PRIMER «CONTACTO»

La tensión de la espera es, según los soldados veteranos, casi peor que la propia batalla. En combate sabes que estás en peligro, y la adrenalina burbujea por tu sangre; la tensión se descarga.

Pero aguardar un ataque, sin saber contra qué o quién te enfrentas… la tensión crece y crece; sin embargo, no sigue a eso la liberación física de la acción. Por ello, cabe suponerse en qué estado anímico acudí a la llamada de Chait Rai, ordenándome ir urgentemente a la sala de mandos de la Ciudad. Subí jadeante las escaleras.

La sala de mandos tenía poco de tal. Como las Ciudades sólo obedecían órdenes simples, no había mucho que controlar. Pero era una buena atalaya para dirigirla.

—¿Qué suc… uf… sucede? —pregunté sin aliento.

Chait Rai se hallaba inclinado sobre una de las radios AM que habíamos improvisado. Se incorporó al oírme.

—Parece ser que uno de los ultraligeros de exploración ha tropezado con algo interesante. Se trata de uno de los de dos plazas; lo pilotan los Incondicionales Aseertyud y Gaserbuyids.

No había huella de sus neopardos. La cosa debía ser grave.

—¿Qué uf… han descubierto? —dije mientras me calaba los auriculares.

—En primer lugar, un puente.

—¿Un puente? ¿Dónde?

—Al sur. Aquí —señaló en el mapa—. Une las dos riberas de este río. Les he ordenado que se alejen más al sur. Sospecho que nuestros amigos los angriffs no están lejos; y ahora acaban de informar que han visto algo más.

Consulté la lista de vuelos programados para hoy. Hablé por el micrófono acoplado al traductor.

—Aquí llamando a Pájaro siete. Hebabeerst llamando a Pájaro siete. ¿Me oís? Cambio.

—Aquí Pájaro siete. Le oímos. Cambio —dijo una cascada voz en el idioma de las Ciudades.

—¿Podéis describir lo que veis? Cambio.

—Sí, Hebabeerst. Se trata de un complejo de edificios rodeado por una muralla de piedra circular. En el centro, un gran edificio en forma de cúpula… una semiesfera, con una gran abertura circular en la parte superior. Gaserbuyids piensa que es una especie de fortificación. Cambio.

—¿Habéis avistado a sus habitantes? ¿Son humanos o Iyrim? Cambio.

—Volamos en círculo en torno a la fortificación. Estamos a buena distancia. ¿Debemos acercarnos más, Hebabeerst? Cambio.

—Un momento, Pájaro siete. Cambio.

Me dirigí a Chait Rai.

—Podría ser peligroso.

—¿Peligroso, para quién? —resopló el ksatrya.

—Para tus Incondicionales, por supuesto. Este tipo de aparato no lleva armamento.

—El trabajo de un explorador es explorar.

Cogió su micrófono y dijo:

—Escuchad, Aseertyud y Gaserbuyids: habla Chait Rai el Divino. ¿Cuál es vuestra posición? —anoté los números que dijeron. Chait Rai asintió—. Sobrevolad la fortificación. Cambio y quedo a la escucha.

—Oímos y obedecemos, Divino. Cambio.

Durante un momento sólo llegó a mis oídos el distante petardeo del motor de alcohol.

—¡¡Son Iyrim, Divino!! Cambio.

Chait Rai aferró con fuerza el micrófono.

—¿Estáis seguros? Cambio.

¡Qué pregunta! Como si fuese fácil confundir a aquellos monstruos con seres humanos.

—Sí… confirmado, Hebabeerst… quiero decir, Divino… y nos han visto. Cambio.

—Retiraos ráp… —empecé a decir, pero Chait me quitó el micrófono de un tirón tan enérgico que casi arrancó el cable.

—Aquí las órdenes las doy yo, no lo olvides —gritó. Y al micro—: Necesitamos más datos. ¿De qué armamento disponen? No os retiréis hasta que hayáis descubierto algo útil. Cambio.

—Obedecemos, Divino. Cambio.

—Los van a derribar —murmuré.

—Bien, así sabremos de qué medios cuentan para hacerlo.

Hubo una tensa pausa. Sólo se oía el ronroneo del motor.

—Nos disparan con armas cortas, Divino —dijo la voz—. Pero no nos alcanzan. Cambio.

Silencio. El motor zumbaba monótonamente.

—¡Aviones! Tienen aviones, y nos van a dar caza. Uno, dos, tres aparatos….

—¿Qué tipo de aparatos? —vociferó Chait. Los pilotos no le habían oído.

