LLEGÓ EL SÁBADO
La semana se me hizo larga, porque mi amigo de San Quirico, además de estudiarse el documento sobre la crisis, me llamó varias veces. Al fin llegó el sábado y fuimos a desayunar. Siempre vamos al mismo sitio. Es un bar del pueblo de al lado, donde hacen unos bocadillos riquísimos de jamón ibérico. Subrayo lo de «ibérico» porque cada vez que he pedido un bocadillo de jamón, mi amigo ha añadido inmediatamente: «ibérico». Los desayunos son potentes. Él, que es de la zona, sabe lo que hay que pedir y el vino que nos tenemos que beber. A las doce suele decir: «Vámonos, que tenemos que trabajar». Entonces nos levantamos, él se va a trabajar y yo me voy a mi casa a meditar sobre cosas como la crisis y sobre cómo algo que ha pasado en la otra punta del mundo puede alterar la vida de mi amigo…, y la mía.
Cuando trabajo con alguien en un bar, suelo escribir en las servilletas de papel. Un amigo mío argentino me dice que las tiene encuadernadas. No sé si es verdad. Me van bien para apuntar resúmenes de lo que decimos, luego se las doy a mi amigo o me las guardo yo y así vamos haciendo una especie de actas de las reuniones. Con mucha frecuencia, las servilletas que guardo están con manchas de vino o de café, pero mi mujer dice que así tienen más solera.
Nunca había pensado que las servilletas sirvieran para hacer un libro. En confianza, tampoco había pensado nunca que iba a escribir un libro. Tampoco he plantado nunca un árbol. Pero como tengo doce hijos, pensaba que ya había cumplido y que lo que faltaba por un lado se compensaba por otro. Pero ya se ve que andaba equivocado.
Este libro no es más que un conjunto de servilletas pasadas a limpio y puestas un poco en orden. Si mi amigo de San Quirico no me para aquella noche y me cuenta sus preocupaciones, no sale el libro. Alguien puede pensar que no se hubiera perdido nada.
Por eso quise titular este libro Desayunos y servilletas, porque era lo que realmente se hubiera correspondido con la realidad. Pero como yo no entiendo de estas cosas y la editorial me propuso otro nombre, acepté muy a gusto su propuesta. Eso sí, me guardé el título para este capítulo, aprovechando la libertad que me da la editorial para escribir lo que quiera.
Mi amigo viene echando humo. Le veo entrar con el informe sobre la crisis en la mano, doblado y bastante arrugado y con síntomas de haber sido leído y releído varias veces. Pienso que tengo que tranquilizarle y que hoy, en vez de hablar de crisis, le voy a hablar de otro amigo. A ver si le distraigo, pospongo lo de la crisis, y vamos hablando de otras cosas de manera que, al hablar de la crisis, tengamos alguna idea clara (él y de paso yo, que tampoco me irá mal).
MI AMIGO EL EMBAJADOR
Le dije a mi vecino de San Quirico que quería hablarle de mi amigo el embajador. Cuando le comento estas cosas, pone una cara que oscila entre «este me está vacilando» y «¿será verdad?».
Pues es verdad.
Hace muchos años fui a Bruselas con Antonio Valero, el primer director del IESE. Él era el presidente de una organización que agrupaba algunas escuelas de negocios europeas. Antonio era muy amigo de Alberto Ullastres, el primer embajador de España ante lo que entonces se llamaba «el Mercado Común».
Alberto había sido ministro de Comercio y había trabajado mucho por abrir España a Europa. Cuando yo le conocí, todavía no tenía embajada y vivía en el Hotel Amigo, de Bruselas. Se alegró mucho de que estuviéramos allí y nos invitó a cenar en un «bareto» de estudiantes que había descubierto y que tenía unas ostras buenísimas a unas treinta pesetas la docena. Pensar que el embajador estaba tan contento porque había encontrado unas ostras muy ricas por 0,18 euros la docena y que, de verdad, estaban para chuparse los dedos, puede hacer que algún lector piense que este es un libro de ciencia-ficción. Bueno, de ciencia, no. De ficción, la justa. Y en este caso, ni de ciencia ni de ficción.
