…miedo, miedo, siempre miedo.
Ocupo obediente mi lugar en la fila mientras uno de los sacerdotes me dirige una mirada reprobatoria. ¿Creía el muy bastardo que iba a ser tan estúpido de colarme ante sus narices?
Pero ¿qué estoy pensando? Blasfemias, he blasfemado… «Y quien blasfeme del nombre de Yahveh será castigado con la muerte; toda la asamblea le lapidará. Extranjero o indígena, quien blasfemare del nombre de Yahveh, morirá…»
Aunque, ¿qué más da? Hace tiempo que descubrí que, en contra de lo que nos aseguran los sacerdotes, Dios no puede leer nuestros más profundos pensamientos. Esto es algo que he comprobado un millar de veces. Yo no estaría vivo si no fuera así.
Eh, tú, sacerdote, culo de mierda. Bastarda bola de sebo. ¿Estás gordo, verdad? Muy gordo. Se nota que Dios alimenta bien a sus servidores. Hijo de puerca, lameculos, yo en cambio soy sólo un miserable saco de huesos… ¿lo veis?, no pasa nada…
Pero esta maldita cola avanza tan despacio… Mi estómago no para de protestar. Odio las colas.
Miro a mi alrededor, y de repente la ciudad, los edificios que me rodean, parecen absolutamente raros, como si los estuviera viendo por primera vez a través de los ojos de otro individuo.
Todo es negro. Los sacerdotes van vestidos de negro, los edificios están pintados de negro. Son bajos y chaparros, excepto el templo que es alto y majestuoso. Cerca de aquí se alza una estatua del Ángel Exterminador con las alas extendidas. Me distraigo un rato mirándola; su cabeza está envuelta en nubes, y bajo sus dos piernas abiertas se esparcen, miserables, los edificios. Parece a punto de dar un paso y aplastar algunos centenares de viviendas.
«Quizás algún día lo haga», dicen los sacerdotes; «si os portáis mal…».
¿Cuánto medirá? ¿Dos kilómetros de altura? Quién sabe. Hay una en cada ciudad, y están ahí para asustarnos, claro. Se que jamás cobrará vida y daría un paso; aunque Dios tiene otro sistema para castigarnos; «el segundo ángel tocó la trompeta…».
Al fin ha llegado mi turno. Le entrego mis tres vales a una gorda religiosa. Otra monja remueve un poco la sopa con un cazo, y luego sirve tres exiguas raciones en mi termo extendido. Echa más, puta, tengo una hija pequeña… No, no debo pensar eso… Otra monja me da tres panecillos mohosos.
Me aparto a un lado y escarbo un poco en la sopa. La muy puta sólo me ha echado dos pellejos de pollo… cada día te ponen menos.
—«…bienaventurados los que tienen hambre y sed de Salvación, —estaba diciendo un sacerdote por un megáfono— porque ellos serán saciados…»
Cállate, mamón.
Cierro el termo y me dirijo rápidamente a casa.
Hay un noticiario en la pantalla mural que hay frente a mi hogar, aunque yo no me paro a mirarlo. Sé de lo que están hablando: de los sucesos de la semana pasada en el este.
Subo las escaleras, y me reúno con mi mujer y mi hija. Qué delgadas están… y yo no puedo hacer nada.
Abro el termo, y deshago los panecillos en pedazos, y los echo a la sopa. Todos comemos de allí, aunque dejamos para la niña las mejores raciones.
No me siento con ánimos para bendecir la mesa. Mi mujer tampoco.
Mientras, no consigo apartar la mirada de la pantalla mural. Ya he visto ese noticiario, y no quiero volver a verlo. Pero a través de la ventana resulta casi imposible no mirar.
Habla de esa ciudad que desapareció en el este. Muestra una filmación del estado de degradación al que habían llegado sus habitantes. Multitudes saqueando los depósitos de alimentos, las mujeres ofreciéndose públicamente por las calles, los hombres matándose por un pedazo de carne. Al fondo, un gran edificio con una cúpula casi esférica y una alta torre.
Un sacerdote, con una tela negra en la cabeza, se levanta en medio de aquel caos, alza los brazos, e increpa a aquellos hombres para que regresen al buen camino o Dios los castigará. Todos lo abuchean. Lo cogen de la sotana, lo derriban, y rasgan sus vestiduras. Una mujer toma una piedra, y le aplasta con ella la cabeza.