—Suben muy rápido… ¡Nos están disparando! ¡Hebabeerst, nos disparan!

—Los aviones angriffs, ¡¿cómo son?!

—Mierda de Ciudad, Aseertyud, elévate… esquiva… no, intenta bajar.

—¡Describidme los aparatos, cobardes!

—¡Nos han alcanzado! El motor arde…, las alas se rasgan…

—Bastardos svas, necesito que informéis…

Un chirrido fuerte.

Sólo llegó a mis oídos el siseo de la estática. Por lo demás, silencio.

El puño de Chait Rai golpeó la radio AM.

—Dongos estúpidos… —rugió—. Bueno, al menos sabemos una cosa: tienen fuerza aérea.

—Sí; —comenté sarcástico— y ellos saben que lo sabemos.

—Tienes razón. No podemos dormirnos ahora. ¿Tienes la posición de ese fuerte angriff?

—Sí. —Levanté mi libreta—. ¿Tienes más patrullas en vuelo?

—Por supuesto.

—Sugiero que aterricen y comprueben su posición como les he enseñado.

—Díselo tú mismo. —Me alargó su micrófono.

Chait Rai despachó más vuelos de reconocimiento, así como espías a pie o montados en motocabra. Por mi parte, trasladé a un mapa la posición indicada por los infortunados Aseertyud y Gaserbuyids. Aquello concordaba: el complejo angriff se hallaba situado al sur de un río que corría de oeste a este, uniéndose a un afluente que corría de noroeste a sureste.

Al oeste del complejo angriff se encontraba la base de la babel, y al sur se extendía la selva. Al norte del complejo se hallaba el puente que conectaba las riberas del río. Al norte del río se extendía la sabana por la que nos acercábamos. Chait Rai reunió a sus Incondicionales y empezó a trazar el plan de batalla.

Como primera medida, puso en alerta a las Ciudades de Hobbelsalem, Betebel, y Babraham. Estas tres, junto con Hebabeerst, formarían nuestras fuerzas. Todas las tropas disponibles se concentraron en las cuatro Ciudades. Ordenó la evacuación del personal innecesario a las restantes.

Las Ciudades empezaron a marchar rectas hacia el sur, formando una línea y espaciadas a lo largo de doscientos kilómetros.

Así empezó la batalla contra los angriffs.

Chait Rai había instalado su puesto de mando en la sala de control de Hebabeerst, desde donde podía coordinar los movimientos de los diferentes grupos de guerreros. Yo me hallaba en la radio, recibiendo y transmitiendo. De modo que puedo contar lo que sucedió, aunque no todo lo vi en persona. La cosa fue así:

De oeste a este, nuestra formación era: Hebabeerst, Hobbelsalem, Betebel, y Babraham. Hobbelsalem y Betebel formaban la «punta de lanza», algo más adelantadas.

Betebel llegó al puente antes que ninguna. Naturalmente, el puente no soportaría el peso de la Ciudad, de modo que las tropas empezaron a cruzar.

Entonces llegaron los angriffs.

Fue una carnicería. Los angriffs atacaban por tierra con tanques y por aire con autogiros; por las excitadas descripciones que nos transmitieron los de Betebel, aparatos no muy distintos a los de la Utsarpini, armados con cohetes y ametralladoras. La Ciudad fue prácticamente destruida, y muy pocas tropas se salvaron.

Hobbelsalem, por su parte, acudió en socorro de Betebel, pero fue atacada por aire antes de poder llegar al puente. Los angriffs consiguieron inmovilizar la Ciudad, a base de destruir sus antenas. A continuación, y en audaces vuelos rasantes, destrozaron parte de las orugas. Luego comenzaron a machacarla.

Salir fuera era suicida, incluso para nuestros «tanques». Sólo podían esperar ser lentamente destrozados.

Mientras tanto, Babraham intentaba cruzar el río más al este, con ayuda de barcas. Era un proceso lento, y de nuevo los autogiros angriffs atacaron con eficacia devastadora sobre las embarcaciones. La propia Ciudad resistió; sin embargo, no pudieron cruzar. Los angriffs se lo tomaron con calma: no se molestaron en enviar tropas de tierra.

Y, en todos los casos, nuestras fuerzas aéreas fueron borradas del aire.

Mientras pasaba todo esto, nosotros marchábamos sin ser molestados. Pero no nos engañábamos: si los angriffs seguían la misma táctica, era de esperar un ataque aéreo sobre Hebabeerst. Y ahora contaré lo que vi en persona.

Naturalmente, debíamos lanzar nuestras fuerzas aéreas al aire, en previsión. Así lo ordenó Chait Rai.