Cenamos y hablamos hasta las tantas. Según me dijo Antonio y pude comprobar de primera mano, Alberto era un hombre que, a medida que avanzaba la noche, discurría mejor. Era una gozada escucharle, cuando nos contaba sus primeros escarceos diplomáticos con el embajador de Israel, con el que, como dicen los niños, «no nos estábamos amigos» por culpa de los cítricos. Se hablaba de la «guerra de los limones». Supongo que todo consistía en que España e Israel querían vender sus cítricos en Europa y debía de haber algún problema de precios, de cuotas o de lo que fuera.
Alberto pensó que lo primero que tenía que hacer era conocer al embajador israelí, un hombre culto, que sabía mucho de alfombras. Le llamó y le pidió que le acompañara a elegir alfombras para la futura embajada española. Mientras los periódicos españoles, y supongo que los israelíes, hablaban de escaramuzas en el tema de los cítricos, los dos embajadores centraban su atención en la decoración de nuestra embajada. Supongo que cuando acababan, uno de los dos le decía al otro: «Oye, que no se nos olvide que tenemos que hablar de limones. Ya te llamaré».
Ya sé que no viene a cuento y que lo he dicho en algún otro sitio. Pero cuando veo que los políticos riñen, ponen cara de que se odian, dicen tonterías unos de otros, pienso: «¿No sería mejor que fuerais a comprar alfombras juntos?». Lo cual equivale a decir: «¿Y si llamaras al otro (al ‘malo’) y le dijeras que habías descubierto un bar donde las ostras están solo a veinticinco euros la media docena (la vida sube) y que por qué no ibais los dos con vuestras mujeres y cenabais juntos y echabais risas y os bebías una botella de albariño y no hablabais para nada de política?».
Como la editorial me ha dicho que tengo completa libertad para escribir lo que quiera, me parece que voy a añadir un capítulo a este libro hablando de la crispación, porque creo que es un atraso total y que demuestra una incapacidad preocupante, del crispador y del crispado, para salir a la calle. Preocupante porque si quieren ser maleducados, allá ellos, pero pueden hacer mucho daño. Si seguís leyendo, quizá os encontréis con ese capítulo más adelante.
Me he vuelto a ir por las ramas. Me pasa con frecuencia.
Antonio y yo volvimos al hotel, acompañados por el embajador. Por supuesto, íbamos los tres solos por las calles de Bruselas, sin escolta (no se habían inventado todavía), sin prisa, disfrutando de la vida. Porque para disfrutar de la vida no es necesario hacer grandes maravillas.
Cuando Alberto se fue, le dije a Antonio: «¡Cuánto sabe este hombre!». No hacía falta ser muy listo para decir eso. El currículum de Alberto era público y espectacular. Y Antonio me dijo: «Sí, sabe mucho. Pero lo más importante es que tiene un modelo en la cabeza».
Debí poner cara de que no entendía lo que me quería decir, y era verdad que no lo entendía. Antonio continuó: «Lo del modelo quiere decir que tiene todo empalmado en su cabeza, y automáticamente sabe que si tiras de un hilito se mueven cuatro o cinco cosas». Entusiasmado, le dije: «O sea, que sabe que si en las negociaciones con Israel baja el precio de los cítricos, se enfadan los agricultores valencianos».
Antonio era muy bueno, pero no pudo evitar contestar con un aire de desilusión ante mi simplonería: «Más o menos, sí. Pero el tema es más complejo».