Un Ángel Exterminador aparece entonces sobre la ciudad. Una vez más advierte a los hombres para que regresen al buen camino. Su aspecto es tan terrible como para cagarse de miedo; sin embargo, increíblemente nadie hace caso.
Fundido en negro. Se ve el luminoso espacio, la Tierra como una pelota azul al fondo. En primer término una oscura roca gira sobre sí misma lentamente, y se pone en movimiento. Cae… cae… cae… hacia la Tierra, hacia la ciudad maldita de Dios. Los versículos de Juan retumban como truenos en la pantalla mural…
«El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclado con sangre, que fue lanzado sobre la Tierra; la tercera parte de la tierra fue quemada, la tercera parte de los árboles fueron quemados, y la tercera parte de la hierba verde fue quemada…»
…la roca se inflama al entrar en la atmósfera, roja y reluciente como una brasa, dejando un negro rastro a su paso…
«El segundo ángel tocó la trompeta, y una enorme mole de brasas, como una montaña, fue lanzada al mar; la tercera parte del mar se convirtió en sangre, pereció la tercera parte de los seres vivientes del mar, y la tercera parte de las naves fue destruida…»
Veo la ciudad de lejos, e instantes después una especie de hongo de fuego elevándose hacia el cielo…
«El tercer ángel tocó la trompeta, cayó del Cielo una gran estrella, ardiente como una llama, cayó sobre la tercera parte de los ríos y sobre las fuentes de las aguas. El nombre de la estrella era Ajenjo, y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo, y muchos hombres murieron por estas aguas, que se habían hecho amargas…»
…la imagen, tomada desde muy alto, muestra una ciudad en llamas. El inmenso incendio se extiende a los bosques y praderas…
«El cuarto ángel tocó la trompeta, y fue herida la tercera parte del sol, la tercera parte de la Luna y la tercera parte de las estrellas, de tal manera que se oscureció la tercera parte de las mismas, y el día perdió la tercera parte de su esplendor, lo mismo que la noche…».
Nubes negras de humo cubren el cielo…
«El quinto ángel tocó la trompeta, y vi una estrella que había caído del cielo sobre la Tierra, y le fue dada la llave del Pozo del Abismo. Cuando ella abrió el Pozo del Abismo, subió del pozo un humo como de un gran horno, de suerte que el sol y la luna se oscurecieron…»
Entre las volutas de humo se materializa un Ángel Exterminador. La justicia de Dios se ha cumplido una vez más.
Como en Sodoma y Gomorra. Esas cosas ya pasaban entonces. Pero miro a la niña y me pregunto: ¿habían niños en esa ciudad? ¿Habían niños en Sodoma y Gomorra? Y desde luego los había en el mundo antes del Diluvio. Y en Egipto, qué duda cabe, habría niños entre los primogénitos que Dios asesinó, para obligar al Faraón a liberar a los israelitas. (¿Y por qué Dios no mató a los hijos primogénitos de los babilonios para liberar a Israel de Nabucodonosor?).
¿Es esto la Justicia Divina? Por muy depravados que fueran los padres, ¿qué culpa tenían los niños? ¿Qué lección moral podemos sacar de esto?
Estoy pensando idioteces. ¿Quién ha dicho que Dios sea justo? Dios es Dios, y basta. Yahveh asher yihweh: «Yo soy lo que soy». Y a lo más que puede aspirar un miserable como yo es a que se olvide de mí.
Recuerdo que mi abuelo me contaba historias, historias que a su vez le había contado su abuelo, que a su vez… Hablaban de una época en la que Dios no se manifestaba de una forma tan contundente. De hecho, no se manifestaba en absoluto. Creer en él era cuestión de fe. Y sin embargo había gente que vivía toda su vida bajo el terror de Dios, igual que hoy. ¿Por qué?
También decía que en aquellos tiempos el cielo se encontraba libre, y que se veían estrellas todo el año, y por todas partes. Luego Dios nos encerró en una gran esfera con dos aberturas, quizás como castigo definitivo a la maldad eterna de las criaturas que había creado…
Ja, ja. Había una canción muy divertida… ¿cómo era? «El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrille, buen desenladrillador será». O algo así.
