Comercio y dice —él, que es de pueblo— que menos zarandajas autonómicas y menos problemicas con el pueblo de al lado y hasta dentro del pueblo y que más pensar a lo grande. (Lo cual, dicho por mi amigo, indica que la mentalidad le va cambiando a pasos agigantados).
    Lo que pasa es que, mientras habla, le miro la camisa, que es de El Corte Inglés, fabricada en Marruecos. O sea, que mi amigo, sin darse cuenta, ya tiene influencia en la economía local de Tánger y además, con ese ahorro en las compras, El Corte Inglés va incrementando sus reservas para implantarse un día de estos en Cleveland, Ohio (o en San Quirico, lo cual sería definitivo para mi amigo).
    El entiende que la globalización trae incertidumbre. Que cuando lo oyó a un conferenciante hace un año le pareció una sandez, pero que ahora se ha dado cuenta de que el de la sandez era él.
    Y dice que la incertidumbre trae riesgo y que le parece que los riesgos ahora son mayores, por que la globalización introduce variables que dificultan las decisiones ordinarias económicas y por que se tiene mucha información, pero que él es incapaz de distinguir la buena de la mala y el hecho cierto de lo que se comenta en el supermercado de San Quirico.
    Y que sí, que ya le he dicho muchas veces que hay que discurrir, pero que aunque yo le siga pidiendo que discurra, a él no se le ocurre nada más.
  2. Entonces nos ponemos a hablar de lo político, porque en ese terreno también se han complicado las cosas. Hace unos años, cuando no podíamos exportar, devaluábamos la peseta. Eso quería decir que lo que valía cien pesetas seguía valiendo cien pesetas, pero unas pesetas más pequeñitas, que como tenían menos tamaño, cabían más en un dólar. Entonces llegaba un señor con un dólar y compraba más cosas que antes, lo cual nos beneficiaba, porque vendíamos más. Es verdad que también podíamos comprar menos, porque los dólares se nos habían vuelto más caros. Pero así ahorrábamos.
    Ahora no podemos devaluar, porque se nos ocurrió meternos en la Unión Europea (lo cual, por cierto, fue una ocurrencia muy buena), y como consecuencia desapareció la peseta y nació el euro. Y el Banco de España ya no puede hacer lo que quiera, porque ahora el que manda es el Banco Central Europeo. Y todos vamos con la misma moneda.
    Y además, el tipo de interés también lo marca el Banco Central Europeo, con lo cual nadie puede hacer cosas por su cuenta, como me reclamaba hace poco un señor, diciendo que por qué el presidente Zapatero no bajaba los intereses en España para animar la economía.
    Mi amigo de San Quirico me dice: «Pero ¿no habíamos quedado en hablar de lo político? Y tú vas y sigues con lo económico». Le respondo que tiene razón, pero que todo está ligado. Le repito lo de que todo forma parte de todo, añado que todo tiene que ver con todo, y se queda más tranquilo.
    Para tranquilizarle todavía más le comento varias cosas:
    Mi amigo ahora se calla, lo cual es un pequeño triunfo para mí, porque este en cuanto no ve algo claro lo dice.
  3. Si pasamos a lo sociocultural, y salimos a la calle, vemos muchas personas que no son de aquí. (Antes, en San Quirico, estaban «los de siempre». Luego llegamos nosotros, y, al cabo de un tiempo, pasamos a ser de «los de siempre». Ahora, cuando vemos a alguien que no conocemos, mi mujer dice: «¡ Qué gente más rara hay en este pueblo!»).
    Bueno, pues sí, hay mucha gente rara, que de raros no tienen nada, porque son personas que lo que quieren es trabajar, comer, educar a sus hijos, ser felices. O sea, como tú y como yo.
    Hasta ahora han vivido mal, horrorosamente mal. Tan mal que han cogido una patera, han pagado no sé cuánto al dueño de ese chisme, y con frecuencia ese tipo les ha dejado a cien metros de la costa y les ha dicho: «El que sepa nadar, que nade». Algunos sabían nadar y han llegado aquí, y se han recuperado del viaje gracias a que hay organizaciones buenas y personas santas, y han conseguido un trabajo que a nosotros no nos apetecía, porque una cosa que no os he dicho hasta ahora es que los españoles (y los europeos, en general) nos hemos vuelto bastante señoritos.
    (Entre paréntesis os diré que si no fuera por los emigrantes, los asilos estarían llenos de viejecitos, y que miles de ancianos españoles sobreviven en sus casas porque tienen un emigrante que les cuida, les mima y hasta va con ellos a misa, a pesar de que, en algunos casos, el inmigrante es animista y no había pisado una iglesia católica en su vida).
    Lo de que vengan los inmigrantes quiere decir que con treinta y seis nietos que tengo, y dos más en camino por ahora, hay bastantes probabilidades de que uno de ellos aparezca por casa un día con una negrita monísima y me diga: «Abuelo, te presento a mi novia, que es de Benin, licenciada en Filología inglesa y que habla seis idiomas». Y tendré biznietos tostaditos y les querré mucho.
    Y habré aprendido de la chiquita de Benin muchas cosas, y ella alguna de mí. Lo que pasa es que, para eso, los dos deberemos tener inteligencia para ver lo bueno que el otro ofrece, y humildad que nos ayude a darnos cuenta de que, por muy convencidos que estemos de que lo nuestro es bueno, los convencimientos, las culturas y las formas de hacer de otros nos pueden enriquecer como personas.
    Porque eso somos todos, de cualquier color o creencia: personas iguales en dignidad. Iguales en esencia. Que respondemos a un mismo patrón.
    Y que lo de «como en San Quirico, ni hablar» es una cosa muy bonita, pero puede resultar una actitud peligrosa si lleva a mi amigo a no cruzar la calle, sobre todo ahora que en la otra acera va a estar el indio.
    Y eso querrá decir que mi visión global ha aumentado, que mi mentalidad ha cambiado (a mejor), y que mis biznietos no hablarán ya de la aldea global, porque llevarán muchos años viviendo en ella, gracias a Dios.