MI LUCHA POR TENER UN MODELO
Desde aquel día estoy luchando por tener un modelo. Alguno pensará: «¡Vaya fracaso de vida!». No creáis que todo han sido fracasos. Creo que he ido dando pasos adelante. Cuando veo que pasa algo, y que a los pocos días pasa otra cosa y a los pocos días una tercera, intento ver si tienen alguna relación entre ellas. Discurriendo así, he llegado a la conclusión de que las casualidades no existen. Si queréis que me ponga profundo, diré que sí que existen las «causalidades». Pero si nos metemos por este camino ahora, no llegaremos a ninguna parte. Por lo que lo dejaremos para después.
Veo gente que tiene un modelo y veo gente que no lo tiene. Leo declaraciones de políticos que piensan que en el universo no existe nada fuera de su ministerio, aunque sea un ministerio «de relleno», como hay bastantes por esos mundos de Dios. También hablaré, a su tiempo, de los «ministerios de relleno», que, en confianza, creo que no sirven más que para engordar una de las dos columnas de los Presupuestos Generales del Estado, la de los gastos. Bueno, también sirven para que el/la ministro/a se haga unas tarjetas preciosas y pueda vivir como un «ministro» el tiempo que tenga la cartera, que, como es de relleno, no suele pasar de cuatro años.
Sigo con los modelos. Cuando alguien tiene un modelo, se nota. De hecho, las personas con un modelo discurren, si no mejor, sí más ordenadamente. Y los modelos se soportan en no muchas ideas, formando un tronco de pensamiento en el que se van colocando los racimos. De manera que la persona sabe dónde colocar cada cosa que pasa y cómo están relacionadas entre ellas.
Como Alberto, que era capaz de colocar el movimiento de los israelíes con los cítricos en el tronco del equilibrio internacional y saber qué efectos tendría en las relaciones internacionales con España. Supongo que además metía más cosas que a mí se me escapaban, como el peso de España en Europa, los compromisos de Europa con Israel, el efecto de un conflicto en las relaciones económicas entre los países y muchas cosas más. Y supongo también que por eso Antonio me llamó simple. Porque lo era.
En este momento decido pasar al ataque y le pregunto a mi amigo de San Quirico: «¿Tú tienes un modelo?».
Al ver su cara de sorpresa, me ablando un poco y le digo: «Por ejemplo, ¿tú tienes en la cabeza la cuenta de resultados de tu empresa?». Y sigo adelante para dejarle claro lo que yo entiendo por «modelo», con un ejemplo muy simple que igual os resulta útil para que tengáis claro lo que quiero decir cuando hablo de «modelo».
El modelo que le propuse a mi amigo no era más que el desarrollo de la cuenta de resultados de su empresa de suministros:
Esto, que para algunos es una cuenta de resultados, para mí es un modelo que le recomiendo a mi amigo de San Quirico que se aprenda bien, para saber inmediatamente lo que sabía mi amigo el embajador: las repercusiones que se producen si se tira de un hilito, aunque a primera vista ese hilito parezca inofensivo.
Por ejemplo, si un vendedor le dice que necesita descuentos porque la competencia vende más barato (no sé por qué, pero siempre la competencia vende más barato), habrá que saber si con ese descuento se come el margen bruto, no sea que, lleno de entusiasmo, haga el descuento que le pide el vendedor y luego no quede para pagarle su sueldo, además de cargarse la cuenta de resultados, incluido el dividendo que está esperando la familia de mi amigo.
Si El Correo de San Quirico, que como todos sabéis es el periódico del pueblo, le pide que ponga publicidad en el número extraordinario que saca para las fiestas, mi amigo tiene que tener claro en la cabeza lo que le pasa a la cuenta de resultados si pone el anuncio.
Si alguien propone comprar una máquina, tiene que saber mi amigo que subirán las amortizaciones (que son el «trozo» de máquina que cada año resta de los beneficios para no poner todo el coste de la máquina en un solo año y cepillarse el resultado de una tacada).
Y así con todo.
En ese momento, mi amigo me dice que ya entiende el modelo. Le digo que el modelo al que me refería es más amplio, que abarca más cosas, pero que al final es lo mismo.