Al día siguiente cayó una lluvia negra.
Hemos sido todos congregados en la plaza de la ciudad, bajo la estatua del Ángel Exterminador. Todos sin excepción, hasta he tenido que traer a mi hija, que está enferma y con fiebre. Mi mujer la ha envuelto en unas mantas. Aquí esperamos, sin atrevernos ni a susurrar.
Los sacerdotes dan órdenes por los megáfonos: «Los hombres a un lado, y las mujeres con los niños pequeños al otro». «Dividíos por parroquias y poneos en filas».
Grupos de sacerdotes armados con pistolas caminan entre los hombres, examinándonos con atención. Las monjas hacen lo mismo con las mujeres.
De vez en cuando tocan a uno en el hombro, a uno u otra, y éstos salen de la fila.
Uno de los sacerdotes pasea ahora por mi fila. Lo conozco, es el cura de mi parroquia. Nos mira a todos detenidamente, con sus ojos de cerdo, mientras acaricia pausadamente el crucifijo de oro que cuelga sobre su pecho con una mano, la otra con los dedos (tap tap tap tap) sobre la funda de la pistola.
Se detiene frente a mí. Noto el sudor resbalando por mi espalda. Mi boca está tan seca que la lengua se me pega al paladar. No muevo ni un músculo. Ni siquiera me atrevo a parpadear.
Tengo la sensación de que
(alguien me ha denunciado pero de qué alguien me odia no ir a la iglesia con suficiente regularidad decir pensar blasfemias herejías)
el tiempo se ha detenido. Su mano se alza y
(oh no no no por favor no si me elige lucharé le estrangularé le quitaré la pistola le mataré qué puedo perder esta vida es miserable hambre frío miedo siempre miedo no vale la pena vivirla qué puedo perder más vale morir rápido un disparo el fuego del cielo eso no dura nada y luego no más hambre no más miedo no más frío vamos sólo un momento ahora y)
toca mi hombro.
—Tú, hijo, sal de la fila. Dios te llama.
Y yo obedezco como un corderito, ni siquiera intento protestar. Me inunda el más terrible fatalismo. Qué mas da.
Me vuelvo hacia el grupo de las mujeres, y con inmenso alivio veo que ni mi mujer ni la niña están entre las elegidas. Más vale no luchar. Si empiezo una revuelta y otros me siguen, si matamos a esos bastardos, si los desarmamos y los tiroteamos o les aplastamos las cabezas con piedras, y dejamos que sus sesos de mierda se sequen al sol, ¿quién sabe lo que podría pasar después? «Cayó del Cielo una gran estrella…».
Levanto la vista hacia la estatua del Ángel Exterminador. No; al menos mi mujer y mi hija están a salvo. Mejor obedecer como un corderito.
A los hombres nos llevan a un camión y a las mujeres a otro. Antes de que los sacerdotes cierren la caja, miro a mi mujer y a mi hija, mi niña. Mi mujer llora y la niña me mira. Me mira fijamente, sus grandes ojos abiertos como con asombro. Quizás esta será la última vez que las vea. Sé que aquella imagen no me abandonará por muchos años que pasen.
Nos ponemos en marcha. Todos tienen la vista clavada en el suelo. Nadie habla, sólo algunos lloran. Recuerdo las caras de mi mujer y mi hija y también lloro.
El camión se ha detenido. No sé cuánto tiempo ha pasado. Diez horas, tal vez más o menos. Nos hacen bajar, y yo estiro mis músculos agarrotados.
Miro hacia arriba. Estamos al pie de una de las Columnas del Cielo. La columna sube, y sube, y sube hasta perderse en las nubes, las nubes de lluvia mezclada con humo. Más impresionante que la estatua del Ángel Exterminador, y menos aterradora.
Hay más camiones de los que baja más gente. Habrán unas tres mil personas, entre hombres y mujeres. Todos estamos temerosos y desconcertados. Se oyen muy pocas voces aparte de las de los sacerdotes.
Nos dan de comer. Hay cien inmensos calderos relucientes repartidos por la planicie de la base. La sopa tiene carne y verduras en abundancia; la mejor comida que he hecho en años. Quisiera guardar un poco para mi mujer y mi hija, pero sé que no las volveré a ver. Cuando acabo, siento el estómago lleno de una forma que no lo he sentido nunca.
