PODER AÉREO

Pasó el tiempo. El firmamento nocturno fue cambiando de nuevo a la Abertura Luminosa, y las estrellas rojas empezaron a lucir en el cielo.

Los continuos proyectos de Chait Rai estuvieron a punto de desbaratar los meditados planes de Vidya. La producción de armas se retrasó a medida que se construían los ultraligeros. A pesar de todo, Chait Rai no se preocupaba.

—En todo ejército, —dijo— siempre hay un porcentaje de soldados no combatientes: conductores, cocineros, sanitarios, todo eso. Aunque no tengan armas de fuego, pueden pasar sin ellas.

Habíamos ideado un sistema para bombardear: una red cargada de bombas, con dos o tres kilos de dinamita cada una, situada bajo el asiento del piloto. Este tiraba de un hilito que iba recogiendo la red como si fuera una cortina. Tenía un aspecto increíble; sin embargo, funcionaba. Esto quedó demostrado en un sinfín de pruebas, en que los «Incondicionales del aire» bombardeaban unas dianas pintadas en el césped. Con un poco de práctica, lograron acertar en un ochenta por ciento de los lanzamientos. Los aparatos eran muy manejables y volaban a poca velocidad, lo que permitía a los pilotos afinar la puntería.

El problema eran los blancos en movimiento. El blanco fue un pobre antilofante con una diana pintada con cal en el lomo. Lo dejamos suelto tras azuzarlo un poco, y tres ultraligeros cargados de bombas salieron zumbando tras él. El indolente animal parecía ser una presa fácil.

Aunque nos equivocamos. Asustado por el ruido de los motores y después por el estampido de las bombas, el animal corrió como si lo persiguiese el mismísimo Kamsa. Hizo locos giros y quiebros cada vez que un aparato se acercaba, y ni una sola bomba cayó lo bastante cerca como para inmovilizarlo. Lo último que vimos de él fue una nubecilla de polvo en el horizonte.

Chait Rai no se sentía satisfecho. Insistía en instalar ametralladoras en los ultraligeros; con ellas podrían atacar blancos en movimiento de un modo más efectivo.

Así que otro grupo de diseñadores fue asignado a la tarea. El problema era que las toscas ametralladoras que éramos capaces de fabricar eran grandes; con municiones, casi pesaban más que el piloto. Y equipar los ultraligeros con fusiles se hallaba fuera de cuestión: no es tarea fácil cargar y apuntar un fusil con una mano, mientras se pilota con la otra, y tener una mínima probabilidad de acertar…

Los diseñadores encontraron dos soluciones, ambas diferentes, aunque cada una interesante a su manera.

Una eran los cohetes: una ristra de cohetes fijados a las alas, propulsados por pólvora y estabilizados por una rabiza hecha con una caña de dos metros. Podía acoplarse una cabeza explosiva de medio kilo de dinamita, o incendiaria con gelatina de alcohol. La carga consistía en perforante o antipersonal, con cierta cantidad de metralla. El encendido era eléctrico.

La otra consistía en una ballesta-ametralladora. Se cargaba y disparaba accionando un embrague con el motor; los dardos, de quince centimetros de largo, iban en una tolva sobre la ballesta. El piloto apretaba un pedal, y la corredera de la ballesta retrocedía, caía una flecha, se disparaba automáticamente cuando la corredera llegaba al final de su recorrido… y la corredera avanzaba hasta enganchar la cuerda, y vuelta a empezar.

Repetimos el experimento con otro antilofante, y esta vez el desgraciado animal quedó hecho un colador antes de que recorriera doscientos metros. Fueron soltadas varias motocabras; a pesar de su mayor agilidad y menor tamaño, el resultado fue el mismo.

También ensayamos el poder de penetración de aquellos dardos. A corta distancia, atravesaban una plancha de hierro de un centimetro de grosor. Sin embargo, el problema de aquellas flechas era su escasa velocidad. Perdimos a tres pilotos en las pruebas de una forma insólita: dispararon una «ráfaga» de flechas e iniciaban un picado, y fueron muertos por sus mismos proyectiles, más lentos que el propio aparato.

Como decía Chait Rai, gajes del oficio.