Le resumo a mi amigo lo económico, lo político y lo social, porque todo eso nos lleva a darnos cuenta de que los gobiernos y los responsables políticos tienen poco margen de actuación en las cuestiones económicas —por lo que es imprescindible que en ese poco margen acierten— y un mayor margen en cuestiones que llaman habitualmente «sociales», pero ese margen dependerá mucho de la ideología del Gobierno y, por supuesto, de la economía, porque, no se sabe por qué razón, todo cuesta dinero.

Los países intentan actuar coordinadamente en cuestiones que no afectan solo a un país —como, por ejemplo, la inmigración, la llegada de gente pobre a países más ricos que los suyos— y en los que se intentan homogeneizar los criterios por la enorme importancia que tiene que en ese campo cada país no vaya a su bola.

Y esto lleva a exigir a los gobernantes una dosis seria de prudencia. El gobernante no puede ser un niño travieso y tontín que haga bobadas que ofendan a otros países, y luego se queje de que no le quieren.

Mi padre solía afirmar que en la vida se puede hacer lo que te dé la gana, pero que luego hay que pagarlo. Que gratis, nada. Era otro modo de decir que todo forma parte de un todo.

Cuando le cuento todas estas cosas a mi amigo, pone cara de mareo —está pálido— y responde: «Pero no hay nadie preparado para este cambio tan gordo». Y empieza a hablar de los políticos, uno por uno, y los deja hechos un guiñapo. Lo más amable que dice de ellos es que, en vez de volar como águilas, dan saltos ridículos como aves de corral.

Y sigue: «Pero a los hombres de empresa nos pasa lo mismo». Y se mete con la banca. A mí me hace gracia que en el «nos pasa» incluya a los grandes banqueros y se incluya él. Dice que unos no saben lo que es el mundo y que los que él creía que lo sabían han demostrado palpable mente que no tenían ni idea, y si la tenían era mala.

Y cuando está a punto de meterse con los jubilados, consigo pararle, porque veo que viene a por mí.

Y le digo: «Aquí hay un problema serio de formación de cada persona, de respeto a los valores, de ética». Y él me pregunta: «¿Hablamos ahora de ética?». Y le respondo que no, que ahora no toca, porque lo quiero dejar para más adelante.

Vuelvo a casa y me pongo a escribir. El desayuno ha sido muy largo y tengo varias servilletas con apuntes que mañana no entenderé. Escribo durante todo el día.

Cuando acabo se ha hecho de noche. El petirrojo se ha pasado el día en mi despacho, pero a última hora se ha ido a su casa. Hoy tiene muchas cosas que contar en la cena. Diría que con lo de la ética se ha quedado preocupado. Helmut se ha despertado, ha salido a la calle, ha pegado dos ladridos sin que vinieran a cuento y ha vuelto a echarse en la alfombra, contento del deber cumplido. No sé si esto de la ética le importa mucho.

Y yo pienso que, a pesar de todo, de que todo forma parte de un todo, de que las interrelaciones y la complejidad nos deben hacer reflexionar sobre muchas cosas en las que antes ni pensábamos, a pesar de que todas esas relaciones pueden llevar a pensar, como mi amigo el conspirativo, que estamos miles de millones en manos de cuatro, a pesar de todo eso, el hombre sigue siendo libre en sus decisiones.

Libre para hacer el bien y para hacer el mal. Libre para valorar o para ignorar las consecuencias de una decisión. Libre para orientar su actuación basada en esa información y ese conocimiento hacia iniciativas que aporten cosas positivas a las sociedades donde viven. La globalización no elimina la libertad.

Pero obliga a utilizar la libertad con responsabilidad.

A responsabilizarnos, con criterio formado, de nuestra vida.

De toda nuestra vida.

A ser empresarios de nuestra vida.

Juraría que, al llegar aquí, Helmut ha abierto los ojos y me ha hecho un guiño. Debe de estar de acuerdo.