—Vosotros sois los elegidos del Señor; —estaba diciendo uno de los sacerdotes, subido en un podio pegado a la Torre. Sus vestiduras son más lujosas que las de nuestros párrocos, con el color púrpura como dominante— de toda nuestra diócesis, sólo vosotros habéis recibido el privilegio de ascender al Cielo en vida, como el santo profeta Elías. Alegraos, hermanos, aunque recordad: debéis hacerlo limpios. Si alguno de vosotros guarda algún pecado, aunque sea de pensamiento, tenemos confesores a vuestra disposición…
A la mierda.
Nuestra «ascensión al Cielo» es interminable. Nos dan de comer en dos ocasiones. Dormimos en literas situadas en anillo, en habitaciones circulares. Todo es tan extraño que no puedo pensar, sólo maldecir.
La puerta se abre. Debemos haber llegado, pero ante nosotros sólo hay un pasillo amplio de paredes luminosas, tan limpio como una catedral durante la visita de un obispo. ¿Es esto el Cielo? Me siento muy bien, ligero como una pluma y con la fuerza de cien sansones.
Hay una gran mesa con gafas opacas. ¿Qué serán?
—Por favor, salid del ascensor y despojaos de vuestras vestiduras. Coged un par de gafas cada uno.
La voz tiene una modulación perfecta, aunque no parece salir de ningún lugar. Obedecemos, nos quitamos las ropas, y las dejamos en ordenados montones junto a las paredes del pasillo. Cogemos las gafas.
Otra puerta se abre.
—Por favor, pasad a esterilización.
¿Y si nos negamos? ¿Qué medios usarían para hacernos obedecer? Sin embargo, todos obedecemos sin rechistar; han sido muchos años de miedo inculcado por los sacerdotes.
Es incomprensible; a cada paso que damos, saltamos como si pudiéramos volar. Algunos se golpean contra las paredes, aunque ninguno se lastima.
La puerta se cierra tras nosotros al entrar en una rara sala. «Poneos las gafas y no os las quitéis hasta nuevo aviso», dice la voz.
Obedecemos. Todo está bañado de luz azul, y hay un vapor viscoso que lo recubre todo. Huele… sí, huele como el aire después de una tormenta.
Llevamos horas aquí. No vemos nada y todos sentimos una comezón desagradable en la piel. Hay unos bancos en las paredes y unos nos sentamos en ellos, otros se tienden e intentan dormir.
Finalmente se abre la puerta. La voz nos vuelve a pedir con amabilidad que salgamos y nos quitemos las gafas. Obedecemos. Parpadeamos en la intensa luz blanca.
Estamos en una sala circular, inmensa. Tan grande como el campo parroquial de deportes de mi ciudad. Toda ella limpísima, como todo, y con aquellas paredes que parecen emanar luz.
Allí estamos todos, los tres mil o así seleccionados. Todos salen de las puertas situadas en la inmensa pared circular. Todos desnudos, incluso las mujeres. Aparto la vista turbado. Los curas decían que el desnudo público era pecado; y allí estábamos: en el Cielo y desnudos.
Una mujer lanza un grito, su brazo señalando arriba, y cae al suelo desmayada. Todos miramos, se oyen más gritos, hay más desmayos. Mis dientes castañetean, y no por el frío.
Sobre nuestras cabezas, desde unas pasarelas metálicas, cientos de Ángeles Exterminadores nos observan.
Todos conocemos su aspecto. Sin embargo, no es igual verlos en persona a verlos en estatua o en la pantalla mural.
Son tan altos como un hombre, aunque deben pesar la cuarta parte, a lo más. Sus brazos y piernas son largos y delgados. Su piel es coriácea, como la de los rinocerontes del zoo. Sus ojos están profundamente hundidos en sus cuencas. En su espalda tienen dos alas membranosas como murciélagos.
Nos llevan a una inmensa galería; quizás mida kilómetros de largo. Las paredes están cubiertas de pequeñas celdas, con la pared anterior transparente. Nos reparten en ellas, uno por celda. Tenemos más comodidades y más comida de la que habíamos podido soñar allá abajo. No tenemos nada que hacer. No podemos hablar ni siquiera con las celdas vecinas.