Que la ventaja de tener un modelo en la cabeza es que no tomas las decisiones «al tuntún» porque sabes el efecto que una decisión tiene en todos los elementos restantes.
Me parece que ya tenemos bastante para el desayuno de hoy. Hemos llenado tres servilletas y un mantelito de papel. Mi amigo se lo lleva todo.
Se va con una cierta cara de escepticismo, pero yo diría que de escepticismo esperanzado, que no sé muy bien lo que es, pero que me suena bien.
Dos horas más tarde me llama. «¡¿Qué se le habrá ocurrido en este rato?!», pienso. Gracias a Dios, no tiene mucha importancia. Simplemente es que no recordaba qué quería decir «tomar decisiones al t-t», que era lo que había escrito en la servilleta. Cuando le aclaro que es «tomar decisiones al tuntún», se queda tranquilo.
Menos mal.
SEGUIMOS CON EL MODELO
Hay que ver lo rápido que pasan las semanas. Como las define mi amigo, «semana es aquello que pasa entre los dos desayunos de los sábados». Y la verdad es que como referencia no está mal. Y si ese comienzo de semana está rodeado de bocadillos de jamón ibérico, buen vino y tiempo para hablar libremente sobre el bien y el mal, ya querrían muchos para sí un comienzo de semana como el nuestro.
Lo veo venir contento. Cuando está contento se nota. Hoy lo veo no solo contento, sino un poco entusiasmado. Así que me preparo para lo peor…
«¡He entendido lo de la cuenta de resultados y lo del modelo!», suelta a modo de buenos días.
Y aprovecho su entusiasmo para seguir elevándome.
Cuando uno tiene amigos que se elevan, sin darse cuenta también se eleva uno mismo. Por eso tenía razón mi abuela de Irún cuando me decía que me buscase siempre «buenas compañías».
Hoy le hablo a mi amigo de otro amigo que tuve y que ya está en el cielo. Le hablo de Juan Antonio.
Juan Antonio era un gran tipo. Generoso, divertido, interesado por todo, amigo de verdad.
Hablaba mucho, muchísimo. Subía hasta la Santísima Trinidad y bajaba, con el mismo impulso, a darle potitos a un hijo mío de pocos meses.
Estuvimos juntos en Harvard durante un año académico. Nunca olvidaré nuestra primera clase allí. No entendíamos nada. A la salida, Juan Antonio se fue con un grupo de estudiantes americanos y yo me quedé con otros. Al cabo de cinco minutos, vi que me llamaba desesperadamente.
Cuando llegué, me dijo con la cara congestionada: «¡Corre, dime cómo se dice en inglés que El Viti torea como los propios ángeles!».
Como es natural, le dije que eso, en inglés, no se dice. Gracias a Dios se lo creyó y siguió hablando de cosas más fáciles.
Juan Antonio, «el tío Juan Antonio» para mis hijos, tenía un modelo. ¡Vaya si lo tenía! Lo que pasa es que él lo tenía completo y exhaustivo sobre la persona.
Había estudiado mucho, pero había discurrido más. Manejaba a Aristóteles y a santo Tomás de Aquino como si fueran chicos de su pandilla.
Ya de vuelta a España, venía con frecuencia a cenar a casa. Previamente mi mujer compraba una botella de Calvados, porque con Juan Antonio era importante la mesa, pero más importante era la sobremesa.
Al llegar ese momento, Juan Antonio se ponía en su máximo esplendor. A medida que bajaba el nivel de la botella de Calvados aumentaban su verborrea, su lucidez y su brillantez (cosa que también le pasaba a mi amigo el embajador, a este sin Calvados).