Los pequeños aparatos se destacaban en la llanura como insectos camuflados; nubecillas de humo azulado se elevaban desde los tubos de escape. Uno a uno, fueron cogiendo velocidad y despegaron uno tras otro… Chait Rai observaba en silencio el cielo, con ayuda de los prismáticos imperiales, muy en su papel de comandante supremo.

Los ultraligeros dieron vueltas en torno a Hebabeerst mientras se reunían por escuadrillas. Chait Rai había ordenado que formaran la «escala de Jacob»: las escuadrillas se disponían en tres niveles, a ciento cincuenta, doscientos cincuenta y trescientos cincuenta metros de altura. Si un grupo era atacado, los de arriba y abajo acudirían en su ayuda.

Pronto la ciudad quedó rodeada por un anillo de zumbantes aparatos. Los que primero despegaron se dirigieron hacia el objetivo.

—Ya han salido todos —informé.

—Bien —fue la escueta respuesta de Chait Rai. Como una bandada de mosquitos, los aparatos desaparecieron en el cielo.

Chait había ordenado silencio de radio, a menos que se divisaran aparatos enemigos o tropas de tierra. Las horas y minutos empezaron a gotear.

Nada en el cielo. Nada en el suelo.

La Ciudad proseguía su marcha.

Nada. Nada. Nada.

Una muchacha sirvió tazas de té al personal del puesto de mando.

Dos horas después…

—¡Autogiros! —exclamé.

Chait Rai se giró hacia mí.

—¿Cuántos? ¿Donde? —yo escuchaba, tratando de entender. Miré el tosco mapa trazado por nuestros pilotos.

—Por el oeste. Cruzan el río —escuché—. Unos cien.

Chait Rai rezongó.

—No está mal. Les superamos en diez a uno. Que nuestros aviones los ataquen.

—Ya lo hacen —no pude ocultar una pizca de sarcasmo—. Los autogiros empezaron a disparar tan pronto estuvieron a tiro.

—¿Armamento?

—Eh… nadie me lo ha dicho —consulté la tabla. Simha rojo se encontraba a retaguardia de la formación—. Hebabeerst llamando a Simha rojo. Simha rojo. Informe sobre armamento de los cuervos. Cambio.

Escuché. Asentí.

—Recibido, Simha rojo. Cambio. —A Chait Rai—: Ametralladoras.

—¿Nada de misiles?

—No, ninguno.

Chait Rai asintió satisfecho.

—Eso era lo que me preocupaba. Así, aún tenemos posibilidad de vencer.

¿Hasta ahora no sabías si la teníamos o no?, pensé. Pero no tuve tiempo de preocuparme: una barahunda de mensajes se amontonaban. Simha azul: barridos del cielo. Simha verde: derribados el cincuenta por ciento…

Gradualmente los números empezaron a contar la escalofriante historia: nos estaban vapuleando.

De los autogiros angriffs derribados, más de la mitad lo fueron por colisión con nuestros aparatos.

Las flechas no hacían gran cosa contra el blindaje de los autogiros. Algunos suicidas lograron colar unas en la carlinga de algún aparato enemigo, pero las ametralladoras liquidaban a todo el que se ponía a su alcance. La única posibilidad era descender desde arriba, el único ángulo muerto de las armas enemigas, y clavar algunas en el rotor o en la hélice motriz… lo que era muy difícil.

Los cohetes eran peor que inútiles. Era difícil acertar a un objeto en vuelo con ellos.

La única ventaja era la maniobrabilidad de nuestros ultraligeros, que les permitía eludir las balas enemigas… si el piloto lograba no estrellarse con un compañero.

Pronto estuvieron a la vista. La «escala de Jacob» se había convertido en una pelota de aviones que disparaban entre sí. Con testarudez, los autogiros se habían abierto paso sin desviarse… rectos hacia nosotros.

A distancia no parecía nada impresionante. Unas libélulas negras sobre las que volaban mosquitos… estelas de humo que caían hacia el suelo… un ultraligero llegó hasta Hebabeerst, envuelto en llamas; intentó aterrizar, y se estrelló. El piloto murió a unos pocos metros del suelo salvador.

Sentí un nudo en la garganta. Yo había construido aquellos aparatos, y ahora caían del cielo como moscas, y los hombres morían en ellos. Me sentí culpable, aunque objetivamente yo no podía haber hecho más.

Algo peor se me ocurrió: aquellos aparatos eran un fracaso. Le había fallado a Chait Rai… y mi vida pendía del hilo de la cordura del ksatrya.

Diez o doce autogiros volaron sobre Hebabeerst. Ardieron al instante.

—¡Ja! —exclamó Chait Rai alegremente.

Fue un golpe inesperado, aunque poco efectivo. Los pilotos angriffs evitaron volar en lo sucesivo sobre Hebabeerst. Dieron vueltas y vueltas, descendiendo. No se preocupaban de nuestros aviones.

Un autogiro cruzó como una centella ante el ventanal. No era muy distinto a los que teníamos en la Utsarpini. Era un aparato negro, alargado, con un rotor de tres palas en la parte superior, y hélice tractora en el morro. Llevaban cinco o seis ametralladoras: unas fijas en el morro y otras orientables a babor y estribor.

Pude ver la horrenda cara del piloto… y dos o tres artilleros asomándose por las portezuelas laterales. Dispararon, aunque sin efecto alguno sobre la estructura de la Ciudad.

—¿Qué hacen los nuestros? ¡Disparad, idiotas! —vociferó Chait Rai por un micrófono.

¿Disparar? Al instante recordé. Los infantes se hallaban apostados en troneras en el piso superior de Hebabeerst, y disparaban con cualquier cosa que tuvieran a mano contra los autogiros.

Un autogiro en llamas cruzó ante el ventanal. Luego otro más. De repente, vi una veintena de autogiros alejarse de Hebabeerst. ¡Viva!

Pero la alegría me duró poco.

—Aquí viene la segunda oleada —dijo Chait Rai, mirando con los prismáticos.

¡De esto no me había enterado!

Pero pronto me puse al día. Estos aparatos eran distintos: llevaban un solo tripulante. Esto no los hacía peor armados… de los costados pendían cohetes como racimos de plátanos.

Cohetes aire-tierra. Y se desató el infierno.

Aquella mole que era la Ciudad temblaba bajo los impactos. Los cohetes hacían volar los nidos de ametralladoras y los parapetos, desde los que los infantes abrían un espectacular pero inefectivo fuego de fusil. El piso superior se encontraba en llamas.

Chait Rai se volvió y me dijo:

—Toma el mando de la Ciudad, Jonás. Yo dirigiré la batalla desde primera línea.

—¿Que yo… que.. tomar? —tartajeé.

—No te preocupes, los muchachos saben qué hacer. ¡Avanzar! Tú sólo tienes que preocuparte de las comunicaciones. Pero el daksa exige que el jefe esté en primera línea —y salió. ¡Kamsa y Putana!

Deprimido, me senté de nuevo ante la radio. Por lo que yo podía hacer, podría estar en Vaikunthaloka.

—…ahí viene uno. Disp…

—…¡cuidado a la derecha!…

—…fuego concentrado sobre…

—…el sargento está muerto. Disparad sobre…

—…¿dónde están nuestros aviones?…

—…¿ganamos o perdemos?…

Aquella era un excelente pregunta.

—Aquí Escarabajo. Informe, Hebabeerst. Cambio.

Aquel era Chait Rai, hablando desde el reptador. Vi cómo la máquina de seis patas salía corriendo entre las orugas de Hebabeerst.

—Aquí Hebabeerst a Escarabajo. No queda ni un solo ultraligero. Hay cuervos, diez… doce… quince. ¡Krishna! ¡Escarabajo, dos autogiros tras de ti! Cambio.

Oí reír a Chait Rai. ¿Se encontraba loco?

¡Pero no! De repente, los dos autogiros se incendiaron y cayeron del cielo como piedras.

—Indra ha fulminado a los herejes, Hebabeerst —seguía riendo Chait Rai.

¿Indra? ¡Claro! El cañón de particulas del reptador. Chait Rai se había guardado aquel as en la manga.

Otro autogiro estalló en el aire.

Y otro.

Y otro.

Y de repente dejaron de estallar bombas sobre la Ciudad.

—Hemos limpiado el cielo, Hebabeerst. Estaban tan distraídos atacándoos que no se dieron cuenta. ¡¡AVANTE A TODA MAQUINA!! —gritó de repente.

Aquello debía ser una clave convenida. Un ciudadano empujó frenéticamente una palanca.

Y la Ciudad corrió. ¡Jamás en su historia ninguna Ciudad había alcanzado esa velocidad!

Esto no se lo esperarían los angriffs. Miré al cielo: pronto anochecería. Hebabeerst se hallaría en territorio angriff antes del amanecer.

Los ciudadanos luchaban frenéticamente por apagar los fuegos, con el inseguro suelo bamboleándose bajo sus pies, por efecto de la velocidad. Rogué porque ningún autogiro nos estuviese observando.