Los Ángeles pasan de vez en cuando y nos miran. Me siento como un animal enjaulado.
De vez en cuando, abren una celda y se llevan a su ocupante. La primera vez que vi esto temí lo peor, pero volvió. Los llamados acaban regresando a sus celdas. O casi todos.
Hoy me han elegido a mí.
Unos Ángeles han abierto mi puerta, y uno de ellos me ha señalado con un dedo sarmentoso. Obedezco. Me rodean y me llevan fuera de la galería, por los corredores.
Llegamos a una gran sala en la que hay infinidad de mesas metálicas alineadas, una junto a otra. Algunos humanos están tendidos por las mesas, y hay Ángeles en pie, a sus lados, por todas partes.
—Por favor, túmbate —habla un Ángel, señalando una de aquellas mesas.
—N… no —murmuro.
Algo me toca la nuca. De repente siento mi cuerpo recorrido por una sacudida, como cuando te golpeas el codo, y mis músculos se desmadejan. Hubiera caído de no ser por aquella ligereza que nos hace andar a saltos.
Me tienden en la mesa. No sé qué me hacen, pero todo se vuelve negro.
Despierto. Me duele mucho la cabeza, como si fuera un globo de agua lleno a estallar. No hay ningún Ángel cerca, como si me hubiesen olvidado. Sigo sin poder moverme, y sólo puedo ver el techo abovedado de la sala.
Fuerzo a mis ojos a girar.
En la mesa contigua a la mía hay una joven dormida. Tiene el vientre abierto, y dos ángeles vestidos de blanco hacen algo en su interior. Vuelvo a perder el sentido.
Despierto de nuevo. No hay nadie en la mesa vecina. Dos Ángeles me llevan de nuevo a la celda. Me siento débil como un gatito.
El tiempo pasa. Como. Duermo. Defeco. Un día, otro, otro.
Los Ángeles vuelven varias veces, no sé si son los mismos todos los días. Se llevan a alguien; a veces vuelve, a veces no.
Finalmente, llega un Ángel y me señala. Obedezco. Me lleva de nuevo por los corredores. Obedezco.
Estamos solos. Qué raro, el Ángel ha venido solo a buscarme. Camina dándome la espalda; sabe que todos obedecemos. Su cabeza es redonda como un melón. No tiene orejas.
Y entonces
(la mujer los Ángeles hurgando en ella la sala ahora yo tal vez suerte que mi mujer mi hija no fueron enferma pobrecita mi niña me mira sus ojos
¡¡NO!!
el sacerdote paseando por mi fila el cura de mi parroquia con sus ojos de cerdo el crucifijo la pistola quítasela mátale pégale un tiro aplástale los sesos de mierda bastardos grasientos hijos de puta miedo y miedo y hambre y y y)
todo sucede
(levanta las manos es flaco no te mira maldito junta los puños golpea la nuca está solo no obedezcas no, no, no tiene granizo con sangre ni fuego ni ajenjo ni humo como de un gran horno es sólo un maldito Ángel mátalo aplástale los sesos por tu mujer tu hija sus lágrimas su carita sus ojos golpea golpea golpea)
(Jonás Chandragupta gritó en sueños)
muy rápido. El Ángel se desploma, su cuello torcido. Nadie vivo tiene el cuello tan doblado pero yo golpeo, y golpeo, y golpeo…
Me detengo, jadeando. Los huesos del Ángel son frágiles. Estoy salpicado de sangre y sesos. No sé como, su cabeza ha estallado como una fruta madura. El cadáver ha rebotado en las paredes y ahora flota, cayendo al suelo lentamente. Miro en torno, como un animal acosado y
(lo he matado le aplasté los malditos sesos lástima sólo uno me buscarán me encontrarán dónde esconderse nadie ha matado a un Ángel corre corre corre)
me dirijo a una de las rejillas que hay en la pared, cerca del techo. Sé que de ellas sale aire fresco. Trepo; no me cuesta ningún esfuerzo con tan poco peso. Introduzco los dedos en la rejilla y empujo, una vez, dos, y la rejilla cede. Me meto dentro y corro, corro, corro…
¿Cuánto tiempo llevo aquí?
He perdido la noción del tiempo. Raras veces veo el Sol o la Tierra. Pero ha pasado mucho. Soy viejo. Pronto necesitaré cuidados médicos, o moriré.
¿Qué edad tenía cuando me trajeron al Cielo? Treinta años. Ahora mis manos están arrugadas y manchadas; mis articulaciones están hinchadas. Cada paso, cada movimiento, es un tormento indescriptible. En la Tierra no podría ni caminar; sin embargo, aquí es diferente, apenas peso nada.
Mi vida ha sido como la de una rata acorralada. Siempre escondiéndome, robando comida a los Ángeles, escondiéndome otra vez… Pero, en cierta forma, ha sido una buena vida. Nadie me da órdenes, nadie. No he tenido sacerdotes que me digan lo que está bien y lo que está mal. Soy libre como nunca.
No puedo volver a la Tierra. Los malditos Ángeles vigilan muy bien las Torres. Sin embargo, el Cielo es grande. Tengo escondrijos, muchos. Me cambio de uno a otro y rara vez ocupo uno más de algunos días. He dejado pinturas, pinturas que cuenten lo que ahora sé, incluso a aquellos a los que no hablen mi lengua. ¡Ojalá pudiera hacer algo más para liberar a los que sufren ahí abajo!
A veces pienso en mi mujer y mi niña. Quizás mi mujer haya muerto ya. Mi hija será una mujer, quizás tenga ya hijos propios. Yo siempre las recuerdo como el último día. Mi mujer llorando, mi niña mirándome con su carita asombrada, sus grandes ojos… Cuando pienso en ellas las lágrimas ruedan y ruedan por mis mejillas sin que pueda contenerlas.
También pienso en ellas cuando mato a un Ángel, aunque entonces no lloro, sino que siento una salvaje alegría. Ahora sé que no son sobrenaturales, que son hombres como yo, adaptados a vivir sin aire, en el espacio. Se les puede robar y se les puede matar. Nunca he dejado de matar cuando sorprendo a uno a solas. He encontrado cosas, herramientas. He improvisado armas y he montado trampas.
Y ellos no han podido encontrarme, aunque lo han intentado. Pero el Cielo es demasiado grande. Necesitarían miles de Ángeles para registrarlo. Me pregunto si me habré convertido en leyenda. Para ellos, debo ser un monstruo o un demonio. Me gusta pensarlo.
En una de mis expediciones en busca de comida encontré algo impresionante. Era la sala más enorme que hubiese visto nunca (y he visto muchas en el Cielo). Estaba repleta de… una especie de naves. Sí, naves para viajar por el espacio. Estaban construidos con el mismo material de las Torres del Cielo. Supongo que eran barcos con los que los Ángeles viajan por el firmamento, como nosotros por el mar.
Conseguí entrar en uno y probé por primera vez la «silla de los sueños». Fue maravilloso, durante unas horas viví en un mundo limpio, sin sacerdotes, sin Ángeles. Yo me encontraba en una inmensa y blanquísima playa; a lo lejos, unos pequeños barcos de vela surcaban las aguas sólo por diversión de sus pilotos…
Desde entonces volví una y otra vez a aquel lugar. Cada día lo necesitaba más, incluso me impacientaba si encontraba grupos de Ángeles en el camino; en un par de ocasiones casi me descubrieron mientras estaba bajo la «silla de los sueños».
Logré desmontar un sillón y llevármelo. Funcionaba muy bien; me pasé horas y horas soñando, hasta aprendí a usar el selector que el sillón tenía en el brazo.
Pero una vez descubrí algo más. Apretando unos botones, no sucedía nada. Pensé que el sillón se había estropeado, cuando de repente vi una escena espantosa: era yo mismo, en aquella cola del rancho, hace muchos años, esperando y esperando para llevar comida a mi familia…
Fue tan nítido y real como el resto de los sueños. Recordé que había estado recordando la escena mientras probaba los botones. Así fue cómo descubrí que el sillón también puede registrar sueños.
He grabado escenas de mi vida, y ahora estoy grabando esto. Haré copias, pues también he logrado hacerlo, y las esconderé en todas las guaridas que abandone. Así dejaré un mensaje a aquel que los encuentre; un mensaje más claro que mis pinturas. Un mensaje de esperanza y rebelión. Los Ángeles son mortales. Alguien…