Como les sucede a todas las personas muy listas, empezaba hablando de lo humano y acababa hablando de lo divino. Y esto es literal. Juan Antonio, con el público (mi mujer y yo, con mis hijos mayores) totalmente embobados, a medida que pasaba la madrugada, se iba animando y subiendo el listón de los temas sobre los que hablaba… hasta que acababa hablando de la Santísima Trinidad, como ya os he dicho. Ese era el momento en el que había que empezar a pensar en dar la cena por concluida (solía ocurrir hacia las cuatro de la mañana), por dos razones:
Por lo que prácticamente le echábamos de casa. Al día siguiente me lo encontraba en el despacho, yo totalmente destrozado y él fresco como una lechuga, y me decía: «¡Qué buena estaba la cena de ayer!».
Su modelo le había servido para pensar cómo las personas se organizan. Lo que discurrió se estudia hoy en muchos sitios y mucha gente se dedica a trabajar para seguir pensando en lo que él pensó (y, gracias a Dios, escribió).
Se lo explico a mi amigo de San Quirico y le dejo un poco preocupado, porque le digo que si no tienes un modelo para la persona, es difícil que lo tengas para la empresa. Es decir, si piensas que toda la gente de tu empresa no son más que unidades de producción o como les quieras llamar, la empresa irá de distinto modo que si piensas que las personas de tu empresa son eso: personas. ¡Casi nada! Cada una, como tú, con sus cosas buenas y sus cosas mejorables. Ninguna absolutamente inútil. Ninguna despreciable. Todas mejorables.
Y, animado, le digo que el modelo de «persona = unidad de producción» me parece tan anticuado que juraría que era el que estaba de moda en el Pleistoceno, que, por lo que he leído, fue la sexta época del periodo Terciario, que abarca desde hace dos millones de años hasta hace solo diez mil.
Y que el modelo de «persona = persona» es mucho más sofisticado y completo que el otro, que aún se usa en algún sitio y que debería estar arrinconado, lleno de telarañas.
Tiro de servilleta y escribo lo que creo que complementa el modelo de la cuenta de resultados del otro día:
Hasta aquí mi amigo ha asentido en todo. Me ha parecido que le brillaban los ojos cuando ha oído lo de ganar la mayor cantidad de dinero posible.
Pero al llegar a lo del «socialmente responsable» ha estallado: «¿O sea, que el banco de Illinois que ha montado este pollo no es una empresa? Porque lo de ganar dinero, eso lo tenían claro, pero ¿lo de socialmente responsable? ¡De eso ni un pelo!».
Y le digo que sí, que han actuado irresponsablemente, pero que el señor Illinois cuando fundó el banco no lo hizo con la idea de fastidiar al prójimo ni de provocar una crisis planetaria. Que como son un grupo de personas, han cometido, consciente o inconscientemente, una barbaridad.
Y ya puestos, le digo que «como tú y como yo, que a pesar de, a veces, actuar mal o irresponsablemente, no dejamos por eso de ser personas».
«Vale. Lo entiendo. ¿O sea, que una organización de narcotraficantes no sería una empresa?». Y acordamos que no, de acuerdo con lo que creemos que es la empresa. Sería otra organización porque está orientada exactamente a lo contrario de lo que la empresa es. Es decir, orientada a dañar al prójimo. Es una organización delictiva, con objetivos distintos de los de una empresa.
Parece que lo he convencido. Y como se ha quedado pensando (o jurando en arameo), aprovecho para acabar diciendo: «Lo que pasa es que muchas veces, sabiendo lo que las cosas son, la gente las utiliza para otros fines que no son los propios de las cosas». Esto es, se cargan el para qué.
Y da la impresión de que ahora se lo han cargado. Lo que pasa es que hace cien años uno se cargaba una empresa y no se enteraban más que los del pueblo donde estaba aquella empresa, que se quedaban en la calle.
Y ahora haces algo en una empresa como lo que dice el informe sobre la Crisis Ninja, y todo el mundo, o sea, todo el mundo, se entera y, peor aún, lo sufre.
Y ahí iba. Iba a decir que si conseguimos tener un modelo global, del mundo, saldremos de nuestro provincianismo y nos daremos cuenta de que es bueno que haya un buen presidente de Estados Unidos, uno bueno en Francia, uno bueno en Alemania y así hasta llegar a Burkina Faso, sin ningún desprecio para los de Burkina Faso, que he puesto como ejemplo de país pequeño y que, a primera vista, no tiene mucha relevancia en este mundo global.
Pero también es bueno que tengamos empresarios socialmente responsables, personas de la calle socialmente responsables y niños socialmente responsables.
Porque todo está ligado. Porque todo forma parte de un todo.
El modelo de mi amigo el embajador le permitía entender las consecuencias de una crisis de los limones a nivel del globo terráqueo. O también podemos llamarle «geopolítico», que suena mejor.
El caso es que él sabía poner en su modelo cualquier acontecimiento socio-político-económico. Y además veía las consecuencias. Como yo no soy capaz de tener un modelo como ese, me contento con discurrir para tener modelos que me permitan defenderme de la cantidad de cosas que ocurren.
Y esto es una cosa que, como ya he dicho, requiere tiempo y reflexión. Discurrir mucho sobre lo que las cosas son, y no lo que queremos que sean. Decían de Manuel Fraga que «tenía el Estado en la cabeza». Y a pesar de que cuando hablaba parecía que era así, a mí me ha dado siempre la impresión de que lo que Fraga tiene en la cabeza es un modelo claro de funcionamiento del Estado. Partiendo del objetivo de la existencia del Estado, de lo que el Estado es, de lo que el Estado debe hacer, de los recursos y organización del Estado, de los procesos que hacen que funcione, y de lo que hay que hacer para que esos recursos, personas y procesos funcionen para que el Estado sea eficiente.
Lo que pasa es que como intenta explicarlo todo a la vez, a veces es difícil seguirle. Por eso a mí me gusta más «el Fraga escrito» que «el Fraga oído».
Y eso también es importante. No solo hay que tener un modelo, sino que además hay que intentar saber explicarlo para que lo entendamos todos.
Y cuando digo todos, quiero decir todos. Porque la experiencia reciente me dice que hay mucha gente que está deseando que le expliquen las cosas de modo claro. Y que son capaces de entender un modelo, si se les explica con intención de que lo entiendan.
A este respecto, en una charla que di sobre estos temas en San Quirico, un señor me preguntó: «Todo esto que está tan claro, ¿por qué no nos lo dicen así? ¿Porque son embusteros o porque son incompetentes?».
Me escabullí como pude, porque no me gusta juzgar a la gente. Lo que es cierto es que, por la razón que sea, los responsables políticos y los responsables económicos dicen con frecuencia frases que producen inmediatamente el efecto de la desconexión, bien sea apagando la radio o haciendo zapping en la tele. Hay otra desconexión, la mental, que es una forma muy agradable de evadirse, poniendo cara de que te interesa mucho el tema del que están hablando.
SABER EXPLICAR LAS COSAS PARA QUE SE ENTIENDAN
Mi amigo me dice que me entiende, lo que me parece milagroso. Le contesto que me alegro de que entienda lo que le quiero decir. «Es que hay gente que explica las cosas para que no se entiendan», me suelta.
Ya he dicho que mi amigo las suelta sin introducción. Pero estoy de acuerdo en la mayoría de las cosas que dice. Y remata: «Yo no entiendo cuando la gente que dice saber mucho habla para otros que saben mucho. Me parece una contradicción. Si saben mucho será para que los que sabemos poco nos enteremos. A no ser que no quieran que nos enteremos, lo que temo».
Y como siempre, creo que tiene razón. Y me vienen a la cabeza muchas cosas que se han dicho antes y durante la crisis (me gustaría añadir «después de la crisis», pero me temo que ese después tardará un poco) que tienen la característica común de que no hay cristiano que las entienda. Por ejemplo, cuando se dice que el origen de la crisis está en «los activos de escasa calidad crediticia», consiguen que, acto seguido, las personas que están escuchando desconecten porque no entienden nada. Si en lugar de eso dices que el origen de toda la situación está en las «hipotecas porquería que se concedieron a personas sin ingresos, sin trabajo y sin propiedades, es decir, a las clásicas personas a las cuales no les dejarías ni cinco euros», resulta que la gente lo entiende y te considera un gurú.
Y puestos a profundizar (bueno, a explayarme) le digo a mi amigo lo importante que es llamar a las cosas por su nombre. Y mi amigo, que creo que nunca ha llamado a una cosa de otra manera que no sea por su nombre, me dice que él creía que era lo que se hacía, pero que como no tiene mucha formación, no lo entendía. O sea, que se sentía un poco tonto rodeado de gente muy lista. Y le digo que sí, pero que esos no son tan listos, aunque se lo crean.
Es importante hablar claro. Y creo que esta crisis es una crisis también de comunicación, además de imprudencia, avaricia, soberbia y confianza. Por eso me deja perplejo que personas con información más que suficiente como entidades financieras, instituciones y administraciones que son quienes manejan los datos, informes y estudios como para dar a conocer de una forma clara y sencilla todo lo que está ocurriendo, no lo hagan. Creo que algo está fallando gravemente.
Por eso pienso que es importantísimo hablar claro. Y para hablar claro hay que entender lo que se dice. Y para entender lo que se dice hay que tener criterio. Y para tener criterio hay que tener sentido común y evitar el bombardeo indiscriminado de información, leyendo con calma todo desde una misma fuente. Y procurar tener un modelo en la cabeza, como el de mi amigo el embajador.
Por todos estos motivos, esta crisis tan gorda debería alumbrar una nueva forma de entender el día a día. Las instituciones deberían hablar más claro, las entidades financieras deberían entender qué están vendiendo y la gente debería exigir que se le hablara de una forma inteligible. Porque hemos llegado a la situación en que ni unos ni otros saben la dimensión real de la crisis, y también desconocen por qué ha sido causada realmente. Tan solo sabemos que estamos mal y que hay que hacer algo.
Con esta misma idea creo que tendríamos que valorar lo siguiente:
Es necesario, por tanto, que en estas cosas se hable claro. Porque si hubiese sido así, el comportamiento de todos los implicados hubiera sido más decente y habrían sido pillados in fraganti intentando embaucar a cientos de personas. Creo que, además de ser esta una crisis financiera y de confianza, es sobre todo una crisis de decencia. Porque más de uno se ha enriquecido provocándola. Porque creo que el dinero es irrecuperable. Porque nos han metido a todos (al decir todos digo todos) en ella. Y porque con el «vale todo» que desde hace unos años se promueve a todos los niveles en la sociedad, damos cancha a que realmente valga todo y sucedan estas cosas.
Aun así, de la misma forma que los gobiernos de cada país están haciendo lo que buenamente pueden para intentar atajar la debacle económica, nosotros, las personas, tenemos que actuar. Ya tenemos el diagnóstico: una crisis muy gorda. Ya sabemos qué ha fallado: la comunicación, la decencia y el vale todo. Pues ahora pongámonos a hacer lo que realmente sabemos hacer: trabajar. Porque no podemos quedarnos en casa acurrucados diciendo lo mal que está todo y esperando a que alguien nos salve. No. Tenemos que arremangarnos y bregar para salir adelante, porque en el momento en el que salgamos de este túnel —porque saldremos— seremos más fuertes.
Como ya son las doce, nos hemos acabado la botella de vino, el jamón ibérico y las servilletas, nos levantamos y nos vamos. Antes de irme, me dice mi amigo que por lo menos en tres o cuatro días no le moleste.
«Es que tengo que pensar en un modelo», me dice con una sonrisa picaruela.
Hoy ha venido en uno de sus camiones. «Me voy en mi limusín. Como el fulano de Illinois», remata.
Lo veo irse y pienso que ya le gustaría al fulano de Illinois ser la mitad de honrado de lo que es mi